Francisco Navarro Villoslada
El catolicismo y la enseñanza universitaria
Artículo III.
En el pasaje que ayer insertamos, original del catedrático de Madrid, se contiene una referencia a la nota núm. 2, sobre la cual llamamos la atención del lector. El Sr. Uribe, al hablar de la riquísima energía que se despierta en el alma en el estado que pinta con los mismos colores antes usados por los escritores eclécticos, se refiere a la expresada nota, donde se lee el siguiente pasaje de Ahrens, invocado sin duda por el profesor de Madrid en apoyo de sus ideas: «El espíritu humano es infinitamente más rico que lo que él mismo sabe: su ser es tan vasto y tan profundo que jamás puede desplegarse enteramente en su conciencia.
«El hombre es para sí mismo un misterio que no se descubre jamás en su conciencia, porque si llegase a verse iluminado, con semejante claridad se consumiría en sí mismo. Hay siempre en el fondo de su ser alguna cosa oculta que en vano procura descubrir, y que, sin embargo, le impele sin cesar a un desarrollo ulterior, y se presenta como el origen misterioso de toda divinación (profecía en castellano) y de toda inspiración.» ¿Vé el Sr. Uribe como estos filósofos, cuya autoridad invoca y de cuyos textos está saturada su obra, encierran en sus teorías filosóficas aun lo que es sobrenatural y misterioso, puesto que miran al espíritu humano como el origen de las profecías y de las inspiraciones divinas? Por lo demás, esa infinita riqueza que Ahrens atribuye al espíritu humano, no es otra cosa más que panteísmo puro, panteísmo claramente significado en esa especie de complemento o satisfacción plenísima que recibiría el espíritu de sí mismo si llegara a contemplarse tal como es, que es lo que significa el consumirse a sí mismo, en la versión del Sr. Uribe.
Sabido es que la capacidad del alma es inmensa, y por tanto que solo Dios, que es infinito, puede llenarla. Si nuestra inteligencia hallara en sí misma el término y complemento de su actividad, no sería humana, sino divina; y el débil hombre, miserable y todo como es, quedaría trasformado, gracias a la varita mágica del panteísmo, nada menos que en Dios. Esto es lo que por desgracia no ha comprendido el señor Uribe.
Ya que hablamos de panteísmo, parécenos oportuno referir en este lugar algunas palabras del profesor de Madrid que trae a este propósito su libro de texto. Como hubiese Víctor Cousin, testigo nada sospechoso en la materia, calificado el error de los panteístas con los términos usados siempre por la filosofía católica, conviene a saber, con el nombre de ateísmo, el Sr. Uribe reclamó contra esta palabra en la nota, pág. 238, que vamos a trasladar aquí.
Pero veamos antes la definición que da Cousin del panteísmo, en su historia de la filosofía, páginas 217 y 218, según la cita de nuestro autor: «¿Que es, señores, el panteísmo? dice quien lo sabía harto bien. La concepción del todo, es decir, del mundo, como único objeto del pensamiento, como única existencia, como bastándose a sí misma, y explicándose por sí misma, es decir, como Dios.» –«Conozco, (el Sr. Uribe habla ahora), que concibiendo el panteísmo, como él le concibe, se puede decir algo en favor de la afirmativa, (que es puro ateísmo); pero esto no obstante, creo que ni aun así es verdad. El panteísmo materialista, aunque descabellado y materialista la mayor parte de las veces, (siempre podía haber dicho), es teísmo, como su mismo nombre lo está diciendo, ni hay imposibilidad, (por lo menos, no la hay a mis ojos), antes bien hallo muy natural, (buena estaría la naturaleza del hombre si tal tendencia tuviere), que crean algunos en un Dios corpóreo, aunque sea contradictorio. De consiguiente hace mal, (por lo menos en mi concepto), Mr. Cousin en llamarle ateísmo, como lo hace hasta cierto punto, pues el dar, en cierto modo, este nombre al panteísmo sólo conduce a oscurecer más todavía esta materia tan difícil como importante.»
«Pero he dicho mal, conduce también a otra cosa que seguramente no merecería la aprobación de Cousin, (¿qué había de merecerla si era panteísta consumado? Hoy creemos que ha conocido su error), y la cual es, que muchas personas intolerantes, poco instruidas la mayor parte de ellas, pueden creerse autorizadas para tratar de ateos a los innumerables autores que califican de panteístas. En efecto, si Bossuet no hubiese dos siglos antes dicho del panteísmo, que es un ateísmo disfrazado; si Fenelon no hubiese tratado de ateo al panteísta Espinosa, tan ensalzado en nuestro siglo por los restauradores de su impiedad; si tantos otros escritores antiguos y modernos, para todos respetables, no hubiesen usado el mismo lenguaje, sería una falta imperdonable en Víctor Cousin el haber autorizado con su ejemplo a las personas intolerantes a llamar ateos a los que no creen en la existencia de un Señor infinitamente bueno, sabio, poderoso, principio y fin de todas las cosas, conceptos todos completamente extraños a quien no reconoce ni adora otro Dios que a la materia o a sí mismo. «Verdaderamente lo único que hay que lamentar en este negocio es la crítica del señor Uribe.
Mucho podríamos aún decir de las opiniones que leemos en la obra citada acerca de los primeros instantes en que se considera al hombre, sin contar para nada con las luces que sobre esta materia derrama la religión. El traductor del Servant inserta nuevos pasajes de autores heterodoxos, por ejemplo de Damiron, el cual hace consistir la primitiva instrucción en lo que él llama «las religiones, las inspiraciones del sentimiento, las concepciones de la poesía, el misticismo en una palabra,» pues para tales autores la fe, la poesía, el sentimiento, &c., son una sola cosa. El Sr. Uribe procura debilitar con las distinciones que le inspira la fe los ecos del racionalismo teológico; así en el presente caso, nos dice en una nota, que las palabras de Damiron deben limitarse al misticismo exagerado; pero casi a renglón seguido añade por su propia cuenta que esta doctrina es una concepción del espíritu humano en determinadas circunstancias, y al hablar de los escritores místicos no teme poner el nombre de Santa Teresa junto a los discípulos de Saint-Martin y de otros escritores, o racionalistas o protestantes. Tan cierto es que no bastan las mejores disposiciones del corazón para guardar y exponer fielmente la verdad, cuando por debilidad o por afición a libros perniciosos, se desea beber en ellos la doctrina y comunicarla a los demás, aun con los temperamentos y restricciones de que jamás prescinden sino los enemigos descubiertos de la Iglesia.
Si se quiere todavía una prueba del total olvido en que se echan por el Servant las luces de la religión, aun tratándose de los problemas que sólo ella puede resolver, regístrese el lugar de la obra destinada a exponer la doctrina relativa al origen del lenguaje. Sabido es que la Sagrada Escritura nos presenta al hombre hablando apenas fue criado, pues entre los dones que recibió de Dios, uno de ellos fue el habla: Et linguam… dedit illis (Ecles. XVII, 5). Nada, por otra parte, más conforme con el noble concepto que la sana filosofía tiene de Dios y de su Providencia, que la doctrina de los libros santos acerca del lenguaje, como quiera que habiendo sido criado el hombre pura vivir en sociedad, y constituido desde luego en la doméstica, fue muy propio de la bondad divina el proveerle del medio preciosísimo, sin el cual no hubiera podido realizar los designios de su Criador. Desgraciadamente no es esta la doctrina del Servant: olvidándose completamente de las enseñanzas que contiene el sagrado texto y de toda idea de Dios y de su Providencia, el autor de ese desdichado libro atribuye a los hombres la invención del lenguaje, imaginando un estado en que solo se entendían los hombres por medio de gestos y sonidos inarticulados, de los cuales se valieron para inventar y establecer el lenguaje artificial (pág. 465). «Ninguna lengua,» añade el autor, adoptando en un todo la teoría de los sensualistas del pasado siglo acerca de la invención y formación mecánica de los idiomas, hoy universalmente desacreditada, «ninguna lengua puede tener más signos que ideas tienen los que la instituyen; y así tiene muy pocos al principio (pág. 489).» El estado primitivo del hombre fue, pues, según nuestro autor de texto, de perfecto mutismo, y por consiguiente de casi universal ignorancia, pues es sabido que la palabra no sólo es un medio de comunicación, sino un instrumento de la inteligencia y una condición esencial de toda enseñanza y tradición elevadas. ¡Tal es el estado de miserable abandono en que se supone al hombre luego de criado: admirable disposición por cierto para recibir en un éxtasis contemplativo las luces de la inspiración, fuente misteriosa de verdad y de encanto indefinible que precede al desarrollo da la reflexión y de la ciencia en las historias, con visos de fábulas, que trazan del espíritu humano los modernos racionalistas!
Alguna otra especie pudiéramos sacar del mismo libro, que dejase ver la distancia que lo separa de la verdadera filosofía y de las sanas doctrinas de una ciencia puramente católica; pero creemos innecesario detenernos más en una materia que ya se halla bastante esclarecida. ¡Así lográsemos que la verdad de nuestro juicio, fundado en datos y principios innegables, penetrase los entendimientos de los que más obligados están a conocerla y seguir sus saludables avisos!