Concepción Arenal
Conferencias dominicales para la educación de la mujer
Cuando en los siglos venideros escriba un filósofo la historia del progreso en España, citará, acompañándola de reflexiones profundas, una fecha: el 21 de Febrero de 1869. ¿Se ha dado en este día alguna gran batalla en que ha triunfado la justicia? ¿Una Asamblea ha promulgado como ley algún derecho, hasta allí desconocido o negado? ¿Se han agitado las masas como el mar embravecido, y en las oleadas de su cólera han sepultado en el abismo algún impío error, han levantado hasta el cielo alguna verdad santa? No. El 21 de Febrero de 1869 no ha sucedido ninguna de estas cosas. Ni estruendo marcial, ni aclamaciones de las masas, que se han apercibido siquiera que allá en la Universidad central se reunían algunas personas en el salón de grados. ¿Se iba a conferir alguno? Tal vez. El señor ministro de Fomento llegaba, y el señor rector y algunos catedráticos; muchas señoras corrían impacientes en busca de local que ya no había, y era tal su actividad y el interés con que buscaban lugar en que colocarse, que no parecía sino que el graduando era hijo de todas y de cada una. ¿Pero dónde estaba el joven que con tanta ansia querían ver y escuchar?
Era en vano buscarle más que con los ojos del alma; el graduando no tenía cuerpo, era una idea que iba a ser proclamada desde la tribuna, una idea de esas que son el resumen de una época y el germen de otra; una idea de las que crecen primero al calor de algunas inteligencias elevadas, para llegar a ser algún día patrimonio del sentido común. Allí iba a decirse que la mujer es un ser racional, un ser inteligente, capaz de recibir educación y de elevarse a las regiones del pensamiento, de perfeccionarse aprendiendo y de mejorarse perfeccionándose. ¿Y quién se atreve a decir estas cosas en España, donde no ha mucho que el saber era un caso de conciencia? ¿Algún joven atolondrado, alguna cabeza volcánica, algún ambicioso oscuro, que no teniendo otro medio de llamar sobre sí la atención, quiere atraer las miradas por las excentridades de su inteligencia?
No. El señor ministro de Fomento preside el acto, y no será seguramente por ninguna mira ambiciosa. El señor rector de la Universidad Central no ha menester del discurso que lee para formar su reputación literaria; antes de ahora ha probado el Sr. Castro que sabe pensar y sentir, y decir bien lo que siente y lo que piensa. El señor Sanromá debe haber aprendido desde la primera vez que habló en público, que ha nacido orador, grande orador. Así, pues, ni el ministro ni el rector, ni el catedrático, acudían a la Universidad por ambición mezquina, ni por vanidad pueril; los impulsaba una idea que iban a proclamar, dándole el prestigio de su autoridad y de su ciencia.
En España, solo en voz baja, se habían atrevido a decir algunos que la mujer es un ser inteligente que puede y debe ser educado como tal, y he aquí que esta verdad brilla en las esferas del poder y en las regiones oficiales, y se dice con fe, y se aplaude con entusiasmo.
El hecho es grave, muy grave, y las nobles voces que se han levantado el 21 de Febrero en la Universidad Central tendrán el eco eterno de la aprobación de los siglos. Acaso por el momento no sean los más los que aplaudan. ¿Qué importa? La verdad viene del cielo, y la ven primero los que están más altos: ellos la reciben amorosamente, preservándola a veces de los ataques de la multitud que al fin la comprende y la adora.
Al ver al señor ministro de Fomento presidir la inauguración de las conferencias dominicales para la educación de la mujer, al oír en la tribuna al Sr. Castro y al Sr. Sanromá, muchos y diversos afectos debieron agitar el corazón de las señoras allí reunidas; pero uno tal vez se elevaba más alto que todos, el sentimiento de la gratitud. ¡Oh! Sí; os damos gracias muy sinceras, gracias del alma a los que con pensamiento levantado y mano firme habéis roto el primer eslabón de esa cadena de errores que nos sujetaba a la ignorancia; la ignorancia que engendra la preocupación, que abigarra el carácter, que degrada el ser moral, que sofoca el pensamiento, que aniquila la inteligencia, que seca las fuentes de toda inspiración grande y generosa. Gracias a los que habéis levantado el impío veto que nos cerraba el santuario del saber; gracias a los que no habéis desdeñado razonar con nosotros, aunque estamos tan abajo en las regiones del pensamiento; gracias a los que habéis extendido la esfera de nuestros deberes y de nuestros derechos, abriendo nuevos horizontes a nuestra pobre alma cautiva.
Vosotros sois los verdaderos caballeros, vosotros los nobles paladines que rompéis lanzas por la hermosura de nuestra alma. No negaremos una lágrima a vuestros dolores, ni un canto a vuestra memoria, ni el Supremo Juez os preguntará severo: ¿qué habéis hecho de la compañera que formé a mi imagen y semejanza?
No temáis, generosos campeones de la educación de la mujer, no temáis que vuestras lecciones se pierdan, ni que nuestros ojos se cierren a la luz de la verdad. Los hombres no han podido destruir la obra de Dios; adormecidas nuestras facultades, no están muertas. ¿No veis cómo por las rejas de ese calabozo, donde han querido encerrar nuestro entendimiento, se perciben los resplandores del fuego santo que arde en nuestra alma? ¿Cuándo, dónde se ha dicho a la mujer: «Marcha por esa difícil vía que conduce a un alto fin,» que la haya dejado desierta? Nos abristeis el camino del cielo, y llenamos los potros de mártires y los altares de santas. Nos declarasteis capaces de ejercer la caridad, y recogimos a los niños, y consolamos a los ancianos, y cuidamos a los enfermos, y auxiliamos a los moribundos. ¿Cuándo nos habéis otorgado vuestra confianza, que faltemos a ella? ¿Cuándo habéis aligerado el peso de nuestra cadena, que no demos un paso hacia el bien?
El hombre, a medida que se ha civilizado, ha refinado sus gustos, y ha sentido la necesidad de que la mujer tomase parte en los espectáculos que le divierten. Le ha permitido que baile, y cante, que toque y que declame. En las regiones de arte, la ha visto elevarse tanto como él, y ha gozado del placer sin sospechar que encerraba una lección. Y la lección era, no obstante, bien clara. La mujer ha recorrido con paso firme todos los buenos caminos que no se le han cerrado. Ha sido mártir, santa, sacerdotisa de la caridad y artista: no le habéis dejado ser más, hombres que ni aún sabéis ser egoístas; abridle nuevas vías, y las reconocerá; esto es lo que dice la lógica, el simple buen sentido.
Los que intentan educar a la mujer como a un ser racional e inteligente, han emprendido una tarea ardua, un trabajo rudo; pero el objeto es alto y el éxito, más o menos remoto, seguro. Apresurémosle nosotras con la buena voluntad y la perseverancia; procuremos vencer nuestros hábitos de frivolidad y holganza intelectual, persuadiéndonos de que el saber es estudio, y el estudio es trabajo. Demos a nuestros maestros la prueba de gratitud más profunda, la recompensa más dulce, utilizando sus lecciones, y prestando con nuestros progresos argumentos poderosos que puedan arrojar a la cara de sus adversarios. Tendremos que luchar con muchas dificultades, y que habérnoslas con un enemigo vil que a veces es poderoso: el ridículo; mas aprendamos a despreciarle, y comprenderemos que no hay razón para temerle. El ridículo es como los gases mefíticos de la cueva del perro: no matan sino a los que caminan a flor de tierra; levantemos la frente al cielo y le dejaremos muy por debajo, respirando en las regiones serenas de la inteligencia.