Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Santiago González Encinas ]

La mujer comparada con el hombre

Apuntes filosófico-médicos

I. De la mujer en generalII. Caracteres físico-anatómicos que distinguen a la mujer del hombreIII. Caracteres fisiológicos o facultades morales que distinguen a la mujerIV. El valor en la mujerV. El pudor y la coqueteríaVI. De la mujer en su nubilidad y considerada como hijaVII. Del amor en generalVIII. Del amor maternalIX. De la maternidad en el mundo orgánico y moralX. Del matrimonio y de la familia

De todas las ciencias humanas, la que trata del hombre es la más digna del mismo. El poeta, el orador y el historiador no sabrán describir la belleza de las acciones, si no elevan su pensamiento al nivel de los hombres que las han ejecutado. El heroísmo y el genio tienen siempre el mismo origen, la virilidad del alma. El conocimiento del espíritu humano es la raíz común de todas las ciencias y el fuerte tronco que las nutre. ¿Quién desconoce el íntimo contacto que existe entre la ciencia que se ocupa del hombre y todas las que estudian la naturaleza, especialmente la viva y animada? El hombre, por su organismo, es parte de la naturaleza, y no puede menos de sentir sus influencias; sus facultades no se desenvuelven ni pueden ejercitarse por otros medios que los órganos, y éstos no se desarrollan ni funcionan sin el medio cósmico necesario a la vida. Entre la psicología, que estudia al hombre moralmente, y la fisiología, que investiga y analiza la organización para encontrar las leyes de la vida, hay tan íntima relación, que no es posible señalar el límite de cada una, ni se puede decir dónde termina ésta para comenzar aquélla. Estas dos ciencias, que hasta hoy son consideradas como distintas, no solamente se esclarecen la una a la otra, sino que se completan y confunden, siendo, en mi concepto, necesario e indispensable que el estudio fisiológico preceda al psicológico, de suerte que éste no sea más que la continuación de aquél.

¿Cómo se puede determinar el origen y fin de un ser, sin conocer antes su naturaleza y constitución? Es indudable que en el orden de las cosas la causa precede al efecto, y el fin explica la obra; pero no lo es menos que en el orden científico y de método nos vemos siempre obligados a remontarnos del efecto a la causa, de lo conocido a lo desconocido, de lo fácil a lo difícil, y sólo de este modo podremos hallar en la naturaleza y organización de los seres el secreto de su causa y de su destino; para seguir otro camino o procedimiento nos sería indispensable adivinar el pensamiento del Creador.

La medicina presta a la filosofía la clave del corazón humano; porque si hay una metafísica experimental positiva, solamente puede ser la deducción del estudio del hombre, considerado en su conjunto. Para llegar al misterioso tabernáculo de la conciencia no hay otro camino que el estudio de las leyes de la organización humana. Llegará un día en que estas verdades, tanto tiempo oscurecidas y contradichas, aparezcan con toda su brillantez, pureza y esplendor, sin que deje de confesar, en honor del presente, que hoy mismo se reconoce ya la íntima alianza que une la medicina a la filosofía. A la medicina pertenecen las más altas concepciones de la inteligencia; el hombre orgánico es, por lo menos, el instrumento del alma, y de éste es de lo que aquella se ocupa.

Fundado en la convicción que tengo de la verdad de estos principios, pretendo hacer la exposición de mis estudios filosófico-médicos acerca de la mujer comparada con el hombre, adquiridos todos por la observación y experimentación, tomados de la naturaleza, a quien solamente he interrogado. No desconozco que, para hacerlos más dignos de tan vasto como interesante objeto, se necesitaba el talento del hombre que sabe ver las bellezas de la naturaleza con el ojo de un hábil observador, para poder pintarlas, ya con ricos colores, ya con sus manchas más finas, haciendo resaltar esa correspondencia secreta, pero eterna, que existe entre la naturaleza física y la moral, entre las sensaciones humanas y sus causas determinantes. No pudiendo ofrecer al lector ninguna acción que excite vivamente su curiosidad, ni pasión alguna que conmueva fuertemente su alma, hacíame falta suplir este interés con los más finos detalles, con las más exactas descripciones, con el más puro y brillante estilo, en que solamente por su armonía cautivase el interés; pero este mérito exige una organización más feliz, un gusto más exquisito y un estudio más profundo que el que yo poseo; hacíame falta quizá la llama del amor, de aquel amor vivo, poro puro, que duplica la vida, que vivifica y engrandece el espíritu, que eleva y purifica el alma, y la hace capaz de comprender y realizar cuanto hay de más grande, noble y perfecto en el mundo. Dispénseme la mujer, si, careciendo de estas dotes, me atrevo a decirla cómo yo la he visto y sentido, cómo la comprendo y aspiro que sea.

I
De la mujer en general

De todos los seres de la creación, el más interesante, sin duda, es la mujer. Débil y fuerte a la vez, constante y caprichosa, valerosa y sensible, amante y adorada, la asoció la Providencia a los destinos de esta otra arrogante criatura, que se cree el rey del universo, y no es más que el hombre... Por su debilidad, por su constitución y por todos los atributos de su esencia, se diferencia extraordinariamente del que se cree su señor y está orgulloso de ser su esclavo.

El hombre inquieto en placer, ambicioso del bien que sigue, fatigado en su existencia, se agita más penosamente cada día y vive fuera de su vida; la mujer, más constante, más afectiva, más moderada en sus deseos y más amante con el corazón que con los sentidos, considérase sólo destinada al hombre, enorgullécese de complacerle y limita su aspiración y su gloria a poseerle. Podría creerse que la naturaleza había separado de nosotros mismos esta bella mitad, a fin de volver a reunimos a ella con más atractivo en nuestros placeres y dolores.

Se ha escrito mucho acerca de la mujer, y me sería difícil dar siquiera una idea de tantas publicaciones distintas y contradictorias como ha sido objeto. Los poetas han cantado sus cualidades y bellezas, algunos sus lunares; los moralistas han dicho sus defectos, los publicistas han discutido sus derechos, los médicos han descrito sus enfermedades, y los fisiologistas han revelado los más íntimos fenómenos de su organización. Tan prodigioso número de libros, justifica la preocupación de que la mujer ha sido objeto por parte de los hombres más severos y pensadores; y tanta atención se explica bien al saber que independiente, o además de las facultades que las son comunes con el hombre y que el filósofo debe conocer como idénticos en los sexos, la mujer posee otras que la dan una vida propia y la hacen un ser distinto y aparte en la humanidad. Un papel grandioso la es asignado en la obra providencial de la conservación de la especie, en cuyo desempeño hace prodigios de amor y de abnegación. Además, el imperio que ejerce y el yugo que sufre, hacen, a primera vista, su posición bastante extraña, llamando con interés la atención cada uno de sus actos, que ofrece bastante contradicción, al menos aparente, en el destino de la mujer, para que la necesidad de explicarla no deje de sentirse de continuo en nuestras meditaciones. Podrá suceder que seamos llevados muchas veces a este género de investigaciones por curiosidad o inclinación; pero esta inclinación, por fuerte que se la suponga, no bastaría para provocar trabajos serios, arduos y erizados de obstáculos, como los publicados con este objeto. Que un dulce sentimiento inspire al poeta, siempre inclinado a quemar incienso en el altar de la belleza, lo concibo y lo admito; pero el moralista que enseña, el publicista que discute, el médico que diseca y el fisiologista que analiza, me parecen tener otros móviles tan serios como sus trabajos. Lo cierto es que cada uno obedece a un móvil, instinto secreto de su relación. Hay también, para explicar esta actividad desplegada en el estudio de la mujer por tantos escritores distinguidos, otro móvil más noble y más elevado que el de escribir la mujer y conocerla, y es el de la conciencia hacia el deber de rendir este tributo a la sociedad, conservada por ella. Pero la mujer, que ha sido objeto de estudio millares de siglos para los hombres pensadores y que les seguirá ocupando en el porvenir, no ha sido ni lo será tan pronto conocida. Colocada en la tierra por voluntad del Criador para continuar su obra, ¿qué mano podrá ser tan temeraria que intente hacer su fotografía? ¿qué boca ha de ser tan atrevida e insensata que intente decir lo que es la mujer? ¡Misterio vivo, por el que el hombre nace, vive y muere, sin que pueda haberla encerrado en el círculo de definición alguna! Se llega a comprender lo que es una esposa, una madre, una hermana y una amante; pero jamás se ha comprendido, ni se comprenderá quizá, lo que es la mujer. Amigo, amante, hermano, esposo, hijo y padre, podrá decir lo que vale y es estimable este título respectivo alcanzado con la mujer, pero todos estos títulos reunidos no bastan ni convienen las más veces para conocer y explicar este ser. El amante la ve sólo al través del prisma de la imaginación y de la pasión del amor. El esposo, ya la ame o la deteste, la ve siempre ante sus ojos y en su corazón tal cual éstos se la pintan, no como ella es. El padre es ciego en ver a su hija; el hijo ama, respeta y venera a su madre, el amigo es indulgente con la amiga, y el filósofo la ve a través de sus sistemas, no tiene ojos en el corazón para ver a la mujer, y ésta no ha nacido para los filósofos. Es del destino del hombre gozar y sufrir por la mujer, no el poder juzgarla; porque ésta es un ser multiforme, verdadero Proteo, que cambia de forma a nuestros ojos, según las pasiones que hacia ellas nos animan. Unas veces es el cielo, otras el infierno, cuando un ángel o el demonio, el día o la noche, la paz o la guerra, el amor o el odio; y siempre es ella, la misma, una y múltiple, una con relación a sí misma, múltiple con relación a nosotros, que la vemos según nuestras pasiones. Y como fue hecha para nuestras pasiones, si se la quiere juzgar sin éstas, ya no se la encuentra; extraña verdad, que contrariando las leyes de la inteligencia, hace que, para mejor conocer la mujer, sea necesario ignorarla, y para más fácilmente estudiarla, estar lejos de ella.

La mujer, ser incomprensible, se parece a la flor de los campos, al insecto del aire, al sol del firmamento, al mundo de los mundos, a quienes Dios sólo puede conocer de una manera perfecta en todos sus elementos y en todas sus relaciones. Así es, que el que ensaye escribir sobre la historia de la mujer, necesita un sentimiento exquisito; porque se trata de descubrir el fuego que la anima y electriza sus sentimientos; porque se intenta descubrir lo que está más allá de los sentidos, y pertenece al sentimiento y al entendimiento; porque se quiere, en fin, penetrar en un foco invisible de donde se irradian todos sus movimientos visibles, para lo cual necesita el fisiólogo de un análisis delicado, de un reactivo tan sutil o inmaterial como el elemento sobre que tiene que operar; por estas razones necesitará poner en espontáneo movimiento y ejecución todas las emanaciones de su alma; y el sentimiento será la luz que le ilumine en sus investigaciones.

La mujer es, sin duda, extremadamente sensible, y a su exquisita sensibilidad debe sus principales gracias y virtudes. Puede decirse que de esta gran sensibilidad femenina nacen la gracia en sus movimientos; su gusto delicado; su maravillosa actitud para las artes; su sagacidad; su afectuosa previsión; su ternura y mística piedad; su gran caridad y hasta su repentina inteligencia, que hija del corazón, foco siempre ardiente, es eléctrica en sus efectos. En virtud de esta angélica cualidad o naturaleza, es porque la mujer hace irradiar en rededor de ella, tanto en la familia, la más bella creación, como en la sociedad, irresistibles influencias.

A esa divina cualidad se debieron las santas mujeres, que la Iglesia honra en su memoria, y que salidas de las diferentes capas sociales, son representadas por los biógrafos sagrados como modelo de gracias y virtudes. A la misma se debe otras tantas también que, nacidas en la opulencia, no sólo han sabido cumplir con sus deberes de familia, sino que han ejercitado la bellísima virtud de la caridad con los niños abandonados, sirviéndoles de madre, y todas aquellas mujeres que han renunciado a los placeres de la familia para asociarse a los grandes infortunios de los que sufren en las prisiones, en los hospitales y en los manicomios.

A pesar de tanto atractivo y belleza como ofrece el estudio psico-fisiológico del sexo a quien debemos nuestra vida, nuestros placeres, nuestras penas y la influencia de nuestro destino; aunque se han celebrado las gracias de la mujer, su belleza, sus méritos, la fineza de su espíritu y la bondad de su corazón, todas estas cualidades han sido sólo objeto de un culto general entre los filósofos y los médicos, no objeto particular de serias meditaciones y profundas investigaciones. El anatómico y el fisiólogo sólo se han detenido sobre algunos puntos de la historia física de sus órganos especiales, y sobre las funciones de los mismos. Los naturalistas puede decirse que la han olvidado; y los moralistas y filósofos la han considerado de una manera negligente y hasta parcial, a menos de algunas excepciones, de cuya buena fe no puede dudarse.

El hombre, en general, no ha comprendido el valor físico y moral de la mujer; ignorando la importancia del papel que la ha sido confiado en la armonía universal, la ha rebajado, viendo en ella sólo el instrumento de su reproducción. Por esta razón, la mujer, en el Oriente, siempre esclava y sometida a los caprichos de un déspota esposo, nos parece sólo digna de interés y conmiseración; y sólo por hacer justicia al gran legislador del pueblo hebreo, es necesario consignar que, bajo el espíritu de sus leyes, mejoró la condición de la mujer.

Los filósofos, los poetas y los literatos de la antigüedad, casi todos, menos Plutarco, que la considera, han maltratado a la mujer; pero en el Occidente, y especialmente entre los galos y germanos, la mujer es bien tratada y es respetada, pues la dieron participación en sus consejos; y más tarde, cuando la pluma ha podido serla hostil, ha habido hombres de genio que la han celebrado. El culto que el genio griego dio al arte plástico, o a la belleza física, hizo que en este pueblo tan grande y superior, sólo se considerase a la mujer bajo este punto, dejándola en un completo olvido en cuanto a la belleza moral.

Entre los romanos, más utilitarios y materialistas que los griegos, la mujer pierde en consideración y libertad, llegando a un gran rebajamiento; y hasta el nacimiento del cristianismo era esclava en sus deseos, en su pensamiento y hasta en sus esperanzas. Pero la mujer esclava, de alma tierna, susceptible y con ardiente fe, fue la primera en abrazar la religión del Crucificado, que respondiendo a los movimientos secretos de su corazón, de amor, de devoción y piedad, la ofrecía placeres sin remordimientos. El cristianismo, severo en principios, pero preceptuando la indulgencia, reemplaza al reinado de los sentidos por el de las almas, al reino de la materia por el del espíritu.

El matrimonio, que no era más que un convenio, se convirtió en sagrado y solemne lazo, santificado por las leyes: una moral pura y simple se opone al mal, siendo salvaguardia de la debilidad y de la inocencia. Todo en este nuevo culto era agradable a la mujer, y de tal suerte se posee de la necesidad del bien de sus semejantes, que instituye, protege y sirve asilos de beneficencia, donde ayuda a sufrir el dolor y el infortunio de los demás, haciéndose cada día, por tantos merecimientos en amor y abnegación, más grande y más libre. Así con este culto santo, con esta moral de tan puro sentimiento, aun en aquello que tenía de más misterioso y sobrenatural, se inflama y entusiasma un sexo tan sensible e irritable, hasta el extremo de aceptar toda clase de sacrificios y mortificaciones, desafiando la muerte y lanzándose ebria en los abismos de un porvenir que le era prometido.

Se pretende poner en ridículo esta disposición religiosa del espíritu de la mujer, olvidando o desconociendo que la misma movilidad nerviosa que la dispone al amor de las criaturas, las conduce al amor del Criador. Respetemos al menos una fe a que debemos tantas virtudes y cuidados. ¿Se verían, sin la religión, tantas mujeres renunciar a los placeres, a las comodidades, a la libertad, y hasta al sueño, para asociarse voluntariamente al servicio de hombres desconocidos, sin otra recompensa que una enfermedad o la ingratitud? Respetemos a las hermanas de la Caridad y los proverbios de Salomón, en que dice: «Donde no está la mujer el enfermo gime y languidece.» ¿Sin religión verían los que así profanan la virtud, tantas esposas constantes, que la suerte ha unido a esposos indignos y veleidosos, y tantas hijas respetuosas a padres injustos y bárbaros y a madres siempre amantes de hijos desnaturalizados? No; cuando el mundo sólo ofrece al ser religioso crímenes e injusticias, le queda el cielo, que en su corazón le consuela. El cristianismo por su culto y sus misterios, pertenece a la infancia de las sociedades y de la vida; pero por su moral y por su amor, pertenece a todos los grados de civilización, pasados, presentes y del porvenir.

Es la religión de los pobres y de los desgraciados, es la del hombre, puesto que fue instituida para el dolor.

La religión es el cimiento de los pueblos y de las sociedades. En todos los tiempos, los pueblos que han adquirido una prosperidad más durable han sido aquellos mejor animados en una fe religiosa. La gran causa, sin duda, de la superioridad de Europa, es la de profesar la mejor de las religiones, siendo absurdo el principio sentado por algunos pretenciosos pensadores: De que la religión sólo hace falta para el pueblo. La religión y la fe hacen falta para todos, lo mismo en las bajas capas sociales que en las altas. Lo que hay de cierto es que la fe religiosa se trasforma en la edad, en el sexo, y con la civilización y cultura, haciéndose más ideal en estas fases de la vida, para ser menos sensible y material.

Si después de tales condiciones sociales, que es necesario reconocer en toda religión, y especialmente en la cristiana, si se tiene en cuenta, por otra parte, la imaginación más viva y flexible de la mujer, nada más natural y más lógico el que ésta se preste más fácilmente que el hombre a las especulaciones de una felicidad desconocida en la tierra; y que su alma, mejor dispuesta a la resignación y confianza, se abandone a los fallos de la Providencia.

Pero dejemos por ahora a la mujer en su fe, en su amor y entusiasmo por los misterios y la religión, en su perfeccionamiento y progreso, por el que ha alcanzado cada día más libertad, y volvamos a considerarla en sus relaciones sociales y de familia.

La mujer, compañera asidua de nuestros placeres como de nuestras penas, tiene derechos tan bellos como legítimos a nuestro amor, a nuestro reconocimiento y admiración. Participa de los placeres y sufrimientos del hombre, siendo tierna y fiel compañera, dándole hijos, que a la vez que les lleva en su seno nueve meses, les lacta y cuida más tarde hasta que son fuertes e independientes. No es sin razón, pues, el hecho de que este ser sensible y propagador de nuestra especie haya llamado constantemente la atención del naturalista y del médico, así como la admiración del filósofo y el entusiasmo del poeta. Pero si la mujer puede y debe interesarnos bajo la doble relación social del embellecimiento, que por todas partes irradia, y de la regeneración, a que tanto contribuye, ¡cuán digna de admiración y de compasión es, considerada bajo el aspecto de los males y peligros de que se hallan rodeadas las diferentes épocas de su existencia! Recorre las fases de su vida al través de una larga serie de cambios y revoluciones a que fatalmente está sujeta. Cada uno de los períodos de su existencia se halla marcado por sacudidas de dolor y sufrimiento, que la han sido otorgados como compensación, sin duda, al placer que experimenta en su ocupación y sacrificio por la vida de los demás.

El tiempo mismo del amor y del placer se anuncia en la mujer con molestias y sufrimientos; a la aparición revoltosa, y algunas veces funesta, de la pubertad, suceden otras épocas aún más desastrosas.

Encargada de una misión tan importante como la de la reproducción de la especie humana, la mujer parece no lograr este privilegio, sino a costa de que el mismo sea origen de graves males.

El título de madre, el más puro y el más dulce de los placeres que con él experimenta, sólo le obtiene a costa de sus fuerzas, de su salud, y algunas veces de su vida. La mujer no puede dar la vida sin exponerse a perderla. Cada revolución que experimenta altera su salud y amenaza sus días; crueles males atacan su belleza, y cuando se escapa al azote, el tiempo, que todo lo destruye, es el encargado de hacerles llorar tan sensible pérdida.

Apenas la mujer ha podido escapar a tantos peligros como la expone el ser madre, cuando a cada instante es alarmada por sus tiernos hijos, cuya suerte futura es para ella un continuo motivo de inquietud y temor: ¡dichosa ella si aquí encontrara el término de sus sufrimientos! Pero cuando la naturaleza y la edad la declaran inhabilitada para la generación, nuevas inquietudes y nuevos daños se anuncian. A esta época, en efecto, su circulación es regida por nuevas leyes, y el trastorno que estos cambios determinan ocasionan nuevos compromisos de su vida, y algunas enfermedades graves que el médico no puede prevenir.

¡Con cuánta razón este delicado y sublime bello sexo, generoso en abnegación y piadoso sacrificio, no debe excitar en nosotros entusiasmo y admiración! ¡Sólo una mujer puede bastar a las numerosas y apremiantes necesidades del niño, tomándole en sus brazos con olvido del irresistible sueño, socorrerle en sus ayes con lágrimas de dolor, o meciéndole en su regazo, y para acallar sus gritos emplear un monótono canto, no volviendo a su reposo hasta que aquél se ha dormido! ¡qué más imponente espectáculo, ni qué más santo ministerio que el de la maternidad! Por sus cuidados nos conducen de este modo hasta la adolescencia, a cuya edad, en que el sistema generador toma parte en los focos de la vida, ella también, como el sol que disipa las tinieblas y hace germinar la tierra, levanta en nuestra naturaleza nuevos gérmenes de vida, nos da vigor y ensancha el alma, haciéndola accesible a nuevas y más fuertes impresiones, que nos suelen elevar a las alturas del genio. Desde entonces, nuevo fuego circula en nuestra sangre; un sentimiento desconocido embellece el universo y le agranda a nuestros ojos. Nuestro corazón se aflige por la necesidad de amar y de ser amado de una mujer a quien un instinto secreto nos lleva a declararla el homenaje de nuestra libertad, que nos molesta. Su corazón adivina nuestra emoción; y como con lluvia inesperada se refresca el campo abrasado en el estío, así se refresca también, con lágrimas de placer, el tierno pecho de la mujer, y nosotros renacemos en la vida al conocer tal amor.

De este modo solemos unirnos a una mujer. Sí, a una mujer, porque esta palabra lo significa todo, la amiga, la compañera y la esposa; y si el cielo con su favor nos la da joven, sensible y hermosa, para ser completamente felices sólo nos resta que sea madre.

Si más tarde somos sorprendidos por una enfermedad desconocida y que pueda poner en peligro nuestra vida, ¿a quién encontraremos solícitos al lado e inseparable de nuestro lecho de dolor? A la mujer. En vano la solicitarán de todas partes los placeres; sorda a sus incitaciones, indiferente a los goces, se olvidará hasta de sí misma para pertenecer y entregarse en un todo a la salud de su único amigo. Ingeniosa en sus recursos, la veremos adornar de flores el velo que oculta nuestra miseria; sostener el valor y la esperanza misma, cuando le falta ya a su mismo corazón. Concentrada ya en su afección y extraña a cualquier otro sentimiento, permanece noche y día en su puesto, insensible a toda injuria, sin fatigarse, hasta que el peligro haya pasado y sin otra recompensa que el placer de habernos sido útil ¡Oh! ¿Quién sabe llorar a nuestro lado, que haga correr sin esfuerzos nuestras lágrimas? ¿Quién sabe, sin ser indiscreto, descubrir nuestras heridas y curarlas sin irritarnos? ¿Quién sino una mujer? Coronados de gloria, satisfechos de la fortuna y rodeados de amigos, de repente y por sorpresa una desgracia eclipsa el fantasma de nuestra felicidad; ¿quién sino la mujer podrá seguirnos en nuestra caída? ¿Quién sino ella verterá lágrimas furtivas sobre los restos y despojos de nuestro crédito? ¿Quién nos seguirá en una proscripción injusta y hasta en un castigo merecido, sino ella? En vano se la amenazaría con el suplicio para arrancarle un secreto; elegiría la muerte antes que delatarnos. En nuestros últimos momentos, ¿quién acogerá religiosamente nuestra última voluntad, y con los ojos preñados de lágrimas tendrá una dulce sonrisa que nos haga sufrir con resignación la ley fatal impuesta a todo lo que vive, y sosteniendo sobre su seno nuestra cabeza desfallecida recibirá nuestro postrer suspiro? Sólo la mujer, compañera de nuestra vida, sabe sacrificar en dolor propio nuestro consuelo. Por eso a todas las épocas de nuestra existencia, viejos o jóvenes, felices o desgraciados, ricos o pobres, buenos o malos, sanos o enfermos, somos objeto de sus cuidados y afecciones; su existencia entera la gasta en sentir y amar, y al sembrar de flores el triste sendero de nuestra vida, se ve de continuo asaltada en su pureza por aquellos mismos a quien se confía y por quienes se sacrifica. Si: por nuestras leyes y preocupaciones la exigimos no sólo virtuosa, sino incapaz de toda sospecha, a pesar de nuestras seducciones y continuos lazos tendidos a su virtud. Nosotros provocamos sus debilidades o insultamos sus defectos; en fin, a sí misma se debe sus virtudes, de nosotros provienen sus faltas.

La mujer, más impresionable que el hombre, es más vivamente afectada y trabaja por el atractivo y juego de las pasiones. Para poder apreciar bien el flujo y reflujo de las mismas, hace falta estudiarla en todos sus estados y condiciones, en sus diferentes rangos, entre todos los intereses que la agitan, en medio de todas las contrariedades de que es objeto, en todos sus lazos sensibles, en todas las fibras, cuya irritabilidad hace vibrar la pasión humana. Hay que aprender a verla señora de sí misma o esclava de sus sentidos, y atraída por la simpatía o repelida por el odio, cuándo elevada por la virtud, y algunas veces rebajada por los placeres. Siguiendo la ley inmutable de la naturaleza, común a todos los seres organizados y vivientes, la mujer, lo mismo que el hombre, se halla sometida a las diversas revoluciones de la vida; como él, nace, crece, se debilita y muere; como él, también recorre todas las fases de su existencia y no llega al término fatal sino después de hallarse sometida a las diferentes influencias que alteran su salud. Sin embargo, si bien es verdad que los dos sexos se hallan expuestos a un grupo común de enfermedades, también lo es que el número de las que padecen está lejos de ser el mismo, pues al número de las que son comunes a los dos sexos, hay que agregar otro bastante grande de las que toman origen en la excitabilidad más grande del sistema nervioso de la mujer, y en los aparatos y funciones penosas y tumultuosas con que se prepara y realiza la reproducción. Naciendo débil y sensible, destinada por la naturaleza a darnos la existencia y conservarla por tiernos cuidados y vigilias, la mujer, este ángel de la tierra, fiel compañera del hombre, merece nuestro más vivo interés y presenta un vasto campo a los estudios médicos filosóficos.

En efecto, ¿qué causa o qué objeto más digno de nuestra atención que la serie de cambios físicos, fisiológicos y morales que acompañan o se verifican en la mujer en todas las épocas de su existencia? Sólo por una larga serie de modificaciones y revoluciones de su naturaleza, frecuentemente funestas, es por la que avanza en la vida y recorre sus fases. Las enfermedades de la mujer son numerosas y variadas.

El médico que toma por objeto de sus estudios esta rama tan importante de la ciencia médica, difícilmente podrá llegar a descansar en sus investigaciones siempre que quiera llegar a obtener resultados útiles para la humanidad. Hombres de reconocido mérito han consagrado sus trabajos a este estudio tan lleno de interés; pero no han agotado la materia, quedando muchos puntos que esclarecer en la historia de las enfermedades del sexo. A pesar de la marcha progresiva del espíritu humano; después de los incontestables progresos de las ciencias naturales y de las numerosas conquistas hechas en todas las ramas de la medicina, y en especial en la de enfermedades del sexo; aunque todas las ciencias, en fin, cultivadas con igual ardor han hecho reflejar nueva luz sobre el estudio de la naturaleza como ciencia filosófica, hay mucho todavía que hacer y que decir: Multum restar adhuc operis, multum restavit, nec ulli nato, post mille saecula praecludetur occasio aliquis adjiciendi (Séneca).

II
Caracteres físico-anatómicos que distinguen a la mujer del hombre

A primera vista no se nota diferencia entre los dos sexos; la mujer, como el hombre, tiene una organización aparentemente igual, las mismas facultades afectivas, intelectuales y morales; y sin embargo, existe la diferencia. ¿Dónde está o en qué consiste ésta? ¿Será acaso que la mujer, teniendo las mismas facultades, son éstas en ella más débiles e imperfectas? o más bien, ¿que en unas de ellas el hombre es superior y la mujer lo es en otras? En la primera suposición, va incluida la inferioridad de la mujer; pero si la verdad se halla en la segunda hipótesis, resultará que la mujer es igual o quizá superior al hombre, y que ha sido tratada hasta ahora con notoria injusticia.

De la larga esclavitud de la mujer, sólo puede deducirse que el mundo, en su continuo desenvolvimiento, ha tenido más necesidad y sacado más provecho de las cualidades dominantes del hombre, y que la hora de la mujer aún no ha llegado. Hay un hecho de analogía muy importante, que me parece oportuno consignar en estos momentos: En los animales, la superioridad de fuerza, de belleza y de salud, se halla unas veces en el macho y otras en la hembra. Si la leona puede ser envidiosa de la formidable cola y arrogante melena de su compañero; si el caballo entero sobrepuja en fuerza y vigor a la hembra, y si el toro lleva sobre su frente atrevido y alto cuello los títulos de su soberanía; la familia casi entera de las aves de rapiña, se nos presenta con las hembras superiores a los machos, tanto en energía y fuerza muscular, como en talla y desenvolvimiento. Entre los insectos, también las hormigas y las arañas son prueba de superioridad femenina; y en aquellas mismas especies en que el macho es superior en fuerza, ésta no se sobrepone jamás hasta la dominación. No hay, al menos que se sepa, entre los animales señor y esclavo; y si esto puede decirse que sucede en alguna familia, el señor es la hembra, como son ejemplo las abejas, que nos ofrecen el curioso espectáculo de padres alimentados, dominados, encerrados y muertos por las madres.

La sucesión de los seres vivientes ha sido confiada a sexos bien diferentes y bien distintos, a quienes la naturaleza ha adornado de fuerzas y facultades, cuya diferencia me parece bien fácil de establecer. El hombre y la mujer, encargados de la propagación de la especie humana, son dos seres bien distintos e incapaces de asimilarse bajo relaciones de absoluta identidad, teniendo sólo caracteres comunes, semejanzas y relaciones generales de la especie; fuera de esto son tan distintos, que cada uno tiene sus instintos, sus pasiones, sus costumbres, su temperamento y sus enfermedades. La mujer tiene una estatura menos elevada que la del hombre, pero con más ligereza, elegancia y esbeltez; formas menos marcadas y más redondas; rasgos más delicados, piel más fina y más suave, más lentitud y gracia en los movimientos, dulce expresión y acento encantador de una voz más sonora; y en todo este conjunto, cierto aire irresistible de abandono y debilidad que pide con demanda nuestro apoyo. El cuerpo de la mujer es mil veces más elocuente y expresivo que el del hombre; y si bien es cierto que la fisonomía y gesto masculino tienen una singular expresión de energía y de un lenguaje fuerte y preciso, el bello semblante y encantador gesto femenino, instrumento maravilloso de agilidad y flexibilidad, representa la variedad y riqueza de la voz que sobre todo abunda en medios tonos y cuartos de tono, que reproducen como otros tantos hechos las vibraciones del corazón y del pensamiento.

Las consideraciones a que se presta un análisis comparativo del hombre y la mujer, son tan numerosas, tan interesantes, variadas y curiosas, que basta hacer la exposición y examen de sus formas y proporciones exteriores o interiores para hacerlas resaltar. Para conocer y profundizar el estado fisiológico de la mujer, es necesario compararla al hombre. Del estudio comparativo, entre estos dos individuos de la misma especie, han de sobresalir diferencias relativas a su organización, a su temperamento y carácter, a las funciones de su vida todas; diferencias que, establecidas por la naturaleza, la educación ha conservado y fortificado. Es verdad que, en el estudio de los tejidos, órganos, sistemas y aparatos de la organización de la mujer, fuera de los sexuales, poco más o menos se ven aparentemente y en número los mismos que en la del hombre; pero en cuanto a su volumen, a su forma y estatura ¡qué de diferencias! ¡Qué de distintos atributos y cualidades intelectuales y morales! ¡Qué diferencia también en su manera de sentir y padecer!

La belleza del hombre difiere esencialmente de la belleza de la mujer. Una organización fuerte con rasgos bien pronunciados, ojos vivos y animados que revelan genio y vigor de espíritu, cierto aire de grandeza, de dignidad y templanza, una fisonomía franca y severa, representan el género de belleza a que puede aspirar el hombre más favorecido por la naturaleza. En la mujer, son necesarios otros detalles: una organización fina y sutil, de rasgos delicados, ligeramente dibujados y llevados al más alto grado de perfección; unos ojos en que se trasparenten la ternura, la dulzura y sensibilidad; contornos graciosos, frescura de los tintes de la piel, ligera sonrisa, talle esbelto, miembros redondeados y proporcionados, forman ese conjunto, esa bella y espiritual armonía que ejerce imperio absoluto sobre nuestros corazones. En este pequeño e imperfecto dibujo, se nota que la mujer, esta hermosa mitad del género humano, sobrepuja al hombre en atractivos, siéndole inferior en fuerzas. Distintos de este modo los dos sexos, ofrecen ventajas casi iguales; la naturaleza ha puesto de un lado la fuerza, la majestad, el valor y la razón; y del otro, la belleza, la gracia, la finura y el sentimiento. Y puede asegurarse, que la mujer, debido a la delicadeza de sus rasgos, a la movilidad y sensibilidad de sus músculos y nervios, a las vicisitudes tan frecuentes de su constitución y al hábito de enmascararse desde su infancia, hace que se sustraiga al más sagaz observador, pero en cambio nada se escapa a su natural sagacidad y a su fina percepción.

La talla es menos elevada en la mujer que en el hombre, y las dimensiones todas difieren en los dos sexos. En el hombre, la mitad de aquella corresponde a la bifurcación del tronco, o sea a la región pubiana; en la mujer, corresponde más alta porque los miembros inferiores son más cortos y el cuello más largo, dando a la región lumbar más extensión, más esbeltez y elegancia en los movimientos, siendo de advertir, que esta disposición característica, es uno de los encantos y atributos femeninos que el naturalista sabe apreciar con provecho, porque le revela aptitud para el desempeño de una importante función, no confundiéndolo con aquellos que son hijos de una coquetería estéril y de una belleza sin resultado.

Las líneas y las formas agradables que representa la superficie del cuerpo de una mujer bella, son las onduladas, espirales y serpentineas, que caracterizan siempre la gracia y la belleza. Estas líneas ondulantes, que el arte sin cesar dibuja en sus productos más graciosas y que la naturaleza misma ha prodigado en las formas de sus admirables producciones, se hallan en mayor número en la superficie del cuerpo humano, que en la de los demás seres; y principalmente en la cara, en el tronco y miembros de una mujer perfecta, es donde estas líneas de gracia y belleza se encuentran más multiplicadas. Ellas son las que unen y marcan los contornos de las diferentes partes, como sucede en el cuello, pecho y espaldas, y sobre todo, en los tránsitos insensibles y graduados de la cabeza, cuello, y del tronco a los miembros inferiores, y de cada parte de los miembros en general, a la que la sigue, sin que se pronuncien jamás los abultamientos articulares. Los relieves que presentan superiormente los miembros inferiores al unirse con formas tan acabadamente redondeadas al tronco, son igualmente un carácter femenino fácil de descubrir; estos contornos en la mujer son más salientes y elevados, aproximándolas bastante a las formas hemisféricas a que los poetas eróticos se complacen en compararlas.

El pie es más pequeño y la base de sustentación menos extensa; la pierna más fina y su parte inferior tallada con más elegancia y delicadeza; los miembros superiores tienen también formas más dulces; el brazo más grueso y redondeado; la mano más pequeña, más blanca y más suave. La mayor parte de estos caracteres de las formas exteriores, distinguen la mujer bien conformada en todos los climas y en las situaciones más opuestas.

Comparada al hombre, la mujer, esta flor de la naturaleza viva, este tallo esencial del género humano, es de estatura más pequeña, más delicada, más débil y fina. El hombre tiene una sexta parte más de altura, es de formas más bastas, estatura más fuerte y vigorosa.

Los huesos de la mujer son blancos, más pequeños, más ligeros, más húmedos y oleosos, observándose en ellos más pequeñas eminencias, suturas menos avanzadas, huecos, ranuras y depresiones menos profundas: los largos son más delgados y menos compactos; los cortos más esponjosos, y los planos menos espesos y largos. En la mujer, los músculos, órganos activos del movimiento, son menos salientes; sus relieves más graciosos que pronunciados, no aparecen a la superficie del cuerpo y con los caracteres de vigor que se pronuncian en el de un hombre bien conformado. Los de la cara, cuyo juego tan variado y rápido expresa todas las fases y nubes del sentimiento, son apenas marcados en la mujer; así es, que su fisonomía no tiene un carácter permanente como la del hombre, dejando velados, al través de sus partes delicadas y móviles, el carácter moral y la naturaleza de sus afecciones, lo que ha hecho decir, hablando de la belleza de las mujeres: que la gracia, encanto supremo de la belleza, no se desenvuelve sino con el reposo natural de la confianza; y que la inquietud y la contrariedad quitan las ventajas que se poseen, porque el semblante se altera bajo la acción del amor propio. Los vasos de las diferentes circulaciones en la mujer, son de notar por su blandura y tenuidad; el tejido celular, lo es también por su abundancia y expansibilidad, haciéndolo más suave la mucha cantidad de grasa que contiene; así es, que el tejido adiposo tiene una blandura y suavidad características: él es el que hace esos contornos femeninos que el cincel ha hecho admirar sobre la Venus de Médicis, a la par que su ausencia, los no menos viriles del Hércules de Farnesio. La piel, vasto tegumento que envuelve todo el cuerpo, en la mujer es delicada, fina y susceptible de recibir prontamente todas las influencias de los agentes y cuerpos que la rodean; y por su estructura más fina, se presenta más suave y húmeda al tacto, más blanca y sin excrecencias epidérmicas; en cambio su cabellera, el más bello ornamento de su cabeza, es mucho más abundante, se conserva más uniformemente y la pierde en una edad más avanzada. Comparado el sistema nervioso de los dos sexos, resulta que el encéfalo de la mujer es algo menor y menos consistente que el del hombre, siendo más de notar esta diferencia en la parte cerebral que en la cerebelosa, médula oblongada y espinal; y en cuanto a la parte periférica o a los nervios, también los tiene más finos, sutiles y susceptibles de gran movilidad, y así como incapaces de reacciones sostenidas aunque instantáneamente sean intensas. Comparado este sistema con el muscular, resultan desigualmente distribuidos: el primero, predomina en la mujer, y el segundo, en el hombre; de este lado resalta la contractilidad, la fuerza y el vigor, y de aquel, una sensibilidad y movilidad excesivas. Los demás sentidos en la mujer, sobresalen por su viveza, finura y exquisita sensibilidad, cualidades que les hacen tanto más perturbables, cuanto ellas más sobresalen; por esta razón, su gusto y su olfato, que son compenetrables a los cuerpos y sustancias más sutiles, producen tantas aberraciones, y su oído tan delicado y armónico, se presta a las alucinaciones.

Si de los caracteres de los tejidos, órganos y sistemas, pasamos a los de aparatos y grandes regiones, las diferencias son aún más notables. La cabeza de la mujer difiere de la del hombre por su forma, volumen y peso. Prescindiendo de la importancia que hoy se da al desenvolvimiento anterior y lateral del cráneo, como signo de perfectibilidad cerebral, es innegable que la frente de la mujer es más deprimida, formando un ángulo inferior a la del hombre, que la tiene más recta y abombada; y así lo ha reconocido la escultura antigua, que no pudiendo razonar frenológicamente, pero sí observar con rectitud, nos ha dejado un testimonio en la frente saliente de Júpiter olímpico, y en la achatada de Venus. Cuando la naturaleza pierde de un lado, gana del otro; y si la mujer tiene la frente más corta y más pequeña la parte anterior del cráneo, la posterior es más extensa y voluminosa, que, según la ciencia moderna, es la encargada de sentir y alimentar la vida afectiva y donde se reconcentra la psicología del sexo, por lo que éste sabe tan bien sentir y amar. El pecho, conformado de otra manera que en el hombre con un aparato pulmonar menos extenso, realiza una respiración más enérgica en la mujer, y los progresos de la ciencia consideran a estas condiciones de un grado de superioridad y elevación orgánica, puesto que con órganos menores resiste más y mejor a los obstáculos respiratorios; y sometida por igual tiempo a la misma causa de la asfixia, la tolera y sucumbe más tarde. Tal es también la razón de su mayor aptitud para hablar y cantar.

La situación de sus mamas coloca a la mujer a la cabeza de la creación; y por ellas bien puede decirse que es más hija de la naturaleza que el hombre; y yo soy tentado a creer que le ha precedido en el orden de la creación, alcanzando para su bello seno la forma de los mundos. El tubo digestivo de la mujer es más corto, más delgado, y sus anexos, como el hígado, menos voluminosos; sin embargo, el vientre ofrece más longitud, y es más ancho en su parte inferior o pelviana, en la que la sexualidad imprime principalmente su carácter, por contener el aparato generador que decide el papel esencial que la mujer ha de llevar, como es el de la maternidad.

No insisto en apuntar los caracteres diferenciales de la sexualidad, tanto porque son bastante ostensibles y sabidos, como porque no quiero ni puedo caer en el extraño error de tantos que piensan qué: Mulier propter uterum est; y de ser cierta esta opinión, necesario sería, según la ciencia moderna, sustituir a la matriz por los ovarios, pues éstos son, y no aquélla, los núcleos de evolución y vida en el bello sexo. Las diferencias sexuales no son limitadas a los órganos de la generación, y sí más bien constituidas por facultades, cuya esencia no se limita a un órgano o aparato, sino que se extiende con lazos y matices más o menos sensibles por todas partes y en todos sus actos, de suerte que la mujer no es sólo mujer, vista bajo un aspecto y de cierto lado, sino que lo es bajo cuantos se quiera considerarla. Los atributos, caracteres y modalidades, que hacen que en todo tiempo y circunstancia se distinga el tipo femenino, como las inclinaciones, primeros impulsos de la sensibilidad y los hábitos que de éstos mismos nacen, son tan distintos y tan claros, que no pueden menos de reconocerse. Puede decirse que dos instintos diferentes son el móvil de cada sexo en su infancia, y cada uno obedece al suyo, como lo demuestra evidentemente la primera impulsión de su espíritu en su gusto para vestir y adornarse, en sus hábitos más o menos ruidosos, preferencia de juegos y cuanto es espontáneo y propio de esta edad. Estas diferencias nadie las ha apreciado mejor que el filósofo Rousseau, cuyos detalles, siendo el fruto de la observación más fina, han sido expuestos con el estilo más bello y animado: «Las niñas aman cuanto alegra a la vista y sirve de adorno, espejos, alhajas, vestidos, y sobre todo las muñecas, que son el ornamento especial de su sexo. Véaselas pasar el día al lado de una muñeca; vestirla y desroparla cien veces; buscar continuas combinaciones de adornos, bien o mal aderezados, poco importa; y aunque les falten destreza de manos y el gusto aún no esté formado, hácese evidente su inclinación. En esta eterna ocupación se las pasa el tiempo, olvídanse hasta de comer, manifestando más apetito de muñeca que de alimentos. De aquí su gusto y habilidad para las obras de aguja y su repugnancia para leer y escribir.» Abierta esta ruta en sus gustos y ocupaciones, la costura, el bordado, el encaje, vienen por sí mismos; las colgaduras, adornos y muebles no serán de su menor agrado.

Otras diferencias más importantes distinguen a la mujer antes de la época de su nubilidad. El desenvolvimiento de su inteligencia es mucho más precoz; los objetos exteriores afectan con ventaja su sensibilidad; y tintes de detalle, que se escapan a su compañero de igual edad, son apreciados por ella con una fineza y precisión que nos sorprende.

También es indudable que, debido a su mayor afectibilidad y la flexibilidad de los órganos de la voz, la mujer, en su adolescencia, aprende primero a hablar, adquiriendo prontamente una charla o decir tan agradable, que su acento parece obedecer a su propósito, aunque éste no exista, y que el hombre sea atraído a escucharla, aunque ella misma no se entienda. Es indudable que ya en esta edad de la adolescencia la mujer tiene mucha más fineza, cuya cualidad no puede ser debida a otra cosa que a su constitución. La astucia es, sin duda, también un talento natural del sexo, que yo creo que como inclinación espontánea es buena como todas las de la naturaleza y debe ser cultivado, lo que creo indispensable prevenir es el abuso.

Si consideramos y comparamos los dos sexos en una época ya de mayor desarrollo y próxima a la nubilidad o a su juventud, cuando su físico y moral presenta determinaciones más fijas, se distingue en la hembra una diferencia de acción muy ventajosa: su condición, más sentada ya, aunque obedece en sus primeros tiempos a la instrucción que se la da, manifiesta que sus gustos son distintos y de carácter opuesto. Con sus gustos apacibles evitan las disensiones y tumultos que surgen entre los muchachos de su edad; sus entretenimientos son mucho más moderados que los de éstos, y sus diversiones son siempre tranquilas; la conversación, para ellas, tiene un gran placer, mientras que los muchachos sólo se reúnen para correr, fatigarse y entregarse a ejercicios violentos. Cuando se llega ya a la edad en que se razonan algunas ideas, la mujer se hace curiosa y se inquieta por conocer cuanto la rodea; al contrario el hombre, sólo se ocupa de aquello que puede ponerlo en un movimiento continuo, con el que se procura su verdadero placer. De esta oposición de carácter, tan pronunciada ya a la edad de seis a ocho años, resulta evidente que el sexo femenino tiene facultades intelectuales más precoces que el masculino. Esta conclusión está de acuerdo con cuanto he expuesto, y nos enseña el estudio comparativo de la organización de los dos sexos. En la mujer, según queda manifestado, la fibra elemental es más suelta, los nervios más finos y tenues, y en su consecuencia ha de recibir más fácilmente las impresiones de los agentes que nos rodean, experimentando más sensiblemente su acción y la educación de la experiencia para aparecer adelantadas también en sus juicios y apreciaciones. Por iguales razones y diferencias debe resultar también, y resulta, que sus afecciones morales se hallan igualmente adelantadas, yo creo mucho más desenvueltas, siéndoles causa de muchos males físicos. No hay por qué sorprenderse, pues, de que ella se abandone a sus penas, inquietudes y disgustos; estas afecciones de su espíritu la aquejan, porque es más fuertemente emocionada por igual causa que el hombre.

Si comparamos la sangre de uno y otro sexo, es infinitamente raro que ésta predomine en la mujer. Lo que llamamos temperamento sanguíneo puede decirse que pertenece exclusivamente al hombre, en quien encontramos una fisonomía más atrevida, ojos chispeantes, semblante seco y más cubierto de color, cabellos crespos y negros, carnes más enjutas, vasos más marcados a la superficie tegumentaria y formas más rudas. Al contrario, en la mujer predomina el temperamento linfático. Como ya dijimos, lo mismo sucede con los sistemas muscular y nervioso: el primero predomina en el hombre, y el segundo en la mujer. De un lado la contractilidad, la fuerza y el vigor; del otro, una sensibilidad y movilidad excesivas; de allá, la energía, intensidad y perseverancia de los movimientos; de acá, conmociones numerosas, precipitadas y tumultuosas. El ejercicio de ciertas facultades del alma era muy necesario para que la naturaleza no dotase a la mujer de temperamento nervioso; la extrema movilidad del espíritu, la sensibilidad, la finura, la delicadeza, el don de imitación, son fenómenos esenciales del sistema nervioso, y que en la mujer se realizan en el más alto grado. Pero yo veo en la reunión de estas cualidades morales que se derivan del predominio del sistema nervioso, una idea final y sublime, que tiene por objeto la propagación y conservación del individuo y de la especie humana; para ser la compañera del hombre y la madre de familia es para lo que la naturaleza ha dotado a esta más bella e interesante mitad del género humano de cualidades tan perfectamente apropiadas al papel importante que es destinada a llevar sobre la tierra, y cuyo buen uso contribuye de tantos modos a hacérnosla más querida, viendo a la vez en ella la obra maestra de sus más perfectas combinaciones.

Los aparatos nervioso y regenerador testifican vivamente en favor de la simpatía e influencia de sus cualidades morales. En efecto ¿quién no ha comprendido mil veces que la vida moral de la mujer consiste en sentir y amar?

Es indudable que los seres débiles son necesariamente tímidos, al verse expuestos a daños que no pueden evitar por falta de resistencia, y la timidez aumenta su misma debilidad. El efecto fisiológico del miedo reconcentra las fuerzas e impide toda reacción capaz de rechazar o luchar con la causa que lo produce. Por eso la mujer, embargada de vivas emociones, cae en el desfallecimiento al menor peligro que la amenaza. Pero la misma constitución orgánica que dispone su alma al temor, dispone también su espíritu a la ocultación y disimulo más fino del mismo, lo que constituye un arte de encubrir el miedo. Esta cualidad nace en ella del sentimiento de sus necesidades, unido al de su debilidad; ella suple al valor orgánico que la naturaleza le ha negado, por la destreza para evitar lo ofensivo que el hombre rechaza con la fuerza.

Tales son, a grandes rasgos, los caracteres anatómicos que más pronunciadamente distinguen a los dos sexos; y tal es, en fin, el boceto que yo he podido trazar de la fisonomía anatómica de la mujer, sin entrar en pormenores y regiones que pudieran dañar al pudor de la misma. Habría deseado dar a su ejecución todo el encanto o interés que se merece; pero el desempeño de tal intento no he podido conciliarle, ni con la severidad de mis estudios, ni con la índole del asunto de que trataba; así es que he preferido la exactitud del dibujo a la belleza de los colores, tanto más, cuanto que el colorido del cuadro de la mujer corresponde al estudio de sus cualidades morales, que serán asunto de mis futuros trabajos.

III
Caracteres fisiológicos o facultades morales que distinguen a la mujer

La mujer delicada y sensible experimenta una serie de sensaciones que son desconocidas a la mayor parte de los hombres. (Salomón.)

Todas las potencias de la organización nerviosa de la mujer, todos sus resortes y el juego de sus funciones, parecen hallarse de acuerdo para producir en ella su más preciosa y sobresaliente facultad, a la que pueden referirse casi sin distinción todas las demás facultades y cualidades de su espíritu y corazón. La exquisita sensibilidad de la mujer es la fuente verdadera de todos los sentimientos tiernos y afectuosos, en sus nobles esfuerzos de entusiasmo, y sus gustos por las cosas grandes y sublimes; este es el más brillante atributo de la vida femenina; la más admirable propiedad, cuyos desenvolvimientos tan diversos y variados, son llamados con los nombres, también distintos, de impresiones, sensaciones, percepciones, ideas, sentimientos, pasiones y afecciones; y puede agregarse que tal es la plenitud y el exceso de esta facultad de sentir en ella, que caracteriza y forma el rasgo más sobresaliente de su naturaleza.

La sensibilidad no es la vida; pero en la mujer, de tal suerte acelera o calma las ondulaciones de ésta, ya sean superficiales o concentradas, ya explosivas o lánguidas, que constituye la delicia o suplicio de su corta existencia. Dice una notable escritora, que «cuando una mujer sensible y de alma generosa concibe por un hombre verdadera pasión, ya de amor o de amistad, siente en sí misma, en todas sus relaciones con él y en cuanto del mismo proceda, una superioridad tal de sensaciones y de ternura, que la rebajarían extremadamente a sus propios ojos, en el caso de serle posible formar de ellas justa idea.»

El prodigioso fondo de sensibilidad que se halla en la mujer es tanto para ella como para nosotros origen fecundo de placeres delicados, y algunas veces también de penas amargas. El sentimiento las conduce a todo: nace, vive y muere con ellas, y produce en todas sus edades aquellas apreciables virtudes que las hacen querer y respetar, así como los particulares vicios, que las echamos en cara, porque cuanto más sensible es el corazón, más susceptible es de emulación, despecho y venganza, cuando se considera ultrajado. La sensibilidad, aunque funesta para la desgraciada que por ella ha sido arrastrada hasta la embriaguez de los vicios, es el don más precioso y sin el cual no experimentaría ni los encantos del genio y de la virtud, ni la felicidad suprema en sus rápidos resplandores sobre la tierra. Sin esta sensibilidad íntima y profunda, nada sería de la imaginación, de los altos pensamientos, de las acciones heroicas, y nada del saber inmenso en el vasto universo. Sin los resplandores de la sensibilidad, el hombre mismo quedaría un ser estúpido que apenas se elevaría sobre el bruto, y se entregaría a placeres carnales que le enervarían y degradarían hasta el fango.

En general la mujer tiene una sensibilidad más viva y más fácil de conmover, pero, empleada sin descanso en las atenciones del mundo exterior u objetos que la rodean, es poco susceptible de modificaciones profundas, de conmociones prolongadas que son las que producen el razonamiento, la reflexión y la meditación. Todos los órganos en la mujer, como hemos hecho notar ya, son extremadamente finos, a lo cual contribuye la pequeñez de su estatura y la debilidad de su organización entera. Más activa que poderosa para el movimiento, posee todas las propiedades vitales en su más alto y exquisito grado, pero con fuerzas físicas extremadamente limitadas, de manera que su existencia consta más de sensaciones que de movimientos corporales. La movilidad, la debilidad y la inconstancia del sexo, del que La Bruyere ha dicho, que el capricho estaba muy cerca de la belleza para servir de contrapeso, tienden forzosamente a esta viva sensibilidad, que es debida a su misma debilidad orgánica.

La sensibilidad de la mujer es inseparable y propia de su sexo: la impresión viva que la hace un objeto amado u odioso, un olor fuerte o desagradable, un ruido inesperado, sus gustos, inclinaciones, la vehemencia pasajera de algunas de sus pasiones, y el papel, en fin, que desempeña en la historia de las locuras humanas, todo prueba en ella un organismo excitable en alto grado y a su modo...

Necesario es consignar, y que así se crea, que el mayor grado de sensibilidad no es una cualidad sin ventaja, al contrario; para aquellos que le poseen es origen de placeres desconocidos para los demás. El placer halla en ellos más fácil acceso y a la vez sus sensaciones son más vivas. Además, esta preciosa cualidad lleva consigo más importantes consecuencias, porque es en la sociedad el germen de todas las virtudes. El hombre sensible conoce solamente la complacencia de la caridad, el bienestar con el bien que se practica, el valor de la amistad y de la confianza; él es quien sabe amar a sus semejantes, respetar las leyes, aborrecer la injusticia, y él es el que, al relato de una buena acción o hecho generoso, se enternece hasta derramar lágrimas de placer.

La mujer nos ofrece modelos maravillosos de esta bienhechora debilidad, y de esta exquisita y deliciosa sensibilidad. La dulzura, la indulgencia y la sumisión son virtudes esenciales a su sexo. ¿Dónde hallar como en ella el tierno interés y los delicados cuidados que dulcifiquen los males presentes y hagan olvidar los pasados? La dulzura, la bondad, el amor a la compasión, la caridad, la ternura, la conciliación y todos los lazos sociales que, uniendo sus diferentes miembros, aprietan los nudos de la familia, formando la más dulce herencia de la maternidad, son cualidades innatas en la mujer. Por este conjunto poderoso de raras y brillantes cualidades, es innegable que la mujer es muy superior al hombre. ¡Cuánta razón tenía Rousseau al decir!: «El imperio de la mujer es un imperio de dulzura, de ternura y complacencia; sus órdenes son caricias, sus amenazas lágrimas»

La mujer, como dice un escritor, es verdaderamente hija de Dios; y efectivamente, vista a la altura que mi ideal la pone y a que puede y debe llegar por sus condiciones, bien merece este título. Como el néctar entre los pétalos de la flor, su dulzura reside entre sus labios; su soplo es perfume que refresca el alma; su beso, corona para la inocencia, y perdón para el arrepentido. ¡Oh, mujeres, bellos ángeles, así comprendidos! respetad vuestros labios y no los abráis para el engaño; no los profanéis con risas impuras ni los manchéis con el veneno de la calumnia. En tanto que seáis esclavas y sufráis en un mundo que no os haga justicia, que vuestros suspiros suban al cielo desde el borde de vuestros labios, sin mancha; y que vuestras palabras desciendan a la tierra como rocío de amor, para ablandar el corazón de aquellos que os persiguen, y concluirán por comprender que han crucificado en vosotras dos veces a Dios; cayendo de rodillas y con lágrimas en los ojos, gritarán: ¡La mujer es verdaderamente hija de Dios!

Pero la mujer, así considerada, es dos veces nuestra madre. Que lo digan, si no, los que aman por voz primera. Cuando la mirada de una mujer ha iluminado de esplendor desconocido su vida; cuando un atractivo, secreto y poderoso, dilata y hace palpitar su corazón; cuando Dios en su infinidad les ha sido revelado en una mirada o sonrisa; cuando han entrevisto el cielo en el éxtasis de un beso de primer amor; cuando su ídolo se les ha aparecido en su porvenir como visión siempre radiante; cuando se preguntan y tiemblan si tanta belleza no es una ilusión que se va a desvanecer, y cuando, por fin, con lágrimas de amor, ofrecen morir por ella, yo les preguntaré: ¿qué es la mujer? ¿Creéis que sólo sea juguete para un instante, que luego pueda romperse? ¿Creéis que sea un ser sin pensamiento y sin amor, hecho para entretenimiento de nuestros torpes deseos? Y de seguro me dirán: la mujer es Dios mismo, revelado en toda su gracia, resplandeciente en toda su belleza y hablando a nuestros corazones en todo su amor. La mujer es palabra de consuelo en el porvenir, que ilumina a fin de que tengamos valor para vivir. La mujer es algo misterioso, colocado entre el cielo y la tierra, para que ésta no maldiga a aquél; su dulce y suave forma hace solamente ver a los desgraciados los genios buenos y ángeles consoladores; y un solo instante de su amor hace comprender lo inseparable de una larga vida, listo será lo que dirá el que verdaderamente ame. Y en verdad que el que ama no se engaña en las situaciones de su corazón, porque el amor eleva al alma por cima de sí misma, haciéndola comunicar con un mundo superior. Escuchemos, en cambio, a todos aquellos que la desprecian y oprimen; y veremos que, no amando a la mujer, viven sin amor, viven sin vida, vegetan en el egoísmo y hasta en el odio, como plantas envenenadas; porque sólo el amor puede dar al pensamiento humano su sanción, y el corazón es la piedra de toque de las ideas. No hablemos más de los que no tienen ni han tenido corazón, puesto que ni aman ni saben amar; pero los que han amado y aman, han vivido y viven, que bendigan a Dios y sean agradecidos a la mujer que es dos veces nuestra madre, porque los ha dado segunda vez la vida, vida más divina, puesto que nos salva hiriéndonos; y nos cura de las languideces de la muerte haciéndonos sufrir los tormentos del amor!

A la mujer, su extrema sensibilidad la da seguridad de tacto y fineza de espíritu, y es muy raro que esta facultad que posee en alto grado, la engañe jamás en la aplicación que sabe hacer aun a los objetos que parecen serla más extraños, sin faltar jamás a cuanto exige el gusto y sentimiento de conveniencia. Nosotros, en cambio, nos vemos obligados a estudiar largo tiempo este género de experiencias de fino tacto en la vida, que ella conoce sin duda por intuición. Sólo a ella debe ser confiado el cuidado de esta parte de nuestra educación: por eso en las relaciones más ordinarias de la sociedad, una palabra, un gesto que se nos escape inadvertido, y cuya expresión no habríamos comprendido, la ha hecho ya conocer con toda certeza aquello que apenas logramos entender por todos los medios de expresión y frecuentemente sin éxito. Es indudable que a la influencia habitual de este gusto tan seguro que algunos hombres han podido alcanzar siendo sus mejores discípulos, deben toda su reputación.

Pero, sobre todo, en el comercio de la vida, de aquella vida de desvarío, en el seno de la sociedad, es en el que brillan con todas sus cualidades y esplendor; allí es su verdadero dominio e imperio que nos hace reconocer toda su superioridad entregándolas el cetro de las virtudes sociales que habría de romperse demasiado pronto en nuestras manos inhábiles. A ellas solas, en efecto, corresponde esa cortesía que ha hecho decir que una mujer que no era amable, no era según la naturaleza; a ellas también esa dulzura sin afectación que da a las maneras encanto seductor; a ellas esa indulgencia, que volando ante el amor propio, perdona con delicadeza y sin ostentación; a ellas, en fin, esa política distinguida que tanto se parece a la benevolencia, y que se confunde de ordinario con ella, y que sin ser la virtud precisamente, es al menos su imagen o la del bienhechor engaño. Diremos más: sembradas en el mundo para hacer las delicias y los honores, llevadas naturalmente de la observación curiosa de cuanto pasa para conservar su imperio y extenderlo, concluyen muy pronto por hacerse nuestros maestros en materia de tacto, previsión y delicadeza. Ellas no deliberan, pero deciden; ellas no miran, pero ven; y a pesar de todas las ingeniosas precauciones con que el amor propio sabe encubrirse, ellas descubren sin esfuerzo las debilidades secretas, las falsas modestias y grandezas. Así es que, a golpe de vista, alcanzan lo que el hombre es realmente y lo que pretende ser; conocen al verdadero sabio, a pesar de su modestia, y al tonto, a pesar de su charla; ellas asignan a la desconfianza su verdadero origen, según que revela debilidad o infortunio; ellas ponen el dedo sobre el solitario orgulloso que goza inocentemente de su pobreza y sobre el impetuoso que la más ligera contrariedad le hace estallar; pero ellas exceden sobre todo en el arte difícil de hacer nacer la opinión y dirigirla; y esto con un talento que sólo pertenece a ellas siempre que le necesitan para su amor propio o interés. En las reuniones o círculos, hacen cambiar la conversación del lado que les bulle una idea en su cabeza o que ansían examinarla, y ésta es una de las mejores astucias que emplean para vengarse, o al menos, es su gran recurso. Unas veces nos envuelven en cumplimientos; otras nos hacen enrojecer con elogios que no creen nos merecemos, y algunas nos dicen crueles verdades que parecen escapadas lo más inocentemente.

La mujer, ocupada incesantemente en observar al hombre, llega a desdoblarle todos los pliegues del amor propio y del corazón, descubriendo, entre los mismos, las debilidades más secretas, las apariencias y falsas grandezas, la ligereza de pretensiones, y en fin, todos sus sentimientos y matices más ocultos. Como dan una gran importancia a la opinión, ponen gran cuidado y reflexionan mucho sobre cuánto la hace nacer, la destruye, o la confirma. Ellas saben también cómo se la dirige sin parecer ocuparse de ella, apreciando en cuánto la tiene cada cual, con quien vive, para gobernarle a este fin. En los negocios, conocen como nadie los grandes efectos que producen las pequeñas pasiones, que con arte especial saben dirigir imponiéndose a los demás, sin manifestarse jamás recelosas. Todos estos conocimientos de finura tan especial, sirven a la mujer de andadores para conducir a los hombres: la sociedad es para ellas un clavicordio cuyas teclas conoce perfectamente y parece que de antemano tiene adivinado el sonido que cada una debe dar.

En cambio, los hombres libres e impetuosos, suplen la destreza con la fuerza; y por consiguiente, teniendo menos interés en observar, obligados a la vez por la necesidad continua en obrar, alcanzan con dificultad esta serie de pequeños conocimientos cuya aplicación es de todos los instantes, y sus cálculos para la sociedad han de ser, a la vez que menos rápidos, menos seguros también. Tanto como el hombre considera y estudia la especie y las cosas generales, otro tanto la mujer se ocupa del individuo y de las cosas particulares. El uno se goza de su vigorosa independencia, y la otra prefiere la dulce servidumbre; ésta afecta la fineza y los detalles, y aquél hace resplandecer la franqueza y la sencillez. Cada uno considera los objetos a su manera y no los ve más que en una dirección con relación admirable; y los dos sexos manifiestan necesidad de ser unidos para adquirir idea perfecta de las cosas. Todo lo que hay con carácter de fuerte, de vasto, y de sublime, es mejor comprendido por el uno; todo lo que hay delicado, gracioso y fino, es mejor sentido por la otra.

La mujer resume todo cuanto hay de más tierno, seductor y maravilloso sobre la tierra. Pero el hombre sólo es capaz de los brillantes trasportes del genio; reina por el pensamiento: su imperio es el universo, y su necesidad la inmortalidad. La penetración de la mujer es sin igual para juzgar a los individuos; los menores movimientos del corazón, los más escondidos arcanos, las pretensiones más secretas, la son tan conocidos como los mismos hechos exteriores. Todo su sistema de defensa se halla fundado en estos conocimientos y procede con ellos tan en seguro, que la bastan para contrabalancear el imperio de las leyes y de las costumbres; y con arma tan segura, la esposa suele emanciparse y la coqueta gobierna: aquí se limita la sagacidad femenina. La mujer conoce perfectamente a los hombres que trata; ella no conoce al hombre; nada se la escapa en el individuo, pero sí todo en la especie. Cuando se trata de subir del detalle y de lo particular a lo general, de comparar hechos, deducir consecuencias; cuando se pretende abordar cuestiones serias de cálculo o más o menos filosóficas, la mujer no existe o desaparece, y sólo queda el hombre. El mundo de los hechos es demasiado pesado a la mujer para que no le sacrifique por el de las ideas y sentimientos; lo que nada prueba mejor que la facilidad en conocerse a sí misma. Gracias a esta sensibilidad eléctrica con que se impresiona por lo más imperceptible, hace que tenga tiempo de sentir mil veces más que nosotros, y sobre todo, de sentir que ella siente: todo el equipo de su coquetería, ciencia de su atractivo, las inflexiones de su voz, los gestos y demás rasgos seductores, nos manifiestan en ella un ser que se ocupa de sí mismo hasta en sus menores detalles. Puede decirse que un espejo, invisible para nosotros siempre, la refleja constantemente a sus propios ojos, y sin embargo, nada llega a poseer científicamente de sí misma, ni puede en nada definirse.

La mujer, ¿es igualmente apta en sus restantes facultades, de suerte que pueda competir y reemplazar al hombre en el ejercicio de las mismas? Platón, en sus libros de la República sostiene que, igualmente que los hombres, deben ser admitidas a la gestión de los negocios públicos, de la guerra, al gobierno de los Estados, y en su consecuencia que debe educárselas igualmente que a los hombres para formar su cuerpo y su espíritu, sin exceptuar siquiera aquellos ejercicios incompatibles con el pudor y la virtud. Es sorprendente que tan eminente filósofo quisiera hacerlas renunciar abiertamente a las máximas más comunes y naturales de la modestia y del pudor, virtudes que hacen el mejor ornamento del sexo, cuyo despojo es cruel y absurdo, como lo prueban la práctica y respeto de las mismas en todos los siglos y en todos los pueblos de la tierra.

No pensó de igual modo su discípulo Aristóteles, que, sin atacar ni menoscabar en nada el sólido mérito de las cualidades de la misma, supo marcar con habilidad el diferente destino de la mujer y del hombre, fundándose en la diferencia de sus cualidades, tanto de cuerpo como de espíritu, dando al uno la fortaleza de cuerpo y la intrepidez de espíritu, que le hacen apto para soportar las fatigas y acometer los grandes peligros; y dando a la otra una complexión débil y delicada, acompañada de una dulzura natural y modesta timidez que la hacen propia para la vida sedentaria, y la conducen a la reclusión en su casa, para entregarse a los cuidados de una industriosa, sabia y prudente economía. Igualmente que Aristóteles piensa Jenofonte, y para trazar el programa de los trabajos que debe realizar dentro de la casa la mujer, la compara a la abeja madre, llamada ordinariamente la reina de la familia, que gobierna sola toda la sociedad, teniendo su intendencia, que distribuye todos los empleos, dirige los trabajos, que vela por la nutrición y subsistencia de toda la familia, y que, en los tiempos marcados, divide en colonias y expulsa las nuevas generaciones a fin de descargar la colmena. Hace también observar la diferente constitución física y moral que el Autor de la naturaleza ha dado a la mujer y al hombre, marcando de este modo a cada cual su destino particular y las funciones que le son propias.

Esta partición o hijuela, dada a cada sexo, lejos de rebajar a la mujer, la eleva y ensalza, confiándola una especie de imperio o gobierno doméstico, que sólo ejerce o debe ejercer por dulzura, equidad y buen sentido, dándola ocasión oportuna de poner en salvo las más estimables cualidades, bajo el precioso velo de la modestia y de la obediencia. Es necesario reconocer de buena fe que en todos tiempos y condiciones ha habido mujeres que se han distinguido por un mérito sólido, elevándose por cima de su sexo, así como ha habido hombres que han deshonrado el suyo por sus defectos; pero estos son casos bien particulares que no pueden hacer regla ni prevalecer contra su destino, fundado en la naturaleza.

Las ideas abstractas y generales, los sistemas metafísicos y filosóficos, son casi indiferentes o extraños a la mujer, y sólo hay un medio de hacerlos compatibles con su inteligencia, que es el de hacerlos pasar por su corazón. Píntense con vivos colores todos los sufrimientos porque pasaría el individuo bajo la desigualdad social, y entonces, pero sólo entonces, se apasionaría de los derechos individuales del hombre: lo que para nosotros significa la justicia, para ellas es la caridad. Lo mismo sucede con la idea de Dios: para el hombre, Dios significa siempre algo; para la mujer, sólo significa alguien. Nosotros le explicamos, le comentamos, y algunas veces le creamos; pero ellas sólo le aman.

Ningún descubrimiento matemático ni teoría metafísica son debidos a la mujer. En Grecia, en que las mujeres asistían con gran ardor a las notables Escuelas filosóficas y en que la de Pitágoras contaba todo un pueblo de adeptas, ni un sólo sistema filosófico salió de la cabeza de la mujer. Tan inteligentes como intérpretes, tan apasionadas como sectarias, su poder se detenía y se ha detenido siempre allí donde la creación de la inteligencia comienza. En nuestro siglo, y hasta en nuestro país, tenemos ejemplos evidentes de los mejores talentos femeninos, pero incapaces de creación.

Efectivamente; mujeres que la naturaleza ha dotado grandemente de carácter viril y de aquellas cualidades que parecen hacer al filósofo, como son gran amor a las ideas generales, desprecio a las preocupaciones, sentimiento de la dignidad humana, indignación contra toda esclavitud, tanto la del pobre, la del obrero, como la de la esposa, nada nuevo han dicho sobre los problemas sociales y humanos.

En su mismo papel de romancera socialista, la mujer no ha pasado de ser un eco, un espejo o arpa doliente, que ha reflejado todas las teorías que el azar o el instinto la ha hecho conocer. Detrás de cada uno de sus pensamientos hay un pensador; y una sola cosa se observa en la exposición de tales teorías y sistemas, que la es completamente personal, su alma, que los siente y expresa en su propio estilo. Las mujeres sólo son filósofas por el corazón.

Por la pasión solamente llega la mujer a comprender las ideas, y frecuentemente a expresarlas con una elocuencia superior. Pero como la pasión es arrebatada, móvil, llena de inconsecuencias, las ideas también, de ordinario, en la mujer son bruscas, cortadas y violentas: en su naturaleza tempestuosa, el pensamiento es, en cierto modo, relámpago del alma. No se puede negar a la mujer ingenio, gracia, delicadeza y un giro fino y animado en todo aquello que sale de su pluma y de su pincel. Quizá nos sobrepuja en este punto, y bien puede decirse que hay más mujeres que hombres de agudeza, porque, tal cual yo comprendo esta cualidad, hay ventajas en el sexo en razón a su viva sensibilidad exterior, a su movilidad, a lo picante y fino de sus reflexiones. La mujer siente mejor que nosotros las relaciones y oportunidad de la conveniencia o inconveniencia; observa de más cerca los detalles, tiene más aptitud para plegarse a todo; pero como tiene una organización menos fuerte, cede al hombre la superioridad en lo moral como en lo físico. Lo mismo que su voz es una octava menos grave que la del hombre, así también sus ideas son más agudas y ligeras. Separada en todo tiempo por falta de estudios y educación de la carrera literaria, ha mostrado su grandeza de alma por acciones reales, ya que no en ingeniosas ficciones o criticando los hechos históricos. Ha hecho algo mejor que pintar, puesto que frecuentemente con su conducta ha formado los modelos del heroísmo. ¿Qué importa que la mujer en sus escritos no haya llegado a pintar una Cornelia, si Cornelia misma no tiene nada de imaginario? Pues qué, ¿no se ha visto en las tempestades revolucionarias a la mujer igualar a los héroes por la energía de su valor y por su grandeza de alma? Los grandes pensamientos suelen venir del corazón.

«Si se trata de comparar el talento y el ingenio en los dos sexos, dice Thomas, hace falta distinguir el ingenio filosófico que medita, del de memoria que resume; el de imaginación que crea, del de política y moral que gobierna; y hace falta luego ver hasta qué grado estos géneros de talento pueden convenir a la mujer. Si con la debilidad natural de sus órganos, de la que resulta su belleza; si con la inquietud de su carácter, que la da su imaginación; si con la multitud y variedad de sus sensaciones, que hacen gran parte de sus gracias, es compatible una atención sostenida, capaz de larga serie de ideas, atención que prescinde de todos los objetos para fijarse en uno sólo y verlo todo entero; que de una sola idea haga salir larga serie de ellas encadenadas, o de gran número de las mismas dispersas extraiga una vasta y general que las contenga a todas.»

No se puede menos de convenir en que falta siempre alguna cosa a las más brillantes producciones del sexo. No se encuentra en ellas aquella sublimidad, aquella energía viril, elevación o profundidad de pensamiento, que son reflejo fiel del verdadero genio. Este género de talento e ingenio, es verdad que es raro hasta en el hombre; pero no es menos cierto que lo han tenido todos aquellos que se han elevado a la altura de la naturaleza para comprenderla, los que han mostrado al alma el origen de las ideas, asignado a la razón sus límites, al movimiento sus leyes, al universo su marcha; los que creando nuevos principios, han creado nuevas ciencias, agrandando y cultivando al espíritu humano. Ninguna mujer se encuentra al lado de estos hombres célebres: la falta yo creo que consiste en la naturaleza y también en la educación.

Yo admiro y respeto bastante más a una mujer de ingenio que a una literata o bachillera, sin que por esto sea o me declare partidario de la escuela de Moliere; al contrario, sé que el hombre y la mujer tienen la misma alma y el mismo destino moral, debiendo serles reclamada igual responsabilidad del empleo de las facultades; por consiguiente, también para la mujer reclamo toda aquella educación e instrucción que necesita para llenar sus fines. Una vez que la mujer ha de ser la compañera del hombre, sería inicuo y absurdo privarla de los conocimientos o instrucción necesaria para vivir en comercio espiritual con él, y puesto que ha de participar de su destino, necesario la es también comprender éste y a su compañero, para así participar de sus luchas, de sus sufrimientos y aliviárselos en cuanto posible la sea. Dejémosla cultivar su espíritu con toda suerte de conocimientos y estudios, siempre que sea inviolablemente guardada la ley suprema de su sexo, el pudor que constituye su gracia.

IV
El valor en la mujer

Se niega el valor a las mujeres y, sin embargo, ellas tienen el suyo como nosotros tenemos el nuestro, no siendo ni de menor importancia ni de aplicación menos útil y común, aunque sí de distinta índole. Cuando se trata de vencer un peligro o de derramar sangre, el hombre se lanza sereno y la mujer tiembla, en lo cual se demuestra el valor exterior. En cambio, el hombre no sabe sufrir ni resignarse: las enfermedades le abaten y las pérdidas de fortuna le quebrantan, de cuyos males y reveses la mujer triunfa. Paciente en los reveses de fortuna, no sólo sabe soportar sus males, sino que ayuda a soportar los ajenos, y la mitad de los hombres en tales circunstancias sólo saben sostenerse apoyados en la mujer. Ella es la que anima al comerciante abatido, al artista descorazonado, y con la muerte en el corazón sonríe para hacer sonreír; representa a la vez la resignación y la esperanza, cualidades fundamentales del corazón.

En efecto; el corazón es quien hace de esta criatura tan frágil el enfermero infatigable: una mujer, la más débil, sostiene sus vigilias durante muchas noches, mientras que el hombre más robusto, fatigado por la falta de algunas horas de sueño, se queda dormido al lado de aquel que está espirando. Estas delicadezas tan especiales y propias, que nosotros no conoceremos jamás, se las inspira su corazón y de ellas tenemos ejemplos como el siguiente: «Una pobre mujer obrera, que ingresó en el hospital a consecuencia de una parálisis de la laringe, con pérdida completa de la voz, cuyo dolor físico y moral la tenía en continuo sollozo, después de estar sujeta a un tratamiento largo y rigoroso que iba ya haciéndose inútil, un día, probando mover su lengua y agitar su voz, pronuncia una palabra y se encuentra salvada. Lo natural, al menos lo ordinario en este caso, hubiera sido llamar gozosa a sus compañeras de infortunio y hacerlas ver que ya hablaba y podía entenderse con ellas. Pero no; no es esto lo que hace, no se precipita; a pesar de su alegría, pasan seis, ocho horas o más, la sirven la comida las hermanas y sigue siempre callada hasta que aparece el profesor y, al verle aproximarse a su cama, con una sonrisa preñada de lágrimas le dice: Señor, yo hablo y he querido guardar mi primera palabra para mi salvador.» Solamente una mujer, en quien se halla el verdadero imperio del corazón, podía hablar de este modo. Presenciado este hecho, bien puede preguntarse, con M. Legouvés: «¿Quién pesa más en la balanza divina y en la humana, y quién puede más en el perfeccionamiento del hombre y en el bienestar de este mundo, la inteligencia o el corazón? Amar es pensar; pero pensar no es amar. ¿Qué son todos los sistemas filosóficos, todas las utopías sociales y políticas, todas las creaciones del genio? ¿Qué son al lado de esta inimitable virtud que no tiene ni edad ni fecha y que sólo ella nos aproxima realmente a Dios por su ternura? Obras frecuentemente pasajeras que, si bien sublimes hoy, pueden ser estériles o ridículas mañana. Si llegase a desaparecer el genio del mundo, quedaría aún digno de las miradas de su Creador; pero si fuesen abolidas la ternura y la caridad, la tierra sería el mismo infierno.»

Bien puede decirse de la mujer, que el pensamiento se rejuvenece al observarla, y el alma, al estudiarla, reconquista la frescura de sus juveniles años, en pensamientos y deseos.

Tiene la mujer una especie de valor particular y propio, que, unido a su timidez y debilidad, jamás puede confundirse con la audacia y el valor en el hombre. Este valor la hace capaz, no de atacar y combatir, sino de sufrir con tal paciencia y firmeza, que el hombre no puede elevarse al mismo grado que ella. Este cae frecuentemente rendido de fatiga y desesperación ante los obstáculos que no puede vencer; ella le mantiene firme y tranquila sin atormentarse en inútiles esfuerzos, y sobre todo, sin desesperar; y en esta cualidad tan preciosa busca consuelo el hombre cuando no puede hallarle en sí mismo. De esta cualidad bienhechora ¡qué de ejemplos no nos dan en todo tiempo borrascoso y calamitoso, cuyo porvenir nos amedrenta! ¡Con qué increíble mezcla de dulzura y firmeza no saben ellas sufrir, enseñándonos a conllevar el sufrimiento! Esta sorprendente moderación, de la que somos tan rara vez capaces, abandonados a nosotros mismos, se halla enlazada en la mujer y es dependiente, sin duda alguna, de la flexibilidad y soltura de su organización. Sí; han recibido de la naturaleza en una medida muy superior, y más para beneficio, nuestro que para el suyo, el don exclusivo de este valor, de esta paciencia que conservan de una manera tan perfecta con sus restantes virtudes. A pesar de la timidez y debilidad, tan esencialmente unidas a su naturaleza, que parecen inseparables, hay momentos en que por la extrema sensibilidad, su facultad dominante, pueden recibir impresiones bastante vivas para provocar en ellas la más sorprendente temeridad y afrontar los más espantosos peligros. Comparemos las fuerzas físicas de la mujer con aquellas que en ella se desenvuelven al lado de la cama en que sufren sus tiernos hijos, sus padres, sus hermanos, su querido esposo. ¿Qué es entonces de su exquisita delicadeza, de su sensibilidad, de la inquietud de sus sentidos? ¿Qué de la irritabilidad nerviosa en presencia de esas torturas que alivian y sienten de retroceso en todo su ser? ¡Qué atractivo en su voz consoladora! ¡Qué de ingenio y fecundidad en las distracciones que imaginan y en las esperanzas que hacen nacer! En estos momentos se olvidan completamente de su salud, hasta de su belleza. Sienten el quejido del enfermo, y si éste es su hijo, una palabra, un suspiro, un soplo, las despierta y las vuelve a la plenitud de su vigilia y de sus devoradoras solicitudes. ¿Hay alguna impaciencia que no soporten con serenidad en su frente y amor en su corazón? ¿Hay cuidado que las arredre ni cosa que las repugne? Su misión viene del cielo; de aquí también su socorro. Sólo así se explican los cuidados y sacrificios de aquellas mujeres que, durante toda su vida, están al servicio de la salud de hombres que las son desconocidos, llenos de miseria, corrompidos y asquerosos por sus males o sus vicios.

Es una cosa bien comprobada por la observación, que la mujer, una vez que rebasa los límites en que la contienen las primeras virtudes de su sexo, rara vez retrocede, y que, una vez cometida una falta, su paso al crimen es mucho más rápido y fatal que en el hombre. Nótase que el hombre puede ser inducido hasta cierto grado en la carrera o ruta del crimen a consecuencia de una serie de excesos que le son casi insensibles, porque las pasiones fuertes, propias de su constitución, le arrastran a ello unidas a todos los medios que tiene de satisfacerlas. Para llegar a ser culpable, le basta dejarse llevar un poco más allá del buen uso de sus facultades; no hallando en sí mismo obstáculos difíciles que vencer en este camino, ni que le adviertan con bastante viveza las consecuencias de seguir adelante; así es que, ordinariamente, sólo cuando se halla en el vicio y sus consecuencias, lo advierte y de ello se da cuenta. Algunas veces aún halla tiempo de retroceder y volver al buen camino, tanto porque aún no se ha depravado su moralidad, cuanto porque sólo es culpable de la imprudencia en no haberse sabido contener. Pero no pasan igualmente las cosas en la mujer: la naturaleza, no satisfecha en haber trazado alrededor de la misma los límites en que debe moverse y obrar, ha elevado además para su defensa barreras insuperables a su debilidad. Cuando se lanza más allá de las mismas, su caída es inevitable, y rodando luego de una en otra sin hallar jamás fuerza bastante, no digo para volver a repasarlas, sino que ni para levantarse siquiera, sigue fatalmente hacia su abismo. Estas barreras son las leyes biológicas de su constitución y las virtudes que las son estrechamente unidas. Para que la mujer llegue al hecho de falta grave, primer grado del crimen, es necesario que pierda las cualidades del pudor, de la timidez, de la dulzura y de la conmiseración; es necesario que desde aquel instante cambie de naturaleza para tomar otra cuyos caracteres no pueden fijarse ni es posible definirla. Entonces ya no es ni una mujer ni tampoco un hombre, es solamente un ser degradado, capaz de todos los excesos, sobre el que la moralidad ni tiene asiento ni asidero. El hombre más depravado la es inferior en ferocidad y retrocede a su aspecto, horrorizado quizá al ver tanta depravación y rebajamiento. Tales son por cierto en la mujer las consecuencias espantosas de todo olvido voluntario de sus primeros deberes.

Una vez desgarrado el velo del pudor, hay mujeres que tienen por lo más inocente y simple lo que antes les había parecido afrentoso; y sutilizar e inventar hasta llegar a pregonar los placeres que gozan. Una mujer libertina se considera interesada en su propia justificación hasta el grado de arrastrar a su amiga al mismo precipicio. En el sexo son difíciles o poco menos que imposibles los términos medios de la virtud, por esa razón se ha considerado siempre y se considera hoy, a pesar del progreso de la civilización, como necesaria la prostitución pública; Tolerancia al vicio regimentado para mantener más pura la virtud femenina.

La mujer es quien ha hecho nacer entre nosotros ese sentimiento desconocido en los pueblos antiguos, al cual, puede decirse, que una nación debe su nombre más o menos esclarecido. La mujer es quien ha hecho nacer para nuestro bien aquel honor, incompatible con toda bajeza, y que persiguiendo a ésta hasta en los más profundos repliegues del corazón, da a la palabra la verdad del pensamiento y la solidez de la conciencia, siendo la única garantía de nuestra fidelidad en aquellas relaciones delicadas que no pueden mantener las leyes; este honor, que reúne en un solo punto tantos otros sentimientos, que enlaza todos nuestros deberes, que lleva consigo la recompensa, pero que la más ligera sospecha hiere; este honor, en fin, a que un secreto instinto liga, en cada sexo tiene cualidades que le distinguen eminentemente: en el hombre, el valor, y en la mujer, la pureza.

La influencia de la mujer alcanza a cuanto tiene relación con nuestro porvenir y nuestra gloria. Aunque no solemos de ordinario darnos cuenta de los instantes en que esta benéfica influencia se hace sentir, a poco que reflexionemos sobre lo que en nosotros pasa, nos será bien fácil conocer que el deseo de obtener su aprobación se mezcla siempre en nuestras aspiraciones. Cualquiera que sea la carrera que emprendamos, este es el deseo que constantemente nos anima y nos sostiene, y nuestro júbilo no es completo mientras ellas no aplauden nuestro éxito. Ya seamos de buena fe sabios, poetas, artistas, moralistas y hasta filósofos, no habrá uno que no tenga igual deseo de merecer su aprobación y de hallar esta indemnización de sus vigilias. Tócanos a nosotros el mérito de la gloria; a ellas el de inspirárnosla y fomentar su deseo; pero estas ventajas en gracia y en gusto, que la mujer lleva en dote, para beneficio, tanto nuestro como suyo, no son ellas solas de las que debemos manifestarnos agradecidos con la naturaleza. Además de estos encantos con que aparecen revestidas nuestras aspiraciones, por ella también obtenemos otras ventajas y perfecciones en aquellos actos que compartimos más inmediatamente con ella. Tales son su sensibilidad a las más ligeras penas de otro, su dulce benevolencia que parece un instinto necesario, su gracia en la manera de obligar, su atención y su fineza para mostrar el bien que hace de tal suerte que no pueda disminuir el placer del que le recibe; y, en fin, su sentimiento exquisito en las atenciones más escrupulosas, hasta tratándose de las más pequeñas cosas. No; la naturaleza no ha podido engañarnos en nada de cuanto nosotros podemos esperar, y en ellas ha colocado, al formarlas, el fiat de nuestras esperanzas. A los encantos que nosotros nos imaginamos, viéndolas como seres celestes, la naturaleza ha unido en la mujer todas las dulces virtudes de que nosotros podemos tener idea. En ella ha colocado prodigiosamente todos los medios de calmar y dulcificar el dolor de nuestros males. A ellas solas les ha confiado el cuidado de dirigir nuestros primeros pasos en la vida, de aliviarnos el trabajo y la fatiga en nuestra penosa marcha y de hacernos la suerte menos dolorosa. Detengámonos un instante a contemplarlas en el ejercicio de estas augustas o interesantes funciones, pues todos, ellas y nosotros, sacaremos provecho; nosotros, reconociendo el derecho que ellas tienen a nuestra gratitud y reconocimiento; y ellas, penetrándose de la importancia de los deberes acerca de cuya satisfacción sus títulos son bien fundados. Consideremos a la mujer como madre. Desde nuestros primeros momentos en la vida, no es a nuestra sola conservación a la que conducen las ventajas que obtenemos de los cuidados, de la ternura activa de nuestra madre; no, ella es la que desenvuelve y esclarece los primeros fulgores y ensayos de nuestra inteligencia, la que hace germinar en nuestros corazones aquellos sentimientos de que han de nacer un día todas nuestras virtudes. Sus dulces lecciones, siempre dadas por el amor, mil voces más poderosas y fructíferas que las de un austero filósofo, nos penetran y poseen con sus dulces encantos, reprimiendo nuestros defectos nacientes aun antes de que hayamos tenido intención de corregirnos. En el seno de estas relaciones continuas de terneza y reconocimiento es en el que nos formamos sin esfuerzo alguno el hábito de nuestros deberes, en el que aprendemos a contener y moderar desde la infancia los accesos de impetuosidad a que tiende la fuerza de nuestra constitución. El temor de desagradarla es el solo medio que ella emplea para conducirnos, y jamás este medio ha engañado su intención. Él obra con igual intensidad hasta en los tiempos más separados de la infancia. ¿Qué hombre hay, ni en su edad viril, que no tema el descontento de su madre, y cuyo corazón no se parta al verla derramar lágrimas? Pero, ¿quién puede juzgarse digno y acreedor de pintar a la mujer, madre de familia, que únicamente se ocupa de sus deberes, esparciendo sobre todo cuanto la rodea la alegría y complacencia que la hace experimentar la felicidad misma en llenarlos?

Observadla entretenida en medio de sus hijos, que busca en cada uno de ellos, para formar su imagen, los rasgos esparcidos de un esposo adorado, cuyo regreso espera con anhelo; que recoge y le prepara un relato de sus gracias y sus juegos, la sorpresa de anunciarle algún rayo de inteligencia que ha brillado en alguno de ellos, o algún germen de virtud que ha notado en otro. Todo cuanto el hombre aporta de afuera, en agitaciones, en inquietudes, en fatigas, se calma a su llegada y en presencia de su esposa y de sus hijos. El sentimiento y la pona más vivos ceden a su solo aspecto. ¡Con qué encantadora previsión sabe ella acercarse a cuanto puede lastimarle! ¡Qué fina atención en reparar toda ocasión de la más ligera contrariedad! ¡Qué de delicadeza en todos sus cuidados! ¡Qué de dulzura en todas sus frases! Revélase y siéntese en todos sus pensamientos y en su lenguaje la pureza de un ángel unida a todos los encantos de la mujer.

En la primera edad, la mujer, tímida y sin apoyo, es más adicta a su madre, y sin abandonarla jamás, aprende mejor a amar; tímida, se acogerá a aquél que la protege; y esta debilidad, que constituye su gracia, aumenta su sensibilidad. Su refugio le encuentra siempre al lado de su madre, con quien se consuela y se repone; y al lado de la misma, aprende a sufrir, a amar y perdonar. Más tarde, ella irradia por todas partes, con un gusto y una gracia sorprendentes, cuanto ha adquirido y atesorado en el comercio íntimo y delicioso de dos almas que no se tocan jamás, sino para confundirse, concluyendo por saber ser amiga, piadosa y devota. Ya madre, sus deberes son muy distintos, pero todo la convida a llenarlos. En este período de la vida, el estado de los dos sexos es completamente diferente. En medio de las empresas, de las artes y de todo género de trabajo, el hombre, desplegando sus fuerzas y mandando a la naturaleza, halla placeres en su profesión, en su industria, en sus adelantos, y hasta en sus mismos esfuerzos; pero la mujer, en vida mucho más solitaria, tiene muchos menos recursos: sus placeres necesitan nacer de sus virtudes, y sus espectáculos son la misma familia. Sólo al lado de la cuna de sus hijos, contemplando unas veces la sonrisa de su hija, y otras los ojos de su hijo, es donde una madre puede encontrarse feliz. ¿Dónde hallar las potentes emociones, los estremecedores gritos y las abrasadoras entrañas de la naturaleza? ¿Dónde el carácter, que a la vez que es amable, es sublime y no puede querer nunca sino con exceso? ¿Acaso en la fría indiferencia y triste severidad de los padres? ¡No! estas cualidades sólo se encuentran en el alma abrasadora y apasionada de las madres. Su solicitud y su amor necesitan sufrir grandes pruebas: su valor se ensancha con los males y se acrece ante los obstáculos, porque son capaces de todos los sacrificios. Ellas son las que por un movimiento, tan rápido como involuntario, se arrojan a las olas para salvar a su hijo; ellas las que se lanzan a las llamas en medio de un incendio, para sustraer a su niño que duerme en su cuna, ellas las que pálidas, descompuestas y arrebatadas, abrazan con trasporte el cadáver de su hijo, muerto en sus brazos, besando con afán sus fríos labios y tratando de reanimar con sus lágrimas aquel cuerpo insensible. Estas grandes manifestaciones, estos rasgos desgarradores que nos hacen palpitar, a la vez que de admiración, de terror y de ternura, no han pertenecido jamás, ni pertenecerán tampoco más que a las mujeres. En tales momentos, hay en ellas algo desconocido, que las eleva por cima de todo, descubriendo una nueva alma, que parece rebasar los conocidos límites de la naturaleza.

El amor conyugal ha tenido sus heroínas, sin que hayamos llegado a conocer sus héroes. Este amor es tan natural a la mujer, que aun apagado por otra pasión, se levanta de nuevo cuando el marido corre algún peligro. Se ve a mujeres infieles colocarse a la cabecera de sus esposos, enfermos y en peligro, consagrándoles sus días, sus noches con desprecio de aquél que aman, pero que no sufre; por aquel que no aman, pero que está sufriendo. ¡Qué de amantes y qué de esposas no se han visto arrojarse ante una muerte segura para salvar los que eran objeto de su amor!

Lo que hay de más sorprendente entre los diferentes rasgos que podrían citarse del valor de la mujer, es el que éste es inspirado con un interés completamente extraño al de su conservación, y que si sólo se tratase de sí mismas, serían capaces de muy poca cosa. Es necesario creer que una sensibilidad que se exalta hasta este punto, sea profundamente conmovida en presencia del peligro y daño que amenazan a las personas que las son queridas. Así es como, inaccesibles a todo temor, caen en el olvido más profundo de sí mismas.

¡De cuántas maneras sus sentimientos las hacen magnánimas! No es posible pensar, sin ternura y reconocimiento, en la adhesión valerosa y en la perseverancia infatigable de aquellas mujeres que, en una época de terror, la han manifestado por los proscriptos, que las eran queridos, ya por los vínculos de la naturaleza, ya por los del amor, o ya por los matrimoniales. Tal recuerdo merecen las quinientas o seiscientas que presentaron una petición de este género a la Convención Francesa. Igualmente le merecen otras muchas que, más tarde o más pronto, en todas las poblaciones donde se encarcela y guillotina, solicitan de igual modo, corren grandes peligros y se imponen toda clase de sacrificios para salvar, para ver o consolar a los que eran objeto de su cariño, y más de una vez, cuando no pudieron obtener su libertad, voluntariamente compartieron con ellos su cautiverio y su muerte. Con gran complacencia pagaría el justo tributo que se merecen a estas heroínas, citando sus nombres y sus hechos, pero me es imposible recordar tan gran número de hechos y de nombres, y sólo consignaré alguno que bastará para testimonio de la bondad de estos ángeles consoladores, que en los días del crimen han sabido reemplazar a la Providencia. Madame Le Fort, angustiada por la suerte de su marido, preso por conspirador, alcanzó permiso para verlo, y, al espirar el día, se presentó en su prisión, llevando prevenidos dobles vestidos, que haciéndoselos poner a su marido, éste salió vestido de mujer de su prisión, y su esposa se quedó en su lugar. Salió bien su proyecto, y a la mañana siguiente, cuando se notó la fuga de su marido, y el representante de la autoridad la dijo en tono amenazador: «Desgraciada, ¿qué has hecho? Mi deber, le respondió ella; haz ahora tú el tuyo.» Madame Roland defendió a su marido ante la barra de la Convención con tanta firmeza como elocuencia. Presa luego, y no pudiendo ya serle útil, le legó el ejemplo de una muerte, llevada con tanta calma e intrepidez, que su serenidad fue completa hasta en su subida al cadalso. Madame Davaux, sin ningún mandato de prisión, completamente libre, se lanzó al coche que conducía a París los prisioneros de provincia y en el que venía su marido; a la llegada fue encerrada con los demás prisioneros, y pocos meses después subió al cadalso abrazada de su esposo y muriendo después de él.

En los mismos amancebamientos, a pesar de lo perjudiciales que son a la sociedad por los muchos desgraciados que hacen, la generosidad y abnegación de la mujer no han sabido quedarse atrás. En los mismos tiempos que venía citando, un hombre, de nombre esclarecido, fue condenado por la Comisión revolucionaria, y como era de noche cuando ésta dio su fallo, la ejecución fue aplazada para el día siguiente. Su querida, aprovechándose de esta circunstancia, se prepara para sustraer su cabeza de la mano del verdugo. Una casa desalquilada era contigua al local en que el prisionero había de pasar la noche, y esta mujer, que en el curso de su persecución había gastado y vendido ya cuanto tenía para salvarlo, se acoge al último y más desesperado recurso que la queda: encerrándose con su doncella en la casa contigua a la prisión; minan el muro contiguo a ésta, haciendo una gran abertura por donde pudo pasar el prisionero. Pero las cercanías estaban llenas de guardias y era imposible sustraerse a sus ojos, a menos de algún ingenioso ardid que los sacase del apuro. Al efecto, esta previsora mujer había llevado disfraces militares, que se pusieron, y ella, vestida de gendarme, le guió entre los centinelas, atravesando así los barrios sin ser reconocidos y pasando por el mismo lugar en que se hallaba el horrible instrumento que había de segar aquella cabeza que el amor supo tan bien conservar. La ternura fraternal ha inspirado también sacrificios dignos de figurar al lado de los del amor bajo cualquiera de sus fases. Madame Elisabet pudo librarse fácilmente de los peligros y daños que amenazaban a su familia sólo con haberse ido con sus hermanos que abandonaron a Francia; pero quiso más viciarse de sí misma, que no abandonar a los desgraciados. Después de su hermano, murió bien pronto con la calma de un alma dulce y pura. En el coche que la conducía al patíbulo se le bajó su pañoleta, quedando al descubierto su pecho y expuesto a las miradas de la multitud; entonces ella dirigió al verdugo estas palabras memorables: en nombre del pudor, cubrid mi seno.

Cuando el distinguido Rabaud fue declarado fuera de la ley después del 31 de Mayo, Madame Payssac le propuso un lugar seguro en su casa. En vano la hizo ver los daños que la acarrearía aceptando esta oferta; ella insistió con mayor energía, llegando a triunfar de sus escrúpulos. Más tarde fue descubierto con ella, y ésta bien pronto le siguió al patíbulo, manifestando el mismo valor que había tenido antes al afrontar el peligro. También el célebre Condorcet era perseguido en la misma época, y una de sus amigas le propuso igualmente ocultarle, lo que él rechazó furioso diciéndola: «quedaríais fuera de la ley. --Ella le contestó: pues qué, ¿estoy yo fuera de la humanidad?»

En fin, los anales revolucionarios nos enseñan que muchas mujeres han sido obligadas, para salvar la vida de un padre o de un marido, a entregarse a la lubricidad de los tiranos; y yo creo que nada merece mejor el nombre de virtud que el sacrificio de la virtud misma, y que el suplicio espantoso de saciar, para alcanzar la salvación de un objeto querido, los trasportes de monstruos manchados con asesinatos y perfidias.

V
El pudor y la coquetería

Nadie puede dudar de la superioridad de la mujer en el ejercicio de la caridad. Cuando el hombre la practica, da su dinero, pero la mujer da además su corazón; y un escudo en manos de ella, alivia más miserias que veinte en las de aquél. La caridad femenina parece renovar cada día el milagro de los panes y los peces.

En todos los períodos de su vida, la mujer guarda en el fondo de su corazón el ideal que se ha creado y que espera realizar, porque lo ama. Por eso en ella el amor echa tan profunda raíz, que muchas veces la regenera; hasta a la misma coqueta, siéndolo con idolatría, se la ve adquirir una pasión profunda, recobrar el pudor, y sentir las delicadezas de la afección. En cambio, cuando un hombre vicioso se enamora de una mujer virtuosa, concluye por prostituirla si la ocasión le es propicia. Las mujeres hallan en el amor todas las virtudes; nosotros, frecuentemente, mezclamos con el nuestro bastantes vicios.

Si hay algún hecho incontrastable, es el de la influencia que la mujer ejerce en la familia, en el amor, en la voluntad, en la vida entera. Si bien es cierto que algunas veces cede a consideraciones de vanidad y a la ligereza de su carácter, si un delito a sus ojos representa menos que el ridículo, si la exterioridad la seduce, si frecuentemente prefiere un hombre petimetre y farsante al serio y modesto; y si, en fin, cierta coquetería es el fondo de su carácter, no lo es menos también que de esto mismo que nos parecen defectos, necesita sacar partido para sernos más seductora. En efecto, si en lugar de una mujer agradable, aunque frívola, tímida y pudorosa, primer ornamento de sus encantos; si en cambio de sus dulces debilidades, que dan valor a sus favores; si a cambio, en fin, de las ligeras ficciones que adopta para atraernos, apareciese a nuestros ojos una mujer viril, con audaz franqueza, de austeridad respetable, displicente de la belleza misma, poco sensible, de severa y recta razón, entonces pediríamos, reclamaríamos con instancia de la naturaleza a aquella cuyos seductores defectos fueron creados para agradarnos y subyugarnos. Es indudable, que si no nos es dado ser felices perfectamente con la mujer, no existe felicidad alguna cuando ella nos falta.

Uno de los más principales resortes del espíritu femenino, es este fondo de vanidad que aparece en todos sus pensamientos y acciones. En cambio, en el hombre domina el orgullo, una opinión soberbia de sí mismo. El pecado de vanidad en la mujer, resulta venial, más pequeño y apropiado a su constitución. Destinada a agradar, la es necesario un principio que la excite a aprestar todos sus medios para los días de combate y de gloria en medio de rivales, deseosas por conquistar los mismos corazones. La vanidad, dentro de justos límites, no es reprochable en la mujer, porque sin éste amor propio, sería menos perfecta. Su falta será censurable cuando nuestro incienso la envanezca, cuando nuestra idolatría la embriague, y cuando nuestros homenajes la hagan adquirir demasiada alta opinión de su mérito y belleza.

Puede asegurarse que la mujer es una segunda alma de nuestro ser, que bajo distinta forma corresponde íntimamente a todos nuestros pensamientos y deseos, los cuales sabe también despertar y dirigir, y a todas nuestras debilidades que sabe fortificar. El hombre, cuando es desgraciado, reclama de su conciencia la fuerza que necesita para resistir a los sufrimientos físicos, y a los dolores morales que les son difíciles de soportar; pero no pudiendo venirle de sí mismo este socorro necesario, cae en un abatimiento completo; y sólo apelando a su segunda alma es como le encuentra: hállale en esa mujer digna de ser adorada, en aquello que bajo formas encantadoras le produce una calma desconocida, haciéndole sentir de una manera completamente nueva toda su existencia. En ella encuentra ese ángel de la tierra que hace presentir el consuelo sin pedirlo ni serle ofrecido, creyendo en él, sin esperar ser persuadido; y siendo su asilo seguro contra los mayores males. Después de esto, parece inconcebible que algunos hayan podido olvidar o despreciar, que otros hayan trabajado por debilitarla, y que hasta los legisladores de todos los tiempos se hayan ligado para hacerla funesta. Es necesario no olvidar, que lo que hay de malo en las mujeres viene de nosotros, y lo bueno solamente de ellas. A pesar de nuestras torpes seducciones, quedan en ellas los buenos pensamientos y su alma sensible y agradecida. El legislador jamás debía olvidar que la mujer forma la mitad del género humano; que para hacer buenos ciudadanos, magistrados y guerreros, y que para hacer, en fin, florecer a una nación, es necesario contar siempre con ellas, porque si la mujer no atrae nuestra alma hacia cualquier institución que creemos, aunque ésta sea obra del mejor ingenio, quedará estéril en medio de los pueblos. Pero no, el legislador, haciendo sus leyes y escribiendo sus códigos, se olvida de que hay mujeres. ¿Sabe acaso o tiene en cuenta lo que es el amor de una madre? ¿Recuerda siquiera que su voz fue la primera que vibró en sus oídos, que su mirada dio la primera claridad a sus ojos, y que sus caricias fueron sus primeros placeres? ¿Ha pensado acaso en su influencia de todas las horas, de todos los momentos y de todos los días? Pues bien; quien así legisla, al olvidar la importancia de la mujer, se olvida de su misma naturaleza y del código que la rige. Cuando niños, ella nos da nuestra vida moral; cuando hombres nos inspira; el amor de una madre nos guía al bien o al mal; y el amor de una esposa acaba nuestro destino. Trabajando en su educación, hacemos la nuestra; dándolas altos y nobles pensamientos, matamos de un solo golpe nuestras pequeñas ambiciones y pasiones. Nosotros debemos desear las mejores, y ellas no podrán serlo sin dejar de sentirse más felices. Hasta hoy, necesario es decirlo, la existencia de la mujer concluye donde terminan nuestros homenajes y atenciones: su juventud es un reinado y su vejez un completo abandono. Pues bien, tan largos y tristes años de la vida de la mujer, pueden convertirse en otros de verdadero contentamiento y encanto.

Hay una potencia superior a la belleza, y es la del sagrado cumplimiento del deber; este es el mejor atractivo. Pero hay más aún: una mujer que vive rodeada de su familia, que se instruye para instruir, que engrandece su alma para ejercer mayor influencia, consigue por este camino hacerse inaccesible a la seducción. Es tal la previsión de la naturaleza en este punto, que nada la falta; en el corazón de la madre ha colocado el origen de las virtudes del hijo, y por compensación ha querido a la vez, que la inocencia de éste sea el salvaguardia de la sabiduría de aquella.

Parece que la naturaleza ha dotado a la mujer de un poco de inconstancia en sus gustos para dar más vivacidad a nuestros deseos y más fuerza a nuestra voluntad. En efecto; el precio de su favor o de una simple deferencia, ¿hasta dónde no es exagerado por el temor de incurrir en el más ligero motivo de desagrado o abandono? Bufón ha dicho, muy oportunamente, que las mujeres se hacían merecer mucho más con el arte en hacerse desear y buscar, que por el don mismo de la belleza, juzgado y apreciado tan distintamente por los hombres. La suave resistencia y el pudor, que forman la base de este pretendido arte, son también naturales como la belleza misma, con la que concurren evidentemente al mismo fin, y son otros tantos aguijones dirigidos a nuestros deseos. Es indudable, que de una parte la coquetería, con sus inocentes ardides, de otra el misterioso pudor, forman en su reunión el más potente estímulo del amor, porque en el fondo no son otra cosa que una feliz y delicada combinación del instinto femenino que rehúsa a nuestros ojos el premio de la conquista, prolongándonos la más encantadora ilusión.

Es verdad que la ficción y el disimulo se encuentran algunas veces en la mujer al lado de esta virtud, pero los que declaman contra el carácter disimulado de la mujer, no saben bastante bien lo que quieren, porque querer que este no sea disimulado en cierto grado, es pedir un imposible. Esta cualidad puede tener su origen en la desconfianza que la mujer siente respecto de su propio mérito, y del temor de no llegar hasta donde sus deseos alcanzan respecto al objeto que intenta atraerse. Nadie desconoce que este sentimiento es más difícil de vencer en aquellas que tienen algún defecto que ocultar. El famoso Raymundo Lulio, que fue filósofo, teólogo, excelente médico y alquimista, a la vez que monje, se asegura que amó con entusiasmo a una mujer, llamada Leonor, de una belleza encantadora, de un espíritu delicado y vivo, reuniendo toda clase de atractivos; y, sabiendo que esta hermosa criatura le correspondía, esperando por momentos el logro de sus deseos, que veía escaparse cuando más próximo le creía, empleó toda clase de recursos de un amante desesperado para vencer a su adorada; pero todo fue inútil. Viendo que el combate entre su amor y el pudor de Leonor duraba más de lo natural, trató de sondear este misterio singular; después de grandes esfuerzos, tentativas y recursos de todo género, llegó a saber que su encantadora amada tenía un cáncer en los pechos. Entonces Lulio, olvidándose de su pasión, ocupándose sólo de la salud de su amada, buscó por todas partes los recursos que le eran necesarios. Supo que en África había un árabe que poseía secretos admirables contra esta dolencia terrible: vuela a buscarle; y la historia nos dice que aprendió mucho de todo y hasta que encontró la piedra filosofal; pero el específico contra el cáncer, que con tanto empeño solicitaba, no sólo no fue encontrado por este hombre notable, sino que desgraciadamente aún no se ha hallado.

Cualquiera que sea la índole del sentimiento del pudor, éste representa la modestia cuando se resiste, y la complacencia cuando se cede. Es verdad que la coquetería es otro sentimiento natural en la mujer, opuesto al pudor, y que puede definirse: un deseo vago de agradar a todos los hombres, sin fijarse en ninguno. Este sentimiento inherente al sexo, que nadie puede destruir, es el que ha hecho decir a un hombre importante, que la mujer vence peor a la coquetería que a sus pasiones. Este carácter de movilidad o inconstancia nace de la gran sensibilidad de los órganos femeninos; a la manera que el pudor se deriva de su debilidad.

Por otra parte, la coquetería femenina es fomentada por nuestra inconstancia y por nuestra debilidad en amar; porque la mujer, ser tan sensible y tan débil, necesita de nuestro amor y protección; no encontrando ni el uno ni el otro firme y estable en el hombre que se los ha jurado, búscalos en otros, desconfiada y desengañada.

¡Ah! ¡Si supiéramos lo bastante cuánto influyen en la coquetería reprensible de la mujer nuestras mentidas frases, nuestra adulación, nuestra debilidad y prostitución en engañarla estúpidamente acerca de sí misma y en desengañarla de lo poco serios que somos, otro sería nuestro proceder cerca de ellas, y otra también su conducta!

Las mentimos cuando son niñas, cuando son mujeres, cuando madres, y hasta cuando son viejas; las adulamos en casa, en el paseo, en el teatro y en todas partes; ¡intentamos seducirlas por todos los medios, y luego nos extrañamos que sean coquetas!

El ser amada constituye para la mujer su más grande ambición, y esta necesidad se halla lo mismo en aquellas que lo desean por puro sentimiento, que en las otras que lo quieren por vanidad, cuya profanación del sentimiento es la negación de la verdad, a la cual contribuimos de tan distintos modos. Sí; la coquetería es la máscara de un corazón frío, que goza con el culto de un amor de que no es digno, de un corazón que no ha sentido jamás la potente emoción que el lenguaje humano no sabe ni traducir ni expresar; emoción que sólo pueden comprender los que la hayan sentido.

Estudiemos como fisiólogos y filósofos a la mujer; observemos cómo la naturaleza ha ataviado a esta tímida y coqueta Galatea. Su pudor, seductor atributo de la belleza amante, que acaba de rehusar lo mismo que abrasa su deseo; su misma vanidad, que, complaciéndose en femeninas exterioridades del mundo, se afecta del nuevo adorno que lleva su rival, y que secretamente llora la pérdida de una de sus gracias. Estudiemos las raíces de este amor propio, entretenido y exaltado por seductores homenajes, el deseo de ver y ser vista, y entonces comprenderemos, que bien dirigido, todo puede utilizarse en verdadera belleza para ellas y felicidad para nosotros.

El amor, que, según Madama Staël, no es más que un episodio en la vida del hombre, en la de la mujer es una novela. Cuando niña ama la muñeca: cuando joven o núbil siente necesidad de amar a algún hombre; más tarde le ama como esposo: cuando madre lo consagra todo a sus hijos, y en la vejez, cuando ya no puedo agradar al hombre por su belleza, se consagra a Dios. Curase de un amor con otro, y siempre hay en ella un culto del sentimiento. La religión es su consuelo, tanto más dulce, cuanto que, amando a Dios, sigue amando también. Como dice Santa Teresa: Sólo en el infierno no se ama.

La mujer creada por el capricho de la imaginación más ardiente y sublime, no se hallará fuera de los límites de la naturaleza humana; es verdad que así pintada no se parece a mujer alguna: tales perfecciones sólo pertenecen al sexo. Hija del genio, ejerce todo su prestigio: este objeto de entusiasmo y de amor, esta indefinible maravilla, aparece a nuestros ojos muy superior a nuestras impresiones habituales, colmándonos de delicias que sólo ella puede producir. Las perlas del rocío suspendidas en el follaje, y los copos de nieve remolinándose en el aire, se escapan menos al análisis del arte que el carácter de la mujer al del pensamiento. Su corazón ha adivinado cuanto es adivinable, y ha llegado a ser el santuario de todos los sentimientos generosos. Antes de que haya conocido los infortunios, el instinto de la virtud la enseña a socorrerlos. Desde la oscuridad que la envuelve, su inexperta juventud, remontándose a grandes alturas, sin alterar su esplendente candor, prueba que la simple virtud y la belleza forman el más precioso ornamento de la mujer y su más digno atavío. Pura como el más tierno y fresco botón que ni el soplo del viento ha desflorado, tan hermosa como Galatea, dejando de ser de mármol, no siendo amante aún, la joven hija no conoce a otros seres que a sus padres. Éstos son para ella el mundo entero, el resto de la especie humana sólo la es revelado por el pensamiento. Tesoros de bondad, de gracia y de nobleza brillan en este ser divino y encantador. Todo germen de mal parece en ella destruido; y, sin embargo, no es un ángel el que el genio ha querido crear con ella: este objeto adorado no es más que una mujer, siendo precisamente esto lo que la hace admirable, porque el ideal engaña al espíritu, sólo lo verdadero hiere al corazón. ¡Oh, mujer sublime, cual yo te comprendo! ¡El perfume de tu alma, la parte más delicada y la más suave del corazón, que se desprendo para pasar a otro y seguirlo por donde quiera, está siempre en mi pensamiento! Tú eres la más perfecta y la más bella de las mujeres. Tu talle tan bello, tus rasgos tan nobles, tus formas tan seductoras tienen una majestad y una gracia infinitas, el lenguaje de tus ojos, la dulzura de tu sonrisa, y todas tus maneras, en fin, tienen un no sé qué de distinguido, de fino, de delicado, de tierno, de sensato y de justo, da tanto interés a cuanto dices, y tanta autoridad a cuanto haces, que me veo tentado a creer que tu presencia basta para matar los malos pensamientos, y el aire que se respira cerca de ti basta también para inspirar la virtud. Las nobles cualidades de espíritu y de corazón, y todas las virtudes reunidas en tu persona, hacen el ornamento de tu sexo, la delicia de la sociedad, la providencia del mal y el bienestar de todo aquel que conozca la grandeza de tu alma; tú serás siempre el modelo más completo de todas las mujeres. Sí; la belleza real, la gracia y la pureza de tu espíritu tan dotado, la expresión de tus sentimientos, siempre sencilla, natural, digna y en perfecta armonía con la nobleza de tus pensamientos y la elevación de tu alma, la misteriosa irradiación de tu corazón, que yo llamo divina simpatía, la majestad de tus encantos, la potencia de tus atractivos, la dulzura y la bondad de tu carácter, te hacen la más bella, la mejor y la más bien dotada de todas las mujeres: encuentro siempre en tus pensamientos, en tu lenguaje y en tus acciones, la pureza del ángel unida a los encantos de la mujer. Admirándote es como siento que el ser justo es un deber, el ser bueno una virtud, y que la virtud misma, en toda su pureza, es simple, sublime, natural, sin vanidad, sin ostentación, y en ella sola se encuentra la gloria y la recompensa. ¡Oh, admirable criatura, ángel de virtud, de dulzura, de gracia y de amor! ¡En ti misma es donde yo adoro al autor de la naturaleza y a la imagen sensible de la divinidad! ¡Querido y eterno objeto de mi adoración! en ti, que florece toda mi esperanza y que me has inspirado en este trabajo, que será tu obra, déjame admirar las más raras cualidades y las más sublimes virtudes; yo conservaré siempre viva en mi corazón la imagen de tus encantos y de tu pureza y seré siempre el eco de esta bella palabra de Petrarca a Laura: «Toda virtud me viene de ti, como el árbol de la raíz.»

VI
De la mujer en su nubilidad y considerada como hija

Según el orden establecido por la naturaleza, para llegar desde el nacimiento a la muerte, todos los seres vivientes recorren distintos períodos, durante los cuales ofrecen fases y revoluciones que son más o menos importantes, pero siempre muy dignas de ser observadas. Estos períodos, llamados edades, se suceden en un espacio de tiempo más o menos rápido, y considerados bajo este aspecto los seres vivientes, presentan numerosas diferencias. Por eso el nacer, crecer, desenvolverse, florecer, fructificar luego, secarse y perecer, son para muchas plantas, que se las llama anuales atendida su corta duración, fenómenos y sucesos orgánicos, cambios de escena en la vida, que, a pesar de ser tan notables y variados, se realizan en un solo y mismo año. Por eso también, animales pequeños atraviesan la vida con una rapidez asombrosa; y bien podría decirse que en la misma se observan juventudes de la mañana, que a la tarde son ya verdaderas decrepitudes; mientras que los grandes vegetales recorren con lentitud las largas estaciones de una vida de muchos siglos.

Los seres colocados al término de la escala animal por su mayor desenvolvimiento y perfeccionamiento, como los cuadrúpedos, y principalmente el hombre, presentan sus diferentes edades durante un espacio de tiempo, cinco o seis veces mayor que el que emplean en su desenvolvimiento. Los cambios de estado que forman época y que sirven para señalar las diversas edades, no se pronuncian con igual expresión en los animales; y las variaciones de la organización humana en general, lo mismo que las de la mujer en particular, no indican de una manera bastante marcada las estaciones de su vida. Imperceptibles en los detalles y señaladas a grandes rasgos en épocas distintas y muy separadas, multitud de fenómenos se realizan y suceden durante las mismas, que hacen que su vida se desenvuelva y su muerte se realice por grados, siendo muy difícil, o poco menos que imposible, el apreciar sus fenómenos íntimos. Tan natural es esto, que ocurre lo mismo en seres de organización superior a la de las mismas plantas. Por eso no es posible observar y seguir todos los cambios y mutaciones que una planta experimenta, desde el momento que el calor fecundante de la primavera viene a reanimarla hasta aquel en que el invierno o sus primeros rigores la despojan de todos los adelantos y atavíos que la primera estación la había dado para colocarla en la inercia y en el sueño; sin que por esto dejen de percibirse los fenómenos más sorprendentes de su desenvolvimiento. Así es como se realiza el hecho de desenvolvimiento de sus botones, entreabriendo la corteza del árbol para mezclarse con la tierna verdura o el color oscuro o grisáceo de sus ramas que tiempo hacía reposaba adormecido; así es de notar la señal a la vida, anunciando que todo en ella vuelve a revivir y tomar un aspecto alegre y risueño. Esta impresión tan agradable, que separa nuestra vista de los progresos insensibles que la planta hace, llegando hasta confundir sus hojas con sus flores, sorprende nuestra alma y todos nuestros sentidos en dulce éxtasis contemplativo de concurso tan singular y de belleza tan arrebatadora. Disípase este fenómeno tan luego como desaparecen las causas que lo habían producido; las flores se secan, dejando plaza a los frutos que deben sucederlas y consolarnos de su pérdida. Esta nueva época da a nuestra alma un nuevo género de sensaciones; la viveza de las primeras se embota, pero es reemplazada por otras sensaciones, cuya satisfacción, aunque menos impetuosa, es más permanente y va acompañada de cierta complacencia y tranquilidad, que llena el alma sin agitarla. En fin, los frutos desaparecen y su vacío anuncia que la planta, que tanto nos ha complacido tiempo antes con su eflorescencia y fecundidad, va a ser tronco estéril. Sin embargo, nos consolamos con la imperfecta sombra que nos da, y si bien considerada su próxima decrepitud la vemos con amargura, esta misma se dulcifica con los recuerdos que nos deja.

Tal es la imagen de la mujer. Aunque ésta cambia desde su nacimiento hasta su último momento, no nos es posible detenernos ni fijarnos más que sobre aquellas épocas más principales de su vida, que se hacen tanto más notables por el diferente carácter que manifiestan, cuanto por las diversas impresiones que nos produce durante tan diferente tiempo de su vida. En la especie humana, la mujer tiene gustos que se refieren siempre a su especial destino; en general, no tiene otras pasiones que aquellas que se refieren a la conservación de la especie, y que la caracterizan en todas las épocas de su vida. La niña se entretiene y quiere sus muñecas; cuando joven prevé y siente el amor; más tarde, en la maternidad, halla su felicidad; y, en fin, vieja ya, se acoge a sus nietos, cuyos cuidados son en sus restantes días su ocupación más deliciosa.

Verdad es que en la primera infancia las niñas difieren menos de los varones que en una edad más avanzada, porque a medida que las unas y los otros se desarrollan, los sexos se perfeccionan más; y si prescindiéramos de éstos y de sus vestidos, en algunos años podrían confundirse. Sin embargo, observando atentamente en esta misma edad, se distinguen diferencias en la constitución física y en el carácter moral de cada sexo. Comúnmente, la niña es más delicada, más fina y flexible que el varón del mismo tiempo; sus cabellos son más largos, más sueltos, y sus músculos más tiernos y flexibles; su color es menos vivo o más blanco, su piel más fina, y su complexión más delicada y tierna; tiene gustos más sedentarios, prefiere las ocupaciones menos ruidosas, y se entrega a trabajos más ligeros y apropiados a su temperamento y destino. Por eso la vemos casi siempre ocupada al lado de su madre, vestir y ataviar sus muñecas; entre tanto que el chico se separa de la que le dio la existencia, corre, salta, palmotea y se arma para el combate, como si presintiese ya su peligroso destino. De la misma manera, la niña se ostenta más tierna y más afectuosa que su hermano, marcando en su espíritu una firmeza y una penetración más vivas y más avanzadas que en el varón de la misma edad. Tiene además mayor docilidad, gentileza y precocidad; su organización marcha más deprisa, porque su sensibilidad física y moral es más excitable y más fácilmente puesta en juego por todas las cosas que la rodean. A esta misma época no es ya indiferente a la coquetería y al arte de agradar, deseando ser mujer o mayor para ser amada: este es, en el fondo, el carácter de su naturaleza desde su más tierna edad. A medida que la niña crece y su organización se desarrolla, su carácter se hace más reservado más modesto, como si preveyera las consecuencias de sus afecciones; desde entonces parece temer y retraerse de la carrera de la vida, en que el joven ardiente se precipita con todo el fuego de su temperamento.

El intervalo que separa la edad de diez años de la pubertad, constituye la época de transición de la adolescencia, que es, sin duda, el tiempo más hermoso para la mujer. Su extremada movilidad nerviosa hace que no puedan ser largamente impresionadas por penosas sensaciones que puedan oponerse a su felicidad. Este período es para ellas la edad de sus alegrías y más sabrosos goces, porque su imaginación les pinta todos los objetos sonriéndolas, y su existencia se encuentra agradablemente variada por una gran movilidad de gustos y afecciones. A esta edad, libres aún de penas y de pesares, cantan, lloran y ríen en un mismo instante, y, como tanto sus alegrías como sus placeres y disgustos son efímeros, llegan de este modo por un camino de flores a la edad en que la naturaleza las llama a pagar el tributo que deben a la especie. La niña que hasta entonces no era en cierta manera más que un ser equívoco, y sin sexo bien determinado, en adelante se hace mujer por su fisonomía y por todas las partes de su cuerpo, por la elegancia de su talle y la belleza de sus formas, por la finura de sus rasgos, por su estructura, por el timbre más sonoro de su voz, por su sensibilidad y sus afecciones; y, en fin, por su carácter, por sus pensamientos, deseos y costumbres, y hasta por sus enfermedades. Bien pronto, cuantos rasgos tenían de común los dos sexos, se encuentran completamente borrados; el botón nuevamente abierto figura ya entre las flores, y esta brillante metamorfosis es señalada por los frescos colores que envuelven la pubertad.

Bien considerada, esta es la época más peligrosa y tempestuosa de la vida de la mujer, porque en ella es, sin duda, su sensibilidad atormentada en sentidos bien opuestos. En estos solemnes momentos la inocencia de la mujer, este guía tutelar, cuyo mágico poder vela en el fondo de su tenebrosa solicitud, la trasporta sobre un trono rodeado de halagos, en el cual necesita más que nunca de toda su virtud. ¡Dichosa la que sabe mostrarse bastante modesta, cualidad tan encantadora que da nuevo precio a todos los tesoros que ya reúne!

En la pubertad, esta brillante época, llamada por Buffon primavera de la vida y estación de los placeres, el adolescente pierde su ambigüedad y se hace hombre o mujer; su sexo se pronuncia revelándole el secreto de su potencia. Un sentimiento nuevo se eleva en el fondo de su corazón, haciéndole aprender que no puede seguir indiferente en el mundo, que el cuerpo tiene ya más vida que la que necesita para sí solo, y que ésta tiende a difundirse fuera del mismo.

En realidad, vivimos más para nuestra especie que para nosotros mismos, porque en nuestra infancia sólo alcanzamos una pequeña o incompleta vida, en la vejez llevamos ya con nosotros los restos y las ruinas de nuestra existencia pasada, y cuando gozamos de una vitalidad completa, en nuestra virilidad, entonces tiende a separarse y nos abandona para formar nuevos seres. La edad de la reproducción es la representante genuina de la naturaleza; para ella han sido creadas la fuerza, la salud, el placer, la belleza y el amor, y a esta única época es cuando resplandecen la inteligencia y la energía del alma. Al perder la facultad generatriz, todas estas ventajas nos abandonan; el amor desaparece, la belleza se eclipsa, el vigor se enerva, el genio se apaga, el placer y la salud huyen, y el tiempo mata todo nuestro placer e ilusión; sólo nos queda una pócima amarga en la copa de la vida: parece que solamente hemos venido al mundo para la reproducción; y fuera de este tiempo todo es debilidad, penas, miseria e impotencia en la vida. Los dos términos de nuestra existencia, nacimiento y muerte se tocan como dos eternas corrientes, cuyo punto de confluencia corresponde a la especie, porque sólo de ella alcanzamos nuestro vigor, y a ella tenemos que devolverle. La existencia no es otra cosa que una trasmisión de las facultades o fuerzas de la vida desde el origen de la especie humana hasta nuestros días, y más bien que vivir para nosotros mismos, vivimos para la especie y por la especie, puesto que no podemos vivir sin ella. Los individuos, en realidad, no son más que efímeros usufructuarios de la vida, cuyo fondo elemental reside en la masa de los seres organizados. La generación no es otra cosa que el paso del movimiento vital de un cuerpo organizado y viviente a una materia dispuesta a organizarse, y la naturaleza, para realizarlo, sólo conoce el acto de la generación, el único fin de sus trabajos; y lo que llamamos amor es la manifestación exterior del movimiento vital que tiende a repartirse en todos los seres para comunicarles la vida. Por eso todos somos animados por el amor, al cual debemos la fecundación de nuestra existencia.

A esta época, la más importante de la vida, la compañera del hombre, que hasta entonces apenas de él se diferenciaba, sale de la vida común a los dos sexos y se reviste de los importantes atributos que la da la especie; ya no es una niña que sólo existe para el presente y para sí misma, sino que es un miembro interesante de la gran familia. Desde luego ya no la bastan los juegos simples de la infancia, y en vano trata de hallar en ellos el medio de disipar cierta turbación nueva de que se siente afectada. Nota en su corazón un vacío que en vano intenta llenar. Inquieta por una serie de vagos y oscuros deseos que la atormentan, quéjase en silencio, evita las miradas y busca la soledad, esperando hallar en ella la calma que ha perdido; una melancolía vaga y sin objeto caracteriza este nuevo estado. Vuélvese tímida, reservada y distraída, deseando menos ya el placer que el bienestar, y la necesidad de amar la hace buscar la soledad, cuyo nuevo deseo, ocupando su corazón por entero, cuando no puede ser satisfecho, es origen de trastornos y desórdenes de todo género. Su imaginación, naturalmente viva y móvil, acrece su trastorno y su embarazo, privándola de fijar sus ideas sobre un punto cualquiera; de aquí sus excéntricos y raros gustos, sus cambios de alegría, tristeza y cólera a los que se entrega bruscamente para abandonarlos por cualquier motivo. En fin, en medio de este embarazo e incertidumbre languidece en una profunda melancolía, suspirando sin darse razón ni encontrar motivo. Este penoso estado de incertidumbre no tarda en disiparse, y la niña, hecha mujer, comienza a entrever claramente el objeto de sus deseos. Siente que en vano tratará de resistir a la necesidad de aproximarse a un sexo que su imaginación ardiente la pinta con los más bellos colores y las más seductoras formas; y sin abusar de las relaciones que con el mismo debe tener, deja de disimular que ha de amarlo y se apercibe de que lo ama. La necesidad de ser pagada con tierna pasión, principia a resplandecer en sus ojos, que brillan con puro fuego, manifestándose en todas sus acciones como impulsada o dirigida por la más inocente y disculpable coquetería.

El pudor, cuyo irresistible ascendiente se deja ver por un atractivo embarazo y un reciente desenvolvimiento de gracias admirables que se notan en todas sus maneras, viene a poner freno a la vivacidad de sus deseos que mil veces se reprocha haber tenido la temeridad de formarlos. Pero lo que parece asustarla más en esta lucha interior, es el temor de no poder resistir sus afectos, así como el rigor de los medios que se verá obligada a emplear para eludir las numerosas contradicciones en que tiene que caer frente a la sociedad. Esta revolución, operada en la mujer tan brevemente, es la que cambia los destinos del hombre, puesto que su celeste imagen viene a fundirse en todos sus pensamientos, inquietándole y calmándole a la vez de tal suerte, que no hallando suficientes afecciones en la familia a que se debe, toma otro afecto más íntimo y más exclusivo, el de la compañera que Dios le ha creado, el ángel que únicamente ha de amar, bien de los elegidos, y todos sus deseos se concentran sobre este objeto. Ayer su voluntad era de hierro, hoy ya no tiene ni voluntad ni capricho, cierta cosa heroica y superior se levanta en su ser al lado del amor, que hace que la vida sólo le sea querida para poder darla luego. En cambio la niña, mujer ya, sorprendida del sentimiento que inspira, cortada y pensativa, inclina su frente y se ruboriza, pero ruborizándose observa su conquista y la encadena. ¿Quién la revela un secreto que su amante desearía ocultar a todo el mundo, quién? Su amante mismo: su respeto, su silencio; aquella sumisión y adoración tímida que le retiene inmóvil y temblando, es un lenguaje claro y universal; bajo el fuego del trópico, como sobre el hielo del polo, la inocencia entiende este lenguaje, y le entiende sin saber por qué ni haberle estudiado; le entiende, sin duda, porque es una ley general de la naturaleza que a la época en que la belleza se realiza sea la maestra de una voluntad que no se pertenece. Así es que la joven que hasta entonces no se conocía y no había sabido más que obedecer, sin ciencia y sin experiencia, se hace de golpe poderosa y soberana. Ella dispone de la vida y del honor del hombre que la ama; ella quiere y súbitamente es obedecida. Su voluntad de niña da un héroe a la patria o un asesino a la familia, según la altura de su alma o la ceguedad de su pasión.

Esta es la crisis moral porque la mujer atraviesa hasta alcanzar su completo desenvolvimiento. Examinémosla ya como hija y dentro del santuario de la familia. Pronto, muy pronto se desenvuelven en ella la inteligencia y el tacto, por eso la vemos en las desagradables discusiones domésticas buscar la atenuación de una palabra mal sonante que ha sido pronunciada; disipar las desagradables impresiones; evitar las disputas y mantener la buena concordia y armonía. Aunque su educación sea defectuosa y la sociedad la desprecie, no es fácil hacer degenerar a la naturaleza real de la mujer, despojándola de la misión que Dios la ha dado; misión de paz, de regeneración y de bienestar.

Si el hijo representa en el hogar paterno la esperanza, la hija tiene por misión representar la paz, la pureza y la gracia. A su presencia, como dice el indio en su poético lenguaje, el padre participa de la vida de las vírgenes. Cuando la madre llora, su hija es quien la enjuga sus lágrimas; cuando sufre el padre, la misma es quien le consuela. Al llegar el padre, rendido de trabajar y lleno de preocupaciones, ¿quién corre presurosa a su lado para despojarlo de sus incómodos vestidos y enjugar su frente bañada de sudor? Su hija; cuyo cansancio y sudor sólo de este modo se disipan. Pero no es menos importante lo que pasa de parte de la educación: apenas el hijo ha salido de la infancia, la educación pública le reclama y le separa del lado de sus padres, mandándole a muchas leguas de distancia, de suerte que sólo pueden verlo por meses o años; y cuando vuelve a su lado lo hace ya desacostumbrado de los mismos, formado por otros, y no encontrándose bien bajo aquel techo en que cree faltarle el placer y la libertad. Acabados sus estudios, los placeres, las pasiones y el juego son los que se le disputan; la casa paterna es para él una prisión, y sus padres sus carceleros. Si aún le afligen y le desagradan las lágrimas de su madre, sólo es por una hora, el tiempo que las ve correr. Tiene la fiebre de la vida, y, ante todo, necesita vivir. He aquí lo que es un hijo hasta que llega a ser hombre.

En cambio, una hija, si la organización de la familia a que pertenece está conforme con su ideal, será siempre de los padres y estará con ellos representando la educación doméstica. Por eso al ser padre, hay que ser creador, porque crear no es sólo hacer el cuerpo, sino formar un alma, lo que se logra educando a la hija. Realizada esta empresa, no hay que temer nos abandone su corazón, ni aun en el caso de que su misión sea otra; pues en el mismo de haber llegado a ser madre, repasando el camino de maestra que ha atravesado como alumna, cada una de sus pruebas en esta nueva vía será un recuerdo para nosotros, y cada recuerdo un verdadero reconocimiento. En fin, viene la vejez para los padres, y con la vejez el aislamiento, la tristeza y las enfermedades. En este estado el hijo no les abandonará; pero arrastrado por la necesidad de actividad que constituye el fondo de la vida de los hombres, sus visitas serán raras, breves sus palabras y no sabrá consolarlos. Al contrario, la hija, sea casada o libre, se establecerá a su cabecera y llevará a los más incrédulos corazones el bálsamo de la fe y la creencia en la divinidad. En fin, por una contradicción sorprendente en tales situaciones, la hija se convierte en madre, y con entonaciones tiernas y cariñosas, reservadas solamente a la infancia, con palabras que sólo pueden hallarse en boca de las madres, consuela de tal suerte a su pobre padre, que cuando el viejo se apercibe de tal inversión del lenguaje, con sonrisa llena de melancolía y ternura, dice a su hija: Estas SON NIÑADAS, yo lo sé, pero SOY FELIZ en ser una criatura a tu lado.

VII
Del amor en general

El amor no os una sola pasión; con él se despiertan y reúnen todas las demás. Su imperio se extiende por toda la naturaleza, y nada se conoce que se sustraiga a su ley, siendo esta vida del universo que hallamos en todas partes, lo mismo en el primer grado que en el último de la creación, ya actuando con la materia, o ya divinizándose con el espíritu. Como afinidad, atrae las moléculas; como atracción, sostiene los mundos planetarios; como fuerza productora y generatriz, renueva y mantiene la naturaleza viviente; como sentimiento, nos abre y proporciona el infinito. De un modo sorprendente, esta ley universal, despojándose poco a poco de sus formas geométricas, pasa de la atracción al amor que en los seres vivientes, especialmente en los animales, es el atractivo del placer. En las plantas hace nacer la obra más perfecta para un himen o placer de algunas horas solamente: nada falta en ellas, el perfume, las formas, los colores, la riqueza, la gracia, la variedad; todo se prodiga en ellas, cual si fueran conscientes de que fuera de sí mismas habría ojos para verlas y almas para admirarlas. De las plantas a los animales, la escena se anima y la vida crece: en éstos, el placer toma voz, se llaman y se buscan; el pájaro canta, el insecto zumba, y el león hace estremecer el desierto con sus terribles rugidos. Aquí comienza el amor sentido e instintivamente expresado, amor pasajero, de una estación, de un día o de una hora, y esto pasado, todo vuelve al silencio; el león se hace solitario, el ruiseñor no canta, y toda aquella belleza, ornato del amor, queda desvanecida. La naturaleza lo quiere así: llamando todos los seres al placer, multiplicando el amor, apaga sus llamas, porque prevé los peligros de más grande liberalidad en lo que tanto la conmueve. Hasta aquí, la ley ha sido impuesta y obliga ciegamente, aunque dulcificada por el placer. Pero al llegar al hombre, cesa de ser una obligación fatal, sin dejar de ser una fuerza que se crece con todos los encantos del sentimiento, de lo bello, de lo infinito, y que acrecentándose de este modo, cambia de dirección y se eleva de la tierra al cielo.

El amor se despierta en nosotros como algo que no puede morir, como un sentimiento eterno que nos proporciona alguna cosa sobrenatural y divina que, calmando más nuestro espíritu que nuestros deseos, toca más bien al alma que a la materia. Este sentimiento se le ha llamado impropiamente platónico, que es como si dijéramos, puramente metafísico. Platón entendía que, con este sentimiento, el hombre de bien prefería las cualidades del alma, origen verdadero de placeres delicados, a las ventajas del cuerpo tan pobres como monótonas y pasajeras.

En los animales, el amor, esta ley de la vida, sólo se ocupa de la conservación de la especie; pero en el hombre toma un carácter más noble y más elevado, dándole el mayor bien que le es posible alcanzar al individuo. Si el amor, como decía Marco Aurelio, no fuera para el hombre otra cosa que una corta convulsión, le rebajaría hasta el nivel del bruto; pero es, al contrario, su superioridad moral, la debe toda a este sentimiento. La causa primordial del amor es, sin duda alguna, el instinto de reproducción, instinto poderoso y propagador, que excitado por la belleza y la gracia que el Creador ha puesto entre nosotros para perpetuar su obra, hace que reparemos las pérdidas de la muerte con una continua trasmisión de la vida. Únese a este instinto un sentimiento afectuoso que reúne a su dulzura su infinita duración. Esta pasión soberana, casi única en el sexo, y que, según un filósofo sólo el matrimonio puede hacer de ella una virtud, es de ordinario vehemente y nos trasporta hacia el objeto amado; unas veces es llama devoradora que hace erupción de todas partes; otras es fuego latente que nos mina y nos consume. El amor, dominador universal de los seres que respiran, es siempre el mismo y siempre nuevo; y habiendo comenzado con el mundo, sólo concluirá con él. Como pasión, no presenta un carácter tan determinado como las demás, porque se identifica con el espíritu y participa de su temple, de su grandeza o rebajamiento. Demuéstrase sombrío y suspicaz en el celoso, exigente y hasta tirano en el orgulloso, sensual y frío en el egoísta, caprichoso e inconstante en el sensualista, y tímido, tierno y delicado en quien sabe apreciar las cualidades del corazón y del espíritu. De todas las pasiones, es ésta, sin duda, la más difícil de describir, porque ofrece en cada individuo tanta diferencia como presenta su fisonomía. Al nacimiento del amor, sólo vemos por su encantador telescopio; todo nos agrada y encanta; la seductora esperanza cambia nuestras penas en placeres; en todo hallamos referencia al objeto amado; le vemos en todas partes; vivimos sólo por él; gozamos las delicias de una nueva existencia, porque todo se embellece a nuestros ojos, y cuanto nos rodea toma un aspecto sonriente; sólo respiramos bienestar, placer y voluptuosidad; todos nuestros sentidos se hallan embriagados, y nuestra alma, apenas puede soportar las dulces emociones que experimenta, así como el corazón los tiernos sentimientos a que se abandona.

Desde que toma asiento en nuestro espíritu, se alimenta de sí mismo, tomando rápido acrecentamiento que nos liga generosamente y sin reserva al objeto amado. Los encantos que nos han seducido parecen multiplicarse y atribuimos al objeto amado más cualidades que él mismo pudiera soñar; el prestigio del alma fascina nuestros sentidos y trastorna la razón; los deseos, la esperanza y las más dulces afecciones, toman cada día nuevas fuerzas, y bien pronto nuestro corazón reclama un alimento más real, que solamente puede serlo la posesión misma de la realidad de nuestros sueños.

Origen unas veces de vivos y dulces placeres, otras de agudos males, el amor, según que es feliz, contrariado o celoso, es la más dulce o la más horrible de las pasiones, y las modificaciones que imprime al alma y al organismo en estos tres casos, ofrecen las diferencias más marcadas y sorprendentes. Cuando nos abandona la esperanza, nos entregamos a la tristeza y a la melancolía, cayendo como plantas desecadas por los ardientes rayos del sol. Las desgracias en amor son más difíciles de soportar que todas las otras; pasión que enternece el corazón, no le queda en estado de sostener el menor choque. El alma, en las crisis ordinarias, puede recoger sus fuerzas y oponerlas con ventaja a una crisis imprevista; pero enamorada, herida en su parte más sensible, queda muerta bajo el golpe que la priva del único resorte que la daba el movimiento y la vida.

El amor dichoso o con el que se espera serlo, comunica a todo nuestro ser un calor dulce, bienhechor y saludable; enrojécese el semblante y todas sus facciones se animan de una expresión nueva; el corazón palpita a la vista o al sólo pensamiento del objeto amado; el pulso es frecuente y ancho; la respiración desenvuelta; el timbre de la voz suave y agradable; el lenguaje animado e hiperbólico. Las facultades mentales participan de la misma actividad; todo enamorado tiene su agudeza; sus pensamientos son ricos y variados, y el lenguaje es persuasivo. El amante feliz lo olvida todo; sin cuidarse de su fortuna y de su gloria, sólo piensa en el bienestar de ser amado, hallándose siempre dispuesto a las acciones más generosas. El amor es un delirio que da fuerza, valor, genio y virtud hasta al hombre débil, estúpido y vicioso, con tal que la misma a quien ama así se lo exija.

El amor contrariado tarda bien poco en producir trastornos orgánicos: el pulso es pequeño e irregular, la respiración anhelosa, la digestión difícil y se siente opresión en el corazón: el semblante es triste y decolorado, la mirada fija, lánguida y húmeda. Dominado por un pensamiento exclusivo, el amante contrariado parece haber perdido la inteligencia y todas sus facultades morales. Sus mismos sentidos parece que le son inútiles; oye sin comprender; mira sin ver; quiere hablar y se confunde; todo le disgusta y le importuna, sólo le agrada la inacción y la soledad.

Feliz o desgraciado, el amor suele complicarse con celos, sentimiento exclusivo y egoísta que se convierte en veneno de la pasión de que debiera ser alimento. El celoso, tirano o esclavo, se conduce sin dignidad; las más raras suposiciones agitan perpetuamente su cerebro enfermo; no tiene sosiego, y los más absurdos temores le persiguen en sus delirios. En sus movimientos, en su actitud y en su semblante hay algo de siniestro que inspira miedo y antipatía a los sufrimientos que le quebrantan: a los ojos del celoso no es posible presentar justificación alguna, y si alguna vez, por un sentimiento de piedad, concede alguna demostración afectuosa al ser a quien acusa, bien pronto sus sospechas se duplican, y aun cuando admita alguna prueba en contra de las mismas, sin tardanza vuelve a caer en sus imaginarios temores, haciéndose no menos injusto e intolerable que antes.

En su dolorosa y continua ansiedad, este desgraciado se consume en el deseo febril de averiguar lo mismo que teme conocer, y cuando pasa de la duda a la certidumbre de no ser amado, el sentimiento que le dominaba cambia bruscamente en desprecio, y más ordinariamente degenera en odio, en furor, o termina por la locura y el suicidio.

Aún hay otra faz importante en el amor, que no es, por cierto, menos frecuente en el hombre en quien traza su sello con caracteres indelebles, y es la de un amor desenfrenado. Los signos de esta pasión se marcan en el físico por la palidez, la demacración, pulso irregular, pequeño y débil en ausencia del objeto amado, frecuente y tumultuoso a la vista del mismo, y una pequeña fiebre, descrita por Lorry con el nombre de fiebre erótica. En la moral se observa gran movilidad de carácter y un gusto pronunciado por la soledad y lo extravagante; un abandono completo en cuanto tiende a la higiene del cuerpo y los quehaceres más importantes, desprecio de las riquezas y honores; en fin, una perversión evidente del juicio, que hace que, sordo a los consejos de la conciencia y el deber, trate como esclavos a los que son objeto de su pasión.

Es indudable que estos caracteres, que presenta el amor, corresponden al hombre, hallándose en armonía, tanto con su viril y fuerte constitución, como con la soberbia de su alma: en la mujer varían, y aun en lo que tienen de común son más suaves y delicados, correspondiendo a la fineza de su fibra y a lo delicado y variable de su sensibilidad.

Si el amor ejerce gran influencia en el destino del hombre, el de la mujer le rige enteramente. Amar, ser amada, he aquí su felicidad y supremo bien. Suprimiéndola el amor todo se decolora y entristece alrededor de ella; sólo con él y para él quiere los placeres; la belleza, el ingenio, las gracias y la juventud sólo tienen precio para la mujer cuando la dan el poder de inspirar esta pasión; pero desgraciada la mujer que no sabe sacar partido de estos dones, sometiendo a la cabeza el corazón; porque entonces todo suele concluir para ella.

El amor, supremo señor del corazón de las mujeres, jamás renuncia a su imperio; puede transformarse con los años, pero no desaparece enteramente. Balzac, analizador profundo, que con tanta perfección sabía hacer la autopsia del corazón humano, despojando a cada fibra de su envoltura, explicando la causa de cada uno de sus estremecimientos, y revelando con una palabra las grandezas, las debilidades, las virtudes y los vicios, el valor y la cobardía de la especie humana, este filósofo nos dice que, en la vida de la mujer más virtuosa, de la esposa y de la madre más irreprochable hay un momento de duda, de vacilación, y quizá, desdeñando la tranquilidad de su existencia, la pesa no haber llevado a sus labios la copa embriagadora y amarga.

Es indudable que la mujer fue creada para el amor, porque todo en ella lo revela: su corazón, su agudeza, su organización, su debilidad misma son de acuerdo, y la gritan que necesita amar y ser amada. Más expansiva que el hombre, tiene necesidad de simpatía; el rayo vivificador del sol de la mañana llena su alma de alegría, y la perfumada brisa de la tarde la produce vaga e indecible languidez. Sí; el amor se encuentra en toda la existencia de la mujer, y a medida que avanza en la vida, se trastorna, pero no desaparece. La mujer que no haya amado, de ser posible que exista, es un ser incompleto, que no ha sido aún animado del reflejo misterioso que da calor y embellece a cuanto la rodea, hasta los más vulgares detalles.

En todas sus edades la mujer guarda en el fondo del corazón el ideal que se ha creado, al cual cree reconocer siempre que ama. Por eso, cuando una mujer de mérito se prenda de un hombre vulgar o estúpido, es porque en él ha visto el engañador espejo de la imagen adorada, y cuando el desengaño llega, cae el héroe y queda el hombre que, al verlo tal cual es, siente profunda humillación.

Sin embargo, no todas las mujeres experimentan la necesidad de amar en igual grado; algunas, tan inconstantes en sus sentimientos como en sus ideas, se entregan desde su juventud a la coquetería, a los vanos placeres del mundo, y envejecen, casi sin notarlo, entregadas a este ídolo. Otras, más dignas y apreciables, no comprenden el amor, si no le hallan de acuerdo con los principios de honor y virtud en que han sido educadas: es indudable que, entre estas últimas hay que buscar la fidelidad conyugal y el verdadero amor maternal. La mujer generalmente se siente menos obligada que el hombre al acto de la reproducción: en muchas este acto, al cabo de cierto tiempo de unión, más bien que una necesidad, es un testimonio de afección constante a la exigencia de una pasión que es exclusivamente del corazón o del cumplimiento del deber; esto pasa especialmente en la mujer, cuando llega a ser madre, porque sus facultades afectivas se han multiplicado y repartido, y porque todo su ser apenas basta a la efusión del nuevo sentimiento que las embarga. Es necesario tener en cuenta que estoy hablando de la mujer que cumple con las leyes y deberes impuestos a su sexo; pues, cuando la misma se entrega al libertinaje, es un conjunto horroroso de vicios que deshonran la humanidad. El amor en los dos sexos por nadie ha sido mejor definido que por una mujer de ingenio cuando dijo: «el amor en el hombre es la inquietud; en la mujer la existencia.» Por eso ordinariamente esta pasión da a la mujer el espíritu y agudeza que la falta, mientras que al hombre le hace perder el que tiene. Hagamos, pues, que no llegue jamás a maldecir esta pasión sublime, y que la conserve digna siempre de sus importantes fines, porque es indudable que la sociedad, comprimiendo los latidos del corazón, resulta comúnmente culpable de que el amor sea causa de dolor y desgracia en la mujer. El primer pensamiento y el fin real de la existencia de la mujer es el amor, delirio acariciado durante toda su vida; ser amada constituye su mayor ambición; para unas es terneza pura del corazón: para otras, pura vanidad. Pero este sentimiento se halla en todas las mujeres, aun en las más indiferentes en la apariencia, cuya alma frívola le traduce en coquetería, profanación del mismo y negación de la verdad; porque la coquetería es la máscara de corazones fríos que gozan con un amor de que no son dignos ni capaces de comprender, por lo mismo que no le han sentido.

El amor correspondido hace a la mujer de carácter dulce y amable, sin vaga tristeza ni melancolía, y sólo la alegría se ve hasta en sus lágrimas. Cuando sufre cruel desengaño, cúbrese con el manto del duelo, pero difícilmente la abandona la fe, y una voz interior que la recuerda su amor perdido y sus dolores, la afirma en la esperanza. No sucede lo mismo cuando en su corazón se levanta la tempestad de los celos, pues entonces esta alma dulce y sin resistencia es tiranizada de tal suerte, que inspira compasión y piedad. La salud, el mérito y hasta la virtud del objeto amado son vota-fuegos de sus devorantes celos; esta fiebre envenena y corrompe cuanto tiene de bello y bueno la mujer.

En los climas meridionales, en que domina el temperamento nervioso y la idiosincrasia hepática, la mujer, lo mismo que el hombre, tienen pasiones más vehementes, y la de los celos frecuentemente acibaran su vida, haciendo la desventura de sus respectivas familias. Es indudable que el amor en la mujer no afecta ningún carácter ni toma otra faz tan temible y sombría como la de los celos, porque las demás ya apuntadas, son características del hombre, especialmente el amor desenfrenado.

No hay tormento comparable con el que sufre la mujer celosa: fija siempre su mente en el mismo objeto, atormentada por la duda, aguijoneada por la incertidumbre, creyendo de ordinario que el corazón de su esposo o de quien ama, no es exclusivamente suyo, vive sin descanso noche y día y sin encontrar consuelo en medio de su tristeza y desolación. Prevenida por su pasión, todo lo ve al tenor de la misma, que es su idea fija y predilecta, y todo lo interpreta en consonancia con su preocupación. La más leve muestra de enfado la parece desvío, y todo arranque de mal humor le considera desprecio. En todos los hechos, en todas las palabras de quien ama, encuentra, a su modo de ver, motivos legítimos para alimentar su desvarío y dar pábulo a la fascinación que ejerce en su espíritu pasión tan lamentable. Puede, en verdad, decirse, que es un continuo torcedor que hace desdichada su existencia y que, cuando adquiere grandes proporciones, trastorna la razón, pervierte el juicio, sofoca los más nobles sentimientos o influye sucesivamente en la salud.

Es una pasión bastarda de la que debe huir la mujer que desea su felicidad y la de su familia, teniendo en cuenta los sinsabores, disgustos y crueles sufrimientos que ocasiona, pero aún es más odiosa al considerar las fatales consecuencias que acarrea.

En efecto, la mujer celosa que no conoce su flaqueza y da rienda suelta a su pasión, sin reprimirla jamás con los consejos de una razón ilustrada, se ve fácilmente conducida a la desesperación o precipitada hacia la venganza. Necesita tener fuerte espíritu, creencias muy arraigadas, y una moral sólida para que, creyéndose, siquiera sea bajo el prisma de la ilusión, despreciada, tratada con desvío o postergada a otras mujeres por el mismo que es objeto de su ardiente amor, no sienta los impulsos de la desesperación; y cuando el apego a la vida, los vínculos de la familia y de la sociedad la apartan de esta senda, nada más fácil que el que salga a su encuentro la terrible idea de la venganza.

Sólo en casos excepcionales suele atentar contra la vida de quien ama; cuando las desgracias de que está poseída y dominada por tan detestable pasión han llegado a trastornar su razón, y en medio del delirio concibe tan inicuo pensamiento. Es más frecuente que la idea de venganza revista otra forma, en mi concepto más odiosa, aunque igualmente criminal y censurable: me refiero a la tentación de manchar su honra para hacer sentir a su esposo, o ser amado, el dolor y la amargura de su corazón. No es en este caso la sensualidad la que conduce a la mujer a tan horrible precipicio, es el infernal placer de la venganza, la intención sañuda de clavar en el corazón del hombre espinas que lo hieran hondamente en lo que más debe sentir y estimar. Este pensamiento es tan terrible, que solamente el espíritu del mal ha podido sugerírsele para colmar su desventura. Las que así obran, no ven, no comprenden que el mal que intentan hacer a quien aman refluye sobre ellas mismas; en su loco desvarío no conocen que tan grave falta rebaja el concepto de la familia, y envenena este pequeño elemento, este organismo tan necesario, base de la sociedad: no consideran que tal hecho destruye su honra y mata su buen nombre, el más rico tesoro de la mujer: no entienden que tales manchas son indelebles y no se lavan jamás: no saben que la sociedad no perdona a la que de este modo se ha prostituido, profanando vilmente la fidelidad conyugal; y no juzgan, en fin, que honra enaltece a la mujer, y nunca mejor la alcanza que cuando, fiel a sus deberes, se resigna y sufre sus amarguras y dolores en silencio, siguiendo la senda de la probidad y de la justicia, sin faltar jamás a sus compromisos y deberes.

Tales y tan graves son los males morales que los celos pueden acarrear a la mujer, y si bien creo innecesario el insistir más sobre ellos para inculcarla el deber de apartarse de tan funesta pasión, no sobra el que diga algo sobre los físicos y orgánicos, que llegan a ser su consecuencia.

La pasión de los celos concentra la inervación y da lugar a la tristeza, a la melancolía, a la hipocondría y al histerismo. Pero una vez perturbadas las funciones del sistema nervioso en sus importantes centros, viene o se desenvuelve la locura, cuando la perturbación es cerebral; y cuando es afectada la inervación trisplánica vasomotora en la mujer, en que rige y domina la matriz, vienen sus congestiones, sus perturbaciones, sus lesiones y todas las correspondientes a sus anejos; más tarde, y como consecuencia, las perturbaciones reflejas de la médula, del encéfalo, las convulsiones, el histerismo, la eclamsia, la epilepsia, &c., &c., y tras de éstas, otras sobre el estómago, el hígado, y últimamente las alteraciones de la sangre y de la nutrición; en una palabra, la patología del sexo entero.

Si no hubiera otra razón ni fundamento que los males, los peligros y fatales consecuencias que acabamos de apuntar, originados por la fatal pasión de los celos, para recomendar la necesidad de cimentar bien la educación de la mujer, con la cual únicamente puede ser bastante fuerte para vencer a tan asidua enemiga, me bastaría ella sola para afirmar que la que hoy se le da es impotente e incapaz para tan rudo combate, porque carece de los verdaderos principios que pueden ser su fuerte brazo y útil armadura. En lugar de proporcionar a la mujer en sus primeros años un buen desarrollo orgánico que la proporcione luego regularidad y armonía en sus funciones, y resistencia bastante para las necesidades de su vida compleja, se la contrae y debilita, coartando la evolución de sus órganos, afeminando más de lo que es su espíritu, torciendo sus gustos, sus instintos y sentimientos, formando, en fin, un raquítico organismo, y creando un alma débil e histeriforme.

Más tarde, cuando la edad es ya oportuna para desenvolver y fomentar en ella los buenos sentimientos, cimentando en los mismos la virtud, formando las costumbres del cumplimiento de los deberes, excitando e inculcando amor a la familia, a la sociedad, a la patria y a nuestros semejantes, especialmente a los que sufren; cuando debían formarse sus hábitos de verdadera modestia, de apego al trabajo, de economía, y cuando, por fin, es el tiempo de hacer su conciencia en el amor al bien por el bien mismo, de respeto a las leyes, porque son la verdad misma, y la voluntad de Dios, así escrita en el código de la naturaleza: entonces se la enseña, poco más o menos, unos cortos apuntes de moral materialista, el amor a los placeres, el hábito de la hipocresía y el arte de engañar al hombre, al mundo, a Dios, si fuera posible, y también a sí misma. Es verdad que la mujer así educada y que sigue tan extraviada conducta, halaga los deseos del hombre que quiere vivir en la atmósfera de lisonja y adulación; pero, así y todo, queda rebajada, como lo es, su dignidad, y sin poderlo remediar, justifica el equivocado y poco decoroso concepto de que es solamente un instrumento de placer material. ¡Miserable modo de juzgar y bien digno de lástima, propio únicamente de los que, no teniendo dignidad ni estimación de sí mismos, quieren rebajar la de los demás, y de los que, desprovistos de toda virtud, no apetecen verla en la mujer, para no tener que tributarla el culto que merece!

Y en cuanto a la educación intelectual, forzoso es confesar que nada hay más vago, incierto y desordenado que la instrucción que se da a la mujer, tanto en los colegios como privadamente. No hay rumbo fijo ni derrotero determinado que señale el programa de las materias que debe comprender, ni sus límites, ni tampoco su distribución; como si fuese indiferente dar una u otra dirección a las ideas, uno u otro giro a los conocimientos, reducirlos o ampliarlos, extender o limitar el horizonte en que ha de obrar su razón. De esta viciosa y mal sentida práctica en la educación de la mujer, resulta que su instrucción, en lo general, es incompleta, insuficiente, y sólo a propósito para engendrar errores más que para conducir al conocimiento de la verdad y a las necesidades de la vida.

La instrucción de la mujer es indispensable que sea acomodada a la ley de su destino, a las necesidades de la familia, de la cual es el núcleo en toda su evolución y vida moral y material. Estoy lejos de pretender que sea tan extensa y profunda como la del hombre, ni que haya de tener igual carácter, siendo así que su misión es distinta; no aspiro tampoco a formar mujeres sabias que pudieran brillar en las academias y distinguirse por sus vastos conocimientos en ciencias y literatura; tampoco pretendo hacer de ellas doctores de respectivas facultades y profesiones, como sucede en algún país; quiero únicamente que tenga y alcance el conocimiento de sí misma, de los seres que la rodean, y especialmente de aquellos que sólo pueden vivir por ella, de las relaciones establecidas entre los mismos, y de la dependencia que entre sí tienen con arreglo a las leyes del universo. De este modo creo que, ayudadas sus naturales dotes con las luces de la ciencia, podrá pensar con rectitud y claridad, juzgar con buen criterio y destruir las muchas preocupaciones y errores que ofuscan a la razón inculta, a la manera que las malas hierbas crecen en campo yermo, donde no ha penetrado la mano del hombre y la provechosa influencia del trabajo.

No me es posible dudar, que el día que esto suceda, la mujer hará un papel más digno en la sociedad, y ésta recibirá gran impulso en su civilización y progreso, mereciendo con más justos títulos el respeto y la consideración del hombre.

VIII
Del amor maternal

Todas nuestras aficiones son inspiradas por el placer; sólo el amor maternal nace del sufrimiento. Las molestias de la mujer durante el embarazo, los dolores en el parto, el aspecto repugnante del recién nacido, más parecido a un ser desollado, que a una criatura viva, parece debieran inspirarla cierta aversión, considerando al nuevo ser como un mal del cual acaba de librarse, sin que su corazón pueda ser tampoco conmovido por el atractivo de las formas ni por la voz, ni por otro encanto visible; y sin embargo, excitada por los sufrimientos, temblando aún de las angustias y conmoción del trabajo del parto, le limpia, le acaricia, le toma en sus brazos, le envuelve en sus ropas y le aproxima a su seno para darle el calor de que tanto necesita; no descansa día y noche con el cuidado y temores que la ocasiona, y en cambio de tantos sacrificios, recogí: solamente llanto y gemidos. Esta fuerza, más poderosa que el dolor y el disgusto, no es otra cosa que un ciego instinto que pertenece a la planta, al insecto, al pájaro y al cuadrúpedo, lo mismo que a la mujer: ley inmutable de la naturaleza, ley de conservación, estímulo irresistible al que ningún ser sobre la tierra puede sustraerse y al que la naturaleza ha confiado la vida. En los seres más perfectos, esta fuerza inteligente se asocia a las pasiones, duplica su potencia y llega hasta hacerlas industriales. Todos los animales velan con ternura el fruto de su unión; en éstos es más interesante el estudio del instinto maternal, porque no se halla alterado, como en la especie humana, por las instituciones sociales.

La tortuga suple con la astucia la lentitud de sus movimientos de progresión, poniendo sus huevos en los sitios más apartados e inaccesibles; la hembra del caimán, después de ocultar los suyos entre la arena, no les pierde de vista, defendiéndolos con todas sus fuerzas de la avidez de los negros. El pájaro construye su nido sin que sepa que va a dar a luz cosa por que ha de tener el mayor cuidado, envolviéndole y reforzándole con suave cubierta, sin que le sea conocida tampoco la delicadeza de sus huevos; los empolla luego permaneciendo inmóvil durante semanas sobre aquellos cuerpos fríos e insensibles, y sin saber que contienen seres semejantes a ella. Comenzada la postura, cambia de costumbres y carácter, y su afectuosa solicitud la expresa solamente por un tierno y misterioso silencio. Una vez que sus hijuelos han salido a luz, la madre y el padre les suministran su nutrición y les guardan de sus enemigos; a la vez cantan, se alegran, se inquietan y se desesperan. La madre comprende y satisface todos los nacientes deseos de su pequeña familia; pero sus trabajos, penosos y agradables, quedan sin recompensa, puesto que ninguna ternura filial corresponderá jamás a las maternales. En fin, este sentimiento profundo, que atrae irresistiblemente a todo ser vivo hacia sus descendientes, se manifiesta, en toda su fuerza, hasta en los más fieros cuadrúpedos, como el tigre; y se asegura que un viajero, que años hacía había cogido un pequeño leoncito, fue reconocido por la madre, que se arrojó sobre él, habiéndose visto muy mal sus compañeros de viaje para librarlo de la fiera.

Aunque los seres vivientes nazcan débiles, ineptos, o cercados de enemigos, o, como suele decirse, sobre un campo de batalla, nacen en seguridad; porque el amor maternal les cobija con su previsión y adhesión la más completa. Centinela avanzado, vela al lado de cada cuna, no sólo para la conservación de éste o el otro individuo, de este cuadrúpedo o de aquel pájaro, sino para la realización de esta gran obra de la naturaleza, que quiere que todo muera y que nada perezca, que todo nazca y nada sea inmortal. Cualesquiera que sean las necesidades de todos los seres, su ferocidad y sus estragos, cualesquiera que sean las exigencias de la muerte, el amor maternal queda vencedor sobre el globo que renueva. Por él la planta se resume en su grano, el insecto en su huevo, el animal en sus pequeños, siendo a la vez origen de la vida y límite de la destrucción. El amor maternal es el más tierno sentimiento de la naturaleza animada; es el movimiento más dulce y más generoso que ha podido emanar del instinto de reproducción: en él se encuentra irrevocablemente apoyada y segura la conservación de las especies vivientes. Al contemplar a la joven madre cerca de su tierno hijo, parece que el Creador la ha infundido su aureola protectriz, y hasta que su existencia ha sido trasportada al nuevo ser; nada se halla de personal y propio en cuanto experimenta; dejando de vivir para sí, vive para el ser que la renueva.

Es indudable que el amor maternal es una inclinación primitiva y fundamental en la economía animal. La mujer adoptada por el salvaje, nutre siempre a sus hijos con propia leche; y en las marchas largas y penosas que emprende, lleva dos o más sobre sus hombros, que, cubiertos malamente, se encuentran dulcemente asidos, y ella se deleita en conllevar tales fardos. La mujer salvaje jamás maltrata a sus hijos y, cuando son enfermos, no sólo no les abandona, sino que, entonces como nunca, les colma de cuidados y caricias. Cuando muere alguno, se arrodilla en su tumba y llora amargamente el tesoro que ha perdido, quedándose inmóvil no pocas veces, durante algunos días, sobre la tierra que cubre a tan querido despojo, y su aniversario es constantemente para ella un día de duelo.

El amor maternal da tal valor, que parece ser superior a las fuerzas naturales, siendo tan duradero, cuanto pueden exigir las necesidades de los hijos de la protección de su madre; frecuente es ver pequeños y débiles seres soportar sufrimientos y acometer peligros que maravillan al hombre; pero también hay casos, en que, el instinto de la maternidad, que hace tales portentos de bravura en los seres de complexión débil y tímida, produce pusilanimidad, temor, y hasta terror en las fieras más feroces. El que ha sido cazador de osos habrá visto con demasiada frecuencia los horrores producidos por estas fieras, especialmente la hembra, cuando se persigue o se han cogido sus cachorros; pero alguna vez, como a mí me ha ocurrido, habrá visto con la mayor sorpresa, que acosada esta fiera, no hallando salida para la defensa ni huida de sus hijos, los ha tomado en sus brazos, llenándolos de caricias y dando gritos lastimeros, con que parecía imprecar perdón para sus tiernas criaturas. Alguien retiró su arma de la puntería, conmovido por tan tierna escena; otros remataron a tan sublime madre, que, aun en medio de la agonía, ¡continuó sosteniendo a sus hijuelos!

En la especie humana el amor maternal desenvuelve más energía, y si bien no puede ser mayor, es, al menos, más interesante, porque este sentimiento se extiende y se perfecciona en medio de las relaciones en que nace. Como el instinto de relación o sociabilidad lo embellece todo, nada iguala al encanto que la educación imprime a esta especial afección; todos los proyectos que por él se tienen son verdaderos placeres, y todas las fatigas que proporciona se convierten en satisfacciones. La mujer nacida en la clase de buena educación social, no limita su tarea a los cuidados materiales que exige la conservación corporal de su hijo, además se ocupa en engrandecer su inteligencia, en formar su moral, en inculcarle todos los atributos de su espíritu, en imprimirle toda la sensibilidad de su alma, revistiéndole de su carácter, dándole su idioma, el timbre de la voz y hasta el juego inocente de su fisonomía naciente; ni a uno solo de sus movimientos deja de facilitarle la gracia: de este modo tan complejo y no menos completo es como influye en sus futuros destinos.

El verdadero amor maternal, como amor humano, comienza donde concluye el animal; la mujer no puede llegar a ser madre, según la ley moral de la naturaleza, hasta tanto que trabaje en desenvolver el alma de sus hijos. Su misión sobre la tierra no es la de procrear un ser bípedo e inteligente; el mundo y la sociedad la exigen un hombre completo; un hombre cuyas pasiones participen de lo bello o infinito; que sepa ser buen hijo, elegir su compañera, inspirar a sus hijos, y en fin, que sepa sacrificarse por el deber y la virtud. En la maternidad hay para la mujer un doble deber, así como para el hombre hay un doble nacimiento; nacer a la vida, es nacer solamente al placer y al dolor; nacer para el amor de la humanidad, es el verdadero nacer, y este segundo nacimiento nos le debe nuestra madre, si es que quiere gozar de otro bien más importante que el de vernos respirar y digerir; de aquel bien que Shakspeare expresó tan bien por boca de una madre, al decir: «Experimenté mucho menos placer cuando lo sentí nacer, que cuando lo vi practicar una acción de hombre.» Seguramente que la mujer no estará, ni está, al menos en nuestro país, bastante convencida de su doble misión, de su duplicada lactancia, material y moral, para que pueda llenar y satisfacer cuanto abraza y comprende el amor y el deber maternal. ¿Quién sabe si en esta tan grave falta se hallará la causa de la carencia de sentimientos elevados, patrióticos y desinteresados que se nota por todas partes y en todas las capas sociales? Que este defecto existe, es indudable; pero, no obstante, la responsabilidad corresponde al hombre; al hombre que la adula, a todo el que la miente, porque es a quien cree.

No hay nada de reflexivo, todo es espontáneo en el amor de una madre. Hacía falta que la naturaleza envolviera tan tierno misterio con todas las ilusiones del bien más completo; porque si de antemano supiera todos los escollos que amenazan su existencia, así como la importancia que alcanzan sus deberes, no habría mujer que no temblase ante la peligrosa y difícil tarea que le había sido impuesta por la naturaleza.

Una madre es el modelo de las virtudes que tienen su asiento en el corazón; la ternura, la afección, la paciencia y la devoción son inseparables de la idea de madre. Entre los antiguos, una mujer sin el título de madre era considerada en desgracia del cielo; y en todo tiempo la mujer ha sido orgullosa con este título. Por él solamente la encontramos hoy superior al hombre. Doncella, el más débil ruido, la presencia de un insecto la hacen palidecer de miedo; pero, una vez madre, su valor se manifiesta a toda prueba, y hasta no temería arrojarse a las garras de un león para arrancarle a su hijo. En este superior estado de su vida se desenvuelve en ella una nueva potencia, una fuerza de carácter que le era desconocida. En lo sucesivo, y aun en medio de las mayores desgracias, amará la vida, no por sí misma, sino por la de sus hijos, importándole poco ser desgraciada con tal que pueda llegar a ver la felicidad de aquellos. Impórtanle nada sus privaciones, sus sufrimientos, siempre que nada falle a los mismos y se encuentren satisfechos.

En sus hijos, la madre amará lo mismo sus defectos que sus cualidades. Este sentimiento maternal, ciego para cuanto le rodea, absorbe todas sus ideas y sus sensaciones, no viendo en el mundo otra cosa que lo que a él se refiere. Por eso amontona sobre la cabeza de su hijo toda clase de votos y de esperanzas; unas veces ve en él un gran magistrado, un general, y ¿quién sabe? hasta un emperador; porque la madre rodea la cuna de su hijo con los más bellos desvaríos. Una apariencia solamente de enfermedad la hace temblar por su vida, y si un verdadero peligro se le declara, ¡con qué apuro no reclama el auxilio facultativo y el del mundo entero, pues nada le basta! Parécele que no hay nadie que no pueda interesarse por tan débil criatura. ¡Con qué fervor no invoca la protección de Dios y de los Santos! ¡El marinero más religioso, durante la terrible tempestad, no es tan piadoso como una madre cuando tiene a su hijo enfermo de gravedad!

En el amor maternal todo es extremado; pero, por penosas que lleguen a ser las fatigas y quebrantos, cuando alcanzan su fin, son lo más dulces para el corazón que las experimenta. Yo he visto a una desgraciada madre, cuyo tierno hijo corría el peligro inminente de sucumbir a una viruela confluente, hacerle la succión de las pústulas con sus mismos labios, proporcionándole de este modo aquella limpieza tan necesaria en el curso de esta enfermedad, y empleando este medio tan suave, tan fino y tan delicado, pero a la vez tan repugnante, juntamente que rodeándole de toda clase de cuidados, sin dormir ni un solo instante, logró arrancarlo de los brazos de la muerte. Es indudable que, si a esta madre no la hubieran alcanzado tantos sacrificios, los habría apurado todos, incluso el de darle su vida y su alma.

Me parece haber dicho bastante acerca de este inagotable sentimiento, al cual debe el mundo su duración; sobre este amor tan constante y tenaz, sobre esta pasión atractiva, la más natural y rica en emociones, que crece con las contrariedades y solamente cesa con la existencia: el amor se embota, la amistad se altera, la ambición se debilita; pero en el amor maternal hay algo imperecedero que lo sostiene siempre en el mismo grado.

IX
De la maternidad en el mundo orgánico y moral

La maternidad engrandece como nada la influencia de la mujer y completa el ciclo de su existencia, asignándola la verdadera misión que la Providencia la ha confiado; y es innegable que somos más hijos de nuestra madre que de nuestro padre.

Cuando evocamos ante nuestra conciencia la personalidad maternal, cuando pronunciamos el sólo nombre de madre, todos cuantos recuerdos de beneficios, de cariño y adhesión se hallan ligados a este nombre como cortejo inseparable, nos causan tal respeto, que no acertamos, ni a concebir siquiera, que la falte un solo derecho más al mismo, que aún pudiera serla reclamado.

En nuestra conciencia, en la de los hombres de corazón más escéptico, encontraremos siempre cierta especie de culto para el título de madre. Si a un joven sin fe, cuya fantasía se consume en satirizar la virtud de la mujer y que se ríe de la misma como de una vulgar preocupación, se le dice que su madre fue débil algún día; este escéptico joven enrojecerá de indignación; desmentirá al que así le hablare, y le provocará tal vez; no habrá en él un sólo sentimiento que no se levante a protestar de la ofensa. Un ilustre sabio, por cierto, contemporáneo, ha demostrado que la mujer que aún no ha llevado en su seno a un ser humano es mujer incompleta, y frecuentemente enferma o valetudinaria: no basta que la mujer sepa amar, no es bastante que llegue a ser esposa, es necesario que sea madre. A la manera que el espíritu no alcanza toda su fuerza si no pasa por medio de las pruebas amargas de la vida, así también el cuerpo de las mujeres no alcanza todo su desenvolvimiento, sin las fatigas y trabajo de la gestación. La misma lactancia, tarea tan ruda, renueva los órganos, que parece debía consumir; el pecho se dilata, se ensanchan los hombros y hasta la cabeza se eleva sobre el cuello más recta y más flexible; la mujer, en fin, sólo se manifiesta acabada criatura a nuestros ojos, llevando un hijo en sus brazos. El teatro, que ha representado mujeres adúlteras, hermanas envidiosas y enemigas, hijas parricidas, jamás ha osado atacar la personalidad de la madre: ella sola es aquí bajo un Dios sin ateos.

Sin embargo, y a pesar de tan común acuerdo en consideración a la maternidad, la ciencia, durante cuatro mil años, puede decirse que hasta el presente siglo, ha negado a la mujer el título de verdadera madre, de madre procreadora. Este hecho, tan curioso como importante, merece un profundo examen, porque en él se funda la emancipación de la mujer entera.

En efecto, en la legislación oriental primitiva, se lee: «la madre no procrea, tan sólo es portadora del producto de la concepción o de la criatura; en una palabra, en la función de la generación y reproducción es pasiva.» Para explicar esta enigmática blasfemia, he aquí la teoría: «Cuando en estación conveniente y en campo bien preparado se siembran granos maduros, éstos bien pronto se desenvuelven, convirtiéndose en plantas de la misma especie; importa poco que la semilla sea de arroz o cualquiera otra, el campo dará lo que se le haya echado, porque él no entra por nada en la naturaleza de las plantas, sólo contribuye a su nutrición, y la simiente en su vegetación no adquiere ninguna de las propiedades de la tierra. Lo mismo sucede en la reproducción de los seres humanos; el hombre es la semilla o el grano, la mujer es el campo. La mujer no determina el carácter del hijo; se concreta a dar lo que ha recibido, y la criatura nace siempre dotada de las cualidades del padre que la ha engendrado» (Leyes de Manu). Si del antiguo Oriente pasamos a Grecia y leemos al gran naturalista y filósofo Aristóteles, también hallamos escrito: «el padre es sólo creador.» Pasando a la Edad Media y buscando en la ciencia de las ciencias, en aquella época, la opinión del teólogo y filósofo Santo Tomás, nos hallamos con que dice, en el capítulo del orden y de la caridad: «el padre debe ser más amado que la madre, atendiendo a que es el principio activo de la generación, mientras que la madre es solamente principio pasivo.» Otros sabios y naturalistas de los siglos siguientes, tomando apoyo en la génesis Idia, han ido más lejos, sosteniendo la siguiente doctrina: «Adán contenía en sí mismo, no sólo a Caín, Abel y sus hermanos, sino a todos los seres humanos que han nacido desde el principio del mundo y a todos los que nazcan hasta el fin. En cuanto a la participación de Eva en la perpetuación de la especie humana, es la misma de la tierra al recibir y nutrir las semillas y las plantas. Eva, según tales sabios, no es más que una nodriza.

Si este hecho fuera cierto, si Dios le hubiera decretado, si la obra que parece ser más completamente obra de la mujer, no la perteneciese; si la criatura que lleva en su seno durante nueve meses no es su criatura y sí únicamente una especie de depósito; si el seno maternal, cuna divina que se estremece, gime y ama, no es más que un receptáculo inerte, sin influencia y sin derecho de creación sobre el ser que ha recibo, la mujer no podría alcanzar en el mundo más que el papel de una criatura ínfima y secundaria; un accesorio útil, pero nada más. Esta consecuencia es tan rigorosa, que en los países donde semejante doctrina ha prevalecido, el anatema que arroja sobre la madre ha pasado de la ciencia a las leyes y de éstas a las costumbres.

La ley india dice: «el respeto a tu padre te abrirá solamente el mundo superior de la atmósfera.» El amor al padre era un deber religioso; el de la madre un acto de gratitud humana. En Grecia, el areópago, tribunal supremo, que puede decirse que representaba la justicia de aquel tiempo, se inauguró con la absolución de un hombre que había asesinado a su madre, proclamando este principio: la madre no crea a su hijo.

En el mismo mundo moderno sólo el nombre del padre pasa a sus descendentes; y cuando fue instituida la nobleza, sólo era trasmisible, como regla general, por los padres; y hoy mismo, en todas las clases, el derecho de dirección pertenece solamente a los mismos.

La ciencia, que es el alma del derecho y el espíritu de las leyes y costumbres, se hallaba, respecto a esta cuestión tan importante, en el atrasamiento que ya he indicado, cuando una voz llena de autoridad vino a protestar contra tan impío sistema. El doctor Serres, inspirándose en trabajos de otros sabios, conocidos unos, y otros por conocer aún, ataca enérgicamente esta caducidad de la madre. Armado este eminente fisiologista de todos los recursos que le habían prestado la ciencia y la industria modernas, reclamó para la mujer su verdadero lugar en la creación, alcanzando para la madre su título de procreadora.

Efectivamente; la ciencia del pasado decía: «El seno materno recibe el ser creado ya, y la aparición sucesiva de los órganos fetales no es más que el desenvolvimiento de los mismos que ya existían y que nos ocultaba solamente la debilidad de nuestra vista.» La ciencia moderna, engrandecida por el análisis, ha demostrado: que para la evolución del nuevo ser es indispensable el concurso y el contacto del producto hembra, llamado óvulo, y del producto macho, que, en su síntesis, es el zoospermo; que verificado su contacto, su compenetración, la evolución del nuevo ser da principio en el óvulo o producto de la hembra, en el que aparecen los primeros elementos, los primeros tejidos y los primeros órganos del embrión; y por una ley de evolución sucesiva, el nuevo ser, derivándose del simple utrículo, célula u óvulo fecundado, llega a su grado de desarrollo perfecto, habiendo pasado por todos los inferiores, de tal suerte que parece construido pieza por pieza u órgano a órgano hasta llegar a su completo desenvolvimiento. La madre, pues, concurre al primer acto de evolución del nuevo ser con un producto orgánico viviente de larga y costosa elaboración, que no puede menos de tener tanta o mayor importancia que el del padre, puesto que en él mismo principia el desenvolvimiento. Desde el primer impulso de la fecundación, la evolución completa del nuevo ser, la de cada elemento, cada tejido, cada órgano, sistema y aparato es sostenida y costeada por el plasma materno, por la sangre y con el organismo entero de la madre hasta que llega a alcanzar el tipo humano completo. Muy al contrario a la doctrina oriental, y a la antigua ciencia, resulta como un hecho comprobado que la madre, no sólo toma una parte igual, sino mayor y más importante que la del padre en la creación de su posteridad y propagación de su especie.

Multitud de ejemplos, sacados de la historia natural de las plantas, de los animales y del mismo hombre, demuestran patentemente esta potente acción maternal. Tómese un geranio rojo y otro negro, aunque sea el llamado rey de estos últimos, introdúzcase el polen del uno en el pistilo del otro, y resultará una nueva especio híbrida: pues bien, casi siempre, esta flor híbrida reproducirá el tipo materno más bien que el paterno, es decir, que si el geranio rojo es la flor hembra, el híbrido tenderá al rojo también, y las flores que del mismo nazcan se irán aproximando cada vez más a esta especie.

Hágase el cruzamiento de un caballo y una burra, y resultará el tipo... macho, que tiene más de asno que de caballo; al contrario, crúcese una yegua con un jumento y se obtendrá el mulo, que se parece y tiene más de caballo que de asno.

En fin, lo mismo sucede con las razas humanas. Cuando un pueblo conquistador se posesiona de tierra extraña o de otra nación, resulta que de su alianza con las mujeres indígenas, después de algunas generaciones, el pueblo que resulta de este cruzamiento reproduce los caracteres, no de la raza conquistadora, sino de la conquistada, habiendo absorbido las madres el tipo paterno. De aquí, sin duda, la profunda idea de Etienne Pasquier: «La Gaulia hace los galos.»

Este poder de las madres, en trasmitir a la posteridad su carácter típico, prueba sin réplica su acción en la generación humana, y de este poder las viene la magnífica prerrogativa de volver los tipos diversos de la naturaleza, cada uno a su individualidad propia. Ellas son las conservadoras de todas las razas, si no creadas, al menos existentes, esto es, de todo cuanto hay de original, de característico y de variada en la naturaleza humana.

Tal es el papel de la maternidad en la naturaleza física; la moral nos le revela más grande aún. Por el amor maternal, el animal llega a la especie humana; por el mismo, ésta llega a la naturaleza divina.

¿Qué padre podrá haber que se atreva a comparar su terneza a la de una madre? No pretendo negarla afección paternal, pero la paternidad para el hombre es casi un accidente en la vida; para la mujer la maternidad es la vida misma. Seguramente que quienes las niegan el rango o categoría de procreadoras, no han visto jamás a una madre recibir en sus brazos a su hijo recién nacido; ¡ni seguirle en sus primeros pasos, escuchar su primera palabra o recibir su último suspiro! Cuando el hijo muere, su padre llora, pero generalmente el tiempo no respeta en él más este dolor que los otros; la madre sufre una herida que jamás cicatriza. Encuéntranse con frecuencia semblantes femeninos marcados por el más acerbo dolor; su palidez, su dulzura, el desfallecido acento de su voz, su frente inclinada sobre el pecho, y su misma sonrisa, en que se nota están próximos a llorar, reflejan algo profundamente herido, que parte el corazón. Si se averigua la causa de tal pena, resulta casi siempre que son madres que han perdido a su hijo en la flor de su edad. Una pobre mujer, en la agonía ya de una cruel enfermedad, que también la había arrebatado a un hijo de diez años, exclamaba: «¡Cómo ha debido sufrir mi pobre hijo!» Torturada por su propio mal, ¡sólo pensaba en el que había sido sufrido ya por otro! He aquí el amor maternal: sin igual en la creación, nace en un instante, inmenso, sin límites y sin cálculo; tan potente, que trasporta a la que lo experimenta más allá de las leyes de la naturaleza, haciendo del dolor el placer, de la privación la satisfacción, y no por accesos como el amor, sino constantemente y sin intermitencia; y como último milagro, renueva el ser entero de quien le experimenta, sirviéndole de educador. Por él la mujer coqueta se hace seria; la que es poco previsora reflexiva; él esclarece y purifica; da virtud e inteligencia lo mismo que amor y devoción: en una palabra, es el corazón humano en todo su ser.

En fin, nada hallo tan oportuno para pintar la fuerza y el instinto del amor maternal, como aquella sublime respuesta que la madre, que acababa de perder a su hijo, dio a su confesor al recordarla éste el sacrificio de Abraham impuesto por Dios: ¡Dios no habría jamás exigido este sacrificio de una madre!

X
Del matrimonio y de la familia

Así como la nueva flor, aspirando el rocío y los dulces rayos del sol, se vuelve bajo su influencia más bella y olorosa; del mismo modo que los sabrosos frutos signen en su desarrollo a la eflorescencia primaveral, haciéndola más querida y estimada a los ojos del poseedor, así también la mujer joven, aspirando el amor y la maternidad, se embellece con el dulce fruto que en ella llega a ostentar la bienhechora Providencia, y recompensa por sus encantos, su gracia y nuevas virtudes, a su sensible esposo. El reconocimiento de la que va a ser madre y su sorprendente fortaleza, se manifiestan siempre en su semblante; y el esposo, en medio de esta felicidad desconocida, sólo pide al cielo el cumplimiento de la dulce esperanza que prometen tan exquisitos bienes.

Las nuevas cualidades que la mujer acaba de adquirir, la abren una carrera enteramente diferente de la que ha tenido hasta entonces, y, sintiéndolas como necesidades que ha de satisfacer, la imponen, a título de deberes, lazos que en el orden natural la eran desconocidos hasta esta época de su vida. Estos vínculos legalizados y sancionados en todas las naciones civilizadas con reglas más o menos invariables, constituyen el matrimonio, pacto, el más solemne, establecido para que los dos sexos puedan satisfacer sus naturales necesidades, y ayudarse mutuamente, durante toda su vida, a soportar el peso de su destino por un dulce cambio de cuidados y socorros recíprocos, pero, principalmente y antes que todo, para asegurar y perpetuar la especie, así como el bienestar y porvenir de sus hijos. En interés del orden social y de la propagación, las leyes civiles y religiosas le han consagrado, tratando de dirigir así convenientemente el instinto de reproducción en el hombre; y la naturaleza habría dejado imperfecta su más bella obra si no hubiera inspirado al hombre la idea de tan legítima como necesaria unión.

El matrimonio es un contrato social, en mi concepto, necesario y de derecho natural, por el cual dos individuos de diferente sexo ponen en común acuerdo tanto los placeres como los dolores inseparables de su existencia; únense para mejor resistir al inexorable destino que parece perseguir la humanidad en el penoso camino de la vida. La reproducción es, sin duda, el fin primitivo de esta unión, porque es la relación más fuerte, al mismo tiempo que la más natural. La primera necesidad de dos corazones unidos para tan necesario fin es la de unir sus votos, sus proyectos, sus esperanzas y sus bienes. Por eso no hay un contrato más importante, ni una unión más útil, que la que hace del amor un deber, mejor dicho, una religión.

El primer deseo que la naturaleza sugiere al hombre es el de compartir su suerte con la mujer antes que con ninguno de sus semejantes, porque el establecimiento o constitución de la familia debe preceder al del pueblo y la sociedad, y ésta no puede llegar a constituirse moral y socialmente sin el matrimonio.

Bien puede decirse que fue inspirado por un genio previsor aquel rey que en una fiesta pública hizo robar las más bellas mujeres a los Sabinos, a fin de asegurar la prosperidad de la población que acababa de fundar; porque al poco tiempo las mismas que habían sido robadas, pidieron la paz y fueron preciosa garantía de una alianza entre dos nuevos pueblos.

La unión conyugal, además de tener como objeto general la propagación de la especie, tiene por fin especial el procurar cuantas cosas son necesarias al mantenimiento de la vida. La empresa es dividida entre los dos miembros de la asociación; el trabajo, el valor, el talento y el genio, concurren a fortalecer los lazos de esta amistad moral entre dos seres igualmente obligados por la necesidad de la conservación mutua. Es necesario ver en el matrimonio una institución en la que tienen que apoyarse dos existencias mutuamente, porque así lo exige el encadenamiento de dos seres, que se refugian bajo el mismo techo, que respiran el mismo aire, que se nutren de un mismo alimento para perpetuar la misma raza, obedeciendo en todo esto al instinto poderoso de la reproducción.

El matrimonio es un lazo sagrado que embellece la esperanza, que conserva el bien, y le fortifica contra el mal. Los esposos, convenientemente adecuados, se pagan recíprocamente un tributo de condescendencia, atrayéndose por simpatía, y encadenándose por estimación. De acuerdo sus almas, no necesitan, para mantenerse en él, ni de la ilusión, ni del misterio, porque el amor conyugal es un amor sin fiebre y sin extravíos; es una afección tranquila, cuya influencia se prolonga en un porvenir halagüeño, que lleva por compañeras la amistad, la estimación, la abnegación, y otras virtudes conservadoras.

El hombre brilla en su casa y entre su familia por la fuerza de su alma y la extensión de su espíritu; el valor es en él un ornamento de la mayor estimación, y su adhesión es tanto más pura y desinteresada, cuanto que es hija de su fortaleza. La mujer corresponde a estas altas cualidades por todos los tiernos sentimientos que la naturaleza la ha dado, y parece que nunca desea encadenar a su esposo más que por los sacrificios que se impone.

El hombre, como la mujer, estudiados separadamente, no son más que criaturas imperfectas, y como una mitad una de la otra. La humanidad, dividida en dos sexos, sólo es perfecta, cuando éstos están unidos. Cada uno de éstos ha recibido ciertos dones que debe o faltan al otro, y esta comunicación mutua de bellezas particulares es la que constituye la belleza general de la naturaleza. De aquí procede la inclinación invencible que tenemos a interesarnos por cuanto puede embellecernos; lo que ya poseemos no nos interesa, y por eso aspiramos a las gracias de otro. Este juego de la naturaleza, con que nos ha separado, sirve para aproximarnos más, y es tan antiguo como la naturaleza misma: por esta razón es sin duda por la que se ve a los dos sexos demandar el uno del otro aquello que les falta, sumando de este modo sus perfecciones y fuerzas, cuya suma será tanto mayor cuantas más y mejor distintas sean. He aquí por qué el matrimonio será tanto más perfecto, cuanto el hombre mejor reúna lo que a la mujer falta, y ésta mejor lleve todo lo que aquél no tiene. Del concierto y armonía de distintos atributos y facultades de los sexos, resulta la perfección, no sólo de su unión, sino la de la familia; pues cuando sus caracteres se atraen, por lo mismo que son diferentes, todo lo restante es obra de la educación recíproca, con que tienen que influirse para aproximarse el uno al otro, y confundirse en una sola alma. Pero es indudable que, al principio de la unión, la fuerza educatriz se encuentra en las manos del hombre; y sólo cuando éste no sabe dirigirla, es cuando da resultados funestos. La mujer llega hasta él con el corazón ingenuo y abierto, ignorante de las cosas de la vida, y esperando para pensar a que él haya hablado. ¿Y qué hace él en ocasión tan crítica? En lugar de recoger tan pura llama y verter dulcemente el gas que debe entretenerla, sopla brutalmente hasta que la apaga. La naturaleza no nos da más que gota a gota, año por año, como un remedio, en fin, la ciencia tan fácilmente mortífera que se llama experiencia; sin embargo, hay quien de un sólo golpe la vierte sobre tan joven alma, haciendo las veces de un veneno.

La esposa, esclava en otro tiempo de su marido, ha llegado hoy casi a ser su igual; digo casi su igual, porque toda asociación debe tener su jefe, y en la del matrimonio debe serlo el marido. Sin embargo, tal jefatura no ha de convertirse nunca en un gobierno arbitrario, pues la superioridad de uno de los contrayentes no debe quitar jamás al otro el derecho de examen y consejo. El hombre, cuya calma y rectitud de juicio son frecuentemente turbados por la activa fiebre de una pasión, halla en su mujer aviso y freno conveniente, sin que deba resentirse por ello su vanidad masculina. Superior ella en estas circunstancias, sabe dar un consejo con gracia y oportunidad.

Aún nuestras costumbres conservan como reflejo las de nuestros padres: adórase mucho más que se honra a la mujer; concédesela un homenaje grande en galantería y en amor aparente, pero muy poco o nada se la concede en la vida seria y práctica. Cuando llega la vejez, la ambición y el amor de los placeres dejan de ejercer su poder; la esposa, más o menos olvidada, ve perderse su influencia, y la que debió y debe ser la providencia del hogar doméstico, se encuentra triste y abandonada a sí misma.

En las grandes y difíciles circunstancias, la organización de la mujer se reviste de una fuerza superior a la que el hombre puede oponer a los graves males de la vida. Es verdad que no tiene el valor de desafiar y despreciar el peligro y el dolor; pero, en cambio tiene la energía para soportarlos, y condenada por su naturaleza física al sufrimiento, hace su aprendizaje desde los primeros años de ser mujer, y allí, donde el hombre se abate por el infortunio, ella se crece por la resignación.

Es indudable que los esposos se deben mutua fidelidad, ayuda y cooperación; el marido debe protección a su mujer y ésta obediencia a su marido; he aquí una gran parte de la moral del matrimonio.

Se ha discutido largo tiempo sobre la igualdad o preferencia de los dos esposos. ¡Vana discusión! La diferencia que existe en su ser señala la que debe haber en sus derechos y deberes respectivos. Es indudable que en el matrimonio concurren las dos partes a un objeto común; pero lo hacen de distinta manera, no pudiendo llevar los mismos trabajos, soportar iguales fatigas y entregarse a iguales ocupaciones, habiendo señalado bien claramente la naturaleza el lote de cada sexo.

La preeminencia del hombre es indicada por su misma constitución, que, sujeta a menos necesidades y sufrimientos, y garantida de más independencia, puede usar mejor y más libremente de sus facultades; esta preeminencia es o debe ser el fundamento del poder protectivo que la ley reconoce en el marido. En cambio, la obediencia de la mujer es un homenaje que debe dar al poder que la protege, y es una consecuencia necesaria en la sociedad conyugal, la cual no subsistiría sin que uno de los asociados esté subordinado al otro.

Es incontestable que los dos deben ser fieles a la fe prometida; pero la infidelidad de la mujer supone mayor corrupción y produce efectos más nocivos: por eso el hombre ha sido en este punto juzgado con menos severidad. Todas las naciones educadas en buena experiencia y por una especie de instinto han estado de acuerdo en creer que el bello sexo, para bien de la humanidad, debe ser el más virtuoso.

La mujer que, en la severidad aparente usada respecto de este punto, vea más bien un rigor tiránico, que una distinción útil y honrosa, comprende mal sus verdaderos intereses. No es por cierto en nuestra injusticia, sino en su vocación natural en lo que la mujer debe buscar el principio de los deberes más austeros que le han sido impuestos para ventaja suya y provecho social.

Que haya ternura en el matrimonio y éste no sea brutal lazo que comprima los corazones, y será respetado; de este modo la mujer ocupará su verdadero puesto en la familia y será por todos considerada dignamente. En el matrimonio es donde la sensibilidad ha de ser casi un deber; en cualquiera otra relación social puede bastar la virtud; pero aquí los destinos están unidos, y se exige como lazo necesario una afección profunda.

¿De qué procede, pues, que esta asociación tan santa sea tan frecuentemente profanada? Necesario es decirlo. Entre las causas principales, una es, sin duda, la desigualdad singular que la opinión social establece entre los deberes de los dos esposos. Enhorabuena que la mujer sea excluida de los asuntos políticos y civiles; nada es más opuesto a su vocación natural que todo aquello que puede ponerla en rivalidad con el hombre; pero ¿qué corazón puede haber que se dé por completo sin exigir otro tanto? ¿Quién puede aceptar con buena fe la amistad en precio de su amor? ¿Quién puede seriamente prometer la constancia a quien no quiere ser fiel? La religión puede exigirlo; pero, en cambio, es injusto el que el hombre pretenda imponérselo a su compañera.

En un matrimonio desgraciado, es tan grande la pena y la fuerza del dolor, que rebasa el límite de todas las penas y dolores conocidos. El alma de la mujer reposa entera e incondicionalmente en el amor conyugal. Cuando éste la falta, lucha contra su destino, se siente avanzar al abismo, sin que nadie la sostenga, sin que un amigo la consuele, y tal aislamiento a nada puede compararse: cuando todos los tesoros de su juventud han sido dados en vano; cuando para fin de su vida no espera ni siquiera el reflejo de los primeros rayos que habían de animarla; cuando el crepúsculo que siente no tiene nada que le recuerde la aurora, y su destino es pálido, cual lívido espectro, como correo de la noche, su corazón se revela, pareciéndola que se la ha privado de todos los dones que Dios colocó sobre la tierra; y si verdaderamente ama al que así la trata como esclava, porque le pertenece, la desesperación se apodera de ella y su misma conciencia se trastorna a fuerza de tantos males.

Entre tanto que en las ideas no se haga una revolución que cambie la opinión de los hombres sobre la constancia que les imponen los lazos matrimoniales, habrá siempre guerra entre los dos sexos, guerra secreta, eterna perfidia de la que siempre sale herida la moral.

La pureza del alma y la sinceridad de su conducta es la primera gloria de la mujer; ¡hasta dónde no puede llegar su desgracia sin la una ni la otra! Pero el bienestar general y la dignidad humana no ganarían menos con la fidelidad del hombre en el matrimonio. En efecto, nada más justo ni bello que el respeto prestado a este augusto lazo por el hombre en medio de su juventud y fiera libertad. La opinión no se lo exige, la sociedad le deja libre; es él señor, y ningún inconveniente pueden traerle sus faltas; ¿pero ha de olvidar por eso el mal que puede hacer a la que ha sido confiada a su corazón y a su honor? La generosidad debe encadenarlo tanto más, cuanto más libre la sociedad le considera.

La fidelidad está ordenada a la mujer por mil consideraciones diversas, y no puede menos de temer los peligros que son la consecuencia de un error; en cambio, sola la voz de la conciencia es quien puede hacérsela entender al hombre, porque sólo por la misma puede saber qué hace sufrir y llorar, cuando falta; y con tal sentimiento, que no podrá extinguirse hasta la muerte, y aun quizá haya de renovarse más allá.

Sí; Dios ha creado al hombre como la primera y la más noble de las criaturas, y la más noble es, sin duda, la que tiene más deberes que llenar. No hay, ni puede haber, prerrogativa de superioridad natural en eximirse de los lazos más sagrados; lo que hay es singular abuso y lastimosa debilidad; la verdadera superioridad está en la fuerza del alma para respetarlos, y esta fuerza es la virtud.

En todos los tiempos y lugares, las leyes políticas, fundadas sobre las naturales, han fomentado más o menos directamente el matrimonio, estableciendo recompensas y distinciones para aquellos que eran su mejor modelo, sometiendo a privaciones, y alguna vez a castigos, a los que abusaban. ¿Quién no sabe que la esterilidad del celibato entre los indios era una especie de oprobio, y que, entre los antiguos cristianos, los que, con desprecio del voto natural, derogaban el mandato divino, tan elocuentemente expresado con las palabras crescite y multiplicamini, eran privados de algunos de sus derechos, y especialmente considerados como indignos de los cargos de la magistratura? Los romanos decretaron coronas para los que habían sido casados varias veces, y los espartanos, gobernados por leyes que, exceptuadas sus exageraciones, nunca serán bastante celebradas por la previsión y sabiduría, instituyeron en honra de la unión legal fiestas públicas, en las que, los partidarios del celibato, eran objeto de la burla general.

Necesario es tener en cuenta que, a pesar de la importancia dada a la institución del matrimonio por los legisladores de todos los siglos, es raro que motivos particulares, sociales o políticos, hayan quitado importancia a las consideraciones médicas favorables a esta unión legítima. Por eso, según los tiempos y lugares, se les ve extender o restringir algunas de las consideraciones físicas exigidas para el matrimonio, como las referentes a la disolución y anulación. En Esparta, el vigor y las cualidades guerreras de los ciudadanos eran la principal consideración política por la que los hombres no podían casarse antes de los treinta y siete años.

En Atenas y Roma, cuando se hizo sentir la necesidad de una población numerosa, y cuando por diversas circunstancias las costumbres empezaron a relajarse como en los últimos tiempos de la república romana, el matrimonio fue permitido y hasta favorecido con ventajas particulares en los primeros años de la pubertad. En la mayor parte de los pueblos anteriores al cristianismo, y en muchos hoy de los que no profesan esta religión, el matrimonio es considerado única y exclusivamente bajo las relaciones civiles, y el divorcio y la repudiación son derechos reconocidos a los esposos, especialmente al hombre que parece ha hecho la ley para ventaja propia. La impotencia adquirida durante el matrimonio, la esterilidad y algunas otras causas, sirvieron de pretexto para usar de tales derechos. Bajo la influencia de la religión cristiana, fueron modificadas estas leyes y costumbres, y puede decirse que con ella el matrimonio fue considerado como indisoluble, quedando abolido el divorcio.

Es indudable que la indisolubilidad es el supremo sello de la institución matrimonial; es el dedo de Dios apoyando la unión humana; es la grandiosa idea de lo inmutable introducido en nuestra vida, donde todo cambia; es la esperanza del infinito puesta en nuestros corazones donde todo perece y acaba, siendo provocación eterna de poetas y filósofos a que puedan pintar un tipo perfecto de matrimonio en que figure la palabra divorcio.

Como sublime y eterno principio la teoría de la indisolubilidad, ha gozado además con justicia de un gran papel en el mundo, considerada como institución temporal y como instrumento social: en manos de la Iglesia, ha salvado el matrimonio y la mujer.

Cuando apareció el cristianismo, el matrimonio perecía en Roma por el divorcio; y son demasiado sabidos sobre este asunto los excesos de la Roma Imperial. «Hay romana, dice Séneca, que cuenta sus años, no por el número de cónsules, sino por el de sus maridos.» Entre los bárbaros, perecía también por la repudiación, y fue indispensable la palabra de Cristo, que, luchando con el mundo romano y bárbaro, pudo vencer tanta esclavitud y curar tan antigua depravación.

Otro de los males, aunque no tan directo, que ha afligido y alterado la familia y la sociedad, es el celibato; enfermedad demasiado endémica hoy en las grandes poblaciones, y que, si no se ataja su progreso y evolución, amenaza ser epidémica y contagiosa, una calamidad más, y sin remedio que oponerle.

Los hombres de ciencia que han comparado la influencia relativa del uso moderado en los placeres de la naturaleza y la del celibato, tomado por sinónimo de continencia, sobre la salud y longevidad de los individuos de la especie humana, con estadísticas hechas en distintos tiempos y lugares, se han encontrado con que la longevidad es mayor en el matrimonio que en el celibato, y que en cualquier período de la vida en que recaigan estas observaciones, aunque sea el mismo en que la mujer está más expuesta por los accidentes del sexo, la mortalidad saca ventajas por parte de las célibes.

Sobre esta ventaja, sobre este gran bien de más larga vida, ¿cuántos otros y verdaderamente positivos no lleva consigo durante la vida el matrimonio? Los mutuos socorros, los consuelos recíprocos que compensan con usura las penas de la vida; la certidumbre de hallar un amigo o amiga, cuando toda otra amistad se convierte en vano simulacro de sí misma; los cuidados dispensados y prodigados en toda enfermedad, que de ordinario es despreciada y abandonada cuando se vive solo; la mayor actividad y fe a que hay que entregarse cuando se tiene una familia; la seguridad en las ocupaciones, trabajos y costumbres; y en fin, en todos estos momentos y circunstancias de la vida, en la satisfacción de sus deseos, que moderan el hábito del placer y la comodidad en su posesión, uno y otro sexo alcanzan inmensas ventajas, tanto para su vida material, como para la moral.

¿Qué es un célibe a cierta edad ya de la vida? Un desgraciado, extraño a toda familia, que consume su vida sin lazo, sin posteridad y sin afección alguna en el mundo; si vivir es amar, el soltero no vive; lleva el peso de su existencia separado del mayor de los bienes, del bien doméstico; hállase desterrado de la sociedad humana, y encerrado en su propia vida, es cautivo de la más completa indiferencia; es para la sociedad lo que son las piedras caídas de la bóveda de un gran edificio, que aceleran su ruina.

Fácil es demostrar cuánto puede en el bienestar y porvenir político social de los pueblos el lazo matrimonial, y cómo influye en la caída, hasta de los más fuertes imperios, el celibato y la violación del sagrado vínculo de las familias. ¿A qué pueblo, país o imperio pueden pertenecer los hombres que nada les obliga sobre la tierra? Si su libertad e independencia ha de ser completa, ¿qué leyes o costumbres tendrán bastante autoridad para ellos? Y, en fin, ¿cómo ha de servir a la patria el que no adopta ninguna?

La historia nos demuestra que el progreso de la decadencia de los pueblos y de los imperios está en relación precisamente con la multiplicación de los célibes. A medida que la república romana perdió sus rígidas virtudes y sus austeras costumbres, el número de célibes aumentó sin cesar, y en vano el Senado hizo leyes obligatorias para el matrimonio. La inmoralidad pública y la dificultad en sostener una familia, a causa del acrecentamiento del lujo, eran cada día un obstáculo mayor. En cambio, en los países laboriosos apenas hay célibes, porque es ventajoso tener hijos para cultivar la tierra, y sin dificultad se les puede mantener, dada la frugalidad y sencillez de sus costumbres.

Es indudable; a medida que una nación marcha hacia su decadencia, disminuye el número de matrimonios y aumenta el de los célibes, debilitándose sin cesar su población; entre tanto que se multiplica en aquellos pueblos que se distinguen por el vigor y severidad de sus instituciones y costumbres. Compárese a la vigorosa Grecia de los tiempos de los Arístides y Leónidas, con la corrompida del Bajo imperio. Los Estados, en que ha reinado el despotismo, se han llenado los monasterios de vagos y solitarios, retirados del mundo, huyendo de una sociedad en que pesa el yugo de la arbitrariedad y la mano de los tiranos. Esto fue lo que sucedió a la caída del imperio romano, pues, tanto en el Oriente, como en Europa, se establecieron millares de monasterios, y en España continuaron multiplicándose hasta no muy posteriores tiempos. Sí; el hombre se casa en los países libres, laboriosos, de costumbres respetuosas, aunque sean pobres; quédase soltero donde reina el lujo y las costumbres se hallan corrompidas, aunque sobre la riqueza. El matrimonio protege y sostiene las buenas costumbres, la sociedad y sus leyes; el celibato engendra el libertinaje, disuelve y relaja los lazos sociales, sustrayéndose a las leyes. El primero domina en los pueblos sobrios, trabajadores y libres; el segundo aumenta a medida que oprimen los gobiernos, que las leyes y la moral pierden su influencia y que el lujo y la farsa entran en las costumbres. El celibato entraña además el adulterio y la prostitución, cuyo ejemplo separa cada día más a los hombres del matrimonio; y esta promiscuidad de sexos arrebata a los hijos el respeto que deben a sus padres, agravando el deterioro de las costumbres hasta la raíz de las generaciones nacientes. ¿Habrá algo de esto en nuestro país que sea causa de nuestro relajamiento? Hay mucho; yo creo que nada falta para que se explique nuestro decaimiento. Veamos cómo se vive en Madrid, cuáles son sus costumbres, su lujo, su farsa y sus gustos; aceptemos como verdadera la estadística de los matrimonios civiles, de nacimientos y defunciones; y por fin, si el pudor nos lo permite, echemos una mirada sobre la promiscuidad en que viven los sexos, sobre ese amontonamiento de inmundas relaciones, origen de todo escándalo, crimen y vicio, y no hay duda de que en cuadro tan completo han de resaltar las causas de nuestro rebajamiento.

¿Quién no ha conocido poderes, cuyos representantes, en su mayor número, vivían en este relajamiento? Con tal ejemplo no hay que extrañar la falta de respeto a la autoridad, a la ley, a toda institución, y que, sin sentimientos de ningún género, nuestra moral carezca de su sostenimiento verdadero. Así se explica muy bien que haya célibes de buena moral, con sentimiento puro e ideal del matrimonio y de la familia, que, conociendo sus inmensas ventajas y juzgándolo necesario, prefieren vivir en su aislamiento a tener que aceptar el grosero lazo de un amor material, amor de los sentidos, o el no menos repugnante del cálculo.

Con la educación de nuestra mujer actual, apenas queda término medio; es indispensable aceptar el partido del descarado sensualismo o del repugnante materialismo; la razón y el sentimiento, únicos motores que pueden llevarnos bien a nuestra eterna unión, son, por lo general, o desconocidos, o despreciados. Pero apartemos nuestra vista del presente y fijémosla en el porvenir, contemplando lo que debe ser, lo que es nuestro ideal; y ¡ojalá, con mejor educación, con otro ejemplo y con la ayuda del cielo, la mujer de nuestro espíritu llegue a la realidad!

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Es evidente, que de la ley de amor que sentimos nace la sociedad; pero no lo es menos que en ninguna parte esta ley aparece tan grandiosa y tan bella como en la familia. En ésta solamente se encuentra el cielo de la tierra y el más alto grado de felicidad terrena. La familia, don admirable y divino, es la mística o inexplicable unión de los más ideales sentimientos de la humanidad; es la obra grandiosa que se eleva majestuosa y sublime sobre la inmortal base de la unión conyugal. En ella adquieren su mayor desarrollo los afectos morales del hombre, y aparecen sus más notables sentimientos y sus más puras inclinaciones; en la misma se realizan los más heroicos sacrificios de pura abnegación, y donde son más fuertes e imponentes los vínculos sociales de la humanidad. Allí donde se desenvuelva lozana y pura esta institución, prosperarán los Estados, existirá admirable conciencia privada y pública, tendrá el hombre el verdadero sentimiento de su dignidad y de su misión social, se respetarán los derechos sagrados del hombre y brillará con esplendor el culto hermoso de la mujer.

El sentimiento de la familia es tan íntimo, son tan naturales sus afectos en nuestro corazón, que su origen divino se siente no necesitando probarse, y podría muy bien considerarse como un axioma social que, lejos de necesitar demostración, sirve de fundamento para probar otras verdades.

Es indudable que el hombre por su naturaleza es un ser social; y sintiendo la necesidad y el instinto de la sociabilidad, preciso es que realice la imperiosa ley de su naturaleza formando una sociedad cualquiera. Pero no es menos cierto que no puede haber sociedad si no hay familia; ningún vínculo podrá sujetar al hombre a quien, no han podido contener los lazos del amor y cariño de la sociedad doméstica. Suprimiendo la perpetuidad del amor, entre seres que viven juntos, quedará suprimido todo amor verdadero para con el resto de sus semejantes. Si la familia fuera tan sólo una creación del hombre, si de una inexplicable ficción nacieran nuestros más puros afectos, bastaría otra ficción contraria para destruir en nuestro corazón el amor conyugal, el paterno y el filial. Pero en vano se conjurarán nuestras pasiones para borrar los sentimientos eternos de su naturaleza. A pesar de las más profundas conmociones sociales, después de sangrientas revoluciones y de borrascosas épocas, de negras y devastadoras tempestades, la ley de amor a la familia ha surgido siempre cual flor fresca y lozana, envolviendo en su cáliz de celestiales aromas los misteriosos gérmenes de lo porvenir.

Los que niegan un origen superior o divino a la familia, desconocen el corazón humano y ultrajan sus más tiernos afectos, atacan toda moral, y, sustituyendo a sus sagrados deberes con ficticias relaciones, envilecen, sobre todo, la condición de la mujer que, despojada de sus sentimientos, de su propia dignidad, queda convertida en miserable juguete de las más bajas pasiones del hombre. Tal doctrina se envuelve en aparente velo filosófico, y al verla por vez primera, pudiera creerse que busca el camino de la perfección y el ideal de la familia, no siendo en la realidad otra cosa que un filtro venenoso, cuyo aroma enerva los sentidos y mata el alma.

Sí: la familia es de origen divino, porque sus vínculos son perpetuos, y jamás podrán destruirla los hombres; es una institución de origen superior al hombre, porque los sentimientos, los afectos, los arrebatos de amor que inspira en nuestra alma, son indestructibles y eternos. Hay un sentimiento universal, ingénito en el hombre, y que nunca podrán desterrar de su corazón el furor de las pasiones y las seductoras galas de los sofismas, del cual nacen todos los lazos de la familia y su misma perpetuidad. Y no es esta solamente una verdad filosófica, es al mismo tiempo un hecho y una verdad histórica. En todos los pueblos del mundo, antiguos como modernos, salvajes o civilizados, en el Oriente como en el Mediodía o en el Norte, entre los hielos y en los climas fríos como en los abrasadores, surge grandioso el culto de la muerte; cada familia venera respetuosamente a sus antepasados, ascendientes o descendientes, no siendo en el fondo este culto más que una admirable consagración de la perpetuidad de los vínculos de la familia, la expresión grandiosa de la unánime creencia que la humanidad tiene en los lazos de la sociedad doméstica, que no terminan con nuestra terrenal existencia, sino que viven más allá del sepulcro. En las antiguas sociedades se ve una tumba al lado del hogar doméstico; es un segundo hogar, el hogar eterno de la familia. La Iglesia, más tarde, lleva las sepulturas de familia dentro o al lado del templo, que es en la tierra el símbolo de la eternidad; y trasmitiéndose de este modo misterioso, al través de los siglos, el culto de la muerte ha expresado siempre, lo mismo en la infancia que en la edad de más desarrollo de las sociedades, la profunda creencia del hombre en la indisolubilidad de los lazos de la familia, y por consiguiente en el origen divino de esta institución.

Además, es tan íntima la unión entre la religión y la familia, que en mi concepto esta última es la piedra de toque de la primera, porque la religión que no crea verdaderos vínculos entre marido y mujer, entre padres e hijos, no es buena religión: la religión que no da a la mujer el lugar que la corresponde en el hogar doméstico, no puede menos de ser defectuosa; la religión, en fin, que no establece o destruye entre los miembros de la familia los lazos naturales del amor y del cariño, no es una religión verdadera. Y, en fin, el mismo Estado tiene también su origen en esta institución divina; porque su razón o su fundamento de derecho es la naturaleza humana. Nació de la necesidad que el individuo siente de ayudarse y socorrerse mutuamente para alcanzar el mayor bien común; y es por su objeto la sociedad organizada para el cumplimiento del derecho. La sociedad, o el Estado en su nombre, debe ayudar al individuo, de ningún modo coartar su libertad. En la exageración de uno de estos principios, estriba el peligro de toda doctrina socialista. La sociedad no debe destruir ni atacar la acción del individuo; éste no debe tampoco paralizar ni perturbar la acción de la sociedad: Tales son los dos principios negativos que marcan los límites de la buena teoría acerca del Estado.

Donde no haya armonía perfecta de las relaciones entre la familia y el Estado, es imposible que la unión doméstica dé frutos bienhechores, y que la sociedad marche hacia su perfeccionamiento. Hay ciertos deberes que sólo pueden llenar un padre y una madre, y ciertos derechos que, si no se hallasen amalgamados con el cariño paterno, o el amor conyugal, producirían tan insufrible tiranía, que sólo ella bastaría para destruir la unidad del hogar doméstico.

Dada la importancia de la familia y demostrado su origen divino, así como sus más importantes relaciones, ¿cuál es su base fundamental? Es indudable que el matrimonio, sociedad doméstica, origen de la sociedad universal. Y la historia del matrimonio es la de la condición social que ha cabido a la mujer. Cuando en un pueblo veamos consentida legalmente la poligamia, podremos asegurar que allí la mujer es esclava; cuando observemos multiplicarse el divorcio, podremos afirmar que las pasiones sin freno han ahogado el amor verdadero y toda virtud; y cuando veamos, por fin, practicada la monogamia con todo el rigor de un principio absoluto, haciendo la indisolubilidad del matrimonio, entonces la mujer será esposa fiel y virtuosa, madre cariñosa y tierna; será igual al hombre, digna compañera del rey de la creación.

Dr. Encinas, Catedrático de la Facultad de Medicina de Madrid.