Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Diego Coello de Portugal y Quesada ]

La situación

El fundador de la La Época y nuestro muy querido amigo y colaborador de siempre señor conde de Coello, nos envía algunos interesantes artículos examinando la situación política del país.

Aunque difiriese en alguna cuestión secundaria de nuestro modo de ver, nos creeríamos obligados a franquear al señor conde de Coello la tribuna que él creó e ilustró con su trabajo y su inteligencia; pero la solemne protesta que el digno senador conservador formula contra las aventuras que trata de emprender la izquierda, comprometiendo gravemente los más altos intereses del país; esa protesta, repetimos, está tan conforme con todo lo sostenido por La Época, que es para nosotros motivo de legítima satisfacción vernos apoyados por el insigne publicista que, lejos de las luchas interiores, conserva una serenidad de juicio de que no siempre podemos lisonjearnos en el estrépito de la lucha. He aquí el primero de dichos artículos:

I.

Me había prometido cumplir el deber de alzar una modesta voz en los debates sobre el Mensaje del Senado ante el cual sólo he hablado dos veces, bajo situaciones conservadoras, defendiendo en la una toda aquella libertad religiosa compatible con el sentimiento católico de España, y en la otra, al lado del inteligente Sr. Ruiz Gómez, actual ministro de Estado, la supresión de la esclavitud y la libertad comercial de nuestras Antillas, como lo reclamaba el sentimiento de la Europa. Por lo mismo que he guardado tan largo y absoluto silencio durante la vida del fusionismo, casi benévolo en su primer período, sacrificando todo interés personal al bien de la monarquía y de la patria, señalando durante el segundo Ministerio Sagasta, en escritos enviados a revistas europeas, los peligros del porvenir, desde que La Mano Negra preludió los escándalos de Badajoz y de la Seo de Urgel, tengo algún derecho, en una situación que no deseo calificar, pero que el radicalismo español y europeo saludan con esperanza, para defender los intereses conservadores que considero seriamente amenazados en España. Y por intereses conservadores entiendo la integridad de las instituciones fundamentales; y esa monarquía que la plebe revolucionaria silbaba en París, mientras tenía y guarda todas sus simpatías para los que en Agosto último proclamaban el sufragio de las muchedumbres, que en la revolución social de Andalucía presenta sus consecuencias indeclinables, y para los partidarios de una Constitución, en la que bastó borrar un solo artículo para que la monarquía de Amadeo I, fundada sobre la base exclusiva de la soberanía nacional, dejase su puesto a una república, que simbolizada en los tristes sucesos de Alicante y Cartagena, reprimidos a cañonazos por el actual ministro de la Guerra –que si salvó nuestras plazas del Mediterráneo no pudo salvar la escuadra española– nos cubrió de vergüenza ante la Europa. Pero las complicaciones de nuestra política interior son tales, que dudo mucho sobrevivan las convocadas Cortes a las fiestas de Pascuas, o que cediendo el Gobierno el paso al Parlamento, cosa la más natural y legítima, en un verdadero régimen constitucional y parlamentario, la discusión del Mensaje en el Senado se realice ante el Gabinete presidido por el Sr. Posada Herrera.

Tenía un deber tanto mayor de alzar mi voz en la asamblea vitalicia, tan enérgica, como profundo había sido mi silencio, cuanto que soy de opinión de que antes de merecer aquellas palabras, que con justicia dirigió un gran poeta político a la alta Cámara electiva, de haber dejado morir violentamente asesinada la monarquía del duque de Aosta, vendida por un Senado imbécil o cobarde, el actual afirmará su importancia histórica con la memoria de la asamblea vitalicia de los Ciento Cinco, no permitiendo que en sus manos sucumba ni la monarquía legítima ni la Constitución del Estado. Además, si abrigase la jactancia de creer que una voz lejana, aunque con algún título por su lealtad inquebrantable en la desgracia para hacerse oír del Trono y de las opiniones sensatas del país, podía haber influido un tanto en el giro que tomó la crisis del último otoño, esto acrecería mis deberes y responsabilidad. No porque no tenga ninguna en el desenvolvimiento de la izquierda española, que considero más injustificada que la de Italia, y desde luego más peligrosa, no sólo para los intereses permanentes de la monarquía, sino para la práctica sincera del régimen constitucional en España. Pero profundamente quebrantada la fusión en el verano último y no creyendo los jefes ilustres del partido conservador, como el que es su último soldado, que era llegado, en interés de la dinastía, el momento de terminar la prueba política iniciada en 1881, fui de los que en Setiembre último, si bien antes de los sucesos de París, aconsejaron en escritos que con mi firma publicó La Época, la única solución posible entonces, la que simbolizaban los presidentes del Congreso y del último Senado. Pero permítame mi antiguo y querido amigo el Sr. Posada Herrera que exprese la sorpresa con que vi, al propio tiempo que daba la dirección de nuestra política exterior a persona tan conciliadora y que está demostrando en su breve paso por el ministerio de Estado todo el respeto que le inspira la carrera diplomática, como sus ilustradas miras en lo que a las relaciones políticas y comerciales de la España con la Europa se refiere, que entregase la Guerra y la Gobernación interior del país a los que con la mejor voluntad e inteligencia del mundo, pero dominados por sus compromisos radicales, debían hacer la conciliación liberal imposible. Aparte de que no me parecía semejante política la más lógica, a la raíz de la sedición de Badajoz y de la silba de París, no era esta la coronación que yo esperaba para una vida de largos servicios y para ese pasado liberal conservador que constituía el patrimonio más preciado del lugarteniente del duque de Tetuán y del último ministro político del Gabinete Isturiz, de aquel que llevó hasta el extremo caballeresco su adhesión a la monarquía.

Recordaba mi memoria las largas veladas que en la morada del general O'Donnell pasé escuchando la siempre discreta palabra de su ministro de la Gobernación, por mí apoyado constantemente en la prensa y en el Parlamento, y resonaban todavía en mis oídos aquellas frases gráficas por él pronunciadas en las Cortes cuando sacrificaba peligrosísimos derechos ofrecidos por los partidos revolucionarios a las turbas, a la paz y prosperidad verdaderas que dio al pueblo español la unión liberal. En esta misma atmósfera de Roma, donde con el ilustre Lorenzana y durante período dificilísimo de nuestra historia, representó Posada Herrera todo lo que quedaba de buen sentido y de tradiciones conservadoras y católicas en nuestra última revolución, había recogido, como el eco de las apreciaciones que contrarias a la política radical, partidaria de la absoluta libertad de cultos y del matrimonio civil, no conciliándose, sino sobreponiéndose al de la Iglesia, había dejado en la memoria del Vaticano, allá por los años de 1869. Nadie ha sentido tanto como el que éstas líneas escribe, ni nadie hizo más para impedirlo; el rompimiento que desde el sillón presidencial de las Cortes durante las situaciones conservadoras, desde la presidencia de la comisión constitucional y al volver de los mandos del Norte y de Cuba, en que tan verdaderos laureles conquistó, llevaron a Posada Herrera, a Alonso Martínez y a Martínez Campos a confundirse en las filas del progresismo. Pero si acontecimientos dolorosos explican la fusión, nada podría justificar –y por esto sólo lo creeré cuando vea esculpidos tales principios en el regio Mensaje– que el hombre de Estado que noblemente renunciaba a formar Gobierno en el otoño de 1879, por no poder realizar una nueva unión liberal, en vez de ser símbolo de esas situaciones conciliadoras, que en épocas excepcionales para la política, como era la de Octubre último, pueden prestar grandes servicios al Rey y a la patria, acepte el sufragio universal y la reforma revolucionaria de la Constitución.

Verdaderamente, cuando se vive en esferas menos apasionadas que las de Madrid, donde nuestros círculos políticos se sobreponen casi siempre al sentimiento genuino de ese pueblo, que en sus aclamaciones a Alfonso XII y a Federico Guillermo da la más elocuente respuesta, así a las silbas de París como a las banderas alzadas en la Seo de Urgel, a las simpatías benévolas de los enemigos de la monarquía hacía los revolucionarios franceses y a las vergüenzas de la Asociación militar republicana, estereotipadas en el folleto Siffler, no se sabe qué pensar de hombres que se dicen y creo sean monárquicos sinceros, y que aspirando a pasar por políticos serios, en 1884, en la situación actual de España y de Europa, quieren reproducir en nuestro país el espectáculo de la Francia, cambiando cada lustro de Constitución y cada década de monarquía o de república. El ejemplo de la Inglaterra, la Bélgica y la Italia, naciones las más libres del mundo, manteniendo siglos la misma ley fundamental, nada les enseña.

Los males económicos, sociales y políticos de nuestra patria, nacidos de la inestabilidad en todo, de no tener administración ni verdaderas carreras regidas por leyes, ni trabajo, que produciendo el ahorro eviten la empleomanía y esas luchas civiles que nos dan una oficialidad superior a la de los primeros imperios militares del mundo, van a curarse con añadir una Constitución más a las de 1808 en Bayona y a la de 1812 en Cádiz, al Estatuto real y a la Constitución de 1837, a la de 1845 y a la reforma de Bravo Murillo, al Código votado por las Cortes Constituyentes y al acta adicional, a la Constitución de 1869 y a la de 1876, que todos vosotros, ministros de la izquierda, hoy miembros del Gobierno, o procedentes de otros matices monárquicos, para mí ya desconocidos entre los varios colores de nuestro arco iris parlamentario, habéis aceptado solemnemente ante la nación y las Cortes.

Pero si en su día, aunque con argumentos de que me avergüenzo por haber caído ya en la vulgaridad, habré de combatir en la tribuna del Senado, dándome Dios vida, esa nueva reforma constitucional que nos amenaza, lo que hoy necesita el conjunto de todas las fuerzas monárquicas, llámense conservadores, centralistas o constitucionales, cuya fusión reclama en tan peligrosísima aventura el interés de la sociedad, de la dinastía y de la patria, es el sufragio universal, a mis ojos, mil veces más grave por sus consecuencias prácticas e irremediables, que ese principio de la soberanía nacional, inscrito en el corazón como en el frontispicio de la Constitución de 1869. Porque si éste es la revolución erigida en dogma, aquel es el triunfo de la demagogia en acción.

La historia moderna de la Francia excusará a Thiers, porque cuando el Conde de Chambord sacrificaba las grandes tradiciones de Enrique IV al color de una bandera, y las divisiones entre imperialistas y orleanistas sobrevivían al terrible espectáculo de la Commune, no se sintiese, aparte de toda ambición propia, con entusiasmo bastante para restablecer aquella monarquía constitucional, que fue el sueño de toda su vida política; y que aún aparece en el porvenir como la sola esperanza de que la Franca, además de su asiento interior, recobre su puesto en Europa. Pero lo que no le perdonará nunca es que el hombre de Estado que en momentos supremos para su patria ejerció la más grande de las dictaduras morales que puede dar la confianza de un pueblo, el cual le pedía lo salvase a la vez del extranjero que ocupaba sus ciudades, y de la vuelta moral de la Commune, que incendiaba sus monumentos, no le libertase de ese sufragio de las muchedumbres, máquina que había servido lo mismo al golpe de Estado del 2 de Diciembre que a la caída del imperio. Y no comprenderá que el estadista que tan gloriosa campaña hizo contra el sufragio universal en 1849, hasta conseguir mutilarlo cuando estaba ya establecido, lo dejase como base de una república que, según su célebre y gráfica frase, o sería conservadora, o no subsistiría en Francia. Como si esta subsistencia fuese compatible en las grandes sociedades europeas, y sobre todo en las naciones latinas, con el imperio de esas turbas que en su capital silbaban al huésped de un país renombrado por su cortesía; y en Saint-Germain, casi calientes las cenizas de su primer repúblico, salpicaban con lodo la estatua de aquel que les había salvado Belfort como un recuerdo de la perdida Alsacia, y abreviado algunos lustros la ocupación germánica de sus departamentos del Este y del Norte.

Pero si la historia exigirá responsabilidad a Thiers por una falta de incalculables consecuencias para el porvenir de la Francia, consignará al menos la excusa de que mantenía una cosa existente ya y que la popularidad de la república le obligaba a respetar cuando había un partido tan insensato como el imperialista que inscribía el sufragio universal en el programa de la restauración de Napoleón IV.

En España, ni aun esta disculpa existe, pues ni el sufragio universal es hoy ley del Estado, ni le ha ocurrido a D. Carlos consignarlo en su bandera, por más que si mañana, aunque imposible, triunfase, lo mismo sancionaría la reacción absolutista que la revolución republicana. Instrumento del poder, mientras éste es fuerte, como el imperio en 1852; y la monarquía restaurada en 1876, trae unas Cortes en que el Gobierno del Sr. Cánovas del Castillo tiene que salvar de la derrota electoral a los jefes de las oposiciones, es en los días difíciles como en las situaciones normales, el cómplice de todas las injusticias, de todas las debilidades y de todas las violencias.

Cuando comparo lo que ha hecho la Europa liberal y monárquica en las cuestiones constitucionales y en la del sufragio con los programas y aspiraciones en nuestra política interior y exterior de partidos españoles, que sin embargo se dicen monárquicos, me pregunto realmente si España tiene la vida europea, y si, respirando su atmósfera, le sirven de algo las lecciones que nos dan las naciones más adelantadas.

No creo que nuestros demócratas ni los republicanos españoles piensen, midiéndonos a todos por el nivel de los Castelares, de los Martos y de los Morets, que seamos el pueblo más adelantado de Europa; y no se concibe, por tanto, que, sin acrecer ni su instrucción ni su riqueza, y sin exigir mayores garantías de moralidad a los partidos y a los gobiernos, queramos alcanzar aquí, donde los deberes están tan bajos, derechos más altos que Inglaterra, Bélgica e Italia.

Conde de Coello.