Ernesto Quesada
La política americana y las tendencias yankees
En este último tiempo la opinión pública en la República Argentina parece mostrarse cada vez más favorable a las tendencias yankees en lo relativo a la política continental americana. Las simpatías por los norte-americanos han sido entre nosotros tradicionales, y basadas no solo en la admiración de su asombroso progreso, sino en que, habiendo calcado en gran parte nuestra organización sobre la de los Estados Unidos, los considerábamos nuestros maestros naturales.
Hasta hace poco, sin embargo, los Estados-Unidos, interpretando strictu sensu la doctrina de Monroe, se habían concretado en cuanto a su acción exterior a una rigurosa política de no intervención. Hoy tratan de inaugurar una política de carácter continental, sobre todo en lo que al comercio se refiere.
Generalmente se calificó de egoísta la política anterior de abstención, y no faltará quien aduzca buenas razones para motejar así a la diametralmente opuesta que parece dominar ahora.
En el primer caso se dijo con razón que su interés comercial los obligaba a ser proteccionistas decididos y a prescindir por lo tanto del resto del mundo, para independizarse mercantilmente de las otras naciones. En el segundo, se sostiene que es igualmente su interés financiero el que los mueve a entrar en relaciones íntimas con el resto del continente, porque necesitan dar salida al exceso de producción que les ahoga. Y de ahí que, tanto la política de expansión como la de abstención, son igualmente condenadas de ese punto de vista.
Pero si antes su motejado egoísmo poco nos tocaba prácticamente, hoy su empeñosa iniciativa nos afecta muy de cerca. Parece, pues, que esta cuestión de suyo tan importante merece ser tratada con calma y detención, pues envuelve soluciones radicales para nuestro porvenir económico.
El criterio para apreciar esta cuestión debe ser puramente objetivo, pues los yankees difieren radicalmente de los latino-americanos en su manera de concebir la política, y si para juzgarles les aplicáramos tan solo nuestra regla de conducta no apreciaríamos sino erradamente la de ellos. Es probable que haya en esto una sencilla cuestión de razas, pero el hecho se impone.
La raza latina ama proceder teóricamente, según sus ideales, para cuya realización concibe sistemas perfectamente lógicos; las cosas deben, en su modo de ver, amoldarse a los principios, y con el entusiasmo que le es característico no trepida en pasar de un sistema a otro si su razón le indica que es preferible, pero subordinando siempre la práctica a la teoría. La raza sajona no acostumbra gustar de los lechos de Procusto, se adapta a las cosas, trata de corregirlas y mejorarlas paulatinamente sin producir cambios generales y profundos, atiende a las necesidades del día y al interés especial de sus miembros, sin investigar si con ello satisface principios brillantes ni teorías ni sistemas lógicos o razonables: prefiere, en una palabra, la mejora lenta a la súbita perfección.
De ahí que la historia de la América Latina esté llena de arranques soberbios, de aspiraciones generosas, de sentimientos levantados: siempre en pos del ideal, infatigable en procura de la verdad y del progreso, ha implantado de una pieza Constituciones casi perfectas, y legisla copiosa y admirablemente. Las grandes ideas, traducidas por las grandes palabras, seducen su espíritu latino y arrebatan su entusiasta naturaleza meridional. La fraternidad americana, el americanismo, el desprendimiento noble hasta del propio derecho en aras de pretensiones indignas o estrechas, el laudable propósito de sustituir la bárbara guerra por el civilizador arbitraje; el sublime quijotismo de proclamar que la victoria no da derechos, después de una cruenta y larga guerra; la federación social de América, abrazándonos todos como hermanos, la solidaridad continental; &c. &. –todo eso y mucho más, demuestra elocuentemente que los pueblos latino-americanos tienen ideales generosos, y que tratan de realizarlos.
Los norte-americanos tienen la singular pretensión de no considerar serios semejantes propósitos y llegan hasta tacharlos temerariamente de platónicos e infantiles. Ellos son esencialmente prácticos y su política no ha obedecido sino a su interés bien entendido. Sus hombres de Estado han sido personas de largas vistas y sesudo razonamiento; su diplomacia ha sido siempre la del interés de la Nación, sin entrar a averiguar si se satisfacía con ello la fraternidad universal, el progreso humano, la solidaridad continental o la federación social. Ha sido su interés durante muchos años prescindir en absoluto de lo que pasaba fuera de su país; es hoy su interés el tomar cartas en la política de América, principalmente en sentido comercial. En uno y otro caso obran cuerdamente: les conviene tal o cual política y tratan de hacerla triunfar por todos los medios. Son en ello francos y nada ambiguos: trabajan pro domo sua, –a nosotros nos toca mirar pro domo nostra.
Este es, pues, el objetivo de las observaciones que siguen. Recordar primero los antecedentes para comprender el carácter peculiar de la tendencia actual, y caracterizada ésta en su origen y sus alcances, examinar fríamente si conviene a las repúblicas del Plata adherirse en todo o en parte a ese movimiento. Puede que las conclusiones de este trabajo, escrito a vuela pluma, no se encuentren en consonancia con la opinión de la mayoría o aún de los más autorizados; en todo caso, serán la expresión sincera de un estudio independiente hecho de visu en la gran República del Norte.
I
No es necesaria demostración alguna larga ni pequeña para sentar que la «cuestión americana» encarada bajo los aspectos más diversos, en las circunstancias más diferentes y con las tendencias más divergentes, ha preocupado a las naciones de la América Latina desde su origen hasta la actualidad. Asumiendo formas las más opuestas, con singular y meritoria tenacidad, la misma idea renace continuamente en una u otra sección de América y se agita no solo en las esferas privadas sino en la prensa, en las asambleas parlamentarias, en las cancillerías diplomáticas y en los Congresos intercontinentales. Sin embargo, es triste consignar que todos los esfuerzos han sido hasta hoy estériles y que las aspiraciones más levantadas han escollado ruidosa y lamentablemente al quererlas hacer prácticas.
No se pensaba aun en realizar la magna guerra de la Independencia, y ya en 1797, en plena revolución francesa, la atmósfera estupenda de París hacia bullir en una reunión de americanos ilustres la idea de una Confederación y Unión Americanas. En plena lucha por la independencia, los guerreros y los estadistas más ilustres se preocupan de esa idea: Bolívar trabaja por ese pensamiento que apellida «sublime»; Monteagudo dibuja magistralmente las bases para semejante federación general; O’Higgins la proclama en manifiestos públicos. Más tarde publicistas de nota como Alberdi, Sarmiento, Bello, Matta, Bilbao, Samper y muchísimos otros, han sostenido en diversas épocas con calor idea semejante; sin ir más lejos, recientemente se han ocupado con entusiasmo de lo mismo, Pelliza y hace muy poco, Calvo. Casi sin interrupción han existido sociedades especialmente destinadas al logro de ese objeto, y básteme citar entre las más conocidas a la Unión Americana de Valparaíso, a la Unión Latino Americana de París, &c. Las cancillerías mismas han ocupado frecuentemente de esta cuestión a la diplomacia americana: desde la peruana de 1824 hasta la venezolana de 1883, han dado forma diversa aunque oficial a dicho pensamiento. Por último, de él se han ocupado exclusivamente numerosos Congresos inter-continentales y reuniones especiales de plenipotenciarios, desde el famoso Congreso de Panamá en 1826, el de Lima en 1848, hasta el de Caracas en 1863, el de Lima en 1878 y el último de Panamá en 1881. Tentativas fracasadas más o menos completamente, han revestido sucesivamente el carácter de alianza ofensiva y defensiva; de amistad, comercio y navegación; económica, industrial y financiera, &c. Algunos han llegado hasta codificar la legislación civil, mercantil y penal, tratando de resolver los conflictos de derecho internacional privado; otros han llegado hasta ocuparse de uniformar el sistema ortográfico hispano-americano y de dictar Códigos inter-andinos. En París mismo existen hoy día varias sociedades que sostienen Bibliotecas u otros centros; que dan periódicamente banquetes para congregar a los hijos de Hispano-América, y arrancar de su pródiga elocuencia entusiastas brindis por la fraternidad, la libertad y la igualdad… federativa de la América.
No me ocuparé de analizar esa tendencia ni de examinar sus resultados. Básteme comprobar cuál es su carácter. Por otra parte, la Nueva Revista de Buenos Aires se ocupó hace poco con detención de la materia y sería superfluo insistir sobre ello. No del todo estériles han sido esos esfuerzos. Aparte de las aspiraciones nobilísimas manifestadas en esos Congresos y por esos publicistas, han quedado algunos principios de derecho internacional peculiares a la América Latina y que han pasado a constituir la base del equilibrio inter-continental. Entre ellos, básteme citar el del uti-possidetis del año diez, el de no existencia de res nullius, &c., &c.
Aparte de ese resultado, bien reducido para tan perseverante esfuerzo, todo lo demás es muy bello, muy loable, muy interesante, quizá poco práctico y puede que algo inofensivo. Todo ello ha girado en las esferas doradas de la teoría pura.
Pero ahora la cuestión cambia completamente de aspecto. Cualquier Congreso internacional, por elevados que sean sus propósitos, será estéril si a él no concurren los Estados Unidos y el Brasil. En el caso presente, son los Estados Unidos los que toman la iniciativa pretendiendo englobar a la América entera, y con propósitos perfecta y exclusivamente prácticos, dejando a un lado divagaciones, ideales y teorías.
¿Cuál ha sido, entre tanto, su política americana hasta este brusco cambio?
II
La política de los Estados Unidos como es sabido no siempre ha sido la misma.
La tan mentada «doctrina de Monroe» no es un acto internacional, ni un principio incorporado a la Ley de las Naciones, ni el resto del mundo se ha comprometido a observarla, ni tiene más fuerza ni más alcance que la de una sencilla declaración unilateral hecha por los Estados Unidos en su único y exclusivo interés. Lo demás es abultar las cosas sin objeto, darles mayores alcances de los que lógica y prácticamente tienen.
Inútil me parece recordar el verdadero origen de aquella declaración, por ser su historia bien clara y conocida. Cuando las colonias de España en América se alzaron en armas contra la metrópoli para conquistar su independencia, el Presidente Monroe en su mensaje de marzo 8 de 1822, declaró que esas provincias «debían ser reconocidas». En julio de 1823 el Ministro de Relaciones Exteriores, Mr. Jhon Quincy Adams, declaró con motivo de las pretensiones de Rusia a la parte nor-oeste de América, que «con excepción de las posesiones británicas al Norte de los Estados Unidos, el resto de ambos continentes americanos debía dejarse en manos americanas». El Enviado en Londres, Mr. Rush, en conferencias con Mr. Canning, el famoso Ministro de Relaciones Exteriores de Inglaterra, obtuvo de él la declaración de que no se ayudaría a España a reconquistar sus colonias ni se permitiría a Francia emprenderla por su cuenta. Recién después, en el mensaje de 2 de diciembre de 1823 el Presidente Monroe, dando cuenta de esas emergencias, declaró «como principio en el cual los derechos y los intereses de los Estados Unidos estaban e implicados, que el continente americano, por la condición libre e independiente que había asumido y mantenido, debía en adelante considerarse como imposible para futura colonización por parte de cualquier poder europeo».
Pero Mr. Canning, al saber esto, declaró que la Gran Bretaña rechazaba semejante declaración y que profesaba por el contrario la doctrina de que «el total de las partes no ocupadas de América estaban abiertas a su colonización futura como lo habían estado antes». Las cosas quedaron ahí.
La Inglaterra, efectivamente, muchos años después tomó posesión y fundó colonias en Centro América, donde le pareció conveniente. De ahí vino la posesión de Greytown en Nicaragua y de Belize en Honduras. Esta última, por ejemplo, es hoy una colonia floreciente conocida por Honduras Británica y su anexión solemne tuvo lugar en 17 de Julio de 1852. Los Estados Unidos lejos de impedir ni moral ni materialmente semejantes actos que contradecían sin ambage alguno la famosa «doctrina Monroe», celebraron en 1º de abril de 1850 el no menos mentado tratado Clayton-Bulwer, por el cual se establecía el protectorado conjunto de ambas potencias para el proyectado canal interoceánico, agregando en su artículo 5º que ambos gobiernos se comprometían a invitar a las otras potencias amigas a celebrar tratados análogos. Es decir, que se acordaba sin ambages la intervención de las grandes potencias en asuntos internos de América. Si esto no fue una retractación solemne de la doctrina Monroe, ignoro cómo puede calificarse ese brillante triunfo de la diplomacia inglesa.
El tratado existe aún en vigor, y si bien es cierto que fue celebrado cuando los Estados Unidos eran débiles y carecían de recursos, hoy que son grandes y poderosos, por más que sus hombres de Estado quieran volver a la doctrina primera, sus esfuerzos han sido estériles para borrar la convención Clayton-Bulwer. Es verdad que cuando la intervención francesa en México hicieron retirar a Napoleón basándose en la declaración Monroe, pero es porque entonces, ya fuertes y temibles, podían hacer entrever el quia nominor Leo.
El tratado Clayton Bulwer fue malhadadamente una derrota sensible de la diplomacia yankee, pero él demuestra que aquel país obra siempre según sus necesidades actuales, y no según principios teóricos o ideales utópicos.
Hoy las cosas han cambiado.
Los Estados Unidos forman una potencia de primer orden y son quizá la nación más poderosa y temible del orbe. Su situación geográfica los hace inatacables mientras no tengan vecinos temibles y, para citar las palabras de uno de sus más importantes periódicos: –«the semi-barbarous Governments of Mexico and Central-America cannot become rivals for supremacy in the Western hemisphere; and the Americans contend that the vicinity of any more powerful neighbour might compel them to undergo the burden of maintaining an army on the European scale». En esto tienen razón: hasta ahora han podido vivir sin ejército y sin armada, y la economía de esos dos ítems, que son tan gravosos, ha desempeñado prominente papel en sus florecientes finanzas.
Nadie ignora además que tienen celebrados tratados con Colombia y otros países en los que les garanten protección en caso de ataque exterior o de amenaza a su independencia. La doctrina de Monroe aplicada latu sensu servirá en adelante para secundar de una manera eficacísima las nuevas tendencias de la política yankee. Pero esto sucederá en tanto cuanto esté de acuerdo con su interés político o comercial… y en tanto que a la Europa le convenga asentir más o menos de buena voluntad.
Tratándose de una nación esencialmente positiva, todo cambio en su política debe explicarse por sus conveniencias económicas. ¿Cuáles han sido estas mientras inspiraron la política de no-intervención, y cuáles son ahora que fomentan conducta diametralmente opuesta?
III
Los Estados Unidos, una vez terminada la terrible crisis de la guerra de secesión, triunfante el partido republicano, inauguraron una decidida política proteccionista a outrance. Su marina mercante había sido aniquilada durante la guerra y no se preocuparon de rehacerla; su comercio exterior, a causa de las tarifas prohibitivas, decayó, y prefirieron prescindir de él; de manera que concentraron toda su gigantesca actividad en el desenvolvimiento propio, en el comercio interior, en poblar nuevos Estados y en crear su industria nacional. 20 años han sido suficientes para llevarlos al apogeo del poderío y de la riqueza material, y el que visita hoy día aquel país, marcha de asombro en asombro al contemplar los progresos estupendos que ha realizado. Sin hipérbole puede decirse que ese país asombra al mundo, lo que quizá no significa que sea eso ni el non plus ultra ni menos siquiera el desideratum de la civilización moderna.- Hay mucho de lo que allí deslumbra que puede no ser ni sano ni cuerdo el desear imitar.
Durante el lapso de tiempo que requirió su último desen volvimiento, la actividad desplegada llegó a los últimos límites de lo increíble; la prosperidad alcanzó formas no imaginadas aún, los salarios fueron exorbitantes, la riqueza asumió proporciones colosales, las fortunas adquiridas eran fabulosas, y sus fábricas y sus industrias dejaban estupefacto al viajero acostumbrado al lento aunque sólido crecer de las cosas análogas en el Viejo Mundo. Los ferro-carriles, las vías de comunicación, las ciudades, todo adquirió en pocos años ese carácter tan típicamente yankee que forma hoy la base de su aspecto característico y que ha llegado a su última expresión en esa maravilla que se llama Chicago, tan monstruosamente grande, y cuya vida es tan espantosamente febril. El optimismo de todos era unánime y a fe que se fundaba en acta, non verba.
Pero… escrito está que la vida, en todas sus manifestaciones, ha de desarrollarse lenta y armónicamente, si es que la estabilidad ha de ser garantía de su sano progreso. «La naturaleza no procede a saltos», según el viejo dicho, y la violencia trae siempre consigo una fuerte reacción. De ahí que el adelanto prodigioso alcanzado por los Estados Unidos en los dos últimos decenios haya traído, como consecuencia lógica, la actual terrible crisis que pesa sobre las finanzas, el comercio y las industrias de aquel país.
Hoy día la industria fabril norte-americana está ahogada por exceso inconsiderado de producción, y los mercados internos abarrotados con manufacturas superiores a las necesidades del consumo, lo que ha traído como resultado una baja rápida en los precios, repercutido en la disminución de los salarios, en la quiebra de grandes empresas, clausura de muchas fábricas y en dejar sin trabajo a 400.000 obreros, es decir, sin pan a 1.000.000 de almas. De ahí las oscilaciones en todos los valores, los bruscos cambios en la tasa del interés, las especulaciones desenfrenadas en las Bolsas –y, sobre todo, la crisis socialista que se ha revelado terrible en las últimas huelgas, debido a la organización poderosa de las asociaciones obreras, especialmente los Knights of Labour. Como repercusión inmediata, los Estados de la costa han votado leyes prohibitivas de la inmigración, a fin de disminuir los males actuales evitando la competencia de nuevos brazos; la misma población obrera, acostumbrada a salarios 30 veces mayores que los actuales, no trepida en recurrir a los medios más violentos y salvajes para impedir que el trabajo siga a esos precios, como lo demuestran con triste elocuencia los recientes excesos contra los obreros húngaros del distrito petrolero de Pensylvania y las recientes huelgas de Nueva York. En la costa del Pacífico la crisis social asume aun un carácter más grave, porque es hecho reconocido y evidente que la raza blanca cede siempre ante la amarilla, y el trabajador chino, contentándose con salarios relativamente insignificantes, desaloja fatalmente a sus concurrentes. De ahí que la exacerbación contra los coolies haya degenerado en matanzas salvajes de los chinos inermes por las poblaciones blancas, y que ese cáncer sea uno de los problemas de más difícil solución en Estados Unidos.
Por otra parte, el desierto que existía en el interior del país, poco a poco se ha ido poblando y han surgido en pocos años Estados florecientes, de modo que todos esos territorios hasta ahora dependientes del resto del país, sobre todo de los distritos manufactureros del Este y del Oeste, tienen ya recursos propios y se emancipan económicamente de los demás.
Además, la baja constante del valor venal de la plata en el mundo entero ha producido en Estados Unidos una depreciación tal de la moneda, que el problema de su valorización es para ellos cuestión de vida o muerte. De este tópico especial me ocuparé más adelante.
Lo que acabo de apuntar someramente basta, sin embargo, para demostrar el por qué del cambio brusco en la política exterior yankee, sobre todo, relativa al continente americano.
El pueblo yankee es eminentemente práctico y no hace política de tonto sentimentalismo sino de interés práctico. Es en esto bismarckiano. Mientras tenía delante de sí un mundo interior que poblar y alimentar, la política proteccionista le convenía bajo todos aspectos, pues la cuestión capital era para él evitar la concurrencia extraña. Lo que deseaba era que lo dejaran en paz desenvolverse tranquilamente, para lo cual lo mejor era no meterse con nadie a fin de exigir que nadie se metiera con él. De ahí la política de absoluta prescindencia exterior: para ellos el mundo no existía sino dentro de sus fronteras y les importaba un comino que se cayera el cielo con tal que no los aplastara. Es tan egoísta como se quiera, pero es muy práctico; va al grano. De ahí que el que de lejos estudia estas cosas interprete latu sensu la famosa doctrina de Monroe, mientras que los Estados Unidos la han aplicado siempre strictu sensu, según les convenía. La América para los americanos, en lenguaje yankee quiere decir simplemente: «los Estados Unidos para sus habitantes» –hé ahí todo: el que conoce de visu aquel país sabe que la palabra América es sinónimo de Estados Unidos, y americanos quiere tan solo decir: «habitantes de los Estados Unidos». Eso es lo exacto: lo demás es, como dicen los franceses, «chercher midi a quatorze heures».
Tan es así que un argentino distinguido escribía recientemente lo que sigue:
«Buchanam, Cass, Mason y otros no menos notables se sirvieron de las palabras de Monroe para exponer opiniones peligrosas, sosteniendo que los Estados Unidos están destinados a extender su influencia y su poder sobre los Estados Sud Americanos. Y esta teoría, que algunos han llamado del destino manifiesto, inspiró a Mr. Blaine, hace dos o tres años, aquellas circulares diplomáticas que causaron tanta impresión en los gabinetes europeos. Buchanam y Cass han sostenido que la Europa no debe inmiscuirse en los asuntos políticos de la América, pero han querido reservar a los E. U. el derecho de intervenir y aun de absorber a la América Latina. Esta no es una interpretación fiel del programa de Monroe y si lo fuera, sería necesario rechazar con decisión la doctrina del Presidente de la Unión. Mr. Buchanan en su mensaje de 1837, anunciaba que está en el destino de los E. U. extenderse por todo el continente de la América del Norte; que la emigración seguirá hacia el Sur pacíficamente y que la América Central contendrá en poco tiempo una población americana que hará el bienestar de los pueblos. No puede ser más explícito el programa de la absorción y si alguna duda quedara, desaparece ante las palabras del Senador Brown, sosteniendo en 1858 la necesidad de posesionarse de la América Central, sin cuidarse de derechos ni de tratados.»
Hasta aquí la cita y si bien esos hechos son exactos, paréceme que están muy lejos de inspirar hoy la política exterior de la Casa Blanca. Sin embargo, preciso es reconocer que los Estados Unidos necesitan conjurar la crisis que sufren, remediar los males que los agobian y despejar el futuro: para ello, ya que han saturado con exceso las necesidades de sus 55.000.000 de consumidores, necesitan buscar nuevos mercados a sus productos para dar vida a sus industrias, encontrar nuevos empleos a sus capitales superabundantes, y sobre todo hallar tomadores de su plata depreciada para valorizar su moneda. Para ello es evidente que no había que pensar ni un momento en Europa, cuyas naciones se bastan y quizá se sobran; en África el tráfico es mínimo y en Asia tienen que luchar con una concurrencia tremenda por parte de las naciones europeas que han monopolizado su comercio. No habría que pensar en la Australia, pues ya allí están comenzando a sentir los mismos males que los E. U. por las mismas causas. De la Oceanía es excusado hablar. No les queda, pues, sino la América Latina, puesto que el Canadá es bastante celoso de su independencia económica. De ahí que tornen los ojos a esta otra pobre y despreciada South America, la patria de las revoluciones perpetuas, de los pueblos ingobernables y del desquicio general. ¡Ah! hoy no se habla sino de la Confederación de las tres Américas, hermanas por su posición geográfica y sus destinos; hoy no hay halagos bastantes para los que ayer eran simplemente South Americans!…
(Concluirá).
Ernesto Quesada
La política americana y las tendencias yankees
(conclusión)
IV
Entre los informes de la Legación Argentina en Washington, publicados en el Boletín Mensual de nuestro Ministerio de Relaciones Exteriores, hay algunas comunicaciones referentes a esta grave cuestión.
Estudiando la situación actual de los Estados Unidos, dice nuestro Ministro allí que la crisis es a la vez fabril, industrial, agrícola y monetaria.
En los Estados del Este hay centenares de fábricas cerradas o que teniendo un stock demasiado grande, han restringido notablemente sus trabajos. De ahí millares de obreros sin pan y los salarios disminuidos. Las casas comerciales, sobre todo los grandes depósitos de los Estados del Centro, están abarrotadas de productos, lo que obliga a bajar los precios y por lo tanto a mermar las utilidades. La agricultura misma está en relativo marasmo. La exagerada amonedación de la plata, gracias al bill Bland, contribuye a la depreciación del metal hasta el punto de que el dólar vale en el comercio diario solo 80 cents; que en Nueva Orleans los depósitos de la Tesorería están repletos de plata que nadie quiere; y que en los Estados del Pacífico solo corre el oro.
Es indispensable, pues, encontrar nuevos mercados para dar vida a las fábricas, trabajo a los obreros, salvar al comercio y hacer renacer la marina mercante.
El Presidente Arthur así lo reconoció en un solemne mensaje pasado al Congreso. En Julio de 1884 se decretó el envío de la Comisión Americana, cuyas vistas han sido sintetizadas parlamentariamente después en el proyecto de ley presentado en Enero de 1885 por el diputado R. W. Townshend, del Illinois.
El objeto del envío de la Comisión a todos los países libres de América (lo que implica dejar de lado al Canadá, Cuba, Guayanas y en general a todas las posesiones europeas) fue, según las palabras de la ley de su creación: «con el objeto de indagar e informar acerca de los mejores medios para fomentar íntimamente las relaciones internacionales y comerciales entre los Estados Unidos y los diversos países de Centro y Sud América.» Esa Comisión, cuya alma fue su hábil e inteligente secretario Mr. William E. Curtis, después de recorrer los principales centros de su propio país haciendo ruidosa propaganda en aquel sentido, visitó con alguna detención a México, la América Central y los Estados del Pacífico. Su paso por las naciones del Plata y por el Brasil fue de carrera, porque en el ínterin había tenido lugar en E. U. la elección presidencial, triunfando el partido democrático y en consecuencia habíase dado por terminada su misión. De ahí que los informes que mandara durante su viaje y los publicados a su regreso, fueran desvirtuados por el hecho de que el partido triunfante les acordó poca atención, y a pesar de la importancia de sus trabajos su éxito fue casi insignificante, pudiendo decirse que fracasó del todo.
Mucho nos interesa, sin embargo, conocer los trabajos de aquella Comisión, porque su poco éxito es debido a causas del momento y porque además del encargo de estudiar económica y comercialmente estos países, tenía el de sondear la opinión oficial respecto de los proyectos ulteriores de los E. U. y a los que, en caso favorable, debía dárseles forma más o menos amplia y solemne en una «Conferencia de Delegados», a reunirse en Washington.
Dicha Comisión indicó en otros puntos: 1º La ventaja de un Congreso de Delegados de todas las repúblicas americanas para discutir y convenir sobre los medios para asegurar la paz permanente entre las naciones de este hemisferio; para convenir sobre el modo de arreglar dificultades sin apelar a las armas; para presentar una resistencia unida contra las agresiones de los poderes europeos o su interferencia en asuntos americanos, pues es doctrina de los E. U. que las repúblicas americanas son capaces para arreglar sus propias disputas, para determinar lo que es mejor para ellas y protegerse y defenderse y apoyar su mutuo desarrollo; que el comercio americano debería limitarse en lo posible a los mares americanos. 2º La ventaja de una moneda de plata común, acuñada por cada una de las naciones americanas en debida proporción, y que deberá tener curso legal en todas las transacciones comerciales entre los ciudadanos de los diferentes países americanos. 3º La ventaja de un tratado de reciprocidad entre todas las naciones de América y los E. U., por el cual los productos de esos países se admitirán libres del uno al otro, cuando sean llevados en sus buques o en los de los E. U.
Esas eran las bases principales que fueron lanzadas a la circulación en toda América a fin de tantear la opinión pública, y de que sirvieran de chispa inflamable arrojada en el terreno siempre bien dispuesto del entusiasmo por el americanismo, la federación social americana, la fraternidad continental y otras ideas igualmente utópicas.
Además de ese ballon d'essai y como complemento, el Senador Frye presentó un proyecto de bill convocando a una Convención de Delegados de la América para el 1 de Octubre de 1887 en Washington. Esa conferencia, entre otros tópicos, deberá ocuparse: 1º De tomar todas las medidas necesarias para conservar la paz y promover la prosperidad de las naciones americanas, para presentar una resistencia uniforme contra los poderes monárquicos de Europa, y defender la integridad territorial contra las desmembraciones posibles. 2º De adoptar las que sean tendentes a la formación de una unión aduanera americana, por la cual se acepte, mientras sea conveniente y fácil, un libre cambio de productos naturales y de manufacturas en las aguas americanas. 3º De promover el establecimiento de líneas de vapores, frecuentes y directos, entre los puertos del continente. 4º De establecer un sistema uniforme para regular los impuestos aduaneros en cada uno de los Estados independientes y un método igual de clasificación y avalúo. 5º De adoptar un sistema común de pesas y medidas, leyes uniformes para proteger las personas y la propiedad, las patentes y marcas de comercio de los ciudadanos de una nación en las otras. 6º De adoptar un cuño de plata igual, que se usará por cada gobierno según la proporción de sus habitantes y que circulará con igual valor en las transacciones de todos los americanos. 7º De formular un plan definitivo. para dilucidar por medio del arbitraje todas las cuestiones.
Tales son, en sus grandes rasgos, las líneas del vasto plan de política americana que tratan de inaugurar los yankees. Si ese plan respondiera fielmente a las tendencias de la mayoría pensadora y de los hombres más influyentes de los E. U., encerraría un gravísimo peligro para la América latina, porque él, en el fondo, importaría norteamericanizar a México y los países de Centro y de Sud América. Hacer a la América latina tributaria de los E. U., económica y mercantilmente, convirtiéndola en una vasta Confederación o unión aduanera, imitando al Zollverein alemán, cuya hegemonía, quia nominor Leo, les correspondería ―-viniendo así a desempeñar el papel de la Prusia en la vieja Confederación Germánica,– es proyecto suficientemente grave para que los hombres de Estado de Latino-América piensen dos veces antes de aceptar semejante presente griego.
Aun sin dar importancia a la parte política del proyecto, la enormidad del monopolio comercial a que tiende su parte económica es tanto mayor cuanto que, de realizada, quedarían los estados de Latino-América separados de la Europa a quien deben su vida, poblados por su emigración y fecundados por sus capitales, amén de la pérdida de sus mercados de materias primas y de generosos empréstitos.
Afortunadamente, el que ha recorrido en estos últimos tiempos los E. U., visitando sus ciudades, estudiando sus múltiples problemas y admirando sus asombrosos progresos, sabe bien que todo ese movimiento y toda esa propaganda no tiene base verdadera y que por el momento quedará como una de las tantas tentativas abortadas. Pero el peligro está en un futuro más o menos próximo.
La Comisión Americana, como se ha podido ver sumariamente, ha fracasado en su misión; el bill Frye será igualmente rechazado por la mayoría de la Comisión de Representantes y en el improbable caso de que fuera sancionado, basta haber conocido al Presidente Cleveland y al Ministro Bayard, verdaderos hombres de Estado, para tener la seguridad moral de que tan intempestivo bill será infaliblemente vetado.
Sin embargo, conviene examinar esta cuestión, porque tarde o temprano asumirá proporciones más serias y es necesario que se sepa bien que hoy día no se introduce en las plazas fuertes, con la facilidad de antaño, el caballo troyano de homérica memoria.
¿Cuál fue, entre tanto, el éxito práctico de los trabajos de aquella Comisión?
En el memorándum que pasó al Gobierno argentino, aseveró entre otras cosas que respecto del punto esencialísimo de la adopción del padrón de plata, ya Méjico, Venezuela, Costa Rica, Guatemala, Honduras, Ecuador, Perú y Chile habían dado su adhesión. No parece, sin embargo, que así sea. El hecho es que hasta ahora no se tienen más noticias positivas sino de que los Estados de Centro-América son los únicos que apoyan las ideas de la Comisión, y eso pidiendo franquicia para su café y su azúcar; pues Venezuela ha respondido que tiene negociaciones pendientes con Europa sobre convenios comerciales; Chile se niega a firmar nada en sentido de unión aduanera; el Perú exige como condición previa la reciprocidad absoluta, es decir, haciendo extensivo el tratado tanto a los productos manufacturados como a los naturales; el Brasil no ha sido consultado y en el más favorable de los casos exigiría lo mismo para su café; Colombia tampoco ha respondido y pedirá franquicias para sus tabacos; México celebró por su cuenta un tratado de reciprocidad, pero… que no ha sido aprobado; y el Ecuador ha contestado sensatamente que las principales rentas del Estado son los derechos de aduana y que cualquier disminución en estos, dificultaría su marcha financiera.
A todo esto responden los yankees que ellos no creen realizable de un golpe su proyecto, pero que piensan proceder como la Prusia cuando se creó el Zollverein, es decir, celebrando paulatinamente convenciones con los distintos Estados. Pretenden que los recalcitrantes cederán ante la regeneración material que se notará en los que acepten, pues los inundarán de capitales y productos yankees, a fin de abaratar la vida ordinaria y desarrollar sus recursos naturales. En cuanto al importante argumento de las rentas de aduana, prácticamente resuelven la dificultad, proponiendo repartir las entradas comunes de la Unión Aduanera de modo que los Estados reciban siempre un tanto proporcional a la marcha progresiva de sus antiguos derechos fiscales.
Los informes de la Comisión son perfectamente sensatos, basados en un estudio detenido de los recursos financieros de las necesidades económicas de cada país americano.
Fruto de la política del partido republicano, naturalmente las ideas que sostienen no están ahora, como acaba de verse, en olor de santidad. Pero su misión respondió a una necesidad sentida en los E. U. y cualquiera que sea el giro que el partido democrático quiera dar a la política exterior, siempre estará forzado a tener en cuenta el estado de aquel país. La crisis económica que allí existe es gravísima: es indispensable remediarla.
Convencido de ello el partido republicano, proteccionista por tradición y sostenedor antiguo de la política de no-intervención, en vista de los hechos que se imponen, no trepidó en evolucionar radicalmente y en iniciar una política decididamente activa.
Los latino-americanos pueden ser su salvación económica, y en todo caso ese es el único remedio que les queda. ¿Qué hacen entonces aquellos sesudos y prácticos yankees?
Les mandan comisiones extraordinarias, declaran altamente que jamás pensaron en anexiones, se ocupan con solicitud de sus asuntos, los estudian y quieren erigirse en hermanos mayores y tutores absolutos del resto de la indisciplinada grey. Les ofrecen toda clase de ventajas, toda clase de protecciones, capitales, productos, todo –¿que exigen en cambio?– nada casi: una sencilla unión económica para evitar las molestias engorrosas de tanta aduana inter-americana; quieren tan solo favorecer el comercio, para lo que proponen igualar las tarifas a fin de favorecer las transacciones, deseando la adopción de una moneda común, que les parece inocentemente deber ser el dollar de plata. Es cierto que por de pronto lanzan proyectos gigantescos como el del famoso ferro-carril de las tres Américas, que pondría en circulaciones sendos millones y daría trabajo a centenares de establecimientos industriales yankees y ocupación a millares de personas.
Además, se deja probablemente entrever que los E. U. protegerán a sus hermanos más débiles de América contra las agresiones y los abusos de las cancillerías europeas, y ellos, que hasta ahora siempre se han lavado las manos ante las múltiples y escandalosas intervenciones de la Europa en la América Latina, son muy capaces de dar mañana al mundo el espectáculo de celosos defensores del equilibrio continental y hacer pesar en la balanza su poder en favor de los débiles. Pero no hay que olvidarlo: los E. U. harán eso tan solo siempre que les convenga, y hacen bien en esto –bajo su punto de vista especial tienen plenísima razón.
Es candidez por lo tanto el creer que este cambio significa un paso sincero dado en el sentido de una confederación americana, al estilo de las proclamadas por los estadistas y publicistas latino-americanos; hay diferencia radical de razas: la raza latina hace política por sentimentalismo, se entusiasma y se arrebata por ideas abstractas, y cree en este caso en la magia del americanismo y otras cosas hermosas; la raza anglo-sajona es más reposada y más práctica, calcula tranquilamente lo que más le conviene.
Desgraciadamente esos sentimientos levantados y generosos que parecen depender del calor de nuestra sangre, son el mejor auxiliar para favorecer la actual tendencia yankee.
La idea por ellos lanzada ha sido acogida con tanto mayor entusiasmo en la América Hispana, cuanto que es evidente que ella se hará carne apenas se tenga el consentimiento de los demás, puesto que las tentativas de federación continental han fracasado siempre debido a que no había un núcleo que tuviera bastante fuerza para atraer y retener a los demás.
Para los yankees es esta una mera cuestión de interés y son suficientemente prácticos y francos para no ser hipócritas: proclaman que eso les conviene, significando que si a los otros no les pasa lo mismo, que obren en consecuencia.
No pretendo, pues, decir que la política yankee actual sea insidiosa ni hipócrita –muy al contrario, la conceptúo práctica y conveniente… para ellos, no para nosotros: he ahí mi única objeción.
Por otra parte, ellos no esperan recibir gajes de reciprocidad para darlos por su parte, y el Congreso de Washington se ocupó poco ha del bill Frye revelando el sentido práctico de la raza: adivinando delicadamente que muchos de los países invitados tendrían sus finanzas algo desequilibradas, ¡se han adelantado con nobleza a votar una fuerte suma para pagar los gastos de traslación y residencia de los Delegados nombrados!
En E. U. he departido repetidas veces acerca de estas cuestiones, y después de haber conocido al famoso Mr. Geo. W. Childs, el acaudalado y simpático dueño del Public Ledger de Philadelphia, me decidí a juzgar las cosas yankees con criterio yankee, porque de otro modo deduce uno las consecuencias más erradas. Mr. Childs me decía, hablando justamente de esta nueva política: –«no extrañe ese movimiento; aquí la gente no pierde tiempo en ladrar a la luna, busca lo práctico; a veces un poco de humbug ayuda eficazmente en una propaganda; nosotros queremos lo que nos conviene y hacemos todo lo posible por conseguirlo, si a Vds. del Río de la Plata no les conviene lo mismo, no nos corresponde a nosotros el defenderlos. Creo que la idea no ha hecho aun bastante camino, pero me parece que puede ser quizá de un interés vital para nosotros en un futuro próximo, y no dude V. que entonces no hemos de omitir esfuerzos para obtener el éxito.» Yo encuentro que esto es perfectamente correcto…
V
¿Cuál es, en definitiva, el estado de la opinión pública en E. U. respecto de esa cuestión?
La agitación en favor de la nueva política puede decirse que está circunscrita al gremio de políticos y periodistas, notándose en estos últimos tiempos bastante propaganda en el comercio. Así, hay en los principales centros norteamericanos asociaciones especiales creadas para preparar la opinión pública en este sentido, y para iniciar ya un movimiento práctico: p. e. la Market Report Association de Nueva York y otras. Los libre cambistas que tratan de organizarse como partido político, celebran frecuentes Congresos sosteniendo las ideas más avanzadas, descollando entre sus agrupaciones la Free trade League de Chicago. Y recientemente se celebró en Nueva Orleans una Exposición Norte, Centro y Sud-americana, cuyo objeto era el fomentar las relaciones comerciales y hacer propaganda en favor de la unión aduanera, del padrón de plata común, y del sistema uniforme de pesas y medidas.
Todo esto no quiere decir que esas ideas se hagan carne hoy, mañana o pasado, sino que cuando se observa una propaganda semejante, sistemática, perseverante, tarde o temprano esos propósitos se llevan a la práctica.
Puede, sin embargo, aseverarse que la corriente de ideas dominantes en este momento en el Capitolio es distinta de la que imperaba cuando gobernaban los republicanos.
Así, a pesar de que el partido democrático siempre ha sido más bien libre-cambista, y de que el famoso programa de Chicago, que les sirvió de bandera durante la pasada lucha electoral, sancionaba esas ideas, la mayoría parlamentaria, cediendo a la corriente evidente del país, obra en sentido opuesto. El tratado de reciprocidad comercial con México ha sido rechazado por el Congreso, después de haber sido atacado con calor en todo el país por los ultra proteccionistas, que desde su punto de vista lo miraban con razón como el principio de un sistema mercantil que echaría abajo las barreras entre los E. U. y las naciones de la América latina. Ese tratado era el comienzo de una revolución arancelaria; y le siguió en efecto el proyecto Morrisson de revisión general de las tarifas de avalúos. Mientras los E. U. en efecto, no consientan en derrumbar la muralla fiscal que han levantado, no pueden abrigar la esperanza de competir con las naciones europeas en el comercio de América. La reforma arancelaria fue derrotada, y derrotada por mayoría de 157 contra 140, para lo cual Mr. Randall con 33 demócratas han pasado con armas y bagajes a la otrora minoría republicana. La política del Congreso, será pues, como hasta ahora, proteccionista, y siendo el comercio sencilla cuestión de toma y daca, no es de presumir que crean posible continuar sus trabajos en pro de una unión aduanera en la cual ellos llevarían todos los beneficios y los Estados asociados todas las cargas.
Y sin embargo, el Presidente Cleveland, al recibir solemnemente a un Ministro latino-americano hace pocas semanas, dijo entre otras cosas: «La reciprocidad es el elemento primordial de la prosperidad comercial, y los E. U. nada desean más sinceramente sino que las naciones de la parte meridional de este hemisferio, puedan utilizar en toda su plenitud sus cambios naturales de todo género con el pueblo de los E. U. Los resultados más benéficos redundarán en favor de todos; y así se desarrollará una conveniente intimidad robustecida por la confianza y los comunes beneficios en favor de los respectivos países, y en obsequio de sus instituciones, de su progreso y de su prosperidad.»
Pues bien: los hechos han demostrado cuan distante de la práctica están esas palabras. El Congreso entiende perseverar, hoy más que nunca, en su política ultra-proteccionista; y el país, en su inmensa mayoría, lo aplaude.
Pero no solo son los tratados de reciprocidad los rechazados, sino también los referentes a las mismas comunicaciones postales, y el Correo, bajo la dirección de Mr. Vilas, ha perdido en este último año inmensamente.
El recientísimo incidente Cutting muestra además cual es el sentimiento verdadero del pueblo yankee para con South América, aun cuando el caso en cuestión se refiriese a México. Y sin embargo, honroso es confesarlo, la violenta política del Gobierno en ese caso fue rechazada por la mayoría del Congreso, aun cuando en esa medida obraran otras causas, de las cuales es principal la evolución de la fracción parlamentaria encabezada por Mr. Hill.
Esto en cuanto a la opinión oficial.
La del gremio de manufactureros y productores, cuasi omnipotente en los Estados del Este, es también contraria a la nueva evolución.
Cuando viajaba en E U. tuve ocasión de explorar esa opinión y de trasmitir oficiosamente algunos informes a nuestra Legación de Washington, como puede verse en la extensa e importante comunicación de nuestro Ministro, y que registra el Boletín Mensual (1886, pág. 316 y siguientes).
Sin entrar a los pormenores allí especificados y que sirven para basar la aseveración anteriormente hecha, baste decir que la mayoría de las personas consultadas, que representan casas importantes del comercio y de la industria, es decididamente proteccionista.
Consideran a la crisis actual como un accidente normal, que produce trastornos graves, pero que será pronto olvidado cuando vuelva la reacción. Y esta no la buscan ni la quieren en el comercio exterior, para el cual necesitan marina mercante e independencia de la concurrencia extranjera, cosas ambas que consideran difíciles de tener; sino que se preparan a tomar su revancha en el comercio interno, multiplicando sus ya intrincadas redes ferroviarias, expropiando las feraces reducciones de indios para crear allí nuevos Estados, y llevando la actividad y la vida a todos los rincones desiertos del país. Este movimiento les dará alimento suficiente para un nuevo esfuerzo de 20 años, con su correspondiente riqueza y engrandecimiento.
Entonces habrá recién llegado el caso de forzar los mercados extranjeros. ¿Cómo? Dejan al tiempo la solución del problema. Pero favorecen indirectamente la agitación por la nueva política, pues si bien no la creen ni posible ni conveniente en la actualidad, les parece que debe prestigiarse la idea para que haga camino, y pueda ser una de las tantas soluciones para remediar la futura crisis. Su filosofía se concreta a apuntalar la casa por algunos años y a ganar tiempo: después se verá. Como esa argumentación es sensata y franca, puede decirse que la única base o razón práctica del movimiento en favor de una Unión aduanera queda tan atenuada, que por algún tiempo será esa cuestión uno de los tantos pia desideria y quien sabe si logrará convertirse en el verdadero desideratum.
Lo único práctico por el momento en la opinión del gremio de manufactureros e industriales, es una reforma parcial de la tarifa, puesto que convienen en que las actuales circunstancias se diferencian de las que dieron origen al sistema de 1867, y que es conveniente modificarla, tan solo en lo que la experiencia haya demostrado ser inevitable.
Así, pues, convienen en que no se debe aumentar los derechos proteccionistas, que los artículos que son la base de las grandes industrias, sean materias primas o materiales químicos, deben gravarse en lo menos; que debe simplificarse la actual clasificación de la tarifa, que da origen a abusos; que los derechos nuevos sería quizá mejor sustituirlos por otros ad valorem; que se debe tratar de fomentar la marina mercante.
Pues bien, ¡ni en forma tan modesta y atenuada ha sido posible lograr que el Congreso sancione una reforma aduanera!
Recientemente el telégrafo nos ha trasmitido la noticia de que el gobierno de E. U. había pedido al H. Congreso una fuerte disminución en la tarifa aduanera respecto de las lanas, lo que venía a favorecer directamente a las lanas argentinas; pocos días después nos anunció que se había pedido subvención para una línea de vapores entre E. U. y el Río de la Plata. La prensa bonaerense se felicitó ruidosamente de este cambio… ¡Pero antes de una semana el telégrafo volvía a comunicar que ambos proyectos habían sido tranquilamente desechados por la Cámara de Representantes! Y la prensa se lamenta de esto, sin que basten a consolarla las notas entusiastas del Ministro americano Mr. Hanna, escritas en un estilo singularmente expresivo.
Pero es preciso estar preparados a todas las sorpresas; entra en lo posible un cambio cualquiera en la pública opinión en los E. U., y en ese caso tendríamos que concurrir a la Conferencia de Delegados y adoptar una línea de conducta definida respecto de la política comercial yankee. De ahí que sea prudente examinar la cuestión del punto de vista argentino.
¿De qué modo y con qué variantes nos conviene aceptar esa evolución? ¿En qué terreno coinciden nuestros recíprocos intereses económicos? ¿Cuál debe ser nuestra política comercial respecto de Europa y América?
La lucha económica del siglo XX tendrá seguramente por teatro la América latina, y no se necesita ser profeta para preveer que la gran batalla se librará a orillas del Río de la Plata. La Europa, pletórica de gentes, de capitales y de productos manufacturados, moriría de asfixia económica si se viera desalojada de grado o por fuerza de los mercados de Latino-América. Los E. U. que, gracias a su estupendo desarrollo, están en víspera de encontrarse en igual caso que la Europa, comprenden que es preciso arrancarle la vida comercial de este continente. Los intereses más vitales de la Europa y de los E. U. se principian a encontrar en pugna abierta en ese terreno, y sin duda de parte a otra se ha de echar mano de todos los medios posibles a fin de quedar dueños del campo.
De ahí que la política de los países latino-americanos sea cosa muy seria y que corre peligro de hacerles perder todas las ventajas que tan excepcional situación les ofrece, si no cae en manos expertas y en inteligencias que alcancen a vislumbrar algo más que el goce del poder y el favoritismo del momento. Sin duda los hombres de Estado necesarios han de revelarse ante la magnitud de la tarea.
La República Argentina debe proceder con gran tino y cautela en esta cuestión, y sus hombres de Estado tienen que recordar que el sentimentalismo no fue jamás sensato consejero tratándose de política positiva. Esto es tanto más importante cuanto que la menor impremeditación en ese sentido puede comprometer el brillantísimo porvenir de estas regiones.
Si se arroja una mirada al mapa del mundo, teniendo en cuenta la situación actual de los diversos pueblos, se convence uno bien pronto de que el Río de la Plata es el lugar predestinado para recibir el exceso de población de la Europa y para repetir el fenómeno de los Estados Unidos. La Europa tiene una población exuberante que forzosamente debe expatriarse para hacer posible la vida propia y ajena: tan solo la Alemania arroja anualmente de su seno 800.000 almas que difunden por el mundo entero los gérmenes fecundantes de la cultura germánica.
Hasta ahora esa poderosa corriente de emigración se ha dirigido a los E. U. y ha sido la causa eficaz de su asombroso desarrollo y de su envidiable progreso. Pero hoy aquel país, por las razones antes apuntadas, cierra sus puertas a la inmigración a granel, y sus Estados marítimos votan leyes restrictivas a fin de impedir el aumento del elemento extranjero.
De los países que tienen colonias solo cuenta para una fecunda emigración la Gran Bretaña, y sus posesiones ultramarinas, hoy perfectamente autónomas, restringen también las facilidades antes ofrecidas al inmigrante Es sabido que la Australia, a pesar de su corta historia, sufre ya de crisis sociales, siendo frecuentes las huelgas de su población obrera.
El África, por su clima, no será nunca sino un campo reducido para el colono europeo; el Asia tiene sus razas de vitalidad no solo exuberante, sino como la china, excluyentes. Las islas de la Oceanía poco cuentan en este sentido.
Queda solo la América Latina.
El Brasil, por sus condiciones climatéricas, solo es en parte accesible a las razas de la Europa; las naciones del Pacífico están muy alejadas del Viejo Mundo; las de las Antillas son demasiado cálidas.
El Río de la Plata, pues, fatalmente tendrá que ser el punto a donde se dirija la emigración europea, y apenas se establezca regularmente esa corriente, a la vuelta de pocos años, ¡este país asombrará al mundo con sus progresos maravillosos!
Añádase a esto que debido a las condiciones normales de la vida en Europa, el dinero no tiene allí más que un lucro limitado, y para buscar alto interés forzosamente tiene que emigrar a América; que en los mismos Estados Unidos, atemorizado el capital por la crisis social, busca colocación ventajosa fuera; y que el mercado más provechoso, el más aparente, tendrá que ser el Río de la Plata. De modo que en un futuro próximo tendremos plétora de brazos y de capitales.
Este país está, pues, llamado a ser dentro de poco un gigante: ¿por qué comprometer entonces ese porvenir por convenciones internacionales que pueden dañarnos gravemente?
Pero todas estas cuestiones requieren ser tratadas con mayor detención, lo que será quizá materia de un próximo artículo.