Filosofía en español 
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Rodolfo Gil

Virgen purísima


«Et macula non est in te.»

Ha pocos años que el inmortal sucesor de San Pedro, Pío IX, de feliz recuerdo, definió ex cathedra, a petición de todos los Obispos y fieles del orbe cristiano, el dogma augusto de la Concepción Purísima de María en su Bula “Ineffábilis Deus,” que fue celebrada en toda la cristiandad y acogida con gozo, en cuanto que por ella se hacía extensiva a todo el orbe católico dicha fiesta, que si bien se conmemoró desde los primeros siglos de la Era cristiana, había sido en concreto para algunas iglesias, porque no se habían presentado los ataques de los enemigos contra esta verdad, una de las principales de nuestra Religión, para declararla pública y solemnemente como dogma hasta el Pontificado del Vicario de Cristo, de feliz memoria ya citado.

Desde que nuestros primeros padres Adán y Eva cayeron de aquel estado sobrenatural en que se encontraban y legaron al mundo con su desobediencia dolores, lágrimas, calamidades y la muerte, el mundo quedó huérfano y necesitaba de una madre que, aunque revestida de nuestra misma naturaleza, se hallase adornada por el Eterno de una gracia especial y divina que, eximiéndola del yugo ominoso del pecado, la hiciese apta y capaz para que en ella se verificase la gran obra de la Encarnación del Hijo de Dios.

De otro modo no podría cumplir aquella tan sublime misión que la estaba reservada de prestar, en unión de su divino Hijo, consuelos y gracias sobrenaturales a la humanidad doliente, si no poseía ella estas gracias sujeta al pecado, de que se hacen partícipes cuantos descienden de Adán.

Tal lo vemos preanunciado, ya ojeando las páginas del Génesis, en que Dios dice a la serpiente que pondría enemistades entre su descendencia y la de la mujer, y una mujer quebrantaría la cabeza de la serpiente, ya en las diversas mujeres que nos presentan las Sagradas Letras como figuras y sombras de la realidad y de la Estrella de Nazaret, la Virgen María, así como las palabras del Arcángel a María cuando la llama llena de gracia y bendita entre todas las mujeres.

Además, la tradición, ese puro canal que nos trasmite, según la misma frase expresa, las salutíferas y cristalinas aguas de la Revelación, las verdades dogmáticas, están conformes en dar testimonio de este dogma, corroborándolo con los escritos de los Santos Padres y teólogos, con los cánticos de los poetas y con la liturgia y ritos de la Iglesia. Véanse, si no, las Odas I, VI, VIII y IX que recita la Iglesia griega: las obras de los Ambrosios, Crisóstomos, Sofronios, Agustinos y Gerónimos: los himnos de ilustres vates latinos y entre ellos el de Prudencio “Antecibum,” y encontraremos pruebas claras, patentes, de que en todos los siglos se ha conmemorado esta verdad, pura e intacta, y que por lo tanto no ha sido una innovación la declaración dogmática que de ella hizo el Pontífice Pío IX, ni tampoco ha habido aumento en las verdades reveladas de que la Iglesia católica es única depositaria.

La misma razón nos suministra argumentos en pro del sublime misterio que hoy celebramos. Y en efecto, ¿cómo concebir que siendo María Madre de Jesucristo, y por tanto Madre de Dios, fuera mancillada con la culpa, cuando Jesús, su divino Hijo, era la Pureza suma? ¿Qué inconveniente había en que aquél que alfombró el cielo de estrellas, e hizo flotar en los espacios esos mundos siderales que aparecen radiantes a nuestra vista, y puso límites a las furiosas encrespadas olas de los mares, y con un fiat sacó del no ser todas las cosas que vemos y aun otras que no están al alcance de nuestra percepción, qué inconveniente hay, repito, para que ese Ser Eterno diera a María un alma libre, inmune, exenta completamente de la más leve mancha de imperfección y de pecado? ¿Podía Dios hacer esto? ¿Quería? No hay duda en cuanto al poder, porque la obra que realizaba era mucho menor y más fácil de hacer que la creación, toda vez que no era preciso salvar una distancia infinita como en esta; porque la mancha que había contraído Adán, y con él nosotros sus descendientes, era en nosotros una especie de castigo impuesto por Dios, y el juez o el legislador que impone un castigo o promulga una ley, puede con su autoridad eximir de esta o de aquél a la persona que le plazca.

Respecto a la volición, como quiera que se trataba de la Encarnación augusta del Hijo de Dios, claro es que el seno donde había de permanecer por espacio de nueve meses debía ser perfecto, purísimo y libre de la culpa original, propagada entre los descendientes de Eva, porque en él había de habitar la segunda persona de la Trinidad beatífica, y Dios tenía que querer que esto sucediera así.

Luego, si pudo y quiso que la Virgen fuese adornada de la gracia del Espíritu Santo, lo hizo, según exclamó elocuentemente el ilustre teólogo franciscano Escoto Erígena en una discusión sobre este dogma: “Potuit, decuit, ergo fecit.”

Rodolfo Gil.

Córdoba y Diciembre 6 del 89.