Rodolfo Gil
Nacimiento de Cristo
Llegó la plenitud de los tiempos. Ya apenas se percibe el eco de la voz de los profetas Jacob, David, Isaías y otros, y se presenta el instante en que el Dominador llegue a su templo. Ya está aquí, dice Malaquías.
Los pueblos todos del universo, los países mismos donde el Paganismo se alzaba en soberbio pero débil pedestal hasta tocar con su cabeza, cual otra torre de Babel, al firmamento, desafiando las potestades de Eolo, esperaban con ansiedad y vehemencia un Supremo Libertador que los sacase de la molicie y depravación en que dormían aletargados. Un Mitras, los persas; los indios un Visnuy, (según se anuncia en los libros Vedas); los romanos, en expresión de Virgilio en su Égloga IV Sicílides musas, un Apolo; los judíos un Mesías, un Príncipe de la paz, un Sciloh; y todas las religiones, ya la judaica o monoteísmo, ya las paganas o politeísmo, tenían en sus principios dogmáticos, por decirlo así, la idea más o menos clara, más o menos propia, de un Redentor, que devolviese a la humanidad, envuelta en las tinieblas del error, la paz, el bien y la verdad que había perdido en el Paraíso, donde la fue prometido un Salvador que, postergando a sus pies al infernal dragón, abriese de par en par las puertas del Edén celestial, cerradas a los descendientes de Adán desde aquel momento tristemente memorable.
Jacob, antes de morir, vaticina a su hijo Judá que no caerá el cetro de manos de su tribu, ni el legislador de entre sus pies, hasta que venga Sciloh, al cual han de prestar obediencia los pueblos. En los tiempos del César el dominio del pueblo judaico había pasado al poder de un extranjero, natural de Ascalón, a manos del cruel Herodes.
El cetro había caído de manos de la tribu de Judá. Era la época del nacimiento, de la venida del Mesías. Hé aquí viene: Jesús Nazareno.
Mas ¿cómo viene? Mirad: la soberbia, la ostentación y el orgullo cubrían con sus brazos la redondez de la tierra, y Él, Dueño de cuanto existe, Señor de la creación, no aparece recostado en mullidos y ricos almohadones; no respira los aromosos perfumes de las flores quemadas en lujosas habitaciones, artísticamente formadas por arcos y columnas de pórfido y jaspe; no se ofrece, a nuestra vista como un gran Conquistador, que, llevando en pos de su carroza bélica la victoria, eleve al pueblo israelita sobre los demás, según este, por su conveniencia, interpretaba lo que al Mesías se refería en las Sagradas Letras, olvidando las palabras, que sobre Él profiere Isaías; se presenta ante los ojos humilde, recostado en las doradas pajas de un pesebre, y solo en compañía de unos animales, que con su aliento ahuyentan de su alrededor la acción de un frío intenso y glacial.
Cánticos harmoniosos resuenan en los espacios y despiertan a unos pobres pastores que, abandonando sus tímidas ovejas, presas en el redil, corren a los pies de aquel hermoso Niño, que acababa de nacer, y bajo cuyo dominio estaban, están y estarán los mares, los vientos, la tierra y las aguas, para ofrecerle lo mejor de sus ganados y de sus campos. Del Oriente se levantan, gozosos, magnates paganos, que, guiados por un vivo resplandor esculpido en el firmamento, por una estrella que alienta su esperanza, se apresuran a rendir al verdadero Rey de reyes sus tesoros, sus aromas y su corazón.
Cuando en confuso tropel celebraban los belenistas la fiesta de las Luces en unión de los extranjeros que habían acudido al empadronamiento, Jesús, el Dios-Hombre, llora y agita sus manecitas yertas, acariciando la barba de un venerable anciano, de su padre adoptivo José, que, en unión de María, su esposa, tuvo que albergarse en una solitaria gruta, situada a algunos pasos de la población, entre rocas duras y escarpadas.
Lo que profetizó Isaías, lo que vaticinó Daniel se ha cumplido de un modo exacto y perfecto. ¿Dónde está, el pueblo jerosolimitano, que, recibiendo al Deseado de las naciones entre palmas y olivas, le coloca después en un afrentoso patíbulo? La profecía de Daniel lo explica: disperso por todos los pueblos, sin altar, sin Dios, ni cetro, y sujeto a la esclavitud y bajo el dominio de todos los príncipes gobernantes. Cayó su templo suntuoso; los sacrificios aarónicos fueron abolidos, para que el de la Misa viniera a reemplazarlos; la Cruz, antes objeto de escarnio y de mofa, fue después y es hoy signo de eterna adoración; y el pueblo católico, el pueblo que sigue las huellas del Mártir del Calvario, se congrega hoy bajo las artísticas bóvedas del templo para conmemorarla la Natividad del Dios-Hombre, que, cual Sol brillantísimo, ahuyentó las tinieblas del error en que se hallaba sumida la tierra y vertió el purísimo néctar da la alegría en el corazón del hombre.
Córdoba 24 Diciembre 89.