Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Rafael Altamira ]

Psicología del pueblo español

Creemos que verán con gusto nuestros lectores el hermoso prólogo que ha puesto el señor Altamira a su reciente libro, cuyo título encabeza estas líneas, del cual nos ocuparemos en ocasión oportuna.
 

Escribí el presente libro en aquel terrible verano de 1898, que tan honda huella dejó en el alma de los verdaderos patriotas. Entre lágrimas de pena y arrebatos de indignación promovidos por la ineptitud de unos, la perfidia de otros, la pasividad indiferente de los más, fui llenando cuartillas, inspiradas, no por el enorme desaliento que a todos hubiera parecido justificado entonces, sino por la esperanza, por el afán, mejor dicho, de que surgiera, como reacción al horrible desastre, un movimiento análogo al que hizo de la Prusia vencida en 1808 la Alemania fuerte y gloriosa de hoy día. Por eso también acometí entonces la traducción de los Discursos de Fichte. No es que yo acariciase la idea suicida de un desquite militar o de un renacimiento del imperialismo, como al fin (con otras cosas de más substancia) vino a provocar la predicación de Fichte. Lo que yo soñaba era nuestra regeneración interior, la corrección de nuestras faltas, el esfuerzo vigoroso que había de sacarnos de la honda decadencia nacional, vista y acusada, hacía ya tiempo, por muchos de nuestros pensadores y políticos, negada por los patrioteros y egoístas y puesta de relieve a los ojos del pueblo todo, con la elocuencia de las lecciones que da la adversidad, a la luz de los incendios de Cavite y de los fogonazos y explosiones de Santiago de Cuba.

Tenía yo entonces, y sigo teniendo, la seguridad absoluta (apoyada en el común sentir de cuantos sinceramente han hablado y escrito sobre este asunto) de que los hechos ocurridos desde la declaración de la guerra norte-americana, y aun muchos anteriores, han sido puro efecto de otros más íntimos de nuestra personalidad nacional, que a todos nos tocan. No cabe duda, no, que el problema colonial y el de nuestras relaciones internacionales dependen de otros más internos y profundos, relativos a la psicología de nuestro pueblo, a su estado de cultura, al concepto que de nosotros tienen las demás naciones y al que nosotros mismos tenemos de la entidad social en que vivimos y de que formamos parte. Lo demuestra perfectamente el carácter de las discusiones que la guerra promovió. Más que la cuestión política o la de derecho internacional (que apenas entendió la masa, ni aun muchos de los elementos directores o que pretenden serlo), lo que se ha discutido y se discute respecto de España es la cuestión propiamente nacional de nuestra fuerza, de nuestra razón o sinrazón, de nuestra mayor o menor voluntad con respecto a la lucha entablada. Correlativamente la base de argumentación que han usado y explotado nuestros enemigos en el exterior es la leyenda desfavorable de nuestra historia y de nuestro carácter; y las defensas que de nosotros han hecho algunos espíritus desapasionados y generosos han versado sobre lo mismo, procurando deshacer el sambenito de crueldad y de tiranía echado sobre nuestro pueblo y el fingido manto de humanitarismo que en cambio se arrogaban otros. En suma, el verdadero problema que ha latido en este dolorosísimo proceso, y que aun palpita agitando todo el cuerpo social, es el de la patria, planteándose en las formas de su concepto, de su valor, de su estado actual y su historia, de su significación en el mundo, y del sentido y carácter que ha de llevar la necesaria regeneración de nuestro pueblo, considerado como una persona claramente definida y real en el concierto de las otras muchas en que se divide hoy la humanidad civilizada.

Por eso mi pluma acudió lógicamente a escribir, ante todo, acerca del concepto de la patria y de la necesidad de las divisiones nacionales, para afirmar, si así resultaba del examen científico de los datos históricos y sociológicos, nuestro derecho a la vida. Luego, y como quiera que no hay obra educativa posible sin una base de psicología del sujeto --aparte de que ésta era una de las cosas puestas a discusión por amigos y enemigos--, investigué la psicología del pueblo español en la medida necesaria para mi propósito y en la que permiten nuestros actuales conocimientos, para venir después a parar en la determinación de lo que le correspondía hacer, en la obra general de la enmienda, al mundo en que vivo y en que se desarrolla normalmente mi acción profesional.

El problema no ha dado un paso desde 1898 a la hora presente. Aunque las graves angustias de aquel fin de año hayan desaparecido y no atormenten ya a los que sólo sienten la herida cuando el cirujano aplica el acero cortante, es bien seguro que la situación interior no ha cambiado o, por lo menos, no ha mejorado. Si alguna modificación puede notarse en el alma nacional, es más bien de retroceso; porque las hermosas esperanzas que entonces concebimos algunos, se han desvanecido casi enteramente, y el empuje que pareció agitar en un principio a la masa, preparándola a ejecutar o a secundar un esfuerzo heroico, apenas si estremece hoy a una minoría que no ceja ante el desengaño. Y como si no fuera esto bastante, han alzado la voz todos los egoísmos, procurando, con protesta tardía de inculpabilidad, abandonar el barco que se sumerge y cortar la amarra que a él les une con lazo de comunes defectos y de una responsabilidad común. Y cuando juntamente se considera que quienes debieran dar el ejemplo no lo dan, por no haber comprendido todavía las causas del peligro, o porque no quieren comprenderlas; cuando se ve el desprecio con que los políticos acogen las palpitaciones de la escasa opinión pública que nos queda y el parecer o el consejo de quienes tienen derecho a ser oídos porque estudian y meditan; cuando se advierte con qué sonrisa de suficiencia nuestros financieros improvisados, que son los que ahora mandan y dirigen, rechazan toda pretensión de gastar el dinero del pueblo en las cosas que han de elevarlo y capacitado para la acción futura, mientras son pródigos para lo que remacha más y más la pesada cadena que nos arrastra al abismo; cuando todo elemento útil para la regeneración es rechazado, o, con hipocresía hija de la falta de convicción, se le alaba con palabras para despreciarlo con actos; cuando, en fin, y a pesar de todos estos espolazos, la masa permanece pasiva, mirando cómo luchan solos los pocos que todavía tienen arranques, ¿no ha de ser legítimo pensar que el problema sigue en pie, agravado en no pocos de sus elementos, y que importa mucho volver sobre él y estudiarlo de nuevo para procurar, si todavía cabe, una reacción en el cuerpo social y para desvanecer los prejuicios que quizá detienen a no pocos en el camino de la acción regeneradora? Porque, en efecto, hay una gran parte de nuestra población intelectual, llegada a un grado extremo de pesimismo, cuya fórmula (no nueva ciertamente) es que “esto”, o sea nuestra situación nacional, no tiene remedio alguno, que somos un pueblo incorregible o quizá inepto a nativitate y que, por tanto, hay que dejar que se consuma la caída con todas sus consecuencias. Diariamente los hechos parece que dan la razón a los que así discurren. Ahora mismo ha ocurrido una cosa verdaderamente sintomática de nuestra decadencia y de la falta de ánimo que para salir de ella tenemos. El ministro de Instrucción pública ha creado pensiones para que nuestros mejores estudiantes completen su cultura en el extranjero. Es la primera vez que esto se hace en nuestra época, y lo natural sería que una juventud numerosa se disputase esos auxilios del Estado para acrecentar su educación. ¿Ha pasado así? Nada, menos que eso. De las diez Universidades españolas, que suman en junto treinta y una Facultades, amén de las Secciones, sólo algunas han tenido aspirantes a la pensión, y aspirantes únicos, es decir, sin lucha, por lo general. El hecho es verdaderamente aterrador, sean cuales fueren sus causas: indiferencia por el estudio, temor a las estrecheces de una vida que seguramente ha de ser muy superior a la que en sus años escolares han vivido casi todos los hombres que son algo en el mundo, o falta de preparación adecuada.

Pero, en el fondo, lo que esto acusa es que el mal ha llegado ya a los elementos más sanos de toda nación, a la gente joven, en quien todos, naturalmente, confían. ¿Habremos, pues, de cruzarnos de brazos, de creer en los fatalismos de razas y dejar que se cumpla el destino? Yo, que soy de los que empiezan a desconfiar de todo, me tendría, sin embargo, por un cobarde si rindiera las armas en esta penosa lucha, llena de sinsabores. A pesar de la tristeza, del hondo temor que me invade el alma muy a menudo, sigo trabajando y creo que así deben hacer los que amen verdaderamente a su patria. Podremos o no podremos vencer nuestra decadencia, ¿quién lo sabe? pero es bien seguro que el único camino para que podamos lograrlo es trabajar. Lo contrario será ceder desde luego a la contestación negativa del problema con precipitación injustificada y anticientífica, resolviéndolo por nosotros mismos a priori antes de que la experiencia nos imponga con datos bastantes la solución real.

Científicamente no podemos proponérnoslo más que de una manera análoga a como se lo propuso Fichte. En efecto, los Discursos a la nación alemana se pueden resumir en estas proposiciones: La nación alemana está por educar, pero tiene excelentes condiciones naturales; luego todo consiste en aplicarle una buena educación para que esas condiciones fructifiquen. El camino no es tan llano cuando se quiere aplicar este razonamiento a España, porque hay muchos que niegan la existencia de aptitudes naturales. Hay, pues, que modificar algo la serie de cuestiones lógicamente enlazadas por Fichte. Nosotros tenemos que decir necesariamente: Dada nuestra mala educación o ineducación actual, buscar las condiciones naturales del sujeto (su psicología fundamental), abstracción hecha de los vicios traídos por el estado presente, para ver si las posee fructificables al contacto de una intensa labor educativa. Sólo después de haber investigado este segundo extremo, que es el ignorado y el discutido, podremos decidir en punto a la posibilidad o imposibilidad de nuestra reforma. Después de esto, y suponiendo que la contestación fuera favorable, aun quedaría una incógnita que sólo el porvenir puede despejar, esto es, si el remedio llega a su hora o es tardío, y si las buenas condiciones naturales son todavía bastante fuertes para responder a la medicina y lanzar del organismo la enfermedad. De momento, a lo que venimos obligados es a estudiar la primera cuestión.

Rafael Altamira.

Oviedo, Diciembre de 1901.