El gran humorista del pensamiento contemporáneo, Federico Nietzsche, escribe en El Viajero y su Sombra (I, 10):
«Los filósofos tapados y los oscurecedores del mundo, en una palabra, todos los metafísicos de sal más o menos gorda, se sienten atacados de dolor de ojos, de oídos o de muelas, cuando comienzan a sospechar que hay alguna realidad en aquel axioma según el cual toda la filosofía ha caido ahora bajo el dominio de la historia. Puede perdonárseles, a causa de su enfado, que tiren piedras e inmundicias al que así piensa: pero quizá la misma doctrina devenga con el tiempo sucia e insignificante, y pierda su efecto.»
El axioma no puede ser más exacto. ¡Como que los filósofos, en materias fundamentales, han estado hasta el presente haciendo el papel del malabarista bufo de los circos, que intenta cien veces alguna habilidad y no la realiza ninguna!
Cuarenta siglos hace que se investigan los tres puntos cardinales de la reflexión filosófica: Dios, el Espíritu, la Naturaleza, y el europeo más civilizado sabe positivamente acerca de ellos, en el orden racional, lo que cualquier salvaje de Oceanía.
La gran obra de Sexto Empírico, de Erasmo, de Luis Vives, de Bacon, de Francisco Sánchez, de Hume, de Kant, de Herbert Spencer, ha consistido en llevarnos ante el espejo de nuestra lacería metafísica.
Y si alguno nos dice: «yo conozco las esencias en el infinito»{1}, tendremos derecho… a dudar de su seriedad filosófica. Cristo no contestó cuando Pilatos le preguntaba lo que era la Verdad, pero estos sabios se le hubieran disparado en el acto con un curso completo de Lógica.
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{1} J. Sanz del Río: Sistema de la Filosofía (de Krause), Madrid, 1860, pág. 294.