Luis Araquistain

Carlos Marx sobre España

No se conocían en nuestra lengua los estudios de Carlos Marx que se han publicado recientemente con el título de «La revolución española». Originariamente, son artículos aparecidos en la «New York Tribune», durante el año 1854. Por aquel tiempo Marx vivía de su colaboración en ese periódico y sin duda creyó que una serie de artículos sobre los antecedentes de la revolución española de 1854 interesaría a los lectores norteamericanos. Por dos motivos: uno, por la intervención que se atribuye al embajador de los Estados Unidos en Madrid en las agitaciones de ese año, con objeto de aprovecharlas para anexionarse Cuba –¡ya entonces!–, como aconsejaba también a su gobierno el embajador de Londres, James Burchanan, y el de París. Y otro: por la desmedida influencia que Marx esperaba de la revolución española sobre la política europea.

De sus esperanzas dan una idea las siguientes palabras: «No hay exageración alguna en afirmar que ningún rincón de Europa sin excluir Turquía ni la guerra rusa, ofrece un interés tan profundo para el observador atento como la España actual.» Se explica este interés. El fracaso de la revolución de 1848 debió convencerle de que una revolución social no puede consolidarse si no se generaliza, si no se propaga, como un incendio, a los países circunvecinos, que por instinto de conservación tratarán de sofocarla. Ese es el problema que se le planteó a la revolución francesa y esa necesidad fue el impulso de las guerras napoleónicas.

Ese es también el problema de la revolución rusa: o extenderse o desvirtuarse. Sobre este dilema se fundan, principalmente, las desavenencias de los revolucionarios rusos. Trotsky cree –es la tesis de su último libro La Revolución Internacional y la Internacional Comunista– que un país no puede instaurar aisladamente un régimen socialista: en la etapa de lucha, socialismo y nacionalismo se excluyen. Lo mismo pensaba Marx. Y curiosa coincidencia: del mismo modo que los rusos, después de ser contenidos en Occidente, han intentado proyectar su revolución hacia Oriente, así también Carlos Marx, tras el fracaso de 1848 en Francia y Alemania, espera que la nueva revolución general comenzará por los países política y socialmente más débiles, por la insurrección milanesa de 1853 y por la revolución española de 1854. No se confirmaron sus esperanzas; pero la teoría implícita de que los países menos organizados son los más propicios a las grandes convulsiones sociales, no parecerá descabellada a la luz de la actual revolución mejicana, rusa y china. Mucho debió desilusionarse Marx –y cualquiera– de los mezquinos resultados ulteriores de la revolución española, tantas veces extirpada en germen antes y después de 1854; pero los acontecimientos de aquella época le sirvieron por lo menos para trazar uno de los exámenes más penetrantes que se han hecho de la historia de España.

No fue Marx testigo presencial de los sucesos españoles. A la sazón residía en Londres y desde allí escribió sus artículos. Lejos de los árboles, la distancia le permitía ver mejor el bosque histórico de España. Todavía hay cándidos que exigen del buen historiador la presencia en lo que narran. Pero los grandes historiadores no sólo no necesitan ser testigos oculares, sino que, de haberlo sido, no podrían conocer tan a fondo ni interpretar tan agudamente los hechos que relatan. Hoy, gracias a Momsen y otros, sabemos de Roma más y mejor que los romanos. También Marx supo de España más y mejor que los españoles de su tiempo y que muchos del nuestro. Contaba para ello con su genial método histórico y con las facilidades que le daba para la investigación el conocimiento de la lengua española.

El dato, poco divulgado, lo refiere el anarquista español Anselmo Lorenzo. En su viaje a Londres, Lorenzo conoció a Marx, que le habló en español y «de literatura española, que conocía detallada y profundamente, causándome asombro lo que dijo de nuestro teatro antiguo, cuya historia, vicisitudes y progresos dominaba perfectamente». También la hija mayor de Marx, según Lorenzo, hablaba español. ¿De dónde les venía este conocimiento? ¿Lo habían adquirido por gusto o era una tradición familiar, como en tantos descendientes de judíos expulsados de España? No se olvide que Marx era judío. El dato puede ser interesante para los biógrafos, aunque generalmente se le hace proceder de una familia de judíos húngaros emigrada a Holanda. Lo más probable es que Marx, que hablaba y escribía varias lenguas europeas, y traducía del griego y del latín, aprendiera rápidamente el español para leer por vía directa a nuestros clásicos, como leyó toda la vida de Shakespeare, a quien admiraba inmensamente, y los de otras literaturas, antiguas y modernas. Hay unas palabras suyas en 1854, que parecen corroborarlo: «España – escribe– constituye actualmente el objeto principal de mis estudios... La tarea no es excesivamente fácil. Lo más difícil es establecer la ley que ha presidido a la evolución histórica. En todo caso, hice bien en empezar a su tiempo por el Quijote».

Se ha acusado al método histórico de Marx, por la interpretación materialista o económica de la historia, de sobradamente unilateral y simple. Sin embargo, estos ensayos sobre la revolución española prueban hasta qué punto su método toma en consideración los factores variables o particulares de la raza, de nacionalidad, de temperamento, de circunstancias históricas especiales. No está libre su trabajo de algunos errores, que corrige aquí y allá, en notas oportunas, don Jenaro Artiles; pero por lo general son de poca monta y, en cambio, ¡qué honda es su visión de la historia de España, la antigua como la contemporánea! ¡Con qué claridad penetra en el maremágnum de tantos episodios confusos y hasta ahora mal interpretados, y en la psicología de tantos «héroes» que parecen conducir la historia y que en rigor son conducidos por ella, como marionetas movidas por las fuerzas profundas e invisibles de las clases sociales!

A Marx, experto conocedor de las relaciones entre lo colectivo y lo individual en el desenvolvimiento histórico, no le deslumbra la aureola tribunicia o marcial con que tantos personajes de relumbrón sugestionan teatralmente al buen pueblo. A Espartero, el ídolo popular caído y levantado varias veces, le considera «como una figura cómica». En otra parte, le llama burlonamente el «Cincinato español», por sus aficiones a la jardinería y a la horticultura. Los afanes reformistas de Floridablanca y Jovellanos, en la Junta Central de 1808, le parecen poco serios. Del segundo dice que «no era un hombre de acción revolucionaria, sino más bien un reformador bien intencionado que, a causa de su indecisión en los medios a emplear, no se atrevía nunca a ir hasta el fin.»

Marx, en suma, constituye el concepto heroico de la historia, que es el que casi siempre ha servido para escribirla y desnaturalizarla, por el de la lucha de clases, que ilumina como ningún otro. Próximamente volveremos sobre el tema.

Luis Araquistain.