Rafael Blanco y Caro
Un arquitecto de la patria
[ Juan Cebrián Cervera ]
Sí señor; es ese caballero. Fíjese; es el menos alto, el que avanza suelto, ágil, con aire un tanto marcial, mejor dicho, con el paso de quien está acostumbrado a hacer la jornada suya de cada día y marcha resueltamente, sin prisa, en la seguridad de estar a tiempo donde se propuso llegar.
Bajo el sombrero, arbitrariamente abollado con seriedad de mosquetero veterano, se desborda el blanco torrente de pelo blanco; brillan los ojos, donde parece vivir su espíritu transparente como el vidrio de las antiparras, y en su faz albea el recio y abundoso bigote, caracterizando más su rostro.
Observe usted cómo al salir de su casa ha dedicado una mirada atenta al edificio que ocupa el Museo Arqueológico Nacional y cómo después detúvose ante el arco triunfal que por orden del buen Rey Carlos III se levantara en la villa que gracias al Soberano cada día se acercaba más en urbanización a ser corte. Advierta, que en la magnífica plaza de Castelar, en ese cruce de hermosas perspectivas ciudadanas, nuevamente le frena el interés, y vea usted cómo de un aliento, sin otra novedad que posar la mirada en la iglesia de San José, llega hasta el vetusto y serio edificio donde se aloja la Academia de Bellas Artes de San Fernando.
Como es académico por muy bien ganado título, aureolado por el respeto de todos entra en el docto palacete el señor arquitecto D. Juan C. Cebrián.
–
Era por los años de 1869. Un teniente del Ejército español cumplía veinte abriles, y ese oficial acaso se dio cuenta de que debió nacer dos siglos más temprano. Entonces hubiera podido soñar con la grandeza y con la gloria que desde el otro lado del mar le brindaba América a manos llenas, hubiera podido ser guerrero y colono como Cortés o Belalcázar, descubridor como Balboa o Alvar Núñez, rebelde y buscador de El Dorado como Aguirre, y llenar páginas y páginas de hazañas bélicas y poblar tierras y tierras como los caballeros cuyas historias narra Juan de Castellanos en las Elegías de varones ilustres de Indias.
Sin embargo, aunque los tiempos habían cambiado, quedaban cosas por hacer en una América que no fue ciertamente preferida de nuestros compatriotas; ahí estaba California, donde las Misiones franciscanas españolas extendieron su campo de acción evangelizadora y cultural, de la que fue paladín fray Junípero Serra.
Allá emigró el que pudo ser guerrero y conquistador.
Pasaron años y años hasta que a la patria grande volvió el nombre de D. Juan C. Cebrián.
Primero aisladamente, y luego con insistencia, se supo de la labor hispanófila de un español.
Este construía una iglesia en Santa Bárbara con rasgos arquitectónicos nacionales, y un terremoto deshizo la obra; que ese mismo caballero –madrileño por más señas– pensionaba artistas y estudiosos para que viniesen a la gran patria a beber en las fuentes más puras de nuestro arte; que estimulaba y protegía cátedras de lengua y literatura castellanas en Centros docentes estadounidenses.
La magistral obra del malogrado Julián Juderías, La leyenda negra, que es reivindicación documentadísima de la acción española y concluyente demostración de que envidias, falsedades y calumnias extranjeras, colaborando con nuestro pesimismo y apatía racial, llegaron a formar una seudo-historia denigrante; pues bien, de ese alegato, así como de la traducción de la obra del americano Lummis, Spanish pionners, se hicieron por cuenta del Sr. Cebrián copiosísimas ediciones, distribuidas gratuita y profusamente, en especial a estudiantes de Historia.
Alguna otra obra de arte y arqueología nacional, por su elevado coste editorial, no hubiera podido ser publicada sin la colaboración administrativa generosa del Sr. Cebrián.
De su mano ha recibido la Biblioteca pública de San Francisco de California más de tres mil libros españoles; la Nacional de Madrid le debe gratitud por la donación de interesantes volúmenes, y la de la Escuela de Arquitectura de esta capital le agradece más de cinco mil obras, cuyo importe excede a ciento veinticinco mil pesetas, habiendo alguna de la cual se venden los dieciséis tomos de que consta en cinco mil pesetas.
También se sabe que la traza e iniciativa del templo de Nuestra Señora de Guadalupe –iglesia española construida en San Francisco– fue de los señores Cebrián y Molera, y que en la Universidad de Berkeley hay un busto de Cervantes, regalo de este magnífico hacedor de patria.
Con tenacidad incansable trabajó y se esfuerza en lograr que desaparezca “el falso apellido de latinos aplicado a nuestra América y a nuestra raza, y que se imponga en ambas Américas y en la Península madre la denominación única de española o hispana, aplicada a la raza de habla española, e hispánica a la raza de habla portuguesa, puesto que Hispania fue el verdadero nombre de nuestra Península, e hispanos serán, españoles o portugueses, cuantos de la Península madre procedan”.
Muy recientemente, hace escasas semanas, se vuelve a premiar oficialmente la labor constante y sin desmayos del Sr. Cebrián, al ingeniero-arquitecto efectivo se le hace además arquitecto honorario, y en la Academia de Bellas Artes se honra al que tantas veces fue por la honra de España.
En el Golden Gate Park californiano, entre la sombra de los árboles y en la serena belleza del paisaje, se alza un monumento que Molera y Cebrián erigieron a uno de los epígonos de la raza, a Miguel de Cervantes.
En el pedestal reposa el busto del hidalgo, ¡no puede negar que es el padre de Don Quijote!
Respondiendo a una idea originalísima, Don Quijote y Sancho se arrodillan ante su creador en agradecimiento por haberles sacado a la plaza del mundo, de las sombras en que vivían. Locura de raza, heroísmo, ambición, buen sentido… todo se prosterna ante la cabeza melancólica de Cervantes.
Pasarán los años, muchos seguramente; un día uno de estos hombres ecuánimes, sabios, estudiosos, que saben elevar su corazón a la altura de su cerebro, escribirá una continuación de los varones ilustres de Indias y ahí se leerán las nuevas jornadas del espíritu español. No serán de capitanes ni adelantados; pero se hablará de uno que fue teniente del glorioso Ejército español, arquitecto, patriota, y... fíjese usted, señor, en ese caballero, más bien bajito; se llama don Juan C. Cebrián; es ese que avanza ágil, resueltamente, sin prisa, con la seguridad de que estará a tiempo donde se propuso llegar.
[ El original impreso en 1932 ofrecen a los lectores dos santos que no reproducimos por solidaridad con los lectores invidentes, aunque transcribimos sus pies: «Excmo. Sr. D. Juan C. Cebrián, benemérito patriota, que acaba de ser nombrado Arquitecto español honoris causa.» y «Don Quijote y Sancho se arrodillan ante su creador. Monumento que los Sres. Cebrián y Molera, con la colaboración del escultor J. J. Mora han erigido en el Golden Gate Park californiano.» ]