Rafael Burgos
Nuestra Escuela Teológica
El insigne polígrafo Menéndez y Pelayo, a quien tanto debe la ciencia y cultura españolas, nos dejó en sus obras la pauta que nos ha de guiar a nosotros para en su día escribir la Historia de la Teología en España. Historia que hubiera escrito el Maestro a poco que hubiera ensanchado el marco de sus investigaciones relativas a esta ciencia, para cuya historia aportó tan valiosos materiales. Pero Menéndez y Pelayo, como dice Artigas, «prefirió, y fue uno de sus mayores aciertos, levantar hitos indicadores en puntos estratégicos, dejarnos muestras ejemplares de la obra magna. Dejó, continúa, trabajo comenzado y delineado para muchas generaciones».
Al pretender estudiar esta tan importante rama de la ciencia, como es la Teología, que en España, más que en ninguna otra parte ha alcanzado su máximum de investigadores, no se puede olvidar en forma alguna el estudio de las obras de Menéndez y Pelayo. Este insigne sabio, eje de la vida intelectual española, al estudiar todas las manifestaciones de saber humano con relación a nuestra patria, encontró teorías, escuelas aisladas, pero sin conexión ni enlace en el tiempo que las pudieran definir como ciencia española. Sólo en la Filosofía y en la Teología, sobre todo en esta última, encontró la continuidad histórica que la pudieran presentar como ciencias genuinamente españolas, en el sentido, claro está, en que puede localizarse una ciencia. «Y es que la Teología española, copiamos de Menéndez y Pelayo, no es una galería de nombres aislados a los cuales separe entre sí larguísimo tiempo, sin otra conexión que la identidad de sangre y de su patria, sino que en ella, más que en otra alguna de las manifestaciones del pensamiento ibérico, brilla y aparece de manifiesto la vigorosa unidad y la cadena nunca rota de nuestro genio nacional, en términos tales que ni nuestro mismo arte, ni nuestra literatura, ni nuestra misión providencial en la historia, quedan enteramente comprendidos, a lo menos en su razón más honda, sin la clave de nuestra Teología, que fue por los siglos en España la ciencia universal y enciclopédica, no porque anulase las restantes, sino, al contrario, porque a todas las abrigó amorosamente bajo su manto y a todas las informa con su fecundo y generoso espíritu», por lo cual no es sólo una ciencia eminentemente cultivada en España, sino que, además, se encuentra en ella la explicación de todas las demás manifestaciones de la ciencia y cultura españolas. Esta misma idea sobre nuestro glorioso historial teológico está calcada en todos sus escritos. ¿Qué es si no su Historia de los Heterodoxos? Él mismo la define, diciendo que era la Historia de España vuelta al revés. Como si dijera: Aquí tenéis una España, mejor dicho, las ideas de unos cuantos españoles, que se separaron del sentir del alma hispana, pero son pocos, carecieron de fuerza en sus teorías, no pudieron interrumpir, mucho menos romper, la tradición que el curso del tiempo había hecho de España «un pueblo de teólogos», en el rigor de la palabra. Y en todas las demás obras resalta este mismo criterio, porque Menéndez y Pelayo es el único español que llegó a comprender y sentir –¡y de qué modo tan admirable!– la verdadera Historia de España, de su cultura, de su ciencia, a través del curso de los acontecimientos en el tiempo. Y estableció una norma para su interpretación. Porque todos los sucesos aislados, por grandes que sean, nada representan para analizar su valor real, sin un nexo que los una fuertemente, sin una idea fundamental y básica que, en síntesis, nos de a conocer la Idea permanente que vive y actúa en la conciencia de los individuos en la sucesión y marcha de los acontecimientos y del tiempo. El hombre muere; hay algo, empero, que no pasa, que perdura, que excluyéndose a sí mismo de la ley general de caducidad, flota en los límites de lo eterno.
Y esta es la Idea que, al verificarse en el transcurso del tiempo, recoge todos los hechos aislados para informarlos e incorporarlos a un conjunto armónico, es decir, a la Historia, con su verdadera significación.
Una duda pudiera suscitar esta cuestión: si nosotros, al recoger todos los hechos en un conjunto, abstraemos su forma, o, por el contrario, la idea es la que informa, es anterior al hecho. En una palabra, si es a priori o a posteriori. Tengo para mí que la Idea permanente preside, es anterior a todos los actos, sean del entendimiento, sean de la voluntad, y se verifica siempre, sobre todo tratándose de los actos del entendimiento, que son los que principalmente estudiamos, aunque para escribir la Historia procedamos a posteriori, para que con mayor claridad aparezca verificada en el tiempo la Idea permanente con continuidad histórica.
Menéndez y Pelayo reconoció, quizá mejor, descubrió, la existencia de una verdadera escuela española, en la también españolísima ciencia de la teología. Querer separar la Historia de España de la del Catolicismo, es empeño pueril. Porque la Historia de España tiene un nexo tan íntimo con la de la Iglesia que, en realidad, vienen a confundirse. El historiador no podrá romperlo, y al escribir la Historia de España, habrá trazado las páginas de la Historia Eclesiástica, y al historiar las ideas de nuestra nación, no podrá desentender la influencia de las ideas católicas sobre el sentir del alma hispana. Y este sentir tiene sus mejores intérpretes en nuestros teólogos, en los que la ciencia española alcanza su máximo de esplendor, por la solidez de las doctrinas, pocas veces desviadas de la verdadera fuente de estas materias, por su claridad en la exposición y en el método, por la contundencia en sus argumentos, por la elegancia en el decir y hasta, a veces, en su fina ironía y, sobre todo, por el gran número de cultivadores de esta ciencia, todos de la más sana ortodoxia. Este convencimiento de la grandeza de nuestro historial teológico hace decir a Menéndez y Pelayo, al hablar de la especialidad dogmática de nuestros teólogos que en ella encontraron «el campo natural de sus tiempos y la forma más adecuada a su último desenvolvimiento, forma que de las escuelas pasó a la acción y penetró en la vida, llegando a hacer a España, en los dos siglos más influyentes de su historia, algo que ni antes ni después ha vuelto a verse en el mundo, es decir, una nación de teólogos armados.
Bastará ya lo dicho para despertar en nosotros avidez y codicia por conocer la Historia de nuestra Teología, que es la Historia de nuestra Ciencia, y hacer resurgir en lo posible aquellos días venturosos en el que el estudio de la Teología era el complemento de toda educación. Mientras que España no vuelva sus miradas a su glorioso pasado, mientras reniegue de lo que debe ser su más legítimo orgullo, no veremos una España grande, una España gloriosa, una España española.
«¡Triste de la nación –copiamos, para terminar, de una carta de G. Laverde a Menéndez y Pelayo–, que deja caer en el olvido las ideas y conceptos de sus mayores! Esclava alternativamente de doctrinas exóticas entre sí opuestas, vagará sin rumbo fijo por los mares del pensamiento, y... cuando acabe de perder los restos de la ciencia castiza, perderá a la corta o a la larga los caracteres distintivos de su lengua y los de su arte y los de sus costumbres, y luego estará amenazada de perder también hasta su integridad territorial y su independencia, que mejor que con lanzas y cañones, se defienden con la unidad de creencias, sentimientos y gloriosos recuerdos, alma y vida de los pueblos.» Y fijen su atención en estas palabras los que quieren ahogar nuestro pasado e imponernos doctrinas y costumbres exóticas, los que pretenden levantar el espíritu español.