Hora de España
Valencia, abril de 1937
número 4
páginas 47-50

Notas
La nueva vida de «El Viviente»
(sobre las Obras completas de José Ortega y Gasset)

 

Hay un momento en que las ideas de nuestros maestros no nos parecen opiniones de unos hombres determinados, sino la verdad misma anónimamente descendida sobre la tierra.
J. Ortega y Gasset

Ya ha hablado, hace pocos días, desde el periódico «Frente Rojo», un discípulo de Ortega, Julián Marías, señalando el hecho de la aparición de las obras completas del maestro, en segunda edición, que lanza Calpe, y no hemos de insistir en el maravilloso acontecimiento, por haber sido justamente notado y por preferir que quede en emoción el pensamiento de que este lazo inmenso, complejísimo, de ardiente vida e implacable razón, haya brotado, letra a letra, con serena firmeza, entre la destrucción que queda, a su luz desmentida.

Pero hablar de la obra de Ortega en este momento, hablar de Ortega, pues su obra, no es más que un signo de su ser, como su frente o sus manos, encierra la dificultad de compaginar su paso lento, su trazo amplio y desprendido con nuestra mente actual, turbada por tan aceleradas contingencias. Sin embargo, ahora es cuando hay que hablar sin pérdida de momento, ahora es cuando hay que leer o releer la obra de Ortega, para encontrar en ella la obra que dijimos ayer, el pensamiento que estamos pensando, el proyecto de lo que nos disponemos a ejecutar. Amigos y enemigos, discípulos y detractores, tenemos hoy día el pensamiento de Ortega, difundido en la médula del propio pensamiento y como perdido, más hondo que el recuerdo; los que intentamos seguirle, le seguimos hasta cuando creemos estar improvisando, y los que le combaten, le siguen hasta cuando creen estar combatiéndole. ¿Por qué, pues, le combaten? Ciertamente, a Ortega se le ha combatido sólo por razones políticas, y si hay una cosa que exija ponerse en claro, es que Ortega, de política, lo que más clara y reiteradamente ha dicho, es que no hablaba de política. Me refiero a la época anterior a su actuación parlamentaria, y a sus trabajos que podemos llamar extraparlamentarios, [48] aun dentro de esa época: No es posible hablar ahora de la pasión política de Ortega –pasión, en el sentido cristiano y en el profano–; dejemos este tema para tiempos de paz, porque en ese dichoso tiempo venidero, nuestro deber más señalado será armar guerra sin descanso. Pero esto no es esquivar la cuestión, pues, sin ambages, vaya esta afirmación como resumen: en la mayor parte de los juicios de Ortega, y pongamos el más duro para con la actualidad social «La rebelión de las masas», puede encontrar el pueblo, es decir, el hombre que con una limpia prosapia de humanidad se disponga a beber la clara visión del tiempo nuevo, puede encontrar estimación más acendrada, promesa de porvenir más dilatado y excelso que en el noventa y nueve por ciento de las teorías propugnadoras de la salud social que hoy se acredita. Quede, por tanto, patente, que, soslayar esta faceta de la obra de Ortega, no es considerarla peligrosa, sino tener el convencimiento de que hay en ella mucho que explicar primero. Y no es que Ortega haya sido hasta ahora mal entendido; lo que ha pasado es que el español, al encontrar sus verdades más íntimas, tan luminosa y brutalmente –como él mismo dice– expuestas –sí, luminosa y brutal, puede quedar muy bien como definición de la verdad de Ortega–, ha reaccionado, por pudor, o por no sé qué avaricia de ensimismamiento, mandándolas nuevamente a yacer en su fondo inexpresado, como si nada hubiese oído. Esto en el mejor de los casos, y en el peor, negándolas, en la confianza de que ningún otro se atreverá a declararlas propias. En este caso, también es en el que se señalan sus errores. Y para que no falte nada en esta breve exégesis podemos empezar señalando uno de ellos: en el prólogo a la primera edición de sus obras completas. Ortega dice, con desconfiada amargura: «¿Puede esperar un español que algún compatriota sienta interés por el secreto de lo que fue su vida?», y con esto da a entender que él no lo espera; sin embargo, la vida y la obra de Ortega, o más bien la vida de su obra, la biografía de sus ideas, está ya, si no trazada, apuntada en sus líneas principales, verá la luz cuando él menos lo espere, irá, en cuerpo de libro, a contradecirle. Este ejemplo, sirva a todo aquel que, habiéndole visto bordear algún yerro, no haya comprendido que Ortega, como el discutidor violento, que en medio de la disputa grita con insistencia, ¡a que no!, ¡a que no!, lo que quiere es que sí.

Ortega es el primer maestro español que crea una escuela pulcra, coherente, y tenaz; no ha podido pasarle lo que al gran Unamumo {(*) El parangón entre estos dos maestros, Ortega y Unamuno, es algo que solamente puede llamarse de un modo: nuestro porvenir. En cuanto a las dos escuelas, sucede que lo que en Ortega es luz, en Unamuno es fuego, y el fuego produce siempre efectismos}, que la sucesión de su obra excelsa se ha corrompido pronto en el discipulaje, minado por la impostura, y no ha podido sucederle, porque recurriendo a la definición anterior, su verdad es luminosa y brutal. Enlazo estos dos términos, con la conjunción, para que [49] afirmen su antítesis, pues esta alusión a lo bruto, apunta expresamente a su intrínseca oscuridad. La verdad de Ortega es la razón en su física, en su carnal latido, en su oscuro designio, es la razón, como criatura natural, es la razón viviente. Ortega no ha hecho más que vivir su razón y pensar su vida, como aquel árabe andaluz, que se llamó «El viviente hijo del vigilante»; Ortega asume esta misión de vivir, como función posterior a la de vigilar, como consecuencia última y principal; vivir abriendo el seno de la verdad entrañable, contemplándola en sus fuentes sangrientas, en la vena de sus fugaces, perecederos momentos.

En el número anterior de esta revista, al escribir el nombre del maestro en la nota dedicada a Larra, apunté, aunque insuficientemente, la esencial peculiaridad de su actitud mental. La vida en Ortega, no toma su relieve de una ditirámbica exaltación ni de un estimulante decorado poético ni de un imperioso mandato de atención a ella; lo toma exclusivamente de su finitud. Sus horas, contadas, son el espacio que se nos da para contemplarla, como dechado o paradigma supremo; cada momento es una despedida y debe ser abrazado por una mirada larga, saboreadora de toda su faz. Ortega sale a la vida, como Segismundo de su prisión, y el destino se ha encargado mil veces de volver a encerrarle. Y bien, ¿cuál es el fin de todo esto, cuál es el lado positivo de esta sangría de contemplación? La esencia misma del contemplar. Contemplar, es lo que anua los dos actos, vivir y abstraer, y, ¿no es esta la esencia del bien vivir?

Cuando Ortega, en su certera y apasionada mirada histórica, se acerca al mundo antiguo, la más compleja e inexpresa confesión de Grecia parece ir a surgir de sus palabras; allí es donde parece que su verdad va a precipitarse en el verdadero lecho, fertilizando la perspectiva extensa, y así es en efecto, sigue de modo velado y breve; pero la clave se encuentra en estas palabras sobre Esquilo: «Le acongojan los problemas del bien y del mal, de la libertad, de la justificación del orden en el Cosmos, del causante de todo. Y sus obras son una serie de acometidas a estas cuestiones divinas». Más tarde, resume: «A fuerza de piedad, quisiera superar la religión popular, que es insuficiente para la madurez de los tiempos». La tara laica que empezó a arrostrar la generación de Ortega, y que en las siguientes ha dado tan funestos resultados, le impidió afrontar con desembarazo la idea de la piedad, que es lo que antes he llamado el verdadero cauce de su pensamiento, esto es, la extensión de futuro donde ha de remansarse. Necesitó buscarla en momento anterior a su hegemonía cristiana, para verla como fruto de madurez, como flor de extremas altitudes, como realidad humana del bien.

En la noción incompleta, parcial, que pueden dar estas líneas, sólo cabe señalar las dos riberas que el hilo de su pensamiento demarca: la vertiente de lo pensado, en su fluido y vivo acontecer, «La teoría de Einstein es una maravillosa justificación de la multiplicidad armónica de todos los puntos de vista. Amplíese esta idea a lo moral y a lo estético y se tendrá una nueva manera de sentir la Historia y la vida», la vertiente de lo vivido en su trascender poético. «Esta [50] bárbara atmósfera, produce en alguna rara ocasión formas sentimentales, de amor femenino, sobre todo, donde la entereza bravía de lo infrahumano es sin pérdida transportada a la clara región del espíritu. Y entonces, yo creo que nos hallamos frente a una de las cosas sublimes que existen en el universo. Mas, sobre este punto, silencio. Es uno de los sacros misterios de España que no conviene tocar, sino en momento de exaltada visión.»

En suma, luminosa confusión germinadora en el seno inagotable de la realidad.

Rosa Chacel

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