Filosofía en español 
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Dietario

[ Valentín Bleye Jiménez ]

La fonovisión

Ya traspuesto el umbral del Otoño, vuelve el horario de invierno. No nos referimos al escamoteo o a la devolución de esos sesenta minutos que, por ciertos imperativos convencionales «camuflan» la auténtica hora solar. El «horario de invierno» es un horario de nuevas costumbres, de nuevos reajustes en la cotidiana ordenación de nuestras actividades.

El verano desarticula esta apacible reglamentación de hábitos y obligaciones que rige durante todo el año y, con más exactitud que nunca, en el invierno.

Las viejas ciudades provincianas se han caracterizado siempre por esta calmosa y rígida distribución horaria. Cada vecino tiene un «método de vida», matemáticamente dosificado. Y cuando algún ciudadano se mofa de la «dictadura del reloj» y despreocupadamente hace trizas eso que llamamos los «convencionalismos sociales» –que después de todo son una cosa muy respetable,– enseguida suscita la animadversión de sus convecinos o, cuando menos, su menosprecio. A estos «anarquistas del reloj» y de las «buenas costumbres» se les suele llamar «calaveras» y hasta «libertinos»…

Por eso hay que someterse pacíficamente al horario y a las normas de las buenas costumbres provincianas, procurando evitar arbitrariedades y perturbaciones cronométricas.

Así, por ejemplo, existen en la vida provinciana horas definidoras del burgués y apacible vivir: la hora del desayuno, la hora de ir a la oficina, la hora del paseo, la hora de la siesta, la hora de la tertulia en el café o en el casino, la hora del almuerzo y sobre todo la «hora del cine». Esta «hora del cine» –que es un hallazgo relativamente moderno en el costumbrismo provinciano– es acaso la de la máxima importancia en el itinerario cotidiano del burgués. Es una hora que se espera con ansiedad como un refugio y también como una evasión. Refugio blindado contra las vulgaridades, contra las pequeñas desazones y los «dolores de muela del corazón» que son los menudos disgustos que mortifican nuestra vida cuotidiana. Evasión, válvula de escape, para nuestra capacidad de soñar, inefable ocasión para echar al aire la cometa azul de nuestra fantasía navegante sobre el cielo de plata de la pantalla.

He aquí una hora trascendental, una hora que nos parece casi indispensable para la higiene y hasta para la terapéutica del espíritu. Ir al cine es «olvidar» durante ciento veinte minutos las vulgaridades y la tediosidad de nuestras burguesas existencias, es recibir como una ducha lustral de ensueño y, de emoción o de poesía que nos rejuvenece y nos vigoriza espiritualmente tanto como leer un buen libro.

Por eso recibimos con inquietud la noticia que nos llega desde Washington, según la cual una Compañía –la «Radio Theatre Corporation»– trabaja actualmente en un nuevo dispositivo de fonovisión mediante el cual podrán ser proyectadas las películas en los hogares particulares utilizando los hilos del teléfono.

Este invento significaría la frustración de la «hora del cine», y aunque subsistiría el placer de admirar una buena película, no cabe duda que implicaría una evolución del horario provinciano. Volvería a «introvertirse» la vida burguesa al ámbito hogareño y se escamotearía esa hora de grata convivencia mundana que ha venido a embellecer y a dulcificar el áspero mundo social de las pequeñas ciudades provincianas…