Alférez
Madrid, 31 de mayo de 1947
Año I, número 4
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Introducción al pecado histórico

Desde hace varios siglos –desde el Renacimiento quizá, o desde el siglo XVIII, según miremos a las raíces o al fruto– el cristiano ha perdido su dimensión colectiva. Toda esa región de su vivir que se va haciendo en colaboración con el prójimo ya no es plenamente habitada por la fe, que, como un sitiado medieval, se ha refugiado en la torre del homenaje del más íntimo «yo», apenas guarnecido de la mera convicción intelectual. Alguien hablaría, no ya del cristiano-átomo, sino del cristiano-partícula elemental, pero ni aun eso es exacto, porque la física actual enseña la honda y universal compenetración y la mutua influencia de los más distantes hechos materiales. (Y, en rigor, ¿hay algo en el hombre absolutamente ajeno al hecho de existir en compañía? ¿Sería uno hombre sin los otros hombres?)

Si leyéramos más la Sagrada Escritura –el Antiguo Testamento, sobre todo, con sus pueblos castigados en masa o elegidos– nos daríamos cuenta de que el asunto de la salvación y el pecado es menos personal e intransferible de lo que creemos. Exagerando grotescamente, diríamos que nos salvamos o dejamos de salvarnos por naciones y por reemplazos, por quintas. Pues si es mucha verdad que para que un pecado nos sea imputable mortalmente ha de tener, como nos recuerdan los devocionarios, las tres condiciones de materia grave, advertencia plena y consentimiento pleno, es decir, tiene que ser obra de nuestro «yo» más consciente e individuado, sin embargo, no olvidemos que no todo el mal del mundo proviene de responsabilidades mortales, sino que puede llegar por un conjunto de pequeñas faltas estratégicamente, ubicadas y, sobre todo, de inconsciencias. Esto es lo peor: lo inadvertido. El más terrible mal del hombre de hoy es que su conciencia de pecado, ese catálogo de posibles faltas de que se cuida en todo momento, se ha encogido pavorosamente, quedándose reducido a muy pocos mandamientos, generalmente en su aspecto negativo y aun éstos en el orden puramente individual, olvidando la trascendencia social, colectiva. Los exámenes de conciencia que a todos nos han enseñado a hacer no preguntan más que lo que he hecho yo, sólo yo, como si no existiera el pecado en colaboración, en colectividad, y, hasta por simple «seguir la corriente» al tiempo en que nos ha tocado vivir. Así no sería imposible el caso de alguna entidad colectiva en que cada uno de los miembros fuera un santo varón y se salve sin duda alguna, mientras que la labor general de esa entidad sea por completo nefasta, de un equivocamiento verdaderamente obra del diablo.

Quizá no sea temerario pensar que en la bienaventuranza obtiene un grado especial de gloria (al menos, un mayor gozo accidental, como diría Santa Teresa) el que se salva en unión de los demás hombres de su lugar y tiempo, o el que siquiera trabajó siempre porque fuera así.

Al pasar a las manifestaciones y consecuencias de esta descristianización de la dimensión colectiva del hombre, hallamos como primera y más general la pérdida de las riendas de la historia en toda la superficie del planeta. La historia se va al diablo. Instituciones de gobierno, productos de cultura, arte, poesía –hechos todos éstos colectivos, al menos en su raíz–, dejan de ser auténticos frutos del hombre redimido, aunque, como en seguida indicaremos, a menudo nos engañemos con productos artificiales, sepulcros blanqueados. Pues, lo peor es que, en lugar de reconocer nuestra situación para pedir a Dios que nos permita remediarla, nos entregamos sin más a la ridícula pretensión de crear, con nuestra poca fe, de dar expresión a una creencia arrinconada y exangüe. iY tan poca es nuestra fe! Como que ni siquiera somos sinceros y reconocemos su poquedad, lo cual habría de ser la base previa para todo, para aumentarla primero, y para darle verbo por último. Así, ¿cómo vamos a tener nunca verdadera, total fe? Primero recemos: «Señor, aumenta nuestra fe; ayuda nuestra incredulidad.» Luego ya podrá la fe salir de su agujero y reconquistar la integridad del hombre, hasta el colmo de su dimensión de criatura colectiva, con aquello que da forma a esta dimensión: el lenguaje y la creación artística. Y así, la creencia que hoy, como más, no pasa de ser ideología, convicción intelectual, calará nuestra tierra y se hará subconsciente, sangre, costumbre inmemorial, que podrá florecer, sin reelaborarse en el cerebro, en líneas, piedras o melodías. Insistamos siempre en lo mismo; para empezar, seamos humildes, sinceros, que a Dios no se le engaña, y aun, con el tiempo, a los hombres tampoco; tomemos como punto de arranque tan sólo lo que verdaderamente poseamos, aunque sea apenas una mota de arena. ¡Qué más necesitaríamos que el granito de mostaza evangélico!

Porque, no hay que cansarse de repetirlo, todo es preferible a la inautenticidad, a los pasos en falso. El no reconocer nuestra actual indigencia da origen a esos híbridos «colaboracionismos» ocultos, transacciones con la circunstancia en que vivimos, por las cuales o bien se finge cristianizar lo que no es ni será jamás cristiano, o se quiere vivir hoy con lo que un día remoto fue creación y palabra de la fe, pero que no nos sirve en nuestro siglo. A veces, el tinglado se sostiene un rato y hay quien piensa morar en él, pero no tarda en ceder su fundamento de arena. Es sabido que los híbridos tienen como característica la esterilidad; por eso, sólo pueden durar una generación estos neoescolasticismos, estas poesías a lo Péguy, estos «existencialismos católicos», estos populismos derechistas, dejando en la intemperie más desengañada a sus sucesores.

Entre estos inconscientes «pactos con el siglo» uno de los más en boga es el que llamaríamos de la sobrevaloración de la eficacia, en el sentido del bussinesman. Para quien tenga un granito de fe, es a menudo más provechoso al prójimo un ermitaño que pasa el día en contemplación en su cueva, que un clergyman deportivo que viaja de un lado a otro con la máxima rapidez, arengando por micrófono a las multitudes –sin que se pueda por eso menospreciar a éste–. Mas el hecho es que hoy día, con una voluntad de poderío más nietzscheana que cristiana, y con unos procedimientos esotéricos demasiado bien aprovechados de los enemigos de la Iglesia, parecemos cifrar la catolización del mundo en la conquista de los tan cacareados «puestos rectores de la sociedad». Con un concepto de apostolado no muy bien entendido, olvidamos que estos puestos no pueden ser meros puntos de partida para ejercer influencias, (¡la terrible palabra del siglo!) por muy santas que sean, sino que significan una tarea específicamente distinta, una dedicación a un campo de problemas, o sea, una vocación y una aptitud para el puesto en sí mismo. Parece haber surgido un «mandamiento de monopolio», según el cual lo más importante para desempeñar una función no es el valer de ella, sino el ser varón pío. Unas veces como tapón para evitar gentes de menos resplandeciente ortodoxia; otras veces con la idea primordial de ejercer apostolado (¡misérrimo apostolado el del incompetente en su oficio, que escandaliza a creyentes y aleja para siempre a los no creyentes!), tal se realiza el pecado de la incompetencia. Un dirigente, un profesor que utiliza su cátedra para recomendar a sus inferiores la práctica de tal o cual ejercicio piadoso, ya juzgará bienaventurada su silla desde el día en que la ocupó, aunque tal vez él esté, por debajo de lo que la silla requiere. Es el caso del pequeño intelectual católico, que piensa cómodamente que por poseer la verdad en su fe, ya tiene superados a los demás intelectuales; que es más importante que ellos porque les sabe refutar.

«Para servir, servir», dice el lema de un amigo nuestro. Valer para el lugar que se ocupa, y lo demás vendrá por añadidura. ¿Qué mejor apostolado que el de cumplir con toda dignidad nuestro oficio, con nuestros talentos desplegados al máximo, pero sin ir un ápice más allá de lo que merecemos por nuestra capacidad?

...Y así podríamos seguir –y tal vez sigamos otra vez– pasando revista a las consecuencias del pecado histórico; en el arte, en la poesía, en la cultura, en lo político. En general, la labor ha de ser siempre la misma: dar una patada a todas las tramoyas híbridas, pseudomorfosis erigidas por católicos insinceros, temerosos de afrontar su pobreza. En una palabra, deshinchar los perros. Luego, hallada la roca viva, se puede dar paso al construir.

Gambrinus


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