Alférez
Madrid, 30 de junio de 1947
Año I, número 5
[página 3]

De la paciencia

Hay quien afirma, muy convencido, que las cosas de este mundo van ahora peor que nunca. ¿Peor que nunca? Notemos que el mismo que dice esto afirma también que dentro de poco irá todo mejor que nunca. Son cosas que decimos los jóvenes: nuestro entusiasmo nos lleva a creer que vivimos en la época más importante de la historia del mundo. Por eso nos lanzamos a la calle de golpe y nos damos a un trabajo inútil, atropellado, exterior a nosotros mismos, y nos dedicamos a buscar con estúpida vanidad el heroísmo. Y todo lo que decimos está lleno de una mística retórica, absurda, mientras nuestra alma y nuestro cuerpo siguen sin hacer nada más que zarandearse de acá para allá locamente.

Y es que anda muy escasa la virtud de la Paciencia. Entendamos por paciencia, no sólo una virtud que en ocasiones de la vida cotidiana nos hace resistir las pequeñas molestias, sino más bien una actitud total y armónica ante la vida que nos hace acomodar nuestros impulsos y nuestros deseos a la monotonía del tiempo (a esa monotonía riquísima, madre de toda virtud y de todo buen pensamiento que nos parece tan prosaica). Sencillamente: la Paciencia es el arte de no coger la pera antes de tiempo y de saber cultivarla.

Todo eso que, a primera vista, parece preparación religiosa, no es más que juventud: juventud fisiológica, la que pasa con el tiempo. Y no es que la juventud sea un mal principio, pero no es más que el primer principio. Hay que educarla. No hemos de dejar que se quemen sus ardores en salvas inútiles. Quizá alguien se escandalice si digo que hay que matar su primer impulso de impaciencia, de deseos de heroísmo, de fanatismo y hasta de ira, que algunos han dado en llamar «santa ira», como si un pecado capital pudiera ser santo (la ira es una pasión tal que, el que la tiene, pierde conciencia de lo que hace; un acto inconsciente es un acto animal: por tanto, o no es santa o no es ira).

Por tanto, conviene que tengamos Paciencia para acostumbrar a nuestro cuerpo, completamente corrompido por las comodidades de nuestro tiempo, a una ascética, si no fuerte, a lo menos ordenada, metódica e intransigente.

Paciencia, para acostumbrarnos a la tranquilidad y al silencio; para alejarnos de la máquina de emociones que es la vida actual. No estamos nunca con nosotros mismos, siempre en la calle, con la cabeza llena de colores, de gritos, de impresiones, que nos quitan la serenidad para pensar y nos cubren la realidad de apariencias para que no podamos conocerla fríamente.

Tengamos el convencimiento de que lo que debemos de hacer nos lo dice siempre antes la razón que los afectos. Acostumbramos a imaginar, no a pensar; a sentir, no a querer. Imaginamos como Don Quijote. Estamos enfermos: necesitamos emociones. Por eso nos entusiasma el gesto retórico, apariencial; la postura, el estilo, en fin, lo que nos parece bello nos importa más que el fondo de las cosas. O creemos que aquello es el fondo de ellas, a veces, en realidad, duro y prosaico. Admiramos al personaje genial, al héroe huidizo de una ocasión histórica, y no comprendemos al ser anónimo de todos los tiempos, infinitamente pacientes, que labró la tierra. Y no imitamos a éste; queremos imitar a aquél, y no se le puede imitar porque es un ser ocasional y único, y así nos salen esos aspavientos ridículos, grotescos y desproporcionados con la cosa que queremos hacer. También queremos sentir; ser protagonistas de algo en una estúpida soberbia romántica. San Agustín en un capítulo de las Confesiones, dice cómo a él le satisfacía en el teatro lo que él llama el falso dolor; la satisfacción de esa necesidad de sentir, el más morboso de los placeres que tiene todo hombre de una época decadente. Nosotros también. Y desdeñamos el dolor verdadero, el dolor racional y fundado en una renuncia real.

Somos cobardes, enormemente cobardes; no queremos el sacrificio auténtico, la realidad fría, prosaica; sólo queremos fantansías, teatro.

Vamos a buscar el dolor de verdad, la renuncia a nuestras vanidades, nuestros entusiasmos, nuestro deseo de brillar antes de tiempo, sin trabajo.

El dolor de verdad en la mortificación de nuestro cuerpo sin hacer caso de fervores pasajeros.

Cuando hayamos tenido este dolor podremos meditar la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, que hace tiempo que estamos jugando con ella por querer llegar a la mística sin pasar por la ascética; al heroísmo sin pasar por la paciencia.

Y Paciencia también para seguir el camino pequeño, poco brillante, del trabajo honrado y verdadero. Ya vendrá Dios a llamarnos si nos cree aptos para lumbreras del mundo; es hasta pretencioso y vano creernos a nosotros mismos elegidos para tales menesteres. ¿O es que pensamos que por estar en un lugar muy alto nos van a oír las gentes? Es Dios quien abre los oídos de los hombres. Y si no lo merecemos por nuestra virtud y por nuestra sabiduría (aunque sólo aquélla es indispensable), no seremos oídos. ¡Ya estamos hartos de dar tanta importancia a la propaganda y a los medios humanos! ¡Es Dios y sólo Dios quien hace las cosas!

Seamos humildes y trabajemos en lo pequeño como el Carpintero de Nazaret. ¿No estuvo treinta años enseñándonos la Paciencia, la Humildad y cómo habíamos de prepararnos para la muerte? ¿O es que hemos olvidado ya todo eso?

Y no perderemos el tiempo, porque la sangre sin el sudor es casi estéril, digan lo que digan las retóricas baratas. El martirio puede por sí solo justificar una vida, ¡y tanto!; pero en este caso aprovecha casi sólo al mártir. El martirio no hace la vida, la completa. No se puede perder ésta buscándolo como única cosa que ofrecer a Dios. Desear morir es casi un egoísmo cuando aún no se ha dado nada. El martirio lo manda Dios cuando quiere: pero el camino normal es el de la Paciencia, que hará valer la vida, tanto o más que el martirio mismo.

Y cuando estemos respaldados por una formación ascética dura y una conducta ejemplar; cuando ya no seamos señoritos con fantasías heroicas; cuando tengamos una virtud y un criterio perennes, fuera de las circunstancias del tiempo: cuando no sintamos la belleza, sino que queramos la verdad; cuando no queramos ser nosotros, sino que Dios sea, entonces estaremos libres de todo prosaísmo, libres del fracaso de Don Quijote. Que lo más bello no es lo mejor, sino que lo mejor es lo más bello.

Entonces se nos habrá olvidado eso de que nuestro momento es el más decisivo de la historia del mundo. ¡Maldita fantasía juvenil!

¡Quién sabe cuántas vueltas dará todavía el mundo con el mismo monótono, aburrido y maravilloso compás sin dejar de dar, por eso, gloria a Dios en cada momento!

Rafael Sánchez Ferlosio


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