Alférez
Madrid, 30 de junio de 1947
Año I, número 5
[página 4]

Valor, se le supone

Valor es más que ímpetu. Nuestro Pedro Laín, cifrador de un dechado ético en aquel su justo postulado de equilibrar el ímpetu y la letra, sabría fijar con exactitud lo que el valor, como virtud madura y difícil, incluye de arrojo elemental y de enfrenadoras potencias.

El valor, en su mejor concepto para buenas juventudes de postguerra, debe quedar instaurado como una excelencia total, perfecto en sí, arquetípico y rotundo. Nos sobran, ciertamente, todas las languidecientes sutilezas de conferencia psicológico-militar, empeñadas en perfilar el coraje frente a la audacia, y en diferenciar a ésta de la valentía y de la abnegación, poniéndolo todo bajo el principado mítico del heroísmo. Definir al héroe nos parece tarea tan costosa e inútil como dilucidar la realidad del genio. Un laurel académico o una «laureada» son especies de honor cuyo lúcido imperio no se acota con vallas precisas ni con inmóviles mojones. Para quien como nuestro pueblo habla, esencialmente, con los vocablos de Roma –que es como pensar con ellos, como transitar los campos mismos de su origen– la mejor manera de entendernos con eficacia por estos pisoteados derroteros será la de aludir sucintamente al valor. Procuremos, sí, que la designación vaya siempre plena de exigencia, tan justa en los nudos como generosa en el abarcar de la gavilla. Pongamos usual una idea del valor que así excluya al bravucón como deje fuera al mansísimo, eterno propugnador de «sólo la defensa propia». Remocemos la expresión hasta centrar el valiente en una cota de tal dignidad y altura que por su contrapendiente se despeñen juntos el soldadote y el soldadito; el hombre de palo y el de chocolate. Prevengámonos, porque acecha el demonio blando de la cobardía, contra esas tortuosas ideas, «valor temerario», «acometividad excesiva», «arrojo imprudente», y contra aquel espinoso, falaz argumento del valor intelectual contra el valor físico. Y vigilemos, de otro lado, el monstruo de la barbarie.

Nuestro tiempo está penetrando, sin que muchos lo adviertan, en un difícil lodazal de dubitaciones, de las que no la menor ni menos funesta será la escéptica sonrisa ante el valor. Hay demasiadas ruinas por todo el haz de la tierra para conseguir, así como así, la reconciliación de la Humanidad, herida y resabiada, con sus viejos y hermosos conceptos del sacrificio heroico. En esta crisis se va a producir el hecho, preñado de peligros, de enfrentar torpemente el valer con el valor. Este último ha sido ya «visto», como a lo largo de una película apasionante, en los años crudelísimos de la última guerra. El escozor de los golpes sufridos pondrá como un escarmiento de lo que ya alguien, amarga y sarcásticamente, ha nombrado «jugar a héroes».

Era explicable el temor del Padre Llanos al calcular el posible significado y consecuencias de una hora de exaltación del valer. La hora del valor, la que signa, frente a la Luz Bella, la Luz Abrasadora, es, sin duda, la hora nuestra.

Se impone, sí, practicar las verdades de signo contrario, conocer lo bueno de una circunstancia y lo que realmente se le opone de otro lado. Tan fuera de lugar está hoy el gesto desaforado de blandir armas día y noche, sin tregua para la creación y la inteligencia, como arrojar con estrépito los mosquetones y las bayonetas y esconderse, hijo pródigo que torna, entre los tibios brazos de la cultura familiar.

Muchos desengaños puede haber sufrido el hombre de nuestro tiempo. Muchos y fuertes palos han llevado nuestras pobres costillas de protagonistas en esta cúspide de la media centuria. Ninguna de tantas desgracias nos da razón positiva para renunciar a la tea de lumbre viva por la clara bujía de las madrugadas estudiosas. Mejor haremos poniéndolas a lucir juntamente, y aun, como tantas veces en la Historia, estudiando a la luz de las antorchas.

Porque de todos los encastillamientos y deserciones, acaso la peor especie se ofrece en la soledad eremita de algunos que se empeñan en alquimiar solos, a los destellos de su recatadísimo farol, el oro de una ciencia incontaminada e intransferible. No ya turrieburnismo, sino «mansardismo» y anacoresis de mala ley van a ser los apodos más próximos de tal vicio. Pero aquí, en Alférez, deben decirse las cosas todavía más claras. Cobardía, insistamos, se llaman esas figuras.

Mala señal será, que los intelectuales del mundo se echen a maldecir, sin más, de luchas y milicias, ignorando por entero la verdad de lo que ha pasado y tiene que pasar. El no querer saber nada resulta sistema del todo improcedente para los propugnadores del valer contra el valor. Mala ocurrencia también la de relegar las misiones combativas al campo de una profesión más, exigiendo entonces el valor tan sólo al militar, como se pide al cajista la técnica de componer y al zapatero la de fabricar zapatos. El ejército, en este concepto menor, viene a quedar en algo semejante a lo que en ciertos países nórdicos representan las organizaciones de bomberos, prestas siempre a cortar quemas y a desfilar solemnemente con todo su aparato de mangas y extintores.

Para el comodón habitador de la casa incendiada, que, como en el grabado goyesco, apenas cuida de ponerse los calzones a la vista de las llamas, es santo y bueno que haya bomberos heroicos que trepen fachadas y pongan enseres a salvo. Dulce y grato es hacer «instituciones beneméritas» por verlas bregar y gozarse en sus oros y charoles. Peor cosa es ser bombero. Peor cosa, ser soldado.

Y queremos una juventud, mejor que extintora, provocadora de fuegos. Una juventud incendiaria. Que no use de la lucha escéptica, ni de la manga de riego, tosca y apabulladora, ni del apagavelas sacristanesco. Sea notable nuestra edad por lo que encienda y no por lo que apague. Hay una facultad de heroísmo –sospechemos poseerla–, en la que el valor arrastra al valer a una hazaña conjunta, ardua y gloriosa. La hoja de servicios de la mitad de nuestras juventudes, hablamos ahora señaladamente de las juventudes hispánicas, consigna en la casilla correspondiente: Valor, reconocido. Y la otra mitad de la juventud, la que aguarda y a la que aguardamos, lleva en su hoja este letrero: Valor, se le supone.

Ese supuesto nos garantiza el futuro.

Antonio de Zubiaurre


www.filosofia.org Proyecto filosofía en español
© 2001 www.filosofia.org
La revista Alférez
índice general · índice de autores
1940-1949
Hemeroteca