Alférez
Madrid, octubre y noviembre de 1947
Año I, números 9 y 10
[página 12]

El tiempo ajeno

Por muy agotadas que estén las disquisiciones sobre el tiempo –remitimos por vía de grato ejemplo a La montaña mágica, de Thomas Mann–, será bueno repetir que las horas concedidas al hombre por su Creador para que las viva sobre la tierra constituyen el más intangible depósito de la persona, especie de dinero no sujeto a humanas especulaciones, la profundidad de cuyo contenido es un misterio del que sólo el Señor tiene la llave. La posesión de este tiempo es base para la adquisición de todos los otros bienes: de manera que con dinero no puede comprarse tiempo, pero con un hábil empleo de tiempo pude ganarse dinero. Todo lo cual viene a cuento de señalar cómo los delitos contra el tiempo están, incomprensiblemente, menos castigados –o no lo están– que los delitos contra el dinero, propio o ajeno; de tal modo que la prodigalidad y el hurto no encuentran paralelos jurídicos en figuras tales como la vagancia y esa otra más innominable que estriba en el robo silente o clamoroso del tiempo ajeno.

En lo que se refiere al tiempo propio, la cuestión es opinable. Si no la vagancia total, contraria a las leyes divinas, es tolerable en cierto grado de ocio, y aún necesario para ciertos individuos, auténticos millonarios del tiempo, a los que el genero humano parece haber otorgado la misión de compensar con la imperceptible actividad de su mente la excesiva actividad corporal de los otros. Pero en lo que atañe al tiempo ajeno, es forzoso hilar más delgado: el cuerpo social puede también exigir ciertos sacrificios, iguales en su género a las contribuciones y arbitrios, y esto justifica plenamente el servicio militar obligatorio, que distrae dos o tres años de la juventud, para emplearla colectivamente en el servicio de la Patria. Y del mismo modo que es deber del Estado emplear con prudencia el dinero que el fisco recaudó, debe serlo de todos los que tienen poder de la sociedad para disponer del tiempo de los demás. Y en cuanto quede claro que no es necesaria aquella función social para la que se sacrificó el tiempo de muchos individuos, o se demuestre que el administrador de ese tiempo ajeno lo despilfarra, debe ser permitido que los individuos a los que se hizo perder el tiempo se nieguen a ser objeto de esta expoliación y soliciten para la misma una casilla en el Código Penal.

Un ejemplo bien lamentable del despilfarro del tiempo ajeno por parte de sus administradores, lo tenemos junto a nosotros, en la universidad que nos alberga. Muchos catedráticos, cuyos labios están siempre prontos a glosar su propio espíritu de sacrificio en pro de la España inmortal, incurren en la grave culpa nacional de dilapidar el tiempo de sus alumnos, lo cual hacen de muy diversas maneras, desde la descarada de no ir a explicar cuando es preceptivo, hasta la de dedicar la hora de supuesta clase a la narración de sucesos y anécdotas generalmente poco próximos a la materia que se anuncia en la vigente ley de Ordenación Universitaria. Una modalidad de singular matiz en estos derrochadores de los esfuerzos estudiantiles la constituye el célebre cuarto de hora de retraso, atribuible por igual a la cortesía española o al cigarrillo americano. No creo que sea preciso advertir que la suma de estos largos cuartos de hora constituye un potencial de tiempo por el que España debe exigir cuentas a algunos alegres educadores. Y, pues que estamos en los comienzos del curso, bueno será solidarizamos desde aquí con la costumbre de represaliar un retrato de más de un cuarto de hora con la escapada colectiva hacia el jardín o el salón de billar, donde la pérdida de tiempo deja, al menos, de ser obligada para convertirse en potestativa.

De vez en vez insistiremos en parecidos atentados contra el tiempo ajeno que se cometen en este país, y de los que somos pacientes nosotros, por nuestra condición de súbditos y de jóvenes, que es como ser dos veces súbditos.

C. R. P.


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