Alférez
Madrid, junio de 1948
Año II, número 17
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Una exposición de «La Codorniz»

De La Codorniz se ha escrito mucho. Yo creo que todavía no bastante. Aquí haré algunas consideraciones sobre la exposición de la galería Clan, recogiendo consecuencias de esa original y tenaz actitud frente a la vida que La Codorniz mantiene y que ahora irrumpe en el ámbito del arte. Ya la publicación de la revista trajo más de un escándalo. Alguno, en esta ocasión, sentirá profanado el sagrado recinto del arte con estos garabatos indomables,

Esta exposición no es un salón de humoristas. En éstos se asistía a una orgía de sarcasmos, con un gesto de suficiencia que se permitía cualquier mediocre contra lo divino y lo humano, y dejaban el sabor amargo de todas las risas impúdicas y la conciencia herida de burlas frente al mundo. Su heterogeneidad denunciaba un eclecticismo que todo lo admitía con el único salvoconducto de la mofa. Esto mismo sucede con la generalidad de las revistas de humor. Pero La Cordoniz nos ha traído un mundo bien caracterizado: en esa vulgar ambigüedad del humor, el suyo tiene estilo propio.

Yo quisiera traer aquí la razón profunda que hace vivos sus fantásticos personajes. Que los hace amables por naturaleza, bárbaros e inocentes.

En La Ametralladora, antecedente de La Codorniz en los tiempos bélicos, palpitaba algo del combatiente voluntario. Que no se hacía explícito en arengas, exhortaciones ni soflamas, sino como un substrátum soterrado en intrascendencias.

De la psicosis de guerra se ha venido a una peor neurastenia de paz. Quizás porque la procesión va por dentro. Esto es un fenómeno universal. Para aquilatar mejor: la crisis europea, incluida América. Nos lo está confirmando el cine en la actualidad. Muchos están hoy conmovidos con esa manifestación religiosa del cine americano. Un canto doliente a virtudes cristianas que pasaron y que las más veces fueron convenciones sociales. Una llorona literatura de exaltación de valores desacreditados. Una moral de nostalgias.

Y esto es una sociedad torturada de remordimientos, encandilada con el candor de ciertas posturas piadosas que nos precedieron. Son esas cándidas e inefables fotografías postales que nos parecen inverosímiles en los diálogos de La Codorniz.

Se ha contagiado esta neurastenia a nuestra mejor literatura y dramática actual. Abdicación de Benavente, La Casa de Pemán, crónicas de Díaz Cañabate, Plaza de Oriente de Calvo Sotelo. Toda una sospechosa tristeza por lo caducado. Resucitemos la zarzuela. Un barroco de escayola en la reconstrucción.

¿Se ha interrogado alguien seriamente sobre la autenticidad de estas añoradas virtudes? ¿Pretendemos resucitar unas ramplonas manifestaciones de cristianismo o un cristianismo verdadero? ¿No estaremos tratando de curarnos con la falsa anestesia de un morbo sentimental?

Hemos visto, en cambio, a través de la ya larga historia de La Codorniz –muy especialmente en su última época, bajo la dirección de Álvaro de Laiglesia– una formidable terapéutica contra la farsa de las lloronas que presiden el duelo a la muerte de lo que había de ser superado.

La Codorniz es extraordinariamente popular y es importantísima esta enérgica cura. Una fuerte purga para la indigestión de atavismos que padece la cultura española. Contra el empacho de erudición y contra la historia como archivo de muertos.

¿Hay una premeditada voluntad de crítica con este sentido que acusamos? De hecho, bien clara está una unidad que ya quisiéramos para otras actividades de la cultura. ¿Obedece a un firme criterio de grupo mantenido con tesón y constancia admirables? ¿He sacado yo de quicio una espontaneidad y una inocencia sin prejuicios?

Me importa sobre todo una realidad que, sistemáticamente, me ha venido a las manos, cuando nos acuciaba el drama tremendo de una revisión total frente a imposibles resurrecciones. Puede parecer paradójica la afirmación de haber encontrado en las páginas de La Codorniz la expresión más positiva desde nuestra guerra. Como un balbuceo bárbaro y simple de algo importante que se inicia. Es la gracia y la espuma blanca de una gigante tempestad en mar de fondo. Así altera la ironía en la tragedia inmensa y en la esperanza de un mundo por alumbrar.

Primitivos de un nuevo concepto de la vida, que no es viejo, como se ha dicho, por ser mucho más cristiano que el actual; con una vocación de suavidad en esta convivencia intrincada de supercivilización, erizada de dificultades convencionales y en fricción de egoísmos exacerbados de utopías. Beneméritos de una misión de amabilidad en afirmaciones y negaciones con el juego sutil de la caricatura. Un método de filosofía vitalista por reducción al absurdo que acaba en el chiste. E incluso podríamos ver en ese agudo y risueño ¡no! a las reincidencias en la vanidad y avaricia actuales toda una ascética de dulce persuasión, dueña de todos los resortes de la psicología contemporánea.

Es particularmente en el humor de Álvaro de Laiglesia, capitán de este pelotón de valiente, donde con más claridad se nos ha revelado una vocación de auténtica validez social. Este mundo de noble sátira, que aflora como el derecho de una humanidad atormentada por enorme crisis, tiene la misma justificación histórica de aquellas bromas pesadas que se inmortalizaron en las artes románicas y que nos sorprenden en claustros y catedrales. Una alegría de sana intrascendencia, de la que no encontraríamos, desgraciadamente, versión homóloga en campos más importantes del arte y del espíritu.

A la tristeza imponente que producen las exposiciones, tomadas en serio, con sus obras preciosas de ejecución y aburridas de temas trillados, ésta de los dibujantes de La Codorniz pone su gesto de dulce ironía.

Un gesto que es la versión festival y humorística de los más puros y fecundos empeños actuales.

José Luis Fernández del Amo


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