Alférez
Madrid, septiembre de 1948
Año II, número 20
[páginas 4-5]

Balmes, Larra: dos polos

Dos trayectorias vitales, casi contemporáneas, dos polemistas, dos disconformes con la situación política en que se desenvuelven, dos críticos acerados de una España invertebrada, dos muertos prematuros, dos periodistas prodigiosos, dos trabajadores infatigables en un ambiente de holgazanería intelectual, dos españoles de buena cepa que aman asomarse al balcón de los Pirineos y aun aventurarse a excursionar Europa adelante, dos soñadores de una España eterna que fustigan a la España temporal.

Estas son las semejanzas de Jaime Balmes y de Mariano José de Larra. Nace el primero en 1810 y muere en 1848: vida de escasos treinta y ocho años. Nace el segundo en 1809 y se suicida en 1837: vida de escasos veintiocho años. Ambos tienen la misma debilidad estética en su mocedad primera: creerse poetas. Y no lo son: carecían de numen, de aliento místico, de alada gracia.

Psicológicamente, son disímiles: metódico, ponderado, enérgico, el sacerdote de Vich: nervioso hasta lo patológico, reconcentrado y amargo, el seglar madrileño. Y disparejas son sus conductas, sus éticas, sus culturas. Pero de uno y otro cabe afirmar que forman la pareja de cerebros con más raza que España produjo en la primera mitad del siglo XIX.

Larra y Balmes rompen con su esfuerzo aquella cerrazón intelectual en que una larga etapa de guerras y pronunciamientos, de crisis políticas y asonadas callejeras, había hermetizado al pueblo español del ochocientos. Fueron dos almas votadas valientemente a la faena de desentumecer conciencias, aventar polvo de prejuicios, introducir en la cámara cerrada de cada compatriota una ráfaga de aire puro y de luz matinal.

Su obra es incompleta, titubea aquí y allí su pensamiento, no siempre acierta su escalpelo crítico. Pero, ¿qué contemporáneo les iguala en señorío intelectual, en rigor de pensamiento, en afán misionero? Polemistas natos, Balmes y Larra valen, tanto y más que por lo que dicen, por lo que incitan. Sus ideas están superadas ya, su estilo no es el de nuestro gusto; sus preocupaciones, en cambio, siguen atormentándonos. Como que se preocuparon nada menos que de poner exigencia de forma en el atumultado caos que llevaba dentro Juan Español. El uno, con la seca norma de la lógica –para eso trazó su Criterio–; el otro, con el látigo de la rechifla y del sarcasmo.

Aun desagradándoles hasta la náusea la España que ellos vivían, Balmes, al igual que Larra, sentían con dolor físico un patriotismo escandecido por la ira o dorado por la piedad. El sacerdote absuelve; el satírico maneja el bisturí. Mas cuando se encuentran lejos de España, el sesudo Balmes se enternece con la misma húmeda nostalgia que el hipocondríaco Larra. Antes que a Unamuno les pasó a ellos ese fenómeno psicológico de dolerles España en el tuétano y en el corazón.

Mas ¿por qué nos son hoy Balmes y Larra más eficazmente conocidos y ejemplares a nosotros que no lo fueron a sus contemporáneos? A mí ver, se entregaron –ellos, tan radicalmente llamados al oficio intelectual– en demasía a la polvareda del palenque político. Y este azacaneo en el «hic et nunc» les restó tiempo para cernerse aquilinamente sobre la marejada de los hechos. Metiéronse bosque adentro y, aunque expertos baquianos, no acertaron a salir al descampado. Dan la penosa impresión Larra como Balmes –y más el primero–, de andar a topetazos con los hechos como si fuesen troncos insensibles de una selva inextricable. La polémica siempre reduce el horizonte. En Larra lo achica hasta la asfixia: el escritor parece debatirse dentro de una campana pneumática. Está siempre, como el caballo con tábanos, coceando sin sentido. Contra esto y aquello: el lema unamuniano le cuadra a Larra, que ni pintiparado. Esta visión miope de las cosas es en Larra deformadora: se las acerca tanto que las ve monstruosas. Tiene retinas de microscopio: el infusorio se le hace un camello. Y así, para caricaturizar, no acude a otro resorte que al agigantamiento del fenómeno criticado. Otros humoristas convierten lo grande en enano para lograr su efecto estético. Larra –romántico hasta la medula– desorbita, exagera, abulta monstruosamente el perfil de sus guiñoles. El efecto que produce es, a veces, de cansancio: no aguantamos tanta hipérbole.

Balmes, no; analiza hasta la atomización lógica los asuntos, pero no pierde de vista que está tratándolos con lente de crítico. Al final, recompone los elementos y nos sitúa ante una panorámica normalizada: cada cosa su tamaño, aunque –como en los pintores primitivos– el miniaturismo pormenorizador quita perspectiva y fondo al enfoque. Al ir leyendo a Balmes experimentamos la sensación de movernos por un mundo de dos dimensiones: echamos de menos la lontananza. Su horizonte es plano.

Balmes fue un eficacísimo periodista; Larra un periodista brillante. Como escritores, esa es su gloria y su limitación. Ni Larra hubiera pasado a la historia literaria por sus novelas y dramas –malas imitaciones de los románticos galos de la época– ni Balmes es admirable por su estilo. Pero en el menester de avivar la atención diaria de los lectores y formar en ellos una opinión, el éxito de Balmes y de Larra no tuvo rivales antes ni después. Eran escritores siempre en vena polémica, siempre con argumentos a punto. Pensaban Balmes y Larra con las plumas mojadas en tinta: la idea –y hasta el estilo– les fluían manadíamente al conjuro de la descarga nerviosa que en ellos desencadenaba el simple hecho de tomar el palillero. Por eso piensan a torrentadas; y Larra, sin esquema previo alguno. Es, en este aspecto, un precursor del escribir automático de los sobrerrealistas (léase su magnífico artículo «El día de difuntos»); por algo el superrealismo significa, en su raíz, un regreso a los estímulos estéticos que actuaban por debajo de la moda romántica.

Pero ni Balmes ni Larra ejercieron de verdad un magisterio. La videncia de Sócrates no era su índole. Como si más que departir en sosegado diálogo con un grupo selecto de alumnos que continuasen sus enseñanzas, les acuciase predicar y arengar en el ágora. Hay mucho de tribunos de la plebe en Balmes y en Larra. Su tiempo no se prestaba para los grupos selectos –para la aristocracia del espíritu–: eran días de democracia desgreñada y vociferante. Había que adoptar el aire de faquir –es lo que hizo Larra– o de apóstol que grita en la plaza la buena nueva –es lo que hizo Balmes–. Y así le faltan, en absoluto, matices a su pensamiento. Larra traza cuadros de colores crudos y contrapuestos; Balmes, discurre por teoremas, «more mathematico». Su música –la de ambos– como su colorido, son de una monotonía que cansa. En vano buscaremos en Balmes aquellas disquisiciones complejas y sutiles de nuestros teólogos del seiscientos, ni en Larra daremos con la gama de impresiones que nos sale al paso en Quevedo –su maestro– o en Mateo Guzmán. Balmes y Larra son menos ricos de pentagrama y de paleta. Menos cabales, por lo mismo.

A Balmes lo olvidaron luego sus lectores y no influye, apenas, durante más de medio siglo. Cosa similar le acaece a Larra hasta que lo desempolva y pone en circulación, revalorizado, la generación del 98. Y como pasa en estos olvidos y resurrecciones espasmódicos, la medida se rompe: a Balmes se le deforma y caricaturiza cuando se le quiere hacer pasar por un genio, no de otro modo que cuando para equipararle a un gigante aupamos sobre zancos a un niño y le enmascaramos las facciones; a Larra se le pone junto a Quevedo y aun junto a Cervantes, con lo que, en realidad, lo que se logra a través del contraste es enanizarle. No: ni genios ni mediocres. Balmes y Larra son –dentro de la chatez que ofrece el panorama de su tiempo– las dos cotas más elevadas.

Les falló el sistema de propia formación. No atinaron en la ardua faena de escogerse y puIirse. A diario se vertían sobre las hojas volanderas de la literatura periodística, y esa perentoriedad les devoró en su engranaje. Cuando se ponen a labrar obra de largo empeño, el ritmo del hacer periodístico los precipita, y el libro les sale de las manos inmaturo, mutilado, con iluminaciones y apagones. Es sintomático que la obra más lograda de Balmes sea El Criterio –una especie de meditaciones sobre la marcha–. Ni Balmes ni Larra alcanzan a tener un discipulado orgánico. Y eso porque formar alumnos supone en el maestro una vida al margen de la cotidianidad apremiante. Los hijos espirituales –como los de la carne– requieren larga gestación y más larga crianza. Esas criaturas que se cree tener porque nos leen en el periódico y nos jalean y se dicen nuestros aprendices, se parecen a la descendencia habida en amores mercenarios y de la que el padre jamás llega a poseer la certeza que engendra responsabilidad. Balmes y Larra pasaron sin dejar familia intelectual: no se cuidaron de formar escuela y por eso su eficacia fue –y es, a pesar de toda la beatería de una y otra banda– precaria y borrosa.

Pero ni Balmes es un pensador decisivo como Hegel o Kant, ni Larra un escritor de formato quevediano. Murieron demasiado pronto para dejar una herencia intelectual de alto porte. Leerlos, sin embargo, es óptima experiencia. Balmes nos agudiza la cordura; Larra, la disconformidad con la rutina. El sacerdote es un díctamo; el humorista, una cantárida.

Ahora bien: ojo con la valoración excesiva, ojo con el desprecio inconsciente. Larra no es Ganivet: ni piensa tan acendradamente, ni escribe tan preciso, ni ahonda tan directo en el alma nacional. Ganivet está a cien codos sobre Larra, como lo estaba el nivel cultural de la Restauración sobre el nivel cultural de la Regencia de María Cristina de Borbón. Ganivet es, además de prodigioso pensador, un poeta de ancha envergadura y un novelista que en Los trabajos de Pío Cid alcanza una de las cumbres más altas de nuestra novelística. Todas esas ventajas le lleva a Larra. Y, además, la de ser un observador más objetivo de los hechos y de las costumbres.

A su vez, si Balmes no es un Suárez, supera –«sicut inter viburna cupressi»–, con su pensamiento escrito, esos ramplones mamotretos –más centones de opiniones que filosofía genuina– que apandan con su peso de plomo los plúteos de muchas bibliotecas: los Urráburu, los Mendive, los Ortí Lara, los Ceferino González. Acaso un solo discípulo, a más de medio siglo de distancia, tuvo Balmes: Amor Ruibal. Sólo que éste posee mayor exactitud conceptual, está más hecho, profundiza más. Balmes está a medio camino entre el desprecio de Unamuno y la iletrada alabanza de quienes ni lo han leído.

Otro toque aún a este apunte: Balmes fue un alma serena, honrada, deseosa del mayor bien de su patria y de la mayor gloria de Dios. Fue Larra, por el contrario, un atrabiliario, un vanidoso, un descreído. Y como sus vidas, sus muertes: santa la de Balmes; desesperada la de Larra.

Y acabo con unas preguntas: ¿se suicidó Larra solamente por un fracaso amoroso? ¿No arrastraba una especie de tara mental que le hacía obsesivo y lo introvertía, en las etapas –frecuentes– de depresión? ¿No era, según todos los síntomas, un hepático que se concomía con los disgustos? ¿Hasta qué extremo no engendró en él un estado de abatimiento insuperable el fracaso político de las elecciones anuladas en agosto de 1836, cuando ya, por los buenos oficios del Duque de Rivas –Ministro de Gobernación del Gabinete Istúriz–, era diputado por Avila? El suicidio de Larra ¿no está ya premeditado en ese desgarrador final de su artículo político «Día de difuntos de 1836»? El encuentro con Dolores Armijo fue, si acaso, el resorte que disparó el mecanismo, pero la determinación venía fraguándose –y por motivos más complejos– desde meses atrás. Larra se sentía acorralado por los odios que le cercaban. Se había metido en una aventura política, de la que esperaba saltar a altos puestos, y de golpe se había desmoronado su futuro. Por contra, sus amigos de ayer le recriminaban de tránsfuga. La vuelta al poder de los constitucionalistas, el día 9 de agosto de 1836, produjo en Larra un traumatismo espiritual. Sucumbió ante la idea de verse despreciado por los izquierdistas que antes le jaleaban. Desde esa fecha hasta el fatídico 13 de febrero de 1837, Larra se agría y aisla cada vez más. Se siente solo: la última cita con Dolores Armijo no hace más que evidenciarle esa soledad absoluta. Como no cree en Dios y ha perdido la fe en el amor y en el triunfo político –acaso también en el literario, pues se le resisten, por su falta de imaginación, la novela y el drama, que ha intentado vanamente–, Larra escapa de sí mismo y de cuanto le rodea, pegándose un tiro.

Bartolomé Mostaza


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