Francisco Guillén Salaya
El trabajo y la justicia social
Apostillas a un discurso de Girón
Girón, el camarada José Antonio Girón, Ministro de Trabajo y “león de Castilla”, capitán de la Revolución española a las órdenes de Franco, que avanza con su aguerrida legión de trabajadores por los campos en sembradura de la primavera de España hacia metas de alta justicia humana y de comunitaria y fraterna solidaridad social, ha dialogado en voz alta desde la Casa de España de Mieres con los mineros de Asturias, con esos bravos y abnegados trabajadores astures que horadan las negras entrañas de la tierra a fin de que no le falte al corazón hispano el calor hecho brasas de una fuerza que siendo al principio inerte materia se transforma por la mano del hombre en nervio, genio y riqueza del espíritu nacional.
Girón ha hablado en Asturias y ha cantado la belleza y la grandeza de esa impar tierra, minera y marinera, de verdeantes prados y negras bocaminas, como si en un paraíso alegre de anchas y sombreadas pomaradas se abriesen de vez en cuando unos pozos terreros en donde anidase la serpiente de la codicia ofreciendo al viandante la manzana de la sabiduría.
Yo recuerdo aquel 18 de julio de 1936, en que habiendo salido del Madrid alboreante de checas me dirigía al Gijón azul de mar y de camisas bordadas en rojo, como si ya presintieran el heroísmo y el martirio de los gloriosos soldados del cuartel de Simancas.
El tren jadeaba por Castilla la llana y se tragaba los túneles de Pajares, montaña o castillo roquero con que se defiende la espesura del mar de la avidez viajera y universalista del hombre de la meseta castellana. En Mieres se detuvo el tren, turbio de humos y de madrugadas, y los coches fueron asaltados por una multitud vociferante y abigarrada, turbia, asimismo, de falaces y enconadas propagandas marxistas.
Los gritos de odio –¿clasista?– y los improperios, incisivos como puñales sangrantes, rasgaban el filo de la mañana tiñendo de rojo las cresterías de las verdes montañas. Asturias, la eterna, la grande, la capitana, la de la Reconquista, la que empezara en Covadonga y terminara en Granada, como ahora dijera José Antonio Girón, se revolvía en el lodazal de la gusanera marxista, apuñalada por el odio de los enemigos de España.
Pero todo pasó. Las banderas victoriosas del Caudillo Franco flamearon sobre las sienes de la lozana Asturias, y de nuevo el trabajo entonó su canción fraterna de unidad y de colaboración social. Y de orden. Y de armonía en el conjunto de la nación. Y de justicia distributiva de la riqueza creada por el valor y la fuerza del trabajo. Pues ya la riqueza no se logra con la espada, como las épocas del medievo, ni con la servidumbre de los proletarios esclavos, como en la Grecia democrática, en la Roma de los Césares o en el Asia de todas las tiranías. Ni tampoco como en el capitalismo de la reforma, en donde el trabajo es una simple mercancía que se alquila por jornadas.
Con la victoria de Franco, el Caudillo del Occidente cristiano, el trabajo torna a ser la levadura de la comunidad social, el imperativo categórico del ser y del quehacer del hombre y su mayor título de nobleza, ya que por medio del trabajo crea las instituciones sociales imprescindibles que le aseguren el bienestar y dignidad, su continuidad histórica y su trascendente destino, que no es otro sino la conquista de Dios.
Pero todo ello, esta nueva y antigua –tan antigua como el evangelio de donde emana– concepción de la vida y del trabajo, supone revolucionar a fondo todo el cuerpo social, plagado de ideas falsas, perniciosas, egoístas y malvadas. Supone echar por la borda de la nave nacional un sin fin de prejuicios y de intereses bastardos y de teorías engañosas que se hallan inoculadas en la carne y en el pensamiento de las últimas generaciones demoliberales, cuando todavía el espejismo de la abundancia ponía resoles de triunfo en las mentes rectoras del capitalismo, y la masa bobalicona creía en la magia de la técnica y en el progreso sin fin del materialismo sin espíritu.
Tarea enorme, gigantesca, la de llevar a cabo dentro de nuestra área nacional, solos y señeros, como los capitanes antiguos de la Reconquista o los del descubrimiento y colonización de América, la estructura de un sistema social que tiene por premisa la de enterrar definitivamente al insolidario capitalismo liberal y al materialismo esclavista de los nuevos dictadores, que cabalgan sobre los lomos derrengados de los trabajadores oprimidos en masa, materia y miseria.
Como la tarea requiere años de labor incesante y un espíritu tenso que no se arredre ante las más extrañas y opuestas contingencias, Girón, el gallo marcero del Valladolid jonsista, capitán con estrenas de sangre de la Falange eterna, ha ido a Mieres, el corazón minero de Asturias, no para rendir cuentas de su obra, grande y bella, como todo lo que es humano y exhala justicia y amor de caridad, mas sí para hacer repaso de lo andado y ganado, tomar alientos con la vista de las caras enfervorizadas de sus soldados y expresar en una lección admirable el camino y las posiciones que quedan por andar y ganar.
Duras son las jornadas que se avecinan, pero la gloria otra vez ilumina los cielos de España. Porque Girón, que en su discurso recordaba las glorias españolas de antaño, y que, a su vez, él nos recordaba a los grandes capitanes de las memorables gestas heroicas, apuntaba con certeza, buen arquero, a los enemigos de la grandeza de España, quienes nunca olvidarán que de nuestros despojos hicieron su poderío y grandeza.
Poetizaba Camoens, el vate ibérico:
“Del Tajo a China el portugués impera;
de un polo a otro el castellano boga.
Y ambos extremos de la terrestre esfera
dependen de Sevilla y de Lisboa.”
Contra esa dependencia de Sevilla o de Lisboa, contra ese Universo mundo que nacía con el alba de las misiones hispanas, se levantaron en Occidente banderías de reforma, que oponían su imperio individual (precursoras del actual anarquismo, de los de “el individuo contra el Estado”) al imperio universal del amor a Cristo de todos los hombres. Ellos eran antipapistas, anticomunitarios y antisociales. Y se lanzaron a la conquista de la riqueza y del poder, creando una nueva esclavitud: la del trabajo a precio, a jornal, según las leyes del mercado, leyes, por otra parte, tan naturales que ya nadie podía quejarse de su miseria, libre como era para morirse si no encontraba trabajo. Mercados inagotables, anchos como el mundo, precios altos y salarios bajos hicieron del capitalismo una esbelta torre de Babel que crecía hasta el infinito. Pero de nuevo la babélica torre se vino abajo. Las masas piden pan y justicia y el individuo percibe la angustia de una existencia insolidaria, sin pasado que le acune y sin futuro que le cobije. Y sin hermanos que le ayuden y guarden.
La disociación y reforma de Occidente ha llegado a su final trágico, demoniaco. El individuo de Occidente supo hacer la revolución industrial, es cierto; varita mágica de las innúmeras riquezas, pero no sabe hacer la revolución social, la revolución de las personas humanas, de la personalidad y libertad del hombre, porque nunca había comprendido las razones católicas que tenía España para descubrir mundos y no conquistarlos para su provecho, sino a fin de realizar entre todos los hombres la definitiva y salvadora conquista de Dios.
Por eso es de nuevo España quien tiene la verdad, la autentica verdad de la justicia en sus labios y en su espíritu, en ese católico sentido de la vida que nunca perdiera, ni en sus horas más tristes y amargas. Es la hora de España, no importa que los relojes del Occidente vayan con retraso. Pues lo que hay fuera o es cobardía de “snobs”, o mojiganga democrática, sin cristianismo, o comunismo esclavista.
Girón hablaba en Mieres con la voz clara y recia de un adelantado de la verdad hispana. El camino es todavía largo. La tarea queda ancha y honda para muchas jornadas de trabajo. Pero las razones como triunfos están en nuestras manos. En las nuestras, en las de todos los españoles, católicos, apostólicos y romanos, y, sobre todo, en las manos abiertas al amor y a la fe de Francisco Franco, Caudillo de la paz social en la nueva reconquista de Occidente.