Miguel Pérez Ferrero
Ligeras divagaciones sobre el cinematógrafo español
Hace no mucho una revista de humor instalaba en una de sus páginas una expresiva caricatura. La caricatura era alusiva a nuestro cinematógrafo. Representaba a una multitud con copas en la mano, y levantándolas para brindar y beber. El pie rezaba, poco más o menos: «Las películas cada vez son peores, pero, en cambio, los vinos y los cock-tails, cada vez son mejores, y están mejor servidos.» No tengo delante el número de la publicación, pero, desde luego, ese era el sentido de la «leyenda» explicativa del monigote.
Es indiscutible que el caricaturista, con la lógica exageración que su propio menester impone, acertó a lanzar, sólo con la gracia de su lápiz, y con unas cuantas palabras, una aguda crítica de nuestro Séptimo Arte. Yo no diré que el «cine» español empeore, pero sí, desde luego, que no logra, no obstante, la decidida ayuda –decidida y generosa– con que el Estado le distingue, alcanzar un nivel artístico que, por lo menos, le haga merecedor de ese apoyo.
¿Quién tiene la culpa? En un empeño en el que tantos factores, y tan diversos, intervienen, era de presumir que la culpa sea como un balón de juego que se arrojan los unos a los otros, sin que ninguno quiera guardarlo. Así se achaca la culpabilidad a los productores, porque tienen un determinado concepto sobre la comercialidad de las cintas y no admiten proyectos más audaces y arriesgados; se les echa a los directores, que cuando conocen la técnica de su oficio se hallan faltos de originalidad; a los guionistas, que no escriben –y eso es verdad– libros interesantes; a los actores...; y, en fin, cada cual echa la carga de la responsabilidad a quien mejor le peta.
A mí me parece que el principal defecto del cinematógrafo español es el de estar falto de carácter, de las esencias puramente españolas que lo formen y lo determinen, y le hagan distinguirse del resto de los «cines» europeos y del americano. Y ese carácter nada tiene que ver, claro está, con el pintoresquismo, y ninguna relación con la idea de que nos circunscribiésemos a brindar a la exportación una producción puramente folklórica. El problema es mucho más hondo.
Nuestro cinematógrafo ha tocado, poco más o menos, los mismos géneros que los «cines» de fuera. El episodio histórico, la biografía novelada, la novela adaptada, la obra musical, el cuadro típico y pintoresco, la trama patriótica, el drama y comedia religiosos, la farsa, el relato amable y ligero, la narración policíaca, etcétera. Pero los ha tocado, los ha abordado, sin imprimir en las realizaciones un sello peculiar. Se han seguido pautas trazadas por ajenos, normas dictadas de fuera, procedimientos narrativos, tan universales, que al aplicarlos a un determinado clima se desuniversalizan, por disolución, y la empresa resulta como tantas y tantas otras llevadas de continuo a las pantallas.
Existen, evidentemente, en Europa, un «cine» italiano, un «cine» francés, un «cine» alemán, y han empezado a perfilarse manifestaciones nórdicas prometedoras. Existen esos «cines» con sus auges y caídas, con sus altibajos, con sus etapas de ascensión y de languidez. Con el «cine» británico, que también posee sus características, ocurre igual que con los anteriormente citados.
A mi entender, los que podrían hacer que un cinematógrafo, definidamente español, apuntase son los guionistas y los directores conjuntamente, en una colaboración estrecha, llevando su propósito con tenacidad y amor, y buscando en los motivos que España brinda, tan ricos, tan originales, y en los que hay un verdadero tesoro de suscitaciones, la peculiaridad de una tarea.
Donde no hay un libro es muy raro que, en la actualidad, haya una película. Pasaron los tiempos de las improvisaciones sobre la marcha de un «rodaje», esas improvisaciones propias de las épocas de los balbuceos del Séptimo Arte, y que quizá prolongaron excesivamente su vigencia. Todo hoy debe estar previsto, meditado y escrito cuando se da –conservaré la expresión clásica– la primera vuelta de manivela. Así que en el libro estarán ya las características españolas del trabajo que se va a realizar: el de hacer plástico un relato, y que ese relato sea español; de uno o de otro siglo, que refleje la alta, la media o la baja sociedad, que recoja costumbres o fiestas del país en su pintoresquismo, etcétera. Porque sucede a menudo, que por subrayar ese pintoresquismo, al que he aludido, cuando lo contemplamos nos parece hecho de estampas imaginadas y llevadas a término por una fantasía y una ejecución extranjeras.
Aquí, hasta la fecha, hemos seguido las inspiraciones de fuera, incluso para tratar nuestros propios temas. Hemos pensado en la comercialidad de un género o de un estilo, y nos hemos apresurado a imitar. Por ejemplo, hemos padecido nuestra racha, breve por fortuna, de «neorrealismo», a raíz de llegar las primeras películas italianas de la post-guerra, y hemos padecido también otras rachas de cuños distintos.
Nuestra Historia, nuestra vida de todas las épocas, nuestra actualidad, nuestra fantasía, nuestro sentido de la plástica, nuestra mentalidad en todos sus aspectos, en suma, tienen la suficiente fuerza de autoctonismo para que, al traducirse en «un cinematógrafo», éste no resulte mimético, y la réplica, por ende, de otros cinematógrafos.
Es muy curioso comprobar que en España el escritor de «cine» apenas existe. Se barajan siempre dos o tres nombres, y a duras penas se llega a la media docena. Y es doblemente curioso el fenómeno, porque, en lo que respecta a lo pecuniario, el «cine» reporta mayores, mucho mayores, beneficios que el libro, e, incluso, que una obra de teatro, de no haber constituido ésta un verdadero gran éxito de taquilla. Hay. pocos guionistas de «cine» en España que procedan del campo de los novelistas y de los autores teatrales, y hasta del periodismo, y en ello estriba, a mi entender, en buena parte, el mal que cinematográficamente sufrimos.
En cuanto a los directores son, en sus menesteres, más duchos, más técnicos, pero, en general, se muestran faltos de iniciativas, de originalidad, de ideas propias para efectuar sus realizaciones. De ese modo vemos muchas películas correctamente dirigidas y realizadas, pero casi siempre son reminiscentes, y casi siempre anodinas y un tanto pobres, no por el escaso dinero gastado en ellas, sino por la escasez de fantasía plástica que patentizan.
Se piensa mucho, a mi juicio, cuando se prepara una película, en su rendimiento económico y en su clasificación, naturalmente; se hacen cálculos sobre si una vez terminada cubrirá los gastos, o los habrá ya cubierto antes de su estreno; se piensa en un asunto que halague a la masa y en unas imágenes que no la desconcierten, y rara vez se piensa, en cambio, en tomar un camino no explorado y llevar por él al público.
Los rasgos españoles de las películas españolas –escribo siempre en general, por supuesto, y no aludo a producción alguna en concreto– han sido, hasta el momento, superficiales, externos, y para que la situación de nuestro cinematógrafo empezase a ser otra, tendrían que ser internos, profundos, los más permanentes, en definitiva.
Todos sabemos que el problema del «cine» es complejo, por la cantidad de factores que lo provocan. La economía y la industria toman una parte activísima, y el arte alterna con ellas, y ha de avenirse, a menudo, a sus exigencias. El «quid», por lo tanto, está en discriminar bien esas participaciones para luego conciliarlas con tino.
No seré yo quien niegue que el grueso de la producción de películas en Francia y en Italia, pongo por producciones características, es mediocre, y mediocre también la mayoría de los «films» americanos. Pero cada año esas cinematografías dan unas cuantas obras, más o menos, según, que descuellan y que recogen auténticos aspectos de la mentalidad, las costumbres, los sucesos, la vida de esos países. En consecuencia, ellos pueden presentar unas cuantas muestras en certámenes internacionales y competir con ellas, y brindar al exterior «semanas fílmicas» representativas.
En España la afición al cinematógrafo es grande, e incluso hay una cinematografía de aficionados considerable, y que ha llamado la atención fuera de nuestras fronteras. Así que nuestra nación es, sin duda, merecedora de tener un «cine» de más elevadas calidades que el que posee en estos instantes.
No soy yo el llamado a pretender resolver tan ardua cuestión como es la de la calidad del cinematógrafo español, ni cabe en un corto ensayo explayar soluciones que pudieran entrañar pedanterías teóricas, pero creo que al aparecer el primer número de una revista de tan acusado título, y no menos acusado contenido, como es Revista Española, había de llamarse la atención sobre nuestro Séptimo Arte, y desear, desde estas páginas, que cada día sea más exigente consigo mismo, y se pertreche de una buena dosis de autocrítica, para que luego productores, directores, guionistas, actores, y demás, no se irriten con los críticos a la hora en que, cumpliendo con su deber, e impulsados precisamente por su patriotismo, juzgan severamente, aunque a menudo no tanto como lo merecerían, cintas producidas, concebidas y realizadas por nosotros.
Y tanto es necesaria esa autocrítica, que por haberse hallado ausente de nuestras producciones, ha provocado una lógica reacción en el público, una reacción de desvío previo y evidente, que es lo primero que hay que vencer. Y eso no se hace con estruendosas propagandas, ni con reportajes llamativos, ni con fiestas, ni cock-tails, sino con buenas producciones. Porque el espectador, por lo general, desconoce los entresijos del cinematógrafo y las condiciones en las que una película llegó a realizarse. Lo único que conoce es lo que ve y escucha en la pantalla; de lo único que sabe, y quiere saber, es de si lo que le sirven le gusta y le emociona, le hacer reír o le hace llorar, y le proporciona una impresión favorable o desfavorable.