Luis Meana
De la bocina al microsurco
Sin que sus efectos y consecuencias alcancen la escala y gran espectacularidad de los del motor de explosión, las telecomunicaciones o el cinematógrafo, el gramófono –en todas sus variedades zoológicas– es, sin duda ninguna, uno de los artilugios que mayor influencia han ejercido sobre la «cultura y costumbres» de nuestro siglo. Todo meteur-en-scéne que conozca bien su oficio sabe aprovechar, para dar ambiente de década a un salón, las sutiles gradaciones cronológicas que nos llevan del fonógrafo de cilindro hasta el tocadiscos automático, pasando por las gramolas, odeolas y fonolas y por todas las hermosísimas formas de la flor de la bocina gramofónica.
Habrá un día gramofonistas y discófilos que estudien y describan en obras de admirable erudición las tendencias y transformaciones morfológicas del instrumento, su lento progreso hacia un funcionamiento más perfecto, las modas que determinaron el contenido de los catálogos de discos en una época dada. Todo eso será –si no está ya comenzando a serlo– un estudio riguroso, un matiz de la museología, un aspecto de la ciencia global de la cultura. Mientras tanto, en estas líneas –que quisiéramos sirvieran de introducción a una labor de crítica informativa de la actividad gramofónica mundial– sólo nos proponemos señalar muy a la ligera un fenómeno capital en la historia del gramófono, una revolución en revoluciones que significa, como siempre sucede, el paso de una época. En efecto, nos aventuraríamos a afirmar que todo estudiante serio de materia tan frívola reconoce hoy que la aparición del microsurco es el paso más importante dado por la técnica gramofónica desde la aparición del instrumento.
En realidad, la historia del gramófono puede dividirse claramente en tres épocas distintas. Hay, ante todo, un período de balbuceos que se inicia exactamente un día del año 1877, en que Edison pronuncia ante un extraño artefacto las primeras palabras (Mary had a little lamb) que, deshumanizadas, habían de sonar instantes más tarde en los oídos de los asombrados ayudantes del laboratorio. Era la primera vez que en este planeta se escuchaba una voz no humana, ni angélica. Era, para los que así quieran verlo, un gran triunfo del Hombre sobre el Tiempo: la creación de una memoria mecánica. Pero también era sólo un juguete tosco que pronto quedó arrinconado en el laboratorio. Arrinconado, no olvidado; Edison siguió jugando con él, cambiándole el cilindro de papel de estaño por otro de cera, sustituyendo la manivela por un motor de relojería. El juguete salió al mercado y tuvo el éxito efímero de las novedades: fue durante algunos años un original regalo de navidad. Quien salva al balbuceante artilugio y da nuevos alientos a su voz es un emigrado alemán establecido en Washington, Entile Berliner, inventor interesado especialmente en los problemas de la transmisión telefónica del sonido. Berliner percibe con gran clarividencia los dos defectos capitales que imposibilitan el progreso del mecanismo: el cilindro y la grabación vertical del sonido. Inventa el disco e introduce el corte lateral del surco. Y llama al nuevo instrumento, idéntico en lo fundamental al fonógrafo de Edison, pero morfológicamente distinto, «Gramófono».
A partir de esa fecha –hacia 1890–, el progreso del aparato y de la industria que a su alrededor se crea es lento, pero constante. Los primeros años son desalentadores: nadie quiere ver sino un juguete en aquella especie de molinillo de café con música. Las grandes firmas a quien Berliner ofrece su invención, la rechazan con comentarios irónicos. Durante varios años, los únicos que mantienen vivo el aparato son los feriantes, que han descubierto que la máquina parlante, que «habla, canta, tose y estornuda», es una gran atracción en las barracas de ferias y verbenas. Es el momento del aparato-lavativa, del que salen unos juegos de gomas que los oyentes se insertan en los oídos: a perra gorda –a perra gorda de dólar– la pieza. Y a tal público, tal música. Baladas lacrimógenas, recitados ribaldos, el disco de la risa («Le fou rire», una de las primeras placas que se vendieron a millares), bandas militares y solos de corneta. En esa era, sin embargo, el gramófono siente decidida predilección por la voz humana; no una voz cualquiera, sipo voces roncas, aguardentosas, con bajos raspantes; los toscos diafragmas sólo registran bien el berrido. Berliner envía a sus ayudantes (uno de ellos, E. F. Gaisberg, nos ha dejado datos curiosísimos de este período en su libro Music on Record) a las tascas y cafetines ínfimos en busca de tales voces. El estudio mismo se convierte en una especie de taberna, con más botellas de cerveza y ginebra que metrónomos y diapasones: hay que entonar a los cantantes, que se desgañitan ante la bocina por un dólar la pieza. Mientras tanto, han surgido competidores y ya comienzan a destacarse las tres compañías que más tarde van a convertirse en los grandes colosos de la industria: Edison Bell, la Columbia Phonograph y la Gramophone Company, de Berliner. La competencia fomenta el progreso, nos dicen los librecambistas; a veces también lo retrasa: las tres compañías poseen patentes que dificultan el avance técnico de las demás. Sólo cuando tras largos litigios acuerdan colaborar y formar un frente único de intereses, comienza el verdadero progreso del gramófono.
Todas las dificultades iniciales –lo que pudiera llamarse la prehistoria– han quedado vencidas hacia el 1900. Los veinticinco años siguientes forman la etapa que denominamos del disco acústico, es decir, de las grabaciones mecánicas en las que el sonido hace vibrar directamente un diafragma al que se halla unida una aguja grabadora o «estilete» que marca el surco en una placa de cera virgen, la cual, una vez metalizada, se convierte en la matriz. Este proceso favorecería, sobre todo, la voz humana, especialmente la masculina; los altos harmónicos de la voz femenina y de ciertos instrumentos, como el violín, se perdían sin llegar al disco. De aquí que al escuchar hoy los discos de las grandes sopranos de la época, de Patti, Boninsegna, Boronat, Selma Kurz o Tetrazzini, nos den la impresión de que cantan detrás de una pesada cortina. Sin embargo, la voz masculina resuena brillante y neta, sobre todo en los barítonos; la serie de magníficos Battistinis, registrada en Varsovia en 1903, es el mejor ejemplo de ello. Así, el gramófono vino a surgir, por fortuna, en el instante mismo en que la tradición del bel canto estaba a punto de desaparecer. Los discófilos llaman a esta época –hasta el año 1910– «la edad de oro», porque en ella el gramófono recoge los últimos ecos de una escuela de canto que floreció brillantemente a lo largo del siglo XIX en la atmósfera de invernadero de los dorados teatros de ópera, de los salones isabelinos y eduardianos, de una sociedad exquisita y refinada, de una vida lenta y sólida. Pero que no pudo resistir los vientos fríos que comenzaron a barrerlo todo cuando la explosión de 1914 rompió las cristalerías. Los discos de esa época son los «incunables» del futuro: son los «G & T» de la Compañía del Gramófono, en cuyas etiquetas aún no ha surgido el famoso perro, los clásicos Fonotipias italianos, los primitivos Columbias y Odeones. Desde ellos cantan las voces mejor timbradas e impostadas, de más aliento y depurada escuela, de la más estricta disciplina y fastidioso buen gusto que haya producido nuestro siglo.
Caruso, por ejemplo, que dio al gramófono la dignidad y altura artística que aún le faltaba en 1903, año de sus primeras grabaciones. Generosamente, el gramófono respondió dando al divo no sólo millones, sino también la más alta fama que un cantante haya conocido en la historia; si Caruso «hizo» el gramófono, también el gramófono «hizo» a Caruso. Y a otros tenores y tenorinos que ya sólo son un nombre o una imagen vaga en la memoria de nuestras abuelas: el magnífico Fernando de Lucia, Tamagno el poderoso, a quien Verdi eligió para estrenar su «Otello»; el increíble Jadlowker, Anselmi el Exquisito, Viñas, Bonci y los rusos Smirnoff y Sobinoff. Entre los barítonos sobresale Battistini, «la gloria d'Italia», que en discos como el Eri tu («Ballo in Maschera») y O Lisbona («Don Sebastiano»), dejó muestras insuperables del más puro bel canto. Titta Ruffo, Reanaud, Ancona, De Luca, Sammarco, Scotti, son nombres que prueban la riqueza de una época. De los bajos, quizá sea Plançon el modelo, aunque la personalidad de Chaliapine surge ya poderosa en sus primeros discos. Como hemos dicho, las sopranos y contraltos no suenan con la brillantez que indudablemente habían de tener sus voces, pero la escuela y la maestría son evidentes. Entre ellas destaca un grupo de españolas: Patti, Boronat, Huguet, Barrientos, Galvany, Bori.
En esta época los catálogos ofrecen poca música instrumental –algunos y hoy raros Kubeliks, Sarasates, Paderewskis y Casals– y aún menos coral y orquestal. La bocina del aparato registrador, aunque había adquirido una feroz elefantiasis, no podía recoger el amplio frente de música que le envía una orquesta completa; además, la cuerda queda ahogada por el viento y el metal. Sólo la música ligera –«La princesita del dólar», «La Serenata», de Braga, «Los millones de Arlequín»–, recrean hoy el ambiente nostálgico de los grandes balnearios, de los jardines de invierno de los grandes hoteles, tibios y alfombrados bajo las palmeras.
El nuevo avance del gramófono se produce hacia 1925. Justamente a tiempo de salvar al instrumento en una coyuntura en que la industria estaba a punto de naufragar. La radio parecía a punto de desterrar al gramófono al limbo de las linternas mágicas, los mongolfieros, la luz de gas y tantas otras maravillas técnicas del pasado, hoy curiosas antiguallas. La nueva era nace con la introducción de la grabación y reproducción eléctrica de los discos. En este proceso, las vibraciones sonoras no se transmiten mecánicas, sino eléctricamente al estilete registrador, y de semejante manera, al reproducirse el sonido, éste es el resultado de las variaciones de un circuito eléctrico amplificado producidas por las vibraciones de la aguja. El resultado se traduce en una mayor brillantez y fidelidad en el sonido, el registro –y, por lo tanto, la reproducción– de frecuencias que antes se perdían. Los instrumentos y la voz humana suenan ahora con todos, o casi todos, sus harmónicos: se individualizan y distinguen. La cuerda es al fin audible, así como el órgano, los coros, las octavas altas del piano. Una orquesta suena como un conjunto en el que podemos aislar los distintos instrumentos. Este cambio se produce, además, en el instante en que también cambia el gusto del gran público; la ópera languidece, las grandes orquestas, los virtuosos y, en un grado menor, la música de cámara, constituyen ahora el mayor interés filarmónico. El gramófono responde dedicándose a una intensa y fructífera labor de grabación de la riqueza de música orquestal de los siglos XVIII, XIX y XX. Los catálogos se llenan de sinfonías, conciertos, poemas sinfónicos, oberturas; de Bach a Stravinsky, todos los grandes nombres pasan a ocupar un lugar importante en sus páginas. Quizás pueda decirse que las grandes compañías –La Voz de su Amo y su filial americana, Víctor, Columbia, Odeón, Telefunken, Polydor, etcétera– muestran una cierta ausencia de imaginación y de espíritu de aventura al dar versión tras versión de las obras de gran popularidad sin explorar otras menos conocidas. Ello, sin embargo, conduce a la gran perfección técnica en la ejecución y reproducción del sonido que caracteriza esta época.
Hay en ella grabaciones que son indudables modelos artísticos y técnicos. Es muy difícil señalar en una producción que posiblemente alcanza a 20.000 obras, cuáles deban considerarse imprescindibles en una modesta discoteca, pero no erraremos mucho si afirmamos que las más notables grabaciones de música orquestal se han de encontrar entre las realizadas por las famosas orquestas norteamericanas, inglesas y germánicas: Boston Symphony, Philadelphia Orchestra, New York Philarmonic, London Philarmonic, BBC Symphony, y las orquestas de Amsterdam, Dresde y Viena. Entre los grandes directores destacan Arturo Toscanini, Sir Thomas Beecham, Pierre Monteux, Wilhelm Furtwängler, Leopold Stokowski y Bruno Walter. En la música de cámara tenemos las admirables ejecuciones del Cuarteto Pro Arte y del Cuarteto de Budapest, desaparecidas de los catálogos la mayor parte, por desgracia, y los excelentes tríos de Thibaud, Casals y Cortot, de los que el número I Op. 99 de Schubert, aun obtenible (La Voz de su Amo), es quizá el mejor ejemplo. En cuanto a los instrumentistas, los catálogos ofrecen extraordinaria riqueza de grabaciones, entre las que sería muy difícil señalar modelos: Schnabel, Bachaus, Fisher, Giesseking, Cortot, Rubinstein y Horowitz en el pianoforte; Landowska, en el clavicordio; Heifetz, Kreisler (aunque ya en decadencia en el período de las grabaciones eléctricas). Mehuhin y Szigeti, en el violín, Casals, en el violoncelo, y Segovia, en la guitarra, dejan para la posteridad muestras espléndidas del nivel de ejecución musical de nuestra época. En el canto, aunque la ópera ha perdido la suprema posición que antes tenía, todavía quedan artistas como Supervía, Giannini, Muzio, Rethberg, Ponselle, Berger y Flagstad, Schorr, Melchior, Kipnis, Pinza, Gigli y Bjorling. En el Lieder alemán, se lleva la palma, sobre todos, la incomparable Elena Gerhardt, cuyo álbum de canciones de Hugo Wolf es uno de los tesoros más preciados entre discófilos; también Lotte Lehmann, Elisabeth Schumann, Gerhard Hüsh y Heinrich Schlusnuss, y Maggie Teyte y Charles Panzera en las canciones de Hahn, Fauré, Duparc y Debussy nos han dejado discos de primerísimo orden.
Las grabaciones de música religiosa y folklórica de todo carácter y origen muestran, también, un ímpetu notable en este periodo. El gramófono ha adquirido el rango de un instrumento cultural; el juguete se ha convertido, en muchos casos, en un aparato imprescindible para el estudio de la civilización. Pero sería imposible en una reseña tan rápida dar siquiera una idea general del material gramofónico que debiera hallarse en toda discoteca digna de tal nombre. Los discófilos se especializan y aprenden a manejar catálogos de distintos países y a suspirar por discos inencontrables o de muy difícil adquisición. Surgen casas que se dedican especialmente a las grabaciones de un cierto tipo de música, correspondientes a las ediciones limitadas de los bibliófilos (numerosísimas en América, las más importantes en Europa son The National Gramophonic Society, en Inglaterra; Oiseau Lyre, Discophiles Français, Anthologie Sonore, Boîte a Musique y Lumen, en Francia; Musica Antiche Italiana, y en Escandinavia, Tono y Música). En el otro extremo tenemos la gigantesca producción de música popular (distingámosla de la folklórica), de canciones, couplets, tangos, jazz y música de baile, flamenco y sus aberraciones, etcétera, que tiene un carácter más local, pero no menos interesante desde el punto de vista de la historia de la cultura y costumbres. (Muchas veces nos hemos preguntado, al registrar entre los montones de discos viejos en los rastros de tantas ciudades españolas, si no habrá algún coleccionista con la suficiente clarividencia de ir formando, ahora que son accesibles y a precios irrisorios, una colección de discos de canciones y cuplés del período 1900-25, entre los que hay obras maestras de gracia o pathos en letras, música y ejecución: La Goya, La Fornarina, Pastora Imperio, Raquel Meller, Carmen Flores, etcétera.) En realidad, esta música popular es la que produce a las empresas los grandes beneficios que les permiten dedicar –principalmente por razones de prestigio– parte de sus recursos a la producción de discos de música seria, con los que, por lo general, pierden dinero.
Así como en la época del disco acústico las mejores grabaciones eran italianas (Fonotipia) y, en ocasiones, inglesas (Gramophone G & T), en la época eléctrica, los alemanes (Polydor y Telefunken) producen algunas de maravillosa fidelidad, sonoridad y ausencia de ruidos parásitos. Las grabaciones americanas sufren, por lo general, de un exceso de efectismo; son ruidosas y, en cierto modo, deformes. Las españolas son, generalmente, buenas, pero en los últimos años, la pasta de los discos ha bajado mucho de calidad, y los surcos se gastan con excesiva rapidez, sobre todo si se usan agujas metálicas en diafragmas o pickups de gran peso. El último avance en la época del disco eléctrico es la grabación ffrr (Full-frecuency range recording), de la casa inglesa Decca, que ha dado la máxima perfección posible al registro al incluir todas las frecuencias perceptibles por el oído humano.
Sin embargo, a pesar de todos estos progresos técnicos, el gramófono conservaba una fundamental limitación para la reproducción de música seria: la brevedad del disco. Con placas de 30 cm. tocadas a la velocidad –standard– de 78 revoluciones por minuto, podía conseguirse, como máximo, una duración de cuatro minutos y medio a cinco; ello significaba que, para obras largas, era necesario interrumpir la música para cambiar el disco, bien manual o automáticamente. En todo caso, era una interrupción del fluir de la melodía, un atentado contra la arquitectura de la composición, una irrupción violenta de ruidos mecánicos en la atmósfera musical que debe rodear al oyente: un enorme defecto. Ya desde mucho antes se habían venido realizando esfuerzos para construir un disco de larga duración; la solución era clara, pero de difícil realización técnica, sólo conseguida con la aparición, en los últimos años, del disco microsurco. En él se combinan esencialmente dos elementos: una mayor lentitud en el giro del disco –33 1/3 revoluciones por minuto– y una reducción en las dimensiones del surco, que permite que el disco tenga en su espiral un número de vueltas mucho mayor que el de los discos standard. Con esto se consigue que en la cara de un disco de 30 cm. se puedan grabar completos dos movimientos de una sinfonía o todo un poema sinfónico. Otras ventajas son: la ausencia completa de ruido de aguja, con lo que la reproducción resulta idéntica a la de la radio; el disco es prácticamente irrompible, aunque el material plástico usado hasta ahora es blando y se raya con facilidad. Pero el microsurco se halla aún en su infancia, y todos sus defectos técnicos irán superándose rápidamente. Se puede indicar, por ejemplo, que las grabaciones orquestales no tienen la nitidez y brillo de las standard, tendiendo a apelotonarse los distintos instrumentos y a producir un efecto general de imprecisión. Entre las grabaciones más perfectas producidas hasta hoy por este procedimiento, podemos señalar la Pétrouchka, de Stravinsky, y Die Fledermaus, de Strauss (Decca). La voz y los instrumentos, solos o en reducido número, siempre suenan de forma incisiva, clara, brillante y bien equilibrada.
A Decca debemos, en efecto, el gran impulso que ha recibido en Europa el microsurco durante los últimos tres años. El consorcio de las gran es compañías inglesas (His Master’s Voice, Columbia y Parlophone), se ha resistido a introducir una innovación que sin duda suponía una formidable transformación en los procesos de manufactura, amén de la consiguiente desvalorización de los millares de discos en stock ahora invendibles. embargo, Decca, en una campaña tenaz y clarividente, ha ido creando un catálogo de discos microsurco, que hoy llega a los seiscientos números, de un interés y valor sobresalientes. Vencidos, los colosos han hecho aparición recientemente en el mercado del microsurco, con lo que queda firmada la sentencia de muerte del disco de setenta y ocho revoluciones para la música extensa. Como arma de combate, estas compañías han introducido asimismo el disco de cuarenta y cinco revoluciones y veinte centímetros de diámetro, ya anteriormente preconizado por Víctor en América como la mejor solución al problema del disco de larga duración. Pero a pesar de ciertas ventajas técnicas y de ocupar muy poco espacio –y el problema del espacio y peso de los discos es gravísimo en las grandes discotecas–, este disco no resuelve el fundamental de la larga duración, pues ésta está limitada a cinco minutos, como en el disco de setenta y ocho revoluciones.
Otra consecuencia también importante del microsurco es que, en combinación con la cinta magnetofónica, se ha facilitado y abaratado grandemente el proceso de grabación y han surgido en América y Europa muchas compañías nuevas que se han dedicado a ofrecer al público una gran riqueza de música poco explorada y conocida: composiciones vocales y orquestales de los siglos XVI y XVII, de los compositores menos conocidos del XVIII, y de los más modernos. Sobre todo esto daremos datos más concretos en crónicas sucesivas. Lo importante es que hoy se respira en la industria gramofónica mundial un aire nuevo, de mayor originalidad y espíritu de aventura. Es evidente que muchas compañías no podrán, a la larga, competir con los grandes consorcios de colosales recursos y organización, pero su labor habrá sido útil como fermento y estímulo. La aparición del microsurco no implica, como es natural, la total desaparición del disco standard. Este tiene todavía una función propia que cumplir en el ámbito de la música popular, de la canción, de la pieza ligera y del bailable, que encuentran en él su mejor vehículo.
Poco será preciso añadir ya para dar una idea de lo que, en nuestro concepto, debe ser la crítica discográfica: el disco debe considerarse en su triple aspecto, artístico, histórico y técnico. Pero en España la crítica ha de tener ante todo un valor informativo. El discófilo español no dispone más que del pobrísimo repertorio que le ofrecen los catálogos nacionales; las ediciones extranjeras, tan variadas, numerosas e interesantes, le son inasequibles. Pero, por lo menos, debe estar informado de la actividad gramofónica mundial y tener noticia de las obras más importantes que se editan y de sus méritos. Quizás algún día, con los buenos servicios de un amigo que regrese del extranjero y la benevolencia de un vista de aduanas, pueda sentir la satisfacción de poseer alguna de ellas.
París, enero de 1953.