Víctor Sánchez de Zavala
Cartas desde Colorado
I
La primera sorpresa que sufre el viajero que llega a los EE. UU. es encontrar que en ellos no hay ciudades. Una ciudad necesita ante todo una residencia de generaciones, una experiencia compartida frente a un medio difícil, tal vez enemigo, frente al señor feudal o el burgo vecino. Tiene un alma conquistada, paciente, despaciosamente, que vive en las piedras, en los atardeceres, en los rostros de los habitantes. Los ciudadanos saben que pertenecen a la ciudad, y que ésta se ha hecho de ellos. Saben que los edificios, las calles, las innumerables cosas que seden, se alzan, habitan, se mueven, envejecen y, finalmente, mueren en una ciudad, llevan en sí, penetrando hasta lo hondo, esa impalpable impronta de haber sido usadas por hombres que han muerto. Saben que el arroyo que cruzan todas las mañanas ha sido atravesado de análoga manera por prójimos ataviados de extrañas vestiduras, absortos en sus propias vidas. Saben que el barandal que les sostiene alberga en su ser la forma de innumerables manos que también le han aferrado con gesto de naufragio. Sus miradas resbalan de una a otra por las esquinas, por las calles y plazas que otros conformaron, que otros han mirado, y el misterio de la muerte ajena les cala el alma lentamente, como un licor dulce y espeso. Ante ellos, ante sus propios ojos llevados a las piedras se desarrollan vidas vividas monótonamente, entreveradas de pequeñas alegrías, de tristezas mostrencas, de la callada desesperación de ser humano para siempre. Saben que su mirar está amasado con los ojos de otros hombres, que hasta ni entresijos corporales están llenos de sustancia antigua, humana, cernida por los años, y que ha de retornar a la tierra, ¿quién sabe si el hálito de los hijos del hombre sube arriba, y si el hálito de las bestias desciende abajo hacia la tierra?
En los Estados, sin embargo, no es posible encontrar una ciudad con sus propios habitantes. Venidos de todas partes se cruzan un momento, breves años, y vuelven a desaparecer, sumidos en el inmenso vacío de esta nación gigantesca. En cualquier población hay gentes nacidas en los lugares más diversos, lo mismo en la localidad vecina que a miles de millas de distancia. Y todos carecen de nostalgia, no parecen estar hechos de esta masa de arcilla, sangre y paisaje natal que a todos nos compone.
Ante el espectáculo de estas «ciudades», de estos «pueblos», esparcidos de cualquier modo a lo largo de las vías de comunicación, he tratado de comprender lo ocurrido: de dónde y cómo han surgido, su modo de crecimiento. Porque en vano me esforzaría en penetrar su sentido si no atiendo más que a lo presente: nada humano puede entenderse despojado de la vida en que ha nacido, amputado del afán que secretamente le mueve.
Y he comprendido que el principio es una vía abierta en lo aun no ocupado, en la tierra de nadie. Un camino hacia adelante que se mantiene avanzando constantemente, ramificándose, proliferando sin cesar. A lo largo de él se establecen los colonos, se alinean las estaciones de refresco y descanso, en que se puede comer, quizá cambiar el tiro –ahora rellenar el depósito de gasolina–. En algunos lugares se cruzan los caminos, se pueden establecer negocios más sedentarios; allí se edifican barracas primero, luego construcciones más duraderas, fábricas, tiendas en que el viajero puede encontrar cuanto apetezca. Una calle, una carretera, tal vez dos que se cruzan ortogonalmente clavan al suelo una nueva ciudad: esto es, una hilera de tiendas listas para trasegar alimentos, productos diversos en los cangilones que circulan cada vez más rápidos, cada vez más numerosos transportando hombres apresurados. Y los establecimientos, las factorías, las estaciones de repuesto necesitan, como las piezas de artillería, sus servidores; en los alrededores de la nueva avanzada comienzan a levantarse albergues en que vivir. En ellos se recogen del trabajo diario los hombres y mujeres que ayer llegaron de lejos; hoy trafican aquí, quizá mañana partirán de nuevo. Son colonos venidos de dondequiera, mezclados en raza, en religión, en costumbres.
(En el hotel en que me alojo habitan, entre otras personas que no conozco, un viejo minero, varios estudiantes, un meteorólogo, una maestra, un funcionario del Departamento de Agricultura que dejó su puesto para dedicarse a escribir, tres o cuatro chicas que trabajan en almacenes, un guarda nocturno, una taquimecanógrafa, un pintor de anuncios, una inválida, dos o tres empleados en oficinas diversas. Sus procedencias son literalmente incontables, pues todos ellos han vivido más o menos tiempo en diversos Estados: Maryland, Alabama, Texas, California, Arizona, Virginia o Illinois, Montana o Florida, son en sus vidas años de estancia, de trabajo en una ocupación cualquiera; y aún más atrás, en el oscuro fondo de la descendencia corporal, yacen naciones y razas, lenguas y tierras de todas las regiones del planeta.)
Para poder vivir gente tan diversa, se remangan el pasado como una camisa, se echan a la espalda los recuerdos y ponen manos a la obra. Multiplican su actividad, se lanzan esforzadamente sobre el tajo, pelean como buenos contra la pura hostilidad de lo agreste. Después, en la medida en que trabajaron duramente apetecen reposo completo: el albergue confortable, el trajín doméstico fácil, las noticias llegadas sin esfuerzo; todo ha de ser prefabricado, «ready made». Y en la hora del descanso mecen nostálgicos sentimientos hacia el pasado, dejan gravitar dulcemente el corazón hacia un hogar nebuloso y lejano, un hogar que en realidad no conocieron; hacia una imagen vetusta enclavada en alguna vieja ciudad europea. Por eso su romanticismo de lo antiguo no tiene objeto definido ni tiempo concreto y específico. Es una vaga irradiación que les hace sentirse acariciados de algún modo por su calor, arraigados en el humus de la tradición. Sus casas son arcaizantes, absurdamente adornadas con miradores de madera, pintados de rojo oscuro sus piedras y ladrillos, tejados con empinadas cubiertas de pizarra o planchas de madera, rodeadas de barandales, edificadas en terreno verde, rodeadas de árboles (sólo asoma al exterior un signo de rabiosa actualidad: la erizada antena de televisión, que muestre su esquemática silueta en todos los tejados, desde el rascacielos hasta el remolque en que vive la familia modesta).
En general, los norteamericanos creen habitar en el mundo, y tienen noticia de otros humanos que pululan en sus aledaños. Ciertamente, en todas partes tendemos a olvidar que existen otros pueblos, otras gentes enraizadas en distintas tradiciones, ajenas a nuestra vida y completamente indiferentes a cuanto a nosotros nos importa o nos apremia. Pero en los EE. UU. esta tendencia se agudiza, primero por la autosuficiencia industrial, que les permite –a ellos, tan amantes de los artefactos– estar rodeados constantemente de productos de fabricación propia; y, en segundo lugar, por su posición preponderante en la política mundial.
Por ello es más estimable la gran cantidad de jóvenes que se encaran con su país en actitud crítica. A partir de la segunda guerra mundial los contactos con otras naciones se han multiplicado, y muchos de ellos empiezan a dudar de los dogmas admitidos, a poner en tela de juicio el rumbo entero de civilización norteamericana. Se lamentan de la masificación de su país, cada día más homogéneo y escaso de personalidades auténticas, de la orientación exclusivamente placentera, materialista (una palabra que carece de todo significado: sólo posee una función agresiva) y mecanicista de los ideales colectivos. Los grandes fetiches de la Ciencia y el Progreso, que aquí rigen, inatacables y solemnes, la vida entera de la nación, son el enemigo principal de estos jóvenes. Se han percatado de la insuficiencia radical de las ciencias para resolver las cuestiones últimas, pero, desgraciadamente, se encaran con los más graves problemas del hombre con la misma ingenuidad con que tratan de resolver una dificultad insignificante que se les plantea de momento. Instalados en una ciencia de tercera mano, pasada y sin vigor, tratan de superarla barajando afanosamente conceptos de las más dispares procedencias científicas, en un esfuerzo titánico y descabellado por realizar una magna síntesis de las ciencias. Y, para acabar de oscurecerlo todo, suelen usar como aglutinante en sus fantásticas combinaciones una mística confusa y confundente, tomada de cualquier profeta verdadero o falso y sorbida ávidamente, hasta la borrachera. Con estos ingredientes es difícil conseguir ningún resultado de gran valor. Por desgracia, a ellos se suma la necesidad –según parece ineludible– que sienten de resolver las cuestiones in situ illoque instante: han de solventar todo problema que les salga al paso sin pérdida de tiempo; les causa un horror indescriptible sentir sobre sí el filo de una pregunta sin respuesta, de una interrogación que pudiera caer sobre ellos de repente como un rayo. Pues no en vano pertenecen a una estirpe de colonos, demasiado empeñados en la lucha por la nuda existencia para disfrutar del lujoso exceso de tiempo que requiere todo ensimismamiento. La alerta mantenida contra el contorno hostil se ha prolongado excesivamente y se ha hecho crónica, de modo que ya no pueden darse a sí mismos el reposo necesario para madurar la reflexión. Han de acabar rápidamente con el interno cortejo de fantasmas que les azora con sus conflictos y contradicciones; han de imponer la paz a todo trance, inmediatamente, porque el exterior acecha y puede asaltar en todo instante. Y eligen entre estos dos caminos: la especulación gratuita y sin amarras o la amputación de la cabeza.
(Denver, Colorado. Octubre de 1953.)
II
Suele decirse que la característica más acusada de la vida en Norteamérica es la prisa. Un tráfago incesante impeliría constantemente al norteamericano sin dejarle tiempo para el sosiego, para la contemplación o la creación artísticas, para las delicadezas que pueden hallarse en el alma de otros hombres con más larga historia a la espalda. Sin embargo, el origen del atropellamiento no es la misma prisa. En realidad, la confusa mezcla de costumbres diferentes, de razas y procedencias diversas ha originado una eliminación progresiva de refinamientos contrapuestos, dejando tras de sí una anestesia general que domina en la sociedad norteamericana.
La estupefacción que produce el ver a la mayor parte de las mujeres carecer de toda coquetería termina por ceder el paso a la comprensión de que aquí el sexo femenino desea, como es natural, agradar al opuesto; pero de modo análogo a como en otros muchos lugares procura éste ser agradable a aquél: yendo meramente limpio (a veces ni eso), con el traje más utilitariamente adecuado a la faena diaria. En los EE. UU. hombres y mujeres se hallan exactamente al mismo nivel de ostentación de la rudeza: ni ellas sienten la necesidad de realizar en sí mismas un ideal de belleza ni los varones desean encontrarlo. Porque la mayor parte de unos y otras han perdido la sensibilidad para los matices, conservando tan sólo una sensibilidad básica, de bulto, que les libra de errores groseros. Y este fenómeno, a su vez, es únicamente un índice de la bastedad general de la sociedad norteamericana. Esta semeja una de esas personas de andar algo paquidérmico, que muestran a la primera ojeada un alma buenaza, llena de los mejores deseos, pero que irritan a todo el mundo con su incapacidad para percatarse de la más elemental delicadeza. Es cierto que pueden encontrarse, incluso fácilmente, norteamericanos aficionados a un arte determinado, tal vez entendidos en él, incluso que realmente penetren su sentido y belleza. Pero es dificilísimo dar con nadie de auténtica sensibilidad, tenga o no especial afición a un arte bello.
Por otro lado, la generosidad y cordialidad en las relaciones humanas es extraordinaria. En pocas naciones la gente es tan afable, tan amistosa con el extranjero. Personalmente, sólo gracias a la solicitud incansable de varios amigos norteamericanos –a los que no conocía antes de llegar aquí–, he podido sortear los acumulados obstáculos de la enorme diferencia en el modo de vivir, el desconocimiento del idioma, las exageradas distancias, &c. Creo que en ningún otro país volveré a encontrar personas tan desprendidas y afectuosas como éstas.
¿Qué especial rudeza es esta, tan manifiesta y de tan encontrados rasgos? Creo que sólo se puede comprender a los norteamericanos tratando de penetrar hasta su modo de estar implantados en la vida. Y este podría quizá sintetizarse diciendo que viven íntegramente en la sociedad.
Todo hombre se encuentra viviendo entre acontecimientos, todo hombre normal bracea con ellos en un esfuerzo constante por no quedar sumergido. Pero los acontecimientos no caen milagrosamente del vacío, sino que acontecen siempre en un lugar, son sucesos que sobrevienen al hombre desde… las cosas. Ahora bien: no se trata de que las cosas sean anteriores a los acontecimientos, de modo que estos fueran algo así como movimientos de aquéllas. Es preciso reconocer la absoluta originalidad de los acontecimientos, una de cuyas características es darse siempre en una estructura, como otra es conformar –o mejor reformar– dicha estructura: reformarla, formarla de nuevo, incesantemente, rehacerla desde los cimientos, como que ellos mismos son los cimientos.
Pero esta estructura es quizá lo que se viene llamando mundo: aquello en que se da cada cosa, y previo a ella. El fondo sobre que cada objeto particular se destaca como parte, a la vez, integrante de aquél. Y, en efecto, puede llamarse mundo, pero con la condición de que se advierta su multiplicidad. El hombre se encara con el oleaje siempre vivo de los acontecimientos apoyado en una estancia previa, de una suerte concreta en cada caso. En rigor, cada posible modo de careo encierra en sí un mundo completo de acontecimientos; puesto que todo suceso reclama su propio modo de respuesta, cada uno de aquéllos está, pues, grávido de innúmeros semejantes, como un nuevo Adán de larga prole; y en cada acción de hombre no sólo se pierden otras innumerables acciones posibles, sino una infinidad de mundos, constelaciones engarzadas entre sí en una inacabable sucesión de vida. De continuo surge para siempre un destino que se hace un nuevo peldaño en que lo positivo, lo incierto y lo inesperado se elevan hasta pulsación humana.
Ciertamente, sin embargo, el modo de enfrentarse el hombre con los acontecimientos no es discontinuo, puntual, siempre cambiante. Existe siempre una analogía modal, una tonalidad constante con que se ejecuta una serie más o menos complicada de actos. Puede decirse casi siempre que el mundo en que se vive es, de un modo difuso –e imposible de reducir a contornos perfilados–, el mismo en que otros acontecimientos sucedieron, el mismo en que hemos de padecer nuevos sucesos. Por ello es posible hablar de el mundo de una persona, entendiéndose que se atiene habitualmente a los sucesos de un modo aproximadamente constante; o, con otras palabras, que la mayoría, o ciertos acontecimientos con que trata presentan una serie de caracteres comunes. Incluso, extremando el esquematismo, es posible encontrar conjuntos más amplios, de modo que quepa referirse a el mundo del poeta, del hombre de ciencia o del comerciante.
¿Qué significa, a su vez, este alambicamiento de conceptos, esta progresiva delgadez del escueto esquema «hombre-mundo»? Requiere, en primer término, un punto de partida, una primera actitud ante la cuestión: en este caso, la magna cuestión de la conducta humana. Por añadidura, la progresiva persistencia en dicha actitud, rechazando toda distracción que pudiera evacuarnos de ella, reiterando tenazmente la ambulación por esta vía. Y ésta es una posibilidad sólo accesible a los humanos. Sólo el hombre, que puede moldear como alfarero su misma estancia, su propia situación, puede decidirse a persistir en un modo de vivencia, a requerir indefinidamente de análoga manera al multiforme torrente de la vida. Porque está fuera de determinación puede encauzar su múltiple existencia en una figura única y exclusiva, de la misma manera que el leñador concentra su esfuerzo en un sutil filo de hacha, ganando en intensidad y eficacia multiplicada cuanto perdió en extensión. (Al parecer, no puede decirse de los animales que persistan en un mundo, justamente por no tener acceso más que a uno sólo: simplemente están en él, sin per-sistencia, ya que no son capaces de ex-sistencia.)
Y el hombre, que en cada mundo vive en un esquema, que tiene en sus manos el conmutador con qué cambiar el cariz de la vida que le asalta, puede con sus múltiples vías de acceso a los sucesos, ganarlos, integrarlos en concretas realidades. Parte del manejo de imágenes fantasmagóricas, a la vez rígidas y cambiantes como muñecos de guiñol, y avanza en una doble progresión hacia sí mismo y la realidad; mas sin llegar nunca a perfecta posesión de nada. Porque siempre hemos de considerar lo considerado en un momento determinado, en tal hazaña y no en ninguna otra; siempre nos las hemos de haber con objetos esquemáticos, desprovistos de la definitiva consistencia que nos tienta el alma.
Una esquematización gigantesca es, sin duda –no será peligrosa mientras lo sepamos–, lo que se llama el mundo norteamericano. Adentrémonos, sin embargo, por este singular sendero.
El mundo del norteamericano es, cerradamente, la sociedad. Esta define con sus usos, con sus disponibilidades y posibilidades, el ámbito entero en que se encierra su vida. La extraordinaria lejanía de sus límites le permite sentirse –sinceramente– libre, liberado de muchas tradiciones, costumbres, de la carga, a veces abrumadora, que pesa sobre los ciudadanos de otros países. Y, paradójicamente, el círculo es aún más férreo que en otras naciones. Precisamente, por ser tan lejano, por haberse eliminado por fricción entre muchos hábitos diferentes una gran cantidad de pequeñas conveniencias sociales, las subsistentes se han hecho inexcusables. El norteamericano vive sobre ellas, en ellas. No puede percatarse de su presencia, porque sólo para nosotros, externos a ellas, son presentes. Para él son substantes, substancia de su entero vivir.
Es cierto que, en mayor o menor medida, lo mismo ocurre en todas las sociedades. Sin embargo, en la vieja Europa, al menos, la cercanía y cierta opresión de los límites hace a estos patentes –prodigio siempre renovado de la ilimitación del hombre, que cuando advierte sus confines los trasciende– e ironiza su propia situación, sabiendo su parcialidad y deficiencia.
De aquí el marcado provincianismo de los norteamericanos, que, autosuficientes prácticamente, ignoran otras posibilidades de vida, o, al menos, las consideran como meras preparaciones y vías para llegar al estado de ciudadano perfecto –el ciudadano de los EE. UU.
Hay que reconocer que su mundo, totalmente compacto y sin poros, les convierte –aunque en un sentido diferente del que ellos piensan– en los ciudadanos ideales. Sus intereses, sus preocupaciones, sus auténticas vigilias –no meramente profesionales– están confinadas en la sociedad. Todos los jóvenes norteamericanos con quienes he hablado más de diez minutos han inquirido mi parecer de su país, le han contrastado con el suyo, han expuesto –con ejemplar sinceridad– su opinión acerca de las taras y peligros que amenazan a los U. S., y finalmente, han aventurado una vía de solución de los problemas. Pero no es necesario venir a Norteamérica para percatarse de ello: basta leer a Faulkner, a Steinbeck o Arthur Miller y compararles con Thomas Mann, con Hesse o con Anouilh. El viaje tiene únicamente –en este aspecto– la ventaja de mostrar la omnipresencia de esta actitud.
Las cosas, lo no humano, son para el yanqui objetos límites, hitos que jalonan la frontera del mundo. Ciertamente aún no están en el mundo, pero entran incesantemente en él, poniéndose al alcance de la mano; son candidatos a la mundanidad, sin más consistencia que su posibilidad de hacerse reales. Aquí se puede ensuciar toda roca con anuncios, todo campo puede ser coto o rancho, toda montaña paisaje: porque fuera de esas utilizaciones no existen en absoluto. Estos americanos devoran con apetito incontrastable los suburbios inhumanos del mundo, como el colono ensancha el claro del bosque cada día, convirtiendo lo innominado y tenebroso en tierra cultivable. No pueden percibir las finas escamillas de las cosas, que al más ligero contacto se derriban y dejan, entre las manos, sólo un ala mutilada y gris, incapaz de vuelo. Les faltan aún siglos de historia, de estancia permanente en la tierra, de afincamiento en una limitada circunstancia que les penetre hasta lo hondo y les cargue del dulce peso de lo inanimado. Necesitan tiempo para sentarse y escuchar, y aprender que una voz súbita, un gesto desmedido pueden destrozar un mundo o quebrar una vida. Han de recorrer todavía mucho camino hasta que les llegue la hora del descanso y ahonden sus raíces en la tierra, y sientan circular por sus entrañas las savias de todo el universo, el confuso tumulto de la vida, la quietud y el silencio.
(Denver, Colorado. Noviembre de 1953.)