Alfonso Sastre
El teatro actual, notas para un panorama
1. Pretensión de estas notas.– No trato, naturalmente, de ofrecer en este trabajo una visión completa de los problemas, autores y tendencias que en estos momentos perfilan y caracterizan la vida del teatro europeo y americano, zona escénica a la que se refiere, únicamente, esta noticia –ya que carezco incluso de la mínima información para enjuiciar el panorama, a través de sus problemas y tendencias, del teatro oriental–. Queda, pues, acotado el panorama y aun lo que nos queda –Europa y América: el teatro occidental, procedente de la gran fuente griega– será, con seguridad, parcial e irregularmente visto a través de estas notas, con las que no pretendo más que una primera aproximación a los hechos y a las cosas del teatro occidental de hoy.
2. Eso de la decadencia del teatro.– «Que el teatro está en decadencia –escribía Galdós allá por 1885– es cosa que ya huele a puchero de enfermo; tanto se ha escrito y hablado sobre esto.» En 1953 hay quien sigue hablando, todavía, de decadencia y crisis. Y a lo largo de todos los años que van de una fecha a la otra se ha dicho lo mismo, mientras había autores como Pirandello, Lenormand, Bernard Shaw, O’Neill… Lo que ocurre es que el teatro lleva, desde siempre, una vida azarosa y difícil según corresponde, lógicamente, a la complejidad de las fuerzas que intervienen en su organización y a la variabilidad de las circunstancias que influyen sobre él y, a veces, lo determinan. Y así es ahora. Yo, por lo menos, no advierto, en la observación del panorama del teatro actual, síntomas de decadencia. Encuentro, eso sí, síntomas de lucha. De la lucha en que siempre ha consistido el teatro.
3. Teatro y cine. Ahora cine en relieve.– Uno de los datos que en este siglo ha fundamentado la argumentación de los que han mantenido la irremediable decadencia, anunciadora del definitivo crepúsculo del teatro –sin duda el dato más importante– ha sido la aparición y el perfeccionamiento del cine. El cine –se ha dicho– va a matar el teatro. En el drama de Lenormand «Crepúsculo del teatro» se monta un «cine» en el lugar en que languidecía un viejo teatro y se ve que el autor pretende dar a la situación contenido de símbolo. El teatro está agotado. Los actores de teatro se dedicarán al cine. ¿Y dónde nos pondremos nosotros –se preguntan– mientras nuestros fantasmas estén en las pantallas? Pero no hay remedio. «Y después de todo –dice un personaje– no es más que tela pintada… viejos bastidores polvorientos… ¿Por qué el mundo cambiaría de aspecto si esto desapareciera?» A lo que alguien responde: «Puede que el mundo no cambiara de aspecto… Pero nosotros no podríamos ya vivir en él.» El drama termina con una especie de proclama al público en la que se dice, con voz de angustia ante el inminente naufragio, que «¡el teatro debe vivir!», que «¡el teatro no puede morir!».
En estos términos ha llegado a plantearse, en nuestro tiempo, la situación del teatro: como si el teatro no fuera ya otra cosa que una agonía. Como si estuviéramos asistiendo al cierre de su historia. Como si lo que no puede morir del teatro se hubiera transfigurado –y la nueva figura se llamaría «cine»– y al escenario no le quedara más que echar definitivamente el telón.
Otros, sin embargo, dicen que el teatro continuará porque «el cine es otra cosa».
Yo no creo que el cine sea otra cosa, es decir: algo radicalmente distinto del teatro. Para mí el «cine» no es más que una especialísima forma teatral –una forma supermecánica– con una serie de ventajas para su organización como espectáculo y, en definitiva, con una enorme capacidad de proyección social. El cine es, por otra parte, un teatro con superiores posibilidades para la localización y el cambio de escenarios. (En ese sentido sus posibilidades son semejantes a las de la novela.) Todo esto hace que el cine sea una forma teatral muy popular. Pero no puede sustituir, de ningún modo, a la forma teatral pura del drama, la forma con personajes vivos y emoción directa. Seguirá habiendo, pues, teatro y «cine», como formas –una pura y otra mecánica– del drama. Y cuando el cine en relieve consiga superar –si lo consigue– su fase experimental, nada cambiará esencialmente y seguirá habiendo teatro y «cine» del mismo modo y por las mismas razones.
4. Teatro y mecánica.– Decía el «regista» italiano Bragaglia, que el cine ha planteado al teatro un problema de velocidad. Esto es cierto. Porque cada nueva situación plantea al teatro nuevos problemas. Este de la velocidad es, prácticamente, un problema mecánico. ¿Vamos, pues, a la mecanización del teatro? No. Vamos simplemente, al perfeccionamiento de su propia mecánica, de su maquinaria. Este perfeccionamiento dará al dramaturgo nuevas posibilidades de expresión dramática, a través de los sistemas de plataformas móviles y escenarios giratorios. Lo que no quiere decir que el teatro vaya a entrar, ahora, en una especie de competición mecánica con el cine. Esto sería un error. El error que podría llamarse «teatro cinematográfico».
No. El teatro tiene que buscar su propio ritmo y su propia velocidad.
5. ¿Qué ocurre ahora en el teatro de Europa y América?– Entramos, después de esta breve consideración general, en el tema. ¿Qué ocurre ahora en el teatro de Europa y América? ¿Qué autores hay? ¿Qué temas les preocupan? ¿Qué problemas? Y empezaremos nuestra breve excursión en Francia.
6. Sartre, Anouilh y todos los demás.– Selecciono, entre los autores franceses actuales, a Jean Paul Sartre y Jean Anouilh, por creerlos representativos de las tendencias del teatro francés de hoy. Sartre es, para mí, el representante de la tragedia francesa actual. Anouilh, el de la comedia. Y cuento a Anouilh entre los comediógrafos porque hasta sus tragedias más oscuras –sus «piezas negras»– tienen un vago aire comediográfico. En cuanto a Sartre, es sin duda, un autor trágico de primera magnitud, sin escapatorias «poéticas» o humorísticas.
Sartre es, hasta ahora, el autor de seis obras dramáticas: «Las moscas», «Puerta cerrada», «Muertos sin sepultura», «La puta respetuosa», «Las manos sucias» y «El diablo y Dios». Están citadas en el orden de estreno.
Comienza, pues, la trayectoria dramática de Sartre, con una «Electra»: «Las moscas». Empieza así en una línea habitual al drama francés contemporáneo: la recreación de los mitos griegos. Trae auténtica y profunda preocupación expresada en un lenguaje dramático propio. Resulta del drama que la libertad humana es la rebelión del hombre contra Dios. Un Orestes prometeico libera, con su sacrificio, de los remordimientos y de la angustia a la ciudad de Argos: ciudad habitada de moscas «gruesas como libélulas», y en cuya plaza hay un «dios con cara de asesinado».
«Puerta cerrada» es el drama del infierno sartriano. «El infierno –acaba diciendo un personaje– es los otros.» Los acontecimientos van sucediéndose en este drama con una absoluta y terrible necesariedad. Los personajes llegan a darse cuenta de que, hagan lo que hagan, todo va a suceder del mismo modo. Y cuando la obra termina, queda, sin embargo, abierta a una eternidad de sufrimiento. No cabe duda de que «Puerta cerrada» –sin acontecimientos patéticos, sin sangre o muertes en escena– es una tragedia.
«Muertos sin sepultura» es, quizá, la obra más cruel de todo el teatro contemporáneo. El espectador siente una terrible piedad por aquellos pobres personajes a cuyo inexorable proceso de destrucción asiste. Una vez más no hay esperanza. Aquí sí hay golpes y sangre en escena. Pero el horror no está en la sangre de la tortura física. El horror está en las conciencias.
Esta obra se estrenó con otra del autor: «La puta respetuosa», donde asistimos a otro proceso de destrucción: el aniquilamiento físico y moral de unos seres desvalidos en el seno de la sociedad americana. La prostituta es fácilmente reducida al silencio y el negro a la muerte. Con lo cual, cuando todo ha sido traicionado, «todo –dice un personaje– ha vuelto al orden».
«Las manos sucias» es el drama de la irremediable suciedad de la acción política. No creo que la obra se agote en una crítica de los métodos del Partido Comunista, aunque, a decir verdad, los comunistas franceses acogieron la obra con cierto desagrado. «No les ha gustado a los comunistas –me decía Gabriel Marcel, que, por la época del estreno de «Las manos sucias» en París, estaba en España–, lo que ya es algo.» La obra es tan conocida que limito su comentario. Anoto, sin embargo, que hasta la crítica procedente de los sectores ideológicamente más adversos, reconoció en «Las manos sucias» la presencia de un gran dramaturgo. Consúltese, por ejemplo, la crítica de Gabriel Marcel.
«El diablo y Dios» es, en mi opinión –aun teniendo momentos de enorme grandeza–, la obra más desgraciada de Jean Paul Sartre. Quizá haya que ver la razón –si se considera, como yo, que es una obra fracasada– en el grave pecado dramático de que hay que acusar a Sartre en esta ocasión, de haber escrito su drama bajo la tiranía de una tesis rígidamente establecida de antemano con el consiguiente perjuicio para el desarrollo normal de los caracteres y, en definitiva, de la trama. Se trata de que Dios no existe y todo tiene que ocurrir de modo que Dios no exista. Para llegar a esta conclusión Sartre sacrifica hasta lo más sagrado desde un punto de vista dramático: la humanidad de los personajes, que operan bajo la tiranía de un autor que apunta a una demostración. Las premisas quedan dramáticamente forzadas, sacrificadas a una conclusión escrita de antemano: Dios no existe. Y así el teatro pierde grados. Sartre (filósofo) cayó, por fin, en el peligro que le amenazaba y que había logrado sortear en obras anteriores: el teatro de tesis: el teatro demostrativo: el antiteatro.
Pero Sartre es, pese a todo, un gran autor. Un autor testigo de nuestra época.
Anouilh es un comediógrafo capaz de escribir tragedias. «Antígona», por ejemplo –me refiero a su «Antígona»–, es una tragedia escrita por un gran comediógrafo: es una tragedia entendida con ironía y humor de comediógrafo. El humor –el mal humor, la mayoría de las veces– que cuaja normalmente en sus estupendas comedias. Como –por citar alguna– «El ensayo o el amor castigado» o «Colombe». Los aristócratas de «El ensayo» o los cómicos de «Colombe» son duramente tratados en la burla de Anouilh. Esta es una nota muy acusada en la comediografía de Anouilh: la sátira social por la que desvela el esqueleto ridículo de la corrupción. Los hombres y las mujeres quedan desenmascarados, denunciados en sus más estúpidos vicios por Jean Anouilh, que sólo entonces los vela y los salva a fuerza de ternura y de piedad.
Hay –aparte de Sartre y Anouilh– muchos autores franceses interesantes. Siguen trabajando los viejos Cocteau y Montherlant. Han surgido nuevos autores como Camus, Roussin, Aymé, en distintos géneros y con distinta ambición y altura literaria. Murieron Lenormand, Giraudoux, Gide… Y la vida del teatro francés se renueva y continúa.
7. Italia: Ugo Betti.– Ugo Betti que ha muerto este año{1}, es, según todas nuestras noticias –confirmadas por lo que conocemos del teatro italiano actual–, el autor italiano más importante y representativo de los últimos años en la escena italiana. (Nos hablan de un Tullio Pinelli y su obra «Los padres etruscos», como de algo superior a todo lo de Betti, pero no conocemos tal obra.) Betti escribió 23 obras desde 1927, año en que escribió «La padrona», hasta 1951, en que estrenó «El jugador». Parece que ha dejado escrito un drama de regular calidad que, probablemente, no llegará a estrenarse. En España hemos asistido a los estrenos de «Corrupción en el Palacio de Justicia» y «El jugador». Se trata –como dije hace poco en «Correo literario»– de dos historias concebidas de modo muy parecido. El espectador asiste, en los dos dramas, a una investigación sobre ocultos delitos. Erzi, en «Corrupción en el Palacio de Justicia», busca un culpable. El comisario Pinzi, en «El jugador», está encargado de aclarar unos hechos. El pecado del primer drama es la «corrupción». El del segundo, un crimen. En ambos casos la investigación no conduce, verdaderamente, a la justicia, sino al establecimiento de un cierto orden jurídico práctico. La justicia, al comisario Pinzi, no le importa. Él es –dice– como un guardia del tráfico. «Los jueces –dice un personaje en «Corrupción en el Palacio de Justicia»– somos todos unos hipócritas.» Y esa es la verdadera corrupción. La administración de justicia está originalmente viciada por la imposibilidad radical de establecer que algo es justo y algo no lo es. En «Corrupción en el Palacio de Justicia» es Cust el que, cuando ya la justicia ha dicho su última palabra y él está libre de toda sospecha, se entrega al juicio de ese misterioso Alto Revisor que trabaja en el piso de arriba. En «El jugador», cuando ya la justicia lo ha declarado limpio de toda culpa, es él quien pide ser castigado, cuando para el comisario lo único que falta es poner unos sellos y unas firmas en los papeles de la investigación.
El teatro de Betti no se agota, desde luego, en el tema –un poco al estilo de «El proceso», de Kafka– judicial. «Crimen en la isla de las cabras», por ejemplo, es una dura historia en la que juegan pasiones violentas y elementales. Tres mujeres que viven solas en una casa matan a un intruso que, con su presencia y su actitud, crea en la casa una atmósfera de feroz sensualidad y amenaza con vulnerar el orden de aquella casa. En «La reina y los sublevados», recoge Betti el proceso mental y sentimental de una mujer que, aprovechándose en un principio del río revuelto de una revolución, termina muriendo por salvar a la reina, a la que había despojado, engañado y destinado a la muerte.
Otros autores, como Diego Fabbri, Vittorio Calvino, Gian Paolo Callegari, Cario Terrón, Corrado Alvaro…, llevan por rumbos de inquietud a la escena italiana. Y hay que citar al napolitano Eduardo de Filippo, gran actor y popularísimo autor de «Nápoles millonaria».
8. Alemania.– Parece ser que el autor más interesante del actual teatro alemán es Bertolt Brecht, cuyas obras «Madre coraje», «Santa Juana de los mataderos», «Un hombre es un hombre» y «Horror y miseria del III Reich» han circulado por Europa. La pretensión de Brecht es hacer un teatro popular, con posibilidades de contacto directo para las grandes masas. Esta inquietud tiene claros antecedentes alemanes en el «Teatro Piscator» y en otros autores como Ernst Toller, el dramaturgo de «Hinkeman». «Masa y hombre», «Los destructores de máquinas», «¡Eh, qué bien vivimos!» y «Pastor Hall», esta última, escrita por el autor en el exilio y pensando en el tiempo en que pudiera ser representada en Alemania.
Otro dramaturgo resonante de la postguerra alemana es Carl Zückmayer, el autor de «El General del Diablo» y «El cántico en el horno ardiente».
El teatro alemán de hoy es un teatro testigo de la época. Basta para comprobarlo echar un vistazo a sus temas, a sus problemas y a sus supuestos documentales. En este sentido, es un teatro ejemplar.
Hay que anotar que Brecht es comunista. Como lo era –creo que ya no lo es– Erwin Piscator, flamante creador del Teatro del Proletariado y del teatro de su nombre, en el Berlín de la postguerra del 14, y dedicado ahora, según parece, a tareas de teatro burgués.
9. El teatro inglés actual.– El teatro inglés actual, sin ser muy brillante, ha dado buenos autores de exportación como John Bonthon Priestley. Eliot es también un autor afortunado: sus dramas «Asesinato en la catedral» y «Cocktail-Party» han dado la vuelta al mundo. Alguien ha anunciado, ante el teatro de Eliot, la resurrección del teatro en verso. Cristopher Fry parece confirmar, con sus obras, esta afirmación, escribiendo en verso sus obras «La mujer que no ha de ser quemada», «Venus observada», &c. Se trata, en todo caso, de una resurrección del teatro en verso en Inglaterra. Los intentos americanos –como la «Medea», de Robinson Jeffers o «Bajo el puente», de Maxwell Anderson– no parecen dignos de consideración. Y en el resto de Europa no se notan signos importantes de una tal resurrección.
Revisemos, brevemente, el teatro de Priestley, un buen autor felizmente exportado. Su teatro es, con frecuencia, un teatro de feliz idea dramática, un teatro de grato y sorprendente esquema bien realizado en un diálogo limpio e ingenioso. Con esto basta para explicar su difusión.
Recordemos, por ejemplo, sus tres piezas sobre el tiempo: «Curva peligrosa», «El tiempo y los Conways» y «Yo he estado aquí antes».
En la primera asistimos a una reunión de varios matrimonios. En un momento determinado se pronuncia una frase que exige una serie de explicaciones que desembocan en el descubrimiento de sucias relaciones, engaños y corrupción. Todo aquello se desenlaza trágicamente. En el último acto asistimos de nuevo a la primera escena del primer acto. Pero esta vez la frase comprometedora no se pronuncia, y aquélla sigue siendo una reunión feliz o, por lo menos, aparentemente feliz. Se ha salvado la curva peligrosa.
En «El tiempo y los Conways» se celebra una fiesta a mitad de la cual vemos, a través de un personaje vagamente místico, en qué va a parar todo aquello con el tiempo. En el tercer acto volvemos a la fiesta, y la forma en que se desarrollo tiene un nuevo sentido.
«Yo he estado aquí antes» relata la historia de un profesor –dedicado a investigaciones metapsíquicas– que ve, en un ensueño, una desgracia que va a ocurrir y se dispone a impedirla. Su llegada al escenario, donde ha de ocurrir la desgracia, es el comienzo de la obra, cuyos misterios van desvelándose, poco a poco, al espectador. La desgracia no ocurre y hay un desenlace lleno de una esperanza desolada.
He querido anotar la importancia de la feliz idea en el teatro de Priestley. Podríamos revisar con el mismo resultado el resto de las obras: «Llama un inspector», «Música en la noche», «Llegaron a una ciudad», &c.
Por lo que se refiere a la vida general de la escena inglesa, hay que anotar que se realiza todavía, en gran parte, a expensas del teatro isabelino.
10. El teatro norteamericano: Una breve y sorprendente historia.– El teatro norteamericano empieza, puede decirse, en el siglo XX. En 1915 se forman las primeras importantes compañías. En 1920 se llega a una cierta madurez. En 1928, Eugenio O’Neill estrena «Extraño intermedio», con lo que el teatro norteamericano aporta al teatro mundial, a los pocos años de su vida, una gran catedral dramática (ese prodigioso «Extraño intermedio») y un sensacional autor a la altura de los más excelentes dramaturgos europeos. Los fenómenos se suceden, pues, en el teatro norteamericano a una velocidad prodigiosa. Y es que el drama nace en Norteamérica a expensas de la madurez del drama europeo. Hay que darse cuenta de que O’Neill, por ejemplo, es un universitario{2}. Y hay que anotar que los primeros intentos de drama puramente norteamericano no se producen hasta después –ya casi mediado el siglo–: Saroyan.
En EE. UU. hay ahora algunos excelentes dramaturgos. Recordemos a Rice, Wilder y Miller. Y dramaturgos regulares, pero interesantes, como Tennessee Williams, cuyos dramas: «Un tranvía llamado Deseo», «El zoo de cristal» –éste, bueno–, «Verano y humo», «La rosa tatuada»…, han sido representados en toda Europa. Y agradables comediógrafos como Saroyan («El tiempo de tu vida», «La hermosa gente»…, comedias escritas con un desenfado típicamente norteamericano).
Rice es el autor de «La calle», «El metro» y «La máquina de calcular». En sus dramas hay una exposición original, gran preocupación por los problemas de la sociedad en que vive y fuerza dramática.
Wilder hizo célebre su nombre en todos los escenarios de Europa y América, con su drama «Nuestra ciudad». Otras obras suyas, como «La piel de nuestros dientes» o «Una larga cena de Navidad», no han conseguido la proyección popular de «Nuestra ciudad», que es una obra cuyos dos primeros actos no son más que una descripción realista –en el sentido profundo, no en el superficial, que se agota en las características de montaje escénico en este caso absolutamente simplificado, extremadamente convencional– de la vida en una pequeña ciudad norteamericana, y el tercero es un acto mágico y profundizador. «Una larga cena de Navidad» es la historia de las navidades de una familia, continuamente renovada.
Miller ha estrenado hasta este momento tres dramas, el último de los cuales parece que es bastante mediocre. Su primera obra tampoco es, ni mucho menos, extraordinaria. Su título es «Todos eran mis hijos», y está basada en un hecho criminal: un fabricante de armamento, durante la guerra mundial, hace pasar como buena una partida de piezas defectuosas. Algunos hombres mueren por ello. Después de la guerra arrastra, solitariamente, su culpabilidad, y hasta sus hijos –por cuyo bienestar llegó al crimen– lo condenan.
El tema de «Todos eran mis hijos» tiene puntos de contacto con su obra maestra: «La muerte de un viajante». Pero ésta es una obra tan conocida que no es preciso reseñarla.
Y continúa el teatro norteamericano, servido por excelentes actores, produciendo obras cada vez más diferenciadamente americanas. Y exportándolas a Europa desde la privilegiada plataforma que es Nueva York.
11. El teatro en Hispanoamérica.– Un mapa teatral de Hispanoamérica sería un plano desigual o irregular. Hay países, como Chile y Argentina, de gran actividad teatral, y otros, en que tal actividad es insignificante. Santiago de Chile y Buenos Aires son, probablemente, las ciudades de mayor actividad experimental de toda Hispanoamérica. En Santiago, el Teatro Experimental de la Universidad Católica (TEUC) y el Teatro Experimental de Chile (TEUCH), polarizan gran parte del trabajo experimental de aquel país. Se atiende al descubrimiento de autores chilenos y a la formación de un verdadero teatro nacional. Se dan ya nombres de autores chilenos interesantes, cuyas obras no conocemos todavía.
En Buenos Aires es intensa la vida de los teatros experimentales: de los teatros llamados vocacionales. Estos teatros representan un papel importante en el desarrollo de la historia del teatro argentino. Últimamente, fue un teatro vocacional el que descubrió al público –y a las empresas– de la Argentina un drama –«El puente»– y un autor –Carlos Gorostiza–, que pasaron rápidamente a ocupar un teatro de los llamados comerciales, con éxito y proyección mundial.
Otro país de interesante –aunque irregular– vida escénica es Méjico. El drama político ha encontrado siempre allí buena ocasión y adecuada plataforma. No están tan lejanos los tiempos del «Teatro de Ahora», cuando el ímpetu revolucionario cuajaba en dramas de la significación de «Pánuco 137» y «Emiliano Zapata», de Mauricio Magdaleno, o «Masas» y «Justicia S. A.», de Bustillo Oro. La última revelación mejicana es «El gesticulador», de Usigli; drama éste también de tema político.
12. Y pasamos a dar noticia del teatro español.– O mejor, noticia de sus problemas más importantes. Yo comprendo que ponerse serio para hablar del teatro español resulta un poco ridículo. Puede que la cosa no merezca la pena. Desde luego, no la merece si ponemos el problema del teatro español junto a la consideración de los verdaderos problemas españoles, de los cuales, el problema del teatro es, a lo más, un palidísimo reflejo o una trivial consecuencia. Sí, ya sé que el problema del teatro español está situado en un cuarto o un quinto orden –en último plano– dentro de la problematicidad –angustiosa a veces– de las cosas españolas. Ya sé que resulta casi inmoral preocuparse por esa insignificancia que es el teatro. Sólo tiene justificación la congoja por la degradación de la escena española en los que preconizamos para el teatro una función social determinada al margen del puro recreo o la pura diversión: una función social purificadora. Para los que creemos que el teatro tiene una misión importante: de agitación y denuncia, ante el pueblo y el Estado, del dolor y la angustia de los hombres, de los problemas del país. Ya sabemos que hay formas más propias y directas de plantear y resolver todo esto (el planteamiento sociológico y la acción política), pero creo que el teatro es, en algún sentido, una actividad irremediablemente política. Hay, pues, algunas razones para conceder al teatro cierta importancia, aun sin extraerlo del plano que le corresponde: ese último plano de que hablaba, donde se mueven extrañas gentes dedicadas al no menos extraño oficio de «representar» para los demás.
Y si dedicamos una sencilla mirada crítica al panorama del teatro español actual, ¿qué encontramos? Encontramos un teatro pobre de temas, vacío de problemas, repetido de tramas hasta el más penoso de los aburrimientos. Encontramos un teatro que ni siquiera es divertido. Y, además, montajes imperfectos, maquinaria anticuada y una palidísima expresión de dirección de escena, evidente en la desarticulación de las interpretaciones.
Yo había pensado publicar durante este verano una especie de manifiesto del teatro español, llamando la atención sobre sus más urgentes problemas. En él hubiera dicho, poco más o menos, lo siguiente:
Que el teatro español, a pesar de la esforzada (y naturalmente irregular e imperfecta) acción de los teatros experimentales, universitarios y no universitarios, se encuentra en una lamentable situación.
Que los hombres que actualmente ocupan los puestos de responsabilidad –especialmente las empresas- no están a la altura de la exigencia que para el porvenir del teatro español tienen las nuevas generaciones. Y que, de ningún modo, puede dejarse en sus manos la solución del problema.
Que España está a punto para dar un gran teatro, y sería verdaderamente triste que se desaprovechara una coyuntura que, probablemente –si este momento se desaprovecha y este complejo intento se ahoga–, no volverá a repetirse en muchos años; pues si los hombres que hoy están dispuestos a servir al teatro español se desilusionan y desertan –quizás a países de más favorable circunstancia–, su trabajo tendría, forzosamente, otro sentido. Digo esto a la vista del «complejo de huida» que vengo advirtiendo en toda la gente –hasta la más esforzada– que ha tratado de hacer algo digno en los escenarios españoles durante los últimos años.
Que se precisa, por parte de la Dirección General de Teatro, una toma de conciencia de la urgencia y la gravedad del problema.
Que la Dirección General de Teatro tiene que revisar los supuestos de la censura teatral y formular, quizá, unos criterios muy autorizados que permitan a los autores decidir sobre si pueden y deben seguir trabajando o si deben renunciar definitivamente a ello. De este modo se evitaría: 1.°, la incertidumbre continua, penosa e insoportable, del autor, cuyo trabajo en estas condiciones es muy ingrato; 2.º, los incidentes «post-estreno» (prohibiciones «a posteriori»), que tienen su razón de ser, precisamente, en la falta de criterios y en la falta de autoridad que, en definitiva, tiene el organismo de censura, cuyos dictámenes han sido, a veces, rectificados. Y habría otra ventaja: unos criterios escritos y dados al conocimiento público no podrían ser absolutamente estúpidos, mientras el actual sistema, resuelto siempre de modo verbal, da margen a las más terribles monstruosidades. Tengo que expresar aquí mi simpatía personal hacia las gentes de la censura de teatro cuyo trabajo es, si cabe, más penoso y sometido a quiebras que el de los autores. Supongo que ellos acogerían alegremente la publicación de unos criterios. Su trabajo se limitaría a dictaminar si las obras lesionan o no alguno de esos criterios, y sobre esa base cabría la discusión lógica y el recurso. Todo antes que la arbitrariedad, según la cual todo –absolutamente todo– puede ser autorizado, y todo –absolutamente todo– puede ser prohibido. La situación, en estos términos, es insoportable.
Que por muchos intereses personales que esta medida lesione hay que suprimir toda ayuda económica a la zarzuela y dar a ese dinero un cauce digno, empleándolo en favorecer el ímpetu, que existe en la juventud, de dar a España un teatro que cuente e influya en el mundo.
Que es preciso suprimir los premios anuales de teatro hasta que haya un teatro que premiar, y emplear ese dinero en la revolución de la escena española.
Que la Dirección General de Teatro debe estar presente allí donde surja la esperanza, y ausentarse de las viejas zonas donde no hay más que polvorientos recuerdos.
Que, probablemente, nunca ha habido en España un mayor entusiasmo por el teatro, y que aún no hay un teatro que responda a esa inquietud.
Que hay que explorar escrupulosamente las causas y acudir con urgentes remedios.
Y otras muchas cosas hubiera dicho -si me hubiera decidido a hacerlo– en mi manifiesto de verano. Pero para escribir un manifiesto hace falta tanto entusiasmo…
13. El caso del teatro español.– Evidentemente el teatro español es un caso muy diferenciado dentro del panorama del teatro occidental. España no figura en el plano de las comunicaciones y del intercambio teatral europeo y americano. En cada uno de los países antes anotados se hace, con el teatro propio, teatro de todos los demás. España recoge –con bastante desacierto, por otra parte– el teatro de todos y nadie recoge el suyo. España está incomunicada. Se prescinde de ella en las rutas de las grandes jiras y no se cuenta con ella para los festivales internacionales de teatro. No es citada, por supuesto, en los panoramas del teatro. Nadie informa, en el extranjero, del trabajo de nuestros teatros nacionales, de nuestros estrenos, de la labor de nuestros teatros experimentales y universitarios. España es, para los autores, más que una plataforma, un hoyo.
Y la verdad es que ya no es posible concebir, en nuestro tiempo, el teatro como fenómeno puramente nacional y estancado, incomunicado. El teatro vive de la comunicación internacional, del intercambio. Un teatro reducido a sus fronteras nacionales es un teatro de aldea. La importancia del teatro americano hay que registrarla en función de su difusión en Europa. El teatro americano es importante porque tiene grandes mercados en Europa. Me refiero, claro es, a la importancia económica, al volumen comercial que arroja el teatro americano; volumen que permite a los autores trabajar en condiciones de superioridad, de tremenda superioridad, frente a los autores cuyas obras se representan tan sólo en su barrio.
Aunque no hubiera más razones, ésta bastaría para acreditar la importancia que la comunicación internacional tiene para el florecimiento de los teatros nacionales.
El teatro español tiene que cuidar su propaganda internacional del mismo modo que lo hace Italia, cuyo «Ente italiano per gli scambi teatrali» edita un magnífico boletín que sirve de base a los agregados culturales en el extranjero –y a los representantes de la Sociedad de Autores– para estimular la representación de obras italianas en todos los países, llegando, incluso, a dar subvenciones a quien lance teatro italiano. Esta es una forma inteligente de actuar, una forma que sirve con eficacia al porvenir del teatro italiano en el mundo.
En este sentido, el ejemplo de lo que hay que hacer nos lo está dando, verdaderamente, Italia.
14. El testimonio y la evasión en el teatro de hoy.– Volvemos –después de esta breve excursión por el teatro español y sus problemas– al campo del teatro europeo y americano, enfocado antes. Nos preguntamos ahora por tendencias. Pasamos de la simple descripción a la teoría general. Y en el, a primera vista, confuso panorama, en el que apenas parece advertirse otra cosa que exacerbadas individualidades, observamos la presencia de dos grandes modos de entender la función social del teatro. De un lado están los que hacen del teatro «testimonio». De otro, los que lo consideran instrumento de evasión. Esto mismo quería yo decir hace tiempo cuando afirmaba que hay teatro de magia y teatro de angustia. Estamos, a fin de cuentas, en la misma tensión polar que se produjo a principios de siglo entre el «Teatro libre» (naturalista) de Antoine y el «Teatro de Arte» (simbolista) de Paúl Fort.
Dice Lenormand en sus memorias: «Yo pertenezco a la raza de los testigos y de los acusadores.» Y habla así al referirse a su profesión teatral. Quiere esto decir que para Lenormand el teatro tiene una función social determinada: el teatro, en la sociedad, es testimonio y acusación. Esta tesis –con más o menos variantes– está suscrita por muchos autores.
Para otros autores –entre ellos todos los autores españoles a los que yo hice en una ocasión la pregunta: ¿Su teatro tiene una intención social determinada?– al teatro no le corresponde una determinada funcionalidad social al margen de la pura distracción espectacular y de la provocación de la emoción estética propia del teatro: la emoción dramática en sus formas trágica, cómica y tragicómica. A esto se reduce todo y es preciso poner entre paréntesis la situación social en que se encuentran el dramaturgo y los espectadores. El drama –suelen decir– debe ser puro e intemporal.
Para otros autores, en fin, la función social del teatro consiste en evadir a los espectadores de la realidad. Esta tesis está afirmada por todos los cultivadores de las formas mágicas del teatro moderno, por la mayoría de los autores cómicos y, desde luego, por todos los autores que cultivan géneros infrateatrales.
Estas posturas ante el drama cuajan en diversas categorías de drama que encontramos realizadas en el panorama del teatro de hoy.
No puedo entrar aquí en la deducción y ordenación de estas categorías ni en su aplicación al material concreto.
15. Recapitulación y fácil profecía.– Hemos apuntado:
Que los hechos del teatro actual no autorizan a hablar de una decadencia del drama; que esta ilusión de decadencia (y de crisis) es una constante, cuyas razones hay que verlas en la misma estructura problemática del teatro.
Que el cine no ha planteado al teatro problemas fundamentales.
Que el cine ha planteado al teatro un sencillo problema mecánico (problema que el teatro podría, incluso, eludir –y de hecho está eludido por algunas tendencias escenográficas– acentuando la simplicidad y el convencionalismo de sus escenarios).
Que hay una gran actividad teatral en los escenarios europeos y americanos.
Que hay autores capaces de atraer el entusiasmo de grandes sectores de público.
Que la problematicidad del teatro español tiene unas características especiales, por razón de su régimen interior (censura) y de su aislamiento internacional; aislamiento debido en gran parte a la baja calidad que, como consecuencia de su organización y de su régimen de censura, tiene el teatro español y a las deficiencias de la propaganda del teatro español en el extranjero.
Que a pesar de todo España atraviesa una buena coyuntura, no por razón de la circunstancia –que no puede ser más desfavorable–, sino de las minorías que están tratando de vencer y superar la circunstancia; minorías que cuentan ya con la asistencia de grandes núcleos de espectadores.
Que el teatro de hoy puede ser organizado según los criterios de su funcionalidad social en teatro de testimonio y teatro de evasión. Porque hay dramaturgos testigos y dramaturgos desertores.
Que entre estos dos planos se hallan los dramaturgos que nadan entre las dos aguas de la indiferencia: los que pican en la realidad para desfigurarla (porque dicen que eso es hacer arte) y no tienen una idea clara de lo que pretenden ni creen en su responsabilidad social.
A la vista de todos estos datos parece que se puede formular –y aquí termino– una fácil, simple y segurísima profecía: En el teatro todo continuará como hasta ahora. Cambiarán los nombres y evolucionarán las inquietudes. Se resolverán unos problemas y surgirán otros nuevos. Y se seguirá hablando durante años y años de decadencia y crisis. No hay que hacer caso. Esto del teatro, por suerte o por desgracia, continuará siempre. El teatro no muere. Mueren los autores. Mueren los actores y no queda ni el eco de su voz. Eso, sí. Pero el teatro… El teatro continúa…
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{1} Esta conferencia fue leída en 1953.
{2} Unos meses después de esta conferencia –aún en 1953– murió O’Neill en EE. UU.
Texto de la conferencia pronunciada en la Universidad Internacional de Santander en agosto de 1953.