Filosofía en español 
Filosofía en español


Teófilo González Vila

Sobre la unidad de España
1. Unidad de España, cuestión moral

No sabemos si las pretensiones y proclamas separatistas, independentistas, secesionistas que soplan desde determinada periferia sobre la vida española, no sólo política, son un fuerte vendaval o …

[ Desaparecido el sitio analisisdigital.org tampoco figura en las minuciosas copias de archive.org
Internet es efímero: se agradecerá si alguien puede aportar el texto de esta primera parte… ]


Teófilo González Vila

Sobre la unidad de España
2. ¿Hay obligación moral de preservar la unidad de España?

Ni siquiera haría falta decirlo: no hay precepto moral alguno que establezca de modo directo y específico la obligación de preservar y defender la unidad de España (Lo cual no significa que no sea posible –y obligado– el razonamiento que nos permita deducir si existe, o no, semejante obligación). Tampoco la unidad en general, sin más, abstracta, aunque invocada usualmente como un preciado bien, es a priori, siempre, algo deseable que estemos moralmente obligados a preferir, buscar, obtener, afianzar, preservar, defender frente a cualquier riesgo de que desaparezca. No existe obligación moral alguna de defender siempre, en todo caso, una unidad existente por el simple hecho de que exista y al margen de cualquier otra consideración. Y hay casos en que la unidad puede ser moralmente indeseable hasta el punto de que la obligación moral sea precisamente la de romperla. Tampoco del mero hecho de la existencia, aun plurisecular, de una determinada realidad se sigue, sin más, ni su bondad moral, ni una exigencia o derecho a permanecer intangible, ni obligación moral alguna de, en cualquier caso, preservarla y defenderla. Pensemos en la unidad que ata a los integrantes de una asociación de malhechores, pensemos en la unidad de una agrupación humana impuesta por la fuerza y en la que los derechos fundamentales de las personas en ella forzosamente integradas se ven sistemáticamente violados. La continuidad de tal forzada inmoral unidad no sólo no subsana necesariamente sus males ni aun los aminora sino que puede acrecentarlos y el transcurso de los años no hace sino más clara y acuciante la necesidad y la obligación moral de destruir-superar esa unidad opresiva… En suma, pues: el puro hecho de la unidad, aun secular, de una comunidad o colectividad humana no genera de suyo directamente ninguna obligación moral de preservarla.

Lo que hace que la cuestión de la unidad de España y, en general, de cualquier comunidad humana entre en la órbita de lo moral es su relación con la exigencia específicamente moral básica de respeto a la dignidad de la persona, a sus derechos fundamentales, así como su relación con el bien común en cuanto conjunto de condiciones que hacen efectivamente posible el ejercicio de esos derechos y el más pleno desarrollo de la persona en todas sus dimensiones, incluida la constitutiva comunitaria. De ahí que ya en la anterior “entrega” concluyéramos ibi moralia, ubi persona. Lo cual a los efectos de estas consideraciones podríamos traducir: allí está lo moral, (el orden de lo moral, los asuntos, las cuestiones específicamente morales), donde está la persona.

La defensa, por tanto, de la unidad de una determinada organización comunitaria, nacional, estatal, constituirá una obligación moral en cuanto esa unidad resulte objetivamente necesaria aquí y ahora para asegurar el respeto a los derechos de la persona y el bien común correspondiente. Será preciso, pues, examinar en cada caso si efectivamente el ejercicio de los derechos fundamentales está debidamente asegurado en la situación de unidad que se considera o si, por el contrario, en ella se ve ese ejercicio de los derechos fundamentales obstaculizado e incluso impedido, de tal modo que sólo con la ruptura de esa unidad opresiva podrán las personas afectadas (las de una minoría étnica, nacional, …) ejercer de modo adecuado sus derechos y estarían justificados los proporcionados daños que esa ruptura llevara consigo.

Ahora bien: a partir de estos principios quienes coinciden en admitirlos pueden llevar a cabo análisis diversos, muy diversos y aun contradictorios de la situación concreta a la que en cada caso esos principios han de ser aplicados y, por lo mismo, en cada caso que se considere pueden adoptar, en correspondencia con esos diversos análisis, posiciones diversas también respecto del signo moral, positivo o negativo, que deba atribuirse a la defensa de la unidad dada y a la ruptura de ésta. Pero, aun antes de descender al plano del análisis de la situación concreta a la que han de ser aplicados esos principios, quienes coinciden en admitirlos en cuanto coinciden en las fórmulas con que los enuncian y afirman pueden atribuirles muy diverso alcance…

Así ocurre que a los mismos derechos fundamentales de la persona, elemento clave para una consideración moral de la cuestión aquí considerada, no todos los que los defienden les reconocen el mismo alcance. En concreto, hay quienes hablan de los derechos de los pueblos o de los derechos de la nación, de las naciones, en términos tales que parecen oponerlos a los derechos de las personas singularmente consideradas o hacerlos prevalecer sobre éstos. ¿Tienen derechos las naciones? ¿Están esos derechos, si los hay, en tensión, en contradicción con los derechos de la persona o por encima de éstos?

No podremos dejar de enfrentarnos a estos interrogantes y entrar en algunas consideraciones básicas al respecto. Seguiremos, Dios mediante.


Teófilo González Vila

Sobre la unidad de España
3. Nación, cultura, y derechos “nacionales” de la persona

Cuando hablamos de derechos fundamentales de la persona, hemos de tener presente que la persona ni existe ni puede existir sino en un concretísimo modo de serlo, determinado por una serie de factores incontables, desde los físicos y bioquímicos a los espirituales, proporcionados desde el mismo útero maternal por el útero cultural que suponen la familia, la tribu, la nación… Ninguna persona lo es en abstracto, desencarnada. Ciertamente, las notas de mi concreción existencial y entre ellas las que debo a mi nación no son un simple revestimiento sin importancia sino lugar de encarnación de la esencia humana en mí. Por eso mismo, no puedo sin contravenir una exigencia moral radical ni sin contradicción, defender mis propias diferencias (la nacional entre ellas) en términos contrarios a la dignidad de la persona ni en la mía ni en ninguna otra (dicho sea en estos términos que a Kant evocan sin que por eso nos profesemos kantianos).

Si por su común naturaleza o esencia los hombres constituyen una única gran familia, a la vez la historicidad con que se realiza esa misma naturaleza hace y explica que se distribuyan en grupos diversos en razón de los peculiares lazos que de hecho unen de modo especialmente intensos a los que en cada uno de ellos se integran. Esta tensión entre universalidad y particularidad es inevitable a la vez que positiva y fecunda si se vive de modo equilibrado. El calor vital que encuentro en mi particularidad no ha de enclaustrarme en ella sino abrirme con confianza y generosidad a la universalidad.

Al grupo étnico-cultural al que cada uno pertenece se le puede llamar nación (de nacer), puesto que en él nacemos. No podríamos aquí examinar la serie de notas por las que se constituye e identifica un grupo humano como nación, en cuanto sus integrantes coinciden en poseerlas conjuntamente. Pero entre esas notas podemos señalar como determinante la peculiar cultura que comparten. “La nación es, en efecto, la gran comunidad de los hombres qué están unidos por diversos vínculos, pero sobre todo, precisamente, por la cultura. Podemos decir con buen fundamento que, en medida substancial, la nación existe “por” y “para” la cultura…{1}. “La cultura es un modo específico del “existir” y del “ser” del hombre”{2}. Por fuerza de su propia naturaleza, podemos decir, el hombre necesariamente lleva consigo y genera cultura. Todo lo específicamente humano, empezando por lo intrínsecamente natural humano, es siempre a la vez cultura. Donde está lo humano está la cultura. No hay hombre sin cultura, ni cultura sin hombre. Podríamos decir, con una fórmula que no resultará extraña a algunos de nuestros lectores, que humanitas et cultura convertuntur (= humanidad y cultura son conceptos intercambiables). Y donde decimos humanidad decimos naturaleza humana: subrayémoslo contra las conocidas pretensiones ideológicas de quienes se empeñan en desvincular naturaleza humana y cultura para negar toda consistencia a la naturaleza. “El hombre vive siempre según una cultura que le es propia, y que, a su vez crea entre los hombres un lazo que les es también propio, determinando el carácter inter-humano y social de la existencia humana. En la unidad de la cultura como modo propio de la existencia humana, hunde sus raíces al mismo tiempo la pluralidad de culturas en cuyo seno vive el hombre…”{3}.

Las diferencias culturales resultan así ciertamente determinantes, decisivas, de las diferencias que pueden decirse nacionales. Y conviene advertir que éstas tienen su geografía y su historia. Valgan al respecto algunas consideraciones. En primer lugar, las diferencias culturales entre los grupos humanos que por ellas pueden considerarse distintos revisten diversa profundidad y algunas son tan tenues y superficiales que en el mapa correspondientes sólo son perceptibles a muy pequeña distancia, de tal modo que a determinada escala esas fronteras desaparecen de nuestra vista y los correspondientes diversos territorios quedan incluidos en un espacio cultural homogéneo. A gran escala sólo serán perceptibles y supondrán fronteras o indicadores de culturas diversas las diferencias muy profundas. Las diferencias culturales con que nos sentimos distintos, p.e., franceses y españoles no son tales que obliguen ni siquiera a simplemente percibirlas a quien desde cierta distancia sólo verá en un mapamundi cultural el amplio territorio homogéneo de la cultura europea o el más amplio aún de la occidental. El grado de profundidad de una diferencia no puede, en todo caso, considerarse irrelevante a la hora de valorar moralmente las pretensiones autárquicas de quienes para sostenerlas invocan “su” diferencia cultural, “su” “hecho diferencial” hasta el punto de olvidar que no hay “hecho diferencial” que lo sea sino por referencia a otro hecho diferencial… Puede decirse, por lo que hace a este capítulo, que a funcionar independientemente respecto de unos determinados “otros” tanto menos seguro título se poseerá cuanto más superficial y débil sea la diferencia que separa objetivamente de esos otros.

Y esa diversa profundidad de las diferencias culturales que marcan, en una consideración sincrónica, los límites dentro del mapa regional o mundial de las naciones tiene su explicación –no lo olvidemos– en la historia misma del nacimiento y evolución de éstas. No deja de ser llamativo que, cuando la evolución en el orden de las realidades no-humanas ha llegado a ser un lugar común, haya quienes se empecinan en profesar un fixismo que niega o al menos desatiende por completo el hecho de la que podríamos llamar evolución de las especies socionacionales como si éstas hubieran quedado inmutablemente fijadas al menos desde una única y definitiva dispersión babélica y algunas desde entonces se vieran injustamente impedidas de consumarse en una presuntamente exigible plenitud política estatal a la que estuvieran esencialmente llamadas. Afirmar la realidad de una concreta nación bien definida no debe impedir verla como resultado histórico de la compleja confluencia de aportaciones nato-culturales varias que en ella han confluido hasta fundirse a veces de tal modo que los originarios nutrientes han quedado diluidos y resultan ya inidentificables. Según esto no constituiría un sinsentido hablar de nación de naciones en el plano étnico-cultural en cuanto con esta expresión se quisiera indicar una nación cuya génesis está en la íntima comunión o aun fusión de precedentes naciones asimismo étnico-culturales (Ésta sería natio ex nationibus = nación a partir de naciones que se funden y diluyen). En cambio, hablar de nación de naciones en el sentido político como realidad en la que se dieran actuales y actuadas diversas naciones (natio nationum= nación de naciones) sería como hablar de Estado de Estados, sería incurrir en una contradicción o construir una expresión equivalente a la de confederación de estados{4}. Y permítasenos advertir sobre la conveniencia de no perder de vista ni la historicidad y “evolución” o historia evolutiva de las naciones, ni el hecho de que la pluralidad de naciones llegará hasta el fin de la historia ¿y aun la traspasará? (Ap 7, 9-10)

Según todo lo anterior, a la nación le corresponderá una originaria soberanía espiritual, cultural, histórica. “Existe una soberanía fundamental de la sociedad que se manifiesta en la cultura de la nación”, afirmaba Juan Pablo II{5}. Pero la fundamental soberanía que puede corresponder a cada nación en cuanto comunidad determinada precisamente por una peculiar cultura no lleva consigo necesariamente la exigencia de verse coronada, como pretenderá el nacionalismo político, por la soberanía política estatal{6}. Y es un hecho que diversas naciones, en el sentido bio-cultural, con plenas posibilidades de cultivo y desarrollo de sus identidades, pueden desarrollarse pacíficamente dentro de un ámbito territorial bien circunscrito y bajo una misma estructura política.

Hechas las anteriores consideraciones sobre el concepto y realidad de la nación, no carecería de sentido preguntar: ¿tienen derechos las naciones? ¿Podemos hablar con rigor de derechos de las naciones o hemos de hablar de derechos nacionales de las personas? Si tenemos en cuenta que el hecho “biosociocultural” de la nación, de lo nacional, está entre los elementos conformadores de cada persona en su concretísima particular existencia podemos, ciertamente, hablar del derecho de la persona a su nación, derecho en el que se resolverían los que pudieran llamarse derechos nacionales de la persona. El hecho de que cada una de las personas que integran una nación tenga derecho a su nación, esto es, a vivir y cultivar los elementos diferenciales, entre ellos, principalmente los histórico-culturales, que conforman la peculiaridad de esa nación es lo que podría asimismo llevarnos a hablar, no sin sentido, de derechos de la nación en cuanto la nación son todas y cada una de esas personas, distributivamente consideradas y a la vez relacionadas en comunidad en razón de la coincidencia en la participación de los rasgos más diversos, y muy especialmente los culturales, que los asemejan entre si y los diferencian de otros en ese mismo nivel categorial.

Por lo que hace al magisterio de la Iglesia, si por una parte, en ciertos documentos se habla de derechos de las naciones o de derechos de los pueblos{7}, por otra se advierte al mismo tiempo que esos derechos de las naciones no son sino los “derechos humanos” considerados a este específico nivel de la vida comunitaria, y se advierte sobre la dificultad de una reflexión sobre ellos dada la que entraña ya el intento de “definir el concepto mismo de “nación”, que no se identifica a priori y necesariamente con el de Estado”{8}. En este orden de consideraciones, también cuando se hable de exigencias u obligaciones morales de la nación, hay que entender que éstas lo son realmente de las personas que integran esa nación y de modo especial, en ciertos casos, de quienes se consideran y/o son sus representantes, guías y defensores.

Ahora bien, con independencia de todas las posibles disquisiciones sobre los derechos de las naciones, debe quedar claro que hacer de la nación misma el sujeto formal de derechos al margen y por encima de los de las personas, tanto de las ajenas al grupo nacional como de las en éste integrado, supone hipostasiar la nación misma como una realidad personal numinosa situada por encima de cualquier persona realmente existente e incurrir no ya en un esencialismo políticamente totalitario{9} sino en una verdadera idolatría. En esa divinización de la nación termina por incurrir todo nacionalismo político, por más que aparezca inspirado en una ideología radicalmente laicista. La negación de la persona termina en negación de Dios y esta negación es, por necesidad metafísica, una inevitable forma inversa de religión. Quienes se erigen en “sacerdotes” mediadores, intérpretes de la Diosa-Nación no tendrán reparo alguno en ofrecer en el altar de ésta los sacrificios humanos que consideren necesarios para mantener ese idolátrico culto y ellos, obviamente, el disfrute de las ofrendas que a la Nación han de hacerse. ¿Acaso es posible un nacionalismo político que no entrañe un proyecto totalitario y, en último término, idolátrico? Intentemos otro día una respuesta a tamaña cuestión.

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{1} Juan Pablo, Discurso a la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, UNESCO, 02.06.1980, n.14.

{2} Juan Pablo, o.c., n.6.

{3} Ibídem.

{4} Para Gustavo Bueno, “la construcción “Nación de Naciones” o es una redundancia (cuando se interpreta la primera nación de la fórmula como nación política, y las naciones que comprende como naciones étnicas o culturales, y es una redundancia porque toda nación política resulta de una “refundición” de naciones étnicas o culturales) o es una contradicción, si la fórmula se interpreta como “nación política de naciones políticas”… Las expresiones “Nación (política) de naciones (políticas) y su culminación, “Estado de estados”, son en realidad meras construcciones verbales, porque tras ellas no hay conceptos correlativos, sino sólo groseras y pedantes metáforas,…” (Gustavo Bueno, España no es un mito. Claves para una defensa razonada, Ediciones Temas de Hoy, Madrid, 2005, p.c. 93s.).

{5} Juan Pablo, o.c., n. 14.

{6} Cf. Juan Pablo II, Discurso a la 50ª Asamblea General de la ONU, 5 de octubre de 1995, n. 8

{7} Juan Pablo II echaría de menos un reconocimiento expreso, una declaración universal de derechos de las naciones, de los pueblos: cf. Juan Pablo II, Discurso a la 50ª Asamblea General de la ONU, 5 de octubre de 1995, n.6.

{8} Juan Pablo II, o.c. n. 8

{9} Alguien que se ha ocupado con gran empeño en proporcionar fundamentación teórica a determinadas aspiraciones nacionalistas –y cuyo testimonio por esto resultará más significativo–coincidirá con esta doctrina al señalar con rotundidad que “cualquier forma” de atribuir al Estado y/o a la Nación “una entidad sustancial o “esencial” que los hiciera portadores, en sí mismos, de derechos propios no referibles a los derechos de los ciudadanos a los que han de servir, llevaría al “esencialismo” totalitario propio de los nacionalismos exacerbados y excluyentes, tanto de Estados y naciones ya existentes como de otros que pudieran surgir por la vía de la secesión o por otras vías” (Setién Alberro, José María, Unidad de España y juicio ético, Erein, Donostia, 2004, p.72).


Teófilo González Vila

Sobre la unidad de España
4. Nacionalismo y proyecto político totalitario

Si pertenecemos “biológico-socioculturalmente” a una nación, el amor a esa nación es una forma o expresión de la piedad, virtud que asimismo se manifiesta y ejerce en el amoroso agradecimiento a los propios padres biológicos, fuente nutricia, a la familia en su sentido más amplio y a la patria misma como tierra en la que nacemos, donde nos formamos, arraigan nuestros orígenes humanos, descansan nuestros antepasados{1}. Es éste un amor natural fundado y alimentado en nuestra naturaleza y en nuestro nacer, en nuestra nación en el sentido más originario: somos tales o cuales “de nación”, por nacimiento, a nativitate. “Nación” son los nacidos en un determinado territorio y de él procedentes, según el sentido en que se hablaba de las “naciones” presentes en determinadas instituciones y acontecimientos medievales y modernos. Ese amor a la nación es plenamente natural, en cuanto se funda en la naturaleza y asimismo, obviamente, en el sentido en que lo natural es lo normal, lo usual, lo lógico, lo que cabe esperar

Si alguien quiere llamar nacionalismo al ejercicio y expresión de ese amor, ese, digamos, sano nacionalismo o nacionalismo bueno vendrá a coincidir con lo que llamamos también patriotismo, término más libre de connotaciones cuestionables. En el sano patriotismo, el amor a la nación o a la patria no excluye el amor a los otros, ni la pertenencia a “mi” nación impide ulteriores pertenencias, sino que lleva a ellas, por integración en grupos humanos cada vez más amplios hasta llegar al nosotros de la entera familia humana. Es, en cambio, esencial al nacionalismo malignizado convertir la pertenencia nacional en un quiste que fosiliza en su fase fetal{2} a la persona y le impide salir a la luz de un mundo en creciente expansión mediante la integración de graduales compatibles pertenencias{3}.

De hecho el término nacionalismo parece hoy referido, preferentemente, a posiciones que han de considerarse merecedoras de graves reparos, cuando no de abierta condena desde muy diversas perspectivas y, por supuesto, desde la moral. Pero, en todo caso, no deja de ser significativo que al criticar el nacionalismo parezca obligado advertir, como quien señala una excepción, que no todo nacionalismo es censurable, que hay un nacionalismo bueno, ese que asimilábamos al patriotismo y que algunos, sin embargo, entenderían que queda rebajado con tal identificación{4}. Habrá, en efecto, quienes partan justamente de considerar que el nacionalismo es algo más o mucho más que patriotismo y que es de suyo, por su propia naturaleza, bueno. El nacionalismo malo vendría a ser una degeneración del nacionalismo sin más, de suyo bueno. Para caracterizar a ese nacionalismo malo se recurrirá a adjetivos descalificadores como los de exacerbado, excluyente, exasperado, radical, agresivo, totalitario,… Como se ve, la mayoría de estos términos apuntan, al menos también cuando no preferentemente, a las actitudes (algo subjetivo) de quienes defienden ese tipo de nacionalismo malignizado, si bien tales actitudes se corresponden, a la vez, con elementos objetivos: por ejemplo, el dogma de la superioridad innata del propio grupo nacional, racial, sobre todos los demás, el supuesto derecho a eliminar o subyugar a grupos étnicos “inferiores” o a expulsarlos del territorio “nacional”, etc…

Ahora bien, la caracterización de los nacionalismos “malos” mediante esos términos negativos no deja de resultar, en todo caso, imprecisa, escurridiza y lleva a pensar que lo malo o lo bueno de los nacionalismos está simplemente en el talante, en las actitudes, en los modos de los correspondientes nacionalistas Por eso es importante identificar el nacionalismo condenable mediante una nota diferencial objetiva en atención a la cual haya de definirse el nacionalismo malo, p.e., como régimen político cuya esencial pretensión es la de imponer mediante el poder, por la fuerza, a todos en un determinado territorio como única, exclusiva y excluyente, una concreta particular cultura nacional (lengua, concepción de la vida y destino de un pueblo, símbolos, rituales etc.).

Ese nacionalismo impuesto, obligatorio, lleva consigo, “por definición”, la violación de derechos de las personas que no comulguen con el ideal nacional-nacionalista de los que mandan y quieran, en ejercicio de sus derechos fundamentales, hablar otra lengua, pensar de otro modo, expresar sus discrepancias… Ciertamente, un sistema político al que le es esencial imponer y mantener como exclusiva una determinada cultura nacional en un determinado territorio no puede realizarse ni sostenerse si admite siquiera la posibilidad de que en ese mismo territorio se fragüen, cultiven, defiendan y propaguen otros proyectos culturales y políticos de democrática convivencia pluralista. Por eso, el nacionalismo como régimen político tiene que someter a todos por fuerza y a la fuerza a la correspondiente confesión nacionalista y, si le es preciso, eliminar o expulsar a los disidentes y no admitir la incorporación de otros que lo sean, esto es, que no participen en la obligatoria comunión nacionalista. Un régimen político nacionalista es, pues, esencialmente antidemocrático, dictatorial, totalitario. Sin duda una organización soberana estatal no-nacionalista puede ser dictatorial, totalitaria, pero no parece posible que no lo sea una organización política soberana nacionalista, en cuanto no es posible realizar y mantener el proyecto político nacionalista sin pasar por la imposición dictatorial, totalitaria, del nacionalismo obligatorio y, por lo mismo, sin anteponer los presuntos derechos de la Nación, idolátricamente hipostasiada, a los derechos fundamentales de las personas.

En el supuesto de una población cuyos componentes todos participaran en la identidad nacional determinante y libremente profesaran el nacionalismo con que se construyera un nuevo estado, la pervivencia de ese proyecto nacionalista sólo sería posible mediante el cierre de esa comunidad a la entrada de cualesquiera “extraños” o la restricción / violación de los derechos personales de éstos, ya que respetar, según una clara exigencia moral, los derechos de las personas disidentes de semejante proyecto sería dejarlo, en último término, expuesto a su frustración y reducido a una loable forma de patriotismo plenamente moral, por cierto. Y si el nacionalista político sostuviera que en su soñado estado nacionalista los extraños podrán cultivar también plenamente sus diferencias, aparte de resultar inconsistente, no podría negar a priori la posibilidad de que él cultive plenamente las suyas propias dentro de un Estado distinto del correspondiente en exclusiva a su nación y se privaría con esto de un argumento-clave para reclamar la constitución de un estado nacional propio exclusivo.

El nacionalismo como defensa de la necesidad de la nación en cuanto fuente de identidad y condición misma de posibilidad de desarrollo de las personas no ofrece reparo moral alguno y en realidad es expresión de amor a esa fuente parental de alimentación cultural. Pero el nacionalismo político, aun el que no presenta prima facie rasgos totalitarios, no resulta conciliable con la democracia, que dice libertad y pluralidad, pues su pretensión constitutiva lleva consigo la implantación de una homogenización total-totalitaria con la que queda laminada toda posibilidad de libertad y pluralidad. De que es así nos han ofrecido recientemente pruebas inequívocas desde determinadas tierras españolas quienes, frente a proyectos normativos que pretenden garantizar la libertad y la pluralidad lingüística y educativa en toda España, se han alzado enfurecidos por considerar que esto constituye “un ataque frontal a la unidad civil del pueblo…”. Esa unidad, por lo que se ve, no es la unidad de una sociedad democrática en la que el ejercicio de la libertad está garantizado y se respeta la pluralidad que de esta libertad deriva, sino la pétrea unidad blindada sin resquicio de un único obligatorio monocorde balido.

No deja de ser donoso fenómeno: el nacionalismo, que invoca las diferencias para defender la suya, su “hecho diferencial”, como base y justificación de su pretensión soberanista, no admitirá diferencia alguna en el panorama homogéneo de su correspondiente proyecto político, sino que impondrá dictatorialmente la homogeneidad de su particular identitaria diferencia dentro del ámbito donde logre realizarse político-estatalmente, en el que no consentirá, sino que reprimirá sin contemplaciones, el cultivo y aun la más ligera presencia de otra diferencia. En suma: el gran defensor de las diferencias extra-contra-grupales es el más absoluto homogeneizador intragrupal.

Juan Pablo II, a quien, junto a su suprema autoridad doctrinal, no puede negársele una intensa vivencia personal del sentimiento nacional y la más decidida defensa de la nación como comunidad, como gran familia cultural, necesaria para la persona, no dudó en advertir: “La historia ha mostrado que del nacionalismo se pasa muy rápidamente al totalitarismo … De esta manera, se anula la solidaridad natural entre los pueblos, se pervierte el sentido de las proporciones y se desprecia el principio de la unidad del género humano”{5}. Y advertía el riesgo grave de que la soberanía fundamental, soberanía cultural, de la nación se convierta en “presa de cualquier interés político o económico”, en “víctima de totalitarismos, imperialismos o hegemonías para los que el hombre no cuenta sino como objeto de dominación y no como sujeto de su propia existencia humana. Incluso la nación –su propia nación o las demás– no cuenta para ellos más que como objeto de dominación y cebo de intereses diversos, y no como sujeto…”{6}.

Asimismo, al considerar la catolicidad de la Iglesia, señalaba Juan Pablo II que ésta “no se identifica nunca con una comunidad nacional particular, sino que acoge en su seno a todas las naciones, todas las razas y todas las culturas”. “Por eso, –sentenciaba– cada vez que el cristianismo, sea en su tradición occidental, sea en la oriental, se transforma en instrumento de un nacionalismo, recibe una herida en su mismo corazón y se vuelve estéril”{7}. Para reprobar enérgicamente semejante desviación, recurrirá a palabras de Pío XI en la encíclica (Mit brennender Sorge) con la que éste condenaba el nazismo: «Todo el que tome la raza, o el pueblo, o el Estado, o una forma determinada del Estado, o los representantes del poder estatal u otros elementos fundamentales de la sociedad humana [...] y los divinice con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto por Dios»{8}.

¿Quiere todo esto decir acaso que un grupo nacional, una nación, no puede pretender dotarse de una organización estatal, coronar su natural y fundamental soberanía cultural con la soberanía política estatal, aun cuando el logro de ese objetivo suponga desgajarse del estado en el que se encuentra integrada tal vez desde hace muchos siglos? ¿No tiene en ningún caso derecho a decidir esa secesión? ¿Qué es el derecho de autodeterminación? ¿Se puede hablar y juzgar de la bondad moral, de la licitud, de la existencia misma de un derecho a decidir sin considerar “qué” es lo que constituye el objeto, el término, de ese decidir? No pueden eludirse estas cuestiones y habrá que intentar darles una respuesta fundada…

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{1} Cf. Sto. Tomás, S. th. II-II 101, 1.

{2} La imagen del estancamiento fetal producida por el nacionalismo patológico la tomo de Aparicio, Guillermo, Divagaciones socio-psicológico-lingüísticas sobre la tolerancia, conferencia impartida en agosto de 1995, en San Sebastián, con motivo del Año de la Tolerancia de la UNESCO (texto mecanografiado)

{3} Se habla ahora de glocalización: “El contrapunto a la globalización lo pone el término “glocalización”, que es la resultante de un neologismo inglés “think global, act local” –es decir, pensar global y actuar localmente– que resulta de unir las palabras globalización y localización. Con ello se quiere demostrar que la dimensión local y la global no se excluyen… (Corral Salvador, Carlos, El blog de Carlos Corral). Recordemos: “El problema de las nacionalidades se sitúa hoy en un nuevo horizonte mundial, caracterizado por una fuerte “movilidad”, que hace los mismos confines étnico-culturales de los diversos pueblos cada vez menos definidos, debido al impulso de múltiples dinamismos como las migraciones, los medios de comunicación social y la mundialización de la economía. Sin embargo, en este horizonte de universalidad vemos precisamente surgir con fuerza la acción de los particularismos étnico-culturales, casi como una necesidad impetuosa de identidad y de supervivencia, una especie de contrapeso a las tendencias homologadoras. Es un dato que no se debe infravalorar, como si fuera un simple residuo del pasado, éste requiere más bien ser analizado, para una reflexión profunda a nivel antropológico y ético-jurídico. Esta tensión entre particular y universal se puede considerar inmanente al ser humano.” (Juan Pablo II, Discurso a la 50ª Asamblea General de las Naciones Unidas, 5 de octubre de 1995, n.7)

{4} “El nacionalismo, especialmente en sus expresiones más radicales, se opone por tanto al verdadero patriotismo, y hoy debemos empeñarnos en hacer que el nacionalismo exacerbado no continúe proponiendo con formas nuevas las aberraciones del totalitarismo…” (Juan Pablo II, e.l., n.11)

{5} Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático, 15 de enero de 1994, 7.

{6} Juan Pablo II, Discurso a la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, UNESCO, 02.06.1980, n.15.

{7} Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático, 15 de enero de 1994, 7.

{8} Ibidem.


Teófilo González Vila

Sobre la unidad de España
5. Derecho a decidir, autodeterminación, secesión

En el panorama político y mediático español actual ocupa un primer plano desde hace tiempo la insistente reivindicación del derecho a decidir, invocado ahora a favor de pretensiones nacionalistas independentistas. Y cada día parece ampliarse en determinados sectores la aceptación social de esa imprecisa fórmula de reclamación como si fuera una exigencia democrática elemental y obvia. Sin embargo, esta amplia aquiescencia social parece encontrar su explicación no en que tal derecho resulte evidente e indiscutible, sino más bien, por el contrario, en la indefinición con que se presenta y al amparo de la cual cada uno puede entenderlo, a su modo… En realidad, como alguien ha advertido, “derecho a decidir” esun término borroso con el que los nacionalistas gustan de esconder las aristas más hirientes de su propuesta” que quedarían sin duda al descubierto con términos como “secesión” o “independencia”{1}.

Ciertamente, “derecho a decidir” así en abstracto, sin referencia alguna al objeto o término de la decisión, remitiría simplemente, bajo una inadecuada expresión, a la “capacidad de decidir” que, a su vez, puede alguien identificar con la capacidad de “elegir” y, en último término, con la libertad… Pero que yo tenga capacidad, libertad, para decidir algo no hace buena moralmente ni técnicamente acertada ni políticamente positiva mi efectiva decisión en este o aquel caso. Por eso no cabe hablar de derecho a decidir sino en relación con lo que en cada caso sea el objeto o término de la decisión. Ese derecho se dará en unos casos y en otros, no. Hay muchas cosas que tengo capacidad para decidir, pero no por eso, “derecho” a decidirlas. Por ejemplo, el que unos políticos y aun todo un grupo humano tengan capacidad para decidir la secesión respecto de la unidad política en la que están integrados no significa sin más que tengan derecho a hacerlo ni aun pretenderlo, si las circunstancias del caso hacen de tal decisión una violación flagrante gravísima de derechos fundamentales. La secesión, pues, será buena y a ella se tendrá propiamente derecho en unos casos y no en otros.

Se dirá que no es necesario explicitar cuál es el objeto al que se considera referido el derecho a decidir, cuando el contexto lo deja fuera de toda duda. El hecho es, sin embargo, que en el contexto de las reivindicaciones nacionalistas, el objeto de tal derecho resulta, ya se ha dicho, borroso y puede ser entendido con distinto alcance. Por otra parte, con respecto el reivindicado derecho a decidir es preciso no sólo determinar su objeto sino también quiénes son sus titulares, quiénes constituyen el “cuerpo” decisorio: ¿acaso no todos los que son ciudadanos del estado dentro del cual se pretende ejercer ese derecho? ¿los que tienen de nacimiento la condición de “x”? ¿todos los residentes en el territorio que se considera propio de esos “x” aunque no tengan tal condición? ¿por qué negar ese mismo derecho a otros grupos cada vez más pequeños que quieran también decidir si permanecen o no integrados en el grupo en el que se encuentran incluidos en un determinado momento? ¿no goza de ese derecho los ciudadanos de cualquier provincia o de cualquier localidad…?

El derecho de un grupo étnico, cultural, nacional, de un pueblo, a decidir sobre su propio destino y, en concreto, sobre su propia condición y estructuración política se halla sin duda en relación con el llamado principio de libre determinación de los pueblos o el derecho de autodeterminación{2}. El derecho de libre determinación, reconocido en primer término en casos de colonización, se proclama hoy propio de todos los pueblos. Es el derecho en cuya virtud, los pueblos “establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural”{3}. Este derecho, sin embargo, no ampara en modo alguno “cualquier acción encaminada a quebrantar o menospreciar, total o parcialmente, la integridad territorial de Estados soberanos e independientes que se conduzcan de conformidad con el principio de la igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos antes descrito y estén, por tanto, dotados de un gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio sin distinción alguna”{4}.

Por otra parte, el ejercicio de semejante derecho, en los casos en los que sea admisible, puede revestir diversas formas y conducir a términos distintos: el establecimiento de un nuevo estado soberano e independiente, la libre asociación o integración con un Estado independiente o la adquisición de cualquier otra condición política libremente decidida por el pueblo de que se trate. No necesariamente, pues, habrá de consistir el ejercicio del derecho de libre determinación en un acto de secesión que lleve a la integración en otro estado ya existente o a la constitución de uno nuevo independiente{5}.

Hechas las anteriores precisiones, lo que nos interesa ahora es establecer las bases de un juicio bien fundado sobre el signo moral, positivo o negativo, que en una situación dada ha de atribuirse en concreto al ejercicio del derecho de libre determinación como acto de secesión conducente a la constitución de un nuevo estado. Ya dijimos que la soberanía cultural de que goza una nación y que podría invocar un determinado grupo nacional no necesariamente exige verse coronada por la soberanía política de un Estado propio y, por lo mismo, la pretensión y la acción conducente a lograr esa soberanía estatal puede merecer distinta valoración moral en casos distintos. Ciertamente, “no es moral cualquier modo de propugnar la independencia de cualquier grupo y la creación de un nuevo Estado”{6}.

A este respecto, desde el primer momento advertimos –conviene recordarlo ahora– que la defensa de la unidad de España (y, por contraposición, una determinada posición o acción cualquiera contraria a esa unidad) –constituye una cuestión moral en cuanto presenta una relación necesaria con el orden de lo personal. La analogía nación-persona representa aquí sin duda una exigencia metodológica ineludible (siempre que no la llevemos a la aberración de hipostasiar a la nación como super-persona a la que se pretenda subordinar y sacrificar persona alguna concreta). En esta línea metodológica, al igual que cabe referir analógicamente a la nación los deberes morales que tenemos para con las personas, así también podemos afirmar que las naciones están sometidas a exigencias morales o deberes morales como los que tenemos, cada uno, como persona. Y una exigencia moral fundamental para toda persona es –de esto no cabe duda– la de no actuar al dictado del egoísmo, unilateralmente, sin consideración alguna a los demás con los que estamos inevitablemente relacionados. Constitutiva de la persona –no lo olvidemos– es su condición relacional. La persona es constitutivamente una realidad con y para lo otro, con y para los otros, de tal modo que una decisión en la que la persona se desentienda totalmente de los demás es, sólo por eso, de modo inevitable, contraria a su propia constitución y estructura moral. Desde esta consideración podemos establecer como principio moral que ningún grupo humano goza de un derecho absoluto a decidir su propia configuración política, por su simple voluntad, unilateralmente, sin atender a los derechos de las personas afectadas, ni al bien común correspondiente{7}. Las naciones, tanto como las personas, han de actuar de acuerdo con las exigencias morales del amor{8}, de la justicia y de la solidaridad.

Al igual que es moralmente malo el egoísmo de cada persona, contrario a la exigencia fundamental del amor a los demás (caridad), a la justicia y a la solidaridad{9}, es moralmente malo y rechazable el egoísmo colectivo, grupal{10}, tan fácilmente travestido de amor a los demás, reducidos, sin embargo, de hecho (aunque no lo advirtamos) a sólo “los míos”.

De estas consideraciones no se sigue que no pueda ser moralmente aceptable o incluso obligado el que una parte de la población integrada en un determinado estado lleve a cabo una secesión mediante la cual se dote de la estructura política propia de un nuevo estado independiente. Si en los casos de colonización o injusta invasión se reconoce expresamente un derecho a la secesión, de ahí, obviamente, no puede concluirse que, en cualquier otro caso, siempre y necesariamente, la secesión sea contraria a la moral, contraria a los derechos de las personas y a la solidaridad entre los pueblos. Juan Pablo II, al hacer una valoración de los diversos procesos que pueden llevar a un pueblo a la constitución de un nuevo estado, consideraba también el caso de “países soberanos” que “se ven amenazadosen su integridad por la contestación interior de una fracción que llega hasta intentar o reclamar la secesión” y señalaba al respecto: “Los casos son complejos y muy diversos, y reclamarían cada uno un juicio diferente, según una ética que tenga en cuenta al mismo tiempo los derechos de las naciones, fundados sobre la cultura homogénea de los pueblos y el derecho de los Estados a su integridad y soberanía”{11}. Con todo lo cual no se hace sino confirmar que a las naciones no les corresponde ni se les reconoce en la Doctrina Social de la Iglesia un derecho a su plena soberanía política, al margen de los condicionamientos históricos y reales circunstancias de cada caso{12}.

Para emitir un juicio sobre la moralidad de un proceso mediante el cual una parte de la población de un estado se segregara, y segregara una parte correspondiente del territorio para constituir un nuevo estado independiente, a partir de lo anteriormente expuesto se pueden formular unos criterios seguros. En primer lugar, negativamente y con toda seguridad, podemos establecer que un proceso secesionista resulta moralmente inadmisible si no tiene más razón de ser que la simple deseo y la mera decisión unilateral del grupo secesionista. Sin duda sería moralmente admisible una secesión cuando con ella se consiguiera y asegurara el más pleno respeto a los derechos fundamentales de las personas que la llevan cabo y no quedaran dañados y aun pudieran resultar beneficiados en su ejercicio los derechos fundamentales de las personas que son sujetos pasivos del proceso (aquellas que quedan en el grupo respecto del cual se produce la separación y que resulta por eso inevitablemente “alterado” tanto cuantitativa como cualitativamente). Esta hipótesis, por lo demás, parece suponer tales circunstancias que permiten pensar en una “separación por mutuo acuerdo”. La secesión habrá de considerarse, desde un punto de vista moral, no ya admisible sino obligada en los casos en que constituya objetivamente el medio único para asegurar el respeto a los derechos fundamentales de todas las personas afectadas (como agentes y pacientes) y que, de otro modo, permanecerían gravemente conculcados de modo estructural, permanente{13}.

Sin duda alguna, para determinar si el respeto a la dignidad de las personas y a sus derechos humano permite o exige la secesión en un caso dado resulta imprescindible atender con objetividad a las concretas circunstancias que concurren en éste. Por otra parte el exacto conocimiento y la equilibrada ponderación de esas circunstancias exige una serenidad de juicio que muchas veces se verá impedida por la fuerza de los sentimientos en quienes se ven afectados directamente por el proceso. Habrían de recurrir al juicio –al arbitraje– de quienes no lo están y gozan de autoridad reconocida por todos los inmediatamente implicados. El hecho es, sin embargo, que en quizá la mayoría de las ocasiones, será muy escaso, entre personas con un mínimo de ecuanimidad, el margen para la diversidad de apreciaciones sobre el signo moral que las circunstancias del caso proyectan sobre un proceso secesionista.

A la luz de los principios y criterios expuestos ¿sería moralmente admisible una secesión respecto de España aquí y ahora? Nuestra respuesta habrá de ser con toda seguridad rotundamente negativa en la siguiente y última entrega (Vb de V) de la presente serie.

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{1} Ruiz Soroa, José María, El derecho a decidir como idea borrosa, El País, 29.10.2012.

{2} CEE, LXXIX Asamblea Plenaria, Instrucción Pastoral Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias, 22 de noviembre de 2002, n.29. La Declaración Ante la crisis, solidaridad, de 3 de octubre de 2012, de la CCXXV Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española reproducía en un AnexoSobre los nacionalismos y sus exigencias morales los nn. 70 a 76 de la Instrucción Pastoral, de 23 de noviembre de 2006, de la LXXXVIII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, sobre Orientaciones morales ante la situación actual de España, en la que se remitían también a la fundamental Instrucción de 2002, indicada en primer lugar, así como al Mensaje, de Juan Pablo II, a los Obispos italianos sobre las responsabilidades de los católicos ante los desafíos del momento histórico actual, de 6 de enero de 1994.

{3} Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de 16 de diciembre de 1966, art. 1. Se habla de dos dimensiones en el principio de libre determinación, según las cuales habría: Una libre determinación externa,que se refiere, especialmente entre los años 1960 y 1975, a la eliminación de situaciones coloniales. (El derecho a la libre determinación externa dejaría de existir justamente una vez que se ejerce). Y una libre determinación interna. A tenor del art. 1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de 1966, el de libre determinación se reconoce a todos los pueblos (no sólo de los sometidos a dominación colonial) como derecho a determinar su estatuto libremente sin injerencias externa y mediante la participación democrática en la gestión de los asuntos públicos. (El derecho de libre determinación interna sería un derecho de ejercicio continuo).

{4} Cf. Resolución 50/6 de la Asamblea General (con motivo del cincuentenario de la ONU) que reafirma esa “cláusula sobre el gobierno representativo”. Para una mejor comprensión del alcance del derecho de autodeterminación, será preciso, dada la analogía nación-persona, tener presente el sentido de la autodeterminación en la estructura del acto humano: cf. Pérez-Soba Díez del Corral, J.J., “Una perspectiva ética a un problema actual: el nacionalismo”, en Prades, J. (Ed), La nación y el nacionalismo. Contribuciones para un diálogo, Publicaciones de la Facultad de Teología San Dámaso, 2004, pp. 104-116.

{5} Resulta obvia la distinción entre el acto de secesión –separación, ruptura, respecto del todo en el que se integraba la parte que se separa– y los diversos posibles resultados de ese acto (asociación o integración con otro estado o total independización en un nuevo estado…).

{6} CEE, LXXIX Asamblea Plenaria, o.c., n. 30. V. también e.o., n. 33, último párrafo.

{7} “Las naciones, aisladamente consideradas, no gozan de un derecho absoluto a decidir sobre su propio destino. Esta concepción significaría, en el caso de las personas, un individualismo insolidario. De modo análogo, resulta moralmente inaceptable que las naciones pretendan unilateralmente una configuración política de la propia realidad y, en concreto, la reclamación de la independencia en virtud de su sola voluntad. La “virtud” política de la solidaridad, o, si se quiere, la caridad social, exige a los pueblos la atención al bien común de la comunidad cultural y política de la que forman parte” (CEE, LXXIX Asamblea Plenaria, o.c., 29. Cf. asimismo nn. 30.35.

{8} También el precepto fundamental de la moral de la nación es el “¡Ama a las demás naciones como a la tuya!”, esto es, ama a todas las personas cualquiera sea su pertenencia nacional, como a tus connacionales, como a ti mismo (Juan Pablo II, Mensaje con ocasión del 50º del final en Europa de la Segunda Guerra Mundial (08.05.1995), 15.

{9} La solidaridad intragrupal frente y contra los ajenos al grupo no parece que deba considerarse precisamente una virtud, sino que constituye de hecho un egoísmo colectivo. Esa solidaridad intragrupal se alimenta muchas con el miedo al extraño y parece que necesita para robustecerse tener enfrente la imagen de un enemigo (Feindbild)

{10} No es este el momento de entrar en la cuestión de la posibilidad y naturaleza del pecado colectivo. Baste, en todo caso, advertir que lo colectivo de un pecado no impide, sino que supone, la existencia de los pecados personales-individuales de quienes integran el colectivo ni aun disminuye la gravedad de cada uno de éstos. Sin duda, por otra parte, los pecados individuales dentro del colectivo pecador son distintos en razón del papel que en éste juegan (activo, pasivo) unos y otros en función de muy diversos factores. Y no olvidemos que iudicium durissimum his qui praesunt fiet (Sb 6,5: un juicio implacable espera a los grandes).

{11} Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático, 14 de enero de 1984, 3. Que la secesión encuentre expreso amparo del Derecho Internacional en determinados casos (colonización, injusta invasión,…) no significa que no haya otros supuestos de secesión que la hagan moralmente asumible y aun obligada. En relación con esa posibilidad, cf. Pérez-Soba Díez del Corral, El hecho nacional y el derecho de autodeterminación: una aclaración, Facultad de Teología San Dámaso, Subsidia 8, Madrid, 2004, pp. 28s. (En este escrito su autor responde a la obra de Oriol, A.M. y Costa, Joan, Hecho nacional y magisterio social de la Iglesia, Editorial Tibidabo, Barcelona).

{12} Con esta doctrina se concuerda cuando se dice: “El llamado principio de las nacionalidades y de la correlativa autodeterminación puede igualmente ser un principio válido, aceptado por las comunidades políticas. No puede, sin embargo, ser elevado al nivel de un derecho natural, cuya inexistencia denunciara la presencia de una situación de injusticia o violencia” (Setién Alberro, J.M., “El cristianismo y la liberación de los pueblos”, en Obras Completas. I. Dios: política-paz, idatz, Donosita 1998, p. 803, cl. 1ª).

{13} El derecho a esa secesión independentista será, cuando se pueda decir que se tiene y en ese sentido sea real, un derecho derivado del originario y real de las personas que la llevan a cabo a ser respetadas en sus derechos fundamentales. Se ha dicho: “La autodeterminación en su dimensión externa como derecho originario no tiene por qué ser real, y, en cuanto real, no es originario” (Comte, Teresa, “El nacionalismo en la Doctrina Social de la Iglesia”, en Pérez-Soba Díez del Corral – José Rico Pavés (dirs.), Terrorismo y nacionalismo. Comentario a la Instrucción pastoral de la Conferencia Episcopal española Valoración del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias, BAC, Madrid, 2005, p. 239).


Teófilo González Vila

Sobre la unidad de España
6. La unidad de España: razones morales para defenderla (primera parte)

N.B. El presente escrito es el último de la serie “Sobre la unidad de España” si bien por su amplia extensión se ofrecerá en dos partes: la primera en la presente entrega y la segunda en la siguiente.

Criterios morales y atención a las circunstancias

De acuerdo con los principios y criterios ya establecidos, la secesión no puede encontrar justificación moral en la mera voluntad de quienes la propugnan de modo unilateral, sin otras consideraciones. La secesión sólo se justificaría moralmente cuando constituyera el medio único posible, imprescindible, para asegurar el respeto a la dignidad y a los derechos fundamentales de las personas que la llevan a cabo (de tal modo que sin esa operación tales derechos sufrirían una permanente, estructural, grave violación{1}) y, por otra parte, no resultaran igualmente violados los derechos de otras personas (sujetos pasivos-paciente del proceso secesionista).

Y es obvio que, para determinar si se está ante ese supuesto en el que la secesión fuera moralmente lícita o aun obligada, resulta a su vez imprescindible atender a la realidad de las circunstancias de cada caso. Sólo la atención ponderada, rigurosa, a las circunstancias nos permitirá juzgar si en un determinado caso se respetan además las exigencias del principio de proporcionalidad. La licitud moral con que pueda presentarse una concreta secesión como objetivo no puede atribuirse, sin más, a priori también a todos los momentos e instrumentos del proceso que se desarrolle para llevarla a cabo.

La decisiva secular circunstancia de una misma carne y sangre…

Entre las “circunstancias” de una secesión a las que ha de darse un peso decisivo para juzgar sobre su licitud moral se encuentra el tipo y solidez de los lazos con que está trabada la entera población del estado respecto del cual una parte pretende desgajarse. En este orden de consideraciones, es obvio que los miembros de un determinado cuerpo socio-político-estatal habrán adquirido una unión y compenetración tanto más arraigada, profunda, sólida y resistente cuanto más largo sea el tiempo durante el cual han estado y están integrados en él. Los vínculos creados, mantenidos, enriquecidos durante siglos entre los miembros de una comunidad socio-política-estatal pueden ser tales que hayan fraguado, por así decirlo, en una misma carne y sangre, la de una única verdadera nación. En tal caso la secesión no sería en modo alguno un indoloro desatar los superficiales lazos externos de un contrato, sino una amputación gravemente traumática que no puede dejar de alterar substancialmente la identidad tanto del entero cuerpo nacional como del miembro que se extirpa y en cuya defensa y para cuyo pleno desarrollo se dice necesaria esa operación.

Es al hecho de que España es un todo cuyos miembros o partes están unidas por vínculos de esa naturaleza al que sin duda se hace referencia cuando, frente a las pretensiones secesionistas, se nos recuerda: “Es necesario respetar y tutelar el bien común de una sociedad pluricentenaria{2} y esto –hemos de entender– no por el simple hecho de que sea pluricentenaria, sino porque la secular convivencia histórica de las generaciones que desembocan en esta sociedad, ha hecho de ella una verdadera nación española, una unión verdaderamente histórico-cultural con la que se corresponde la unidad del actual estado español{3}.

Aquí y ahora, la unidad de España es garantía la más segura de respeto a la dignidad y derechos fundamentales de todas las personas integradas en el estado español

En el caso concreto de España, salvo que la conmoción sentimental con que se analice su realidad y situación, provoque una total ceguera mental{4}, será difícil sostener que algún grupo humano en alguna parte de su territorio se encuentra en alguno de los supuestos en que resultara moralmente admisible la secesión. Es precisamente la unidad del estado español la que, por el contrario, aquí y ahora, en un sistema democrático y pese a las deficiencias de éste, constituye la verdadera garantía de respeto a los derechos fundamentales de cuantos personas ahora la integran, de todos los ciudadanos del estado español.

La realización, en cambio, de las pretensiones secesionistas en presencia llevaría consigo, dada la catastróficamente traumática amputación que supondría, la más grave lesión de esos derechos fundamentales. Es más: una secesión respecto de España, respecto del actual estado español, no sólo lesionaría gravemente derechos fundamentales de todos los afectados por causa del proceso mismo que condujera a hacerla efectiva, sino que –dada la ideología manifiestamente totalitaria de los grupos que la propugnan– conduciría en la nueva realidad política resultante a una situación en la que se verían de modo permanente, estructural, con toda seguridad, gravemente vulnerados los derechos y libertades fundamentales (libertad ideológica, de expresión, educación, etc.) de todos los afectados, incluidos los presuntos beneficiarios del nuevo orden que se impusiera.

De acuerdo con esto es inevitable concluir que en España cualquier secesión resulta aquí y ahora moralmente injustificable. Por el contrario, podemos asimismo concluir que aquí y ahora constituye un objetivo no ya moralmente lícito, sino obligado, el de la defensa de la unidad del actual estado español y, por lo mismo, resulta moralmente inadmisible la pretensión de destruir esa unidad.

¿Acaso hay en España diversas naciones con derecho a decidir su destino político?

El hecho es, sin embargo, que quienes en este momento albergan aspiraciones secesionistas en España no apelan propiamente, para fundamentarlas, a la necesidad de asegurar el respeto de los derechos fundamentales de las personas (integrantes de un determinado grupo) que pudieran decirse gravemente conculcados en el estado español, sino al derecho que asiste (de modo indiscutible y en todo caso, según ellos) a cualquier nación para determinar su estatuto político y dotarse, si así lo decide, de una correspondiente estructura estatal propia independiente.

Con lo cual, a su vez, quienes así “argumentan” se sitúan en el supuesto radical de que la unidad del actual estado español no se corresponde con la de una única nación, sino que en ese único estado se dan en este momento diversas naciones propiamente tales dotadas de ese derecho a su libre autodeterminación política, en cuyo ejercicio cada una de ellas podría legítimamente optar, si así lo considera oportuno, por constituirse como nuevo estado independiente dotado asimismo de un territorio propio distinto y extraído del español. Siendo esto así, no podemos dejar de considerar tales supuestos, ponerlos en cuestión y negarles validez.

¿No pueden realizarse plenamente diversas naciones bajo un solo estado?

En primer lugar hemos de recordar que una nación de cuya realidad como tal, claramente diferenciada de cualquier otra, no quepa la menor duda, no por eso goza a priori de un derecho a dotarse de una estructura estatal propia, como si ésta fuera de suyo en todo caso condición ineludible para subsistir, cultivarse y desarrollarse como tal nación. Al contrario es posible y ocurre de hecho que diversas naciones encuentren bajo el techo institucional de un solo estado las mejores condiciones para su subsistencia y el pleno desarrollo de su identidad. Como señalara Juan Pablo II, el derecho fundamental de cada nación{5} a su propia existencia, “no exige necesariamente una soberanía estatal, siendo posibles diversas formas de agregación jurídica entre diferentes naciones, como sucede por ejemplo en los Estados federales, en las Confederaciones, o en Estados caracterizados por amplias autonomías regionales”. Y añadía: “Puede haber circunstancias históricas en las que agregaciones distintas de una soberanía estatal sean incluso aconsejables…”{6}. En efecto, la integración de diversos grupos nacionales dentro de un único estado no necesariamente impide el cultivo de su específica cultura a cada uno de esos grupos ni el pleno ejercicio de sus derechos fundamentales a los componentes de cada uno de ellos, sino que puede ocurrir, por el contrario, que sea precisamente la pertenencia de todos ellos a un mismo estado lo que más favorezca y mejor asegure el bien común. Esto no es una mera posibilidad teórica, sino una realidad fáctica en no pocos casos, sin perjuicio de las modificaciones que puedan producirse en el decurso de la que hemos llamado evolución de las especies culturales y sociopolíticas. Y estas consideraciones obviamente son válidas en referencia a España, aun en el supuesto de que hubiéramos de conceder que el estado español alberga no una única nación sino varias naciones.

Pero, además, en el actual estado español no hay más que una nación: la gran nación española

En el caso de España, podemos y debemos sencillamente negar ese supuesto último radical de los secesionistas, a saber, el de la existencia de diversas naciones dentro del actual estado español. Afirmamos, por el contrario, que en España no estamos sólo ante un único estado, sino ante una única verdadera nación española cuyos integrantes coinciden materialmente con quienes tienen la condición de ciudadanos españoles{7}. Por otra parte, afirmar la existencia de una única nación española no supone afirmar la absoluta uniformidad cultural de esa nación o, en otros términos, no supone negar que esa actual real, verdadera, única nación española es en su génesis el resultado histórico de la confluencia de diversas aportaciones nato-culturales que se han fundido y fraguado en ella como una nueva única gran nación. Ya anteriormente (en la entrega III de esta serie) hemos considerado el hecho de la que llamábamos evolución histórica de las especies sociopolíticas y el sentido admisible en que podíamos utilizar la expresión nación de naciones en cuanto una nación en efecto, como decimos, emerge históricamente en un proceso más o menos largo, pacífico o violento, a partir de otras preexistentes realidades nacionales. Los nutrientes aportados por esos diversos flujos pueden haber quedado diluidos en la corriente de la nueva única nación en la que todos perviven o pueden resultar aún reconocibles, sin que esto obviamente altere el hecho de que circulan en y por la misma única corriente con la que junto a otros elementos discurren y avanzan en la historia por un mismo cauce. Que podamos identificar en esa única corriente peces de diversos colores no nos autoriza ni a negar que la corriente por la que circulan es la misma ni menos aún a defender el derecho de esos diversos peces a salirse de esa común, única, corriente en la que viven y se desarrollan “libremente” para desviarse a un pobre regato que además muy probablemente conduce a un letal estanque.

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{1} De algún modo ese supuesto es identificable con el de un régimen opresor y semejante al de situaciones como aquellas en las que en su momento algunos llegaron a proponer como moralmente lícito el “tiranicidio”. Por otra parte, teniendo en cuenta las condiciones de licitud moral de la secesión, ésta más que objeto de un derecho, aun derivado, es el resultado del ejercicio del derecho a defender los propios derechos fundamentales.

{2} CEE, LXXIX Asamblea Plenaria, Instrucción Pastoral Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias, 22 de noviembre de 2002, n.35.

{3} La realidad de la génesis y pluricentenaria pervivencia de la nación española es el hecho, la gran circunstancia, cuya consideración no puede eludirse a la hora de enjuiciar el signo de la moralidad de cualquier pretensión secesionista. Por eso puede decirse: “Poner en peligro la convivencia de los españoles, negando unilateralmente la soberanía de España, sin valorar las graves consecuencias que esta negación podría acarrear, no sería prudente ni moralmente aceptable” (CEE, LXXIX Asamblea Plenaria, e.l.). Por eso es asimismo inadmisible pretender unilateralmente alterar el marco jurídico constitucional de la convivencia de los españoles, en virtud de una “determinada voluntad de poder, local o de cualquier otro tipo” (CEE, LXXIX Asamblea Plenaria, e.l.).

{4} No cabe duda de que la inevitable interferencia de lo afectivo, de lo sentimental, que alguna vez puede contribuir a una conexión con la realidad que permita captarla más profundamente, viene a ser con harta frecuencia como un vaho que “empaña”, dificulta y aun impide totalmente la claridad de la visión mental. Aun así, ante la innegable fuerte presencia de determinadas realidades una ceguera tal supondría un cuadro patológico que, por tal, no cabe suponer presente en la mayoría de quienes se conducen en la vida de modo generalmente sensato.

{5} Ténganse presentes las consideraciones expuestas en una anterior entrega (III de V) sobre el sentido en que cabe hablar de derechos de las naciones.

{6} Juan Pablo II, Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las Naciones Unidas, Nueva York, 5 de octubre de 1995. n.8. Ya antes hemos recordado la doctrina del propio Juan Pablo II cuando señalaba que la soberanía cultural propia de una nación no exige necesariamente verse coronada con la soberanía política de un estado exclusivo propio (v. III de V)

{7} Si dijéramos que los integrantes de la nación española son los españoles, se nos podrían acusar con razón de formular una vacía tautología e incurrir con ella en un manifiesto círculo vicioso. Para evitar semejante reparo afirmamos aquí la identidad material entre españoles y ciudadanos del estado español (o dotados de nacionalidad [administrativa] española). Se nos dirá que en este caso incluiríamos entre los nacionales españoles a quienes no lo son “de nación” sino, digámoslo así, “de administración”. A esto cabe responder que también es real la nacionalidad sobrevenida por circunstancia distinta del nacimiento tal como se reconoce en el dicho español de que “no se es de donde se nace sino de donde se pace”. En todo caso, los nacionales por administración lo son en un número “matemáticamente irrelevante”. La objeción que, en todo caso, se formule contra nuestra decisión de considerar españoles a todos los administrativamente tales será asimismo irrelevante frente a la circular tautología en que incurriríamos de otro modo.


Teófilo González Vila

Sobre la unidad de España
7. La unidad de España: razones morales para defenderla (segunda y última parte)

También el Estado genera nación

La realidad y “legitimidad” de la existencia de esa única nación española que se corresponde con el actual estado español no podría tampoco ponerse en cuestión por el hecho de que se entendiera que históricamente la partera de esa nueva única nación ha sido la fuerza en cuanto por la fuerza se constituyera la unidad política en la que mediante una inicialmente forzosa convivencia de diversos grupos se incuba, nace y pervive durante siglos una unificada realidad nacional. Dicho de otro modo: si el Estado puede verse en determinados casos como la culminación de un proceso histórico mediante el cual una nación se reviste de plena soberanía política, también, a la inversa, puede ocurrir que sea la inicial mera fuerza estatal fusione diversos grupos nacionales en uno. Hay casos en que podría decirse que así ha sido, casos en que un Estado genera una nación, en cuanto fuerza a convivir a quienes de otro modo hubieran permanecido aislados en distintos y distantes grupos y hace que entre ellos se generen, se mantengan, enriquezcan y consoliden por siglos vínculos familiares, afectivos, culturales, gracias a los cuales terminan en efecto por sentirse positivamente fundidos en una verdadera única nación{1}. Esto es lo que podríamos decir que ha ocurrido con la actual, secularmente actuada, nación española como única verdadera nación existente en el actual estado español.

Una única nación española nutrida por muy variados enriquecedores nutrientes… y susceptible de revestimientos políticos estructurales diversos

Afirmar la existencia de una sola nación, la española, en el estado español actual supone ciertamente negar que hayan de admitirse en este estado como naciones los grupos que pretenden identificarse diferencialmente como tales por su vinculación con algunos de los elementos integrados históricamente en la unidad de la nación española y sin la cual, por cierto, ni siquiera de hecho, hubieran subsistido.

Pero es asimismo obvio que, al afirmar la unidad de una única nación española en correspondencia con el actual estado español, no por eso afirmamos una homogeneidad absoluta en la que quedaran eliminados o sofocados esos diversos elementos sin los que, a su vez, no sólo resultaría empobrecida esa única nación española que afirmamos, sino que quedarían en cuestión el porvenir y aun la existencia de ésta.

Por otra parte, defender la unidad de la nación española, como única existente aquí y ahora, en el actual estado español, no significa en modo alguno defender el concreto sistema o modelo político estructural mediante el cual se articula esa unidad en un momento dado. No cabe por eso oponer reparo moral alguno a la pretensión de construir un nuevo modelo político con el que articular la unidad nacional en un determinado momento histórico, siempre que el pretendido en cada caso no debilite esa unidad, sino que la preserve y favorezca. De hecho la unidad de España se ha articulado internamente a lo largo de la historia según diversos modelos estructurales. Un ejemplo de modificación de la estructura política interna de la unidad de España y, en concreto, del Estado español es la que éste experimenta al pasar, en virtud de la Constitución de 1978, de un modelo fuertemente centralista al hondamente descentralizado que llamamos “autonómico” (o “de Autonomías”) cuyas deficiencias, hoy manifiestas, hacen pensar a sectores cada vez más amplios de la sociedad española en la necesidad de someterlo a una profunda reforma. Pues ciertamente –ésa es otra cuestión– no cualquier modelo de articulación interna de la unidad la realiza y garantiza con igual eficacia en un momento histórico dado: algunos de los posibles sistemas pueden llevar en sí gérmenes patógenos que perjudican y aun pueden poner en peligro la pervivencia misma de esa unidad.

Exigencia moral de defensa de la unidad de única nación española y del estado español. Descalificación moral de las pretensiones secesionistas en presencia…

A la luz de las consideraciones morales expuestas a lo largo de cuanto precede y afirmada con pleno fundamento la realidad de la existencia, aquí y ahora, de una única nación, la española, en el actual estado español, podemos y debemos sostener (como conclusión de las largas disquisiciones ofrecidas) que, como ya hemos advertido, es en esa unidad de la nación española, y en la del actual estado español con el que se corresponde, donde todas las personas que en éste se integran, encuentran aquí y ahora, la mejor garantía de respeto a su dignidad y derechos fundamentales.

Justo por esto, de acuerdo con los criterios morales que han de aplicarse en este caso, podemos y debemos concluir y afirmar asimismo que aquí y ahora constituye no ya un objetivo moralmente lícito, sino obligado el de defender y preservar por todos los medios proporcionados esa unidad de la nación española en la unidad del actual estado español.

Igualmente, como reverso de estas afirmaciones hemos de sostener, en consecuencia, que las pretensiones secesionistas no sólo no encuentran moralmente justificación sino que merecen una abierta descalificación, en cuanto llevan consigo el riego cierto de graves lesiones de los derechos fundamentales de las personas implicadas en el proceso, incluidas las de sus presuntos beneficiarios y aun las de sus fautores.

Si conforme a un válido criterio moral prudencial, bastaría la sospecha de que es inmoral un cambio para no llevarlo a cabo, habremos de tenerlo con toda seguridad por inmoral, cuando, frente a los dudosos bienes que de él podrían esperarse, son tantos, tan graves y tan ciertos los males que de él podemos temer, como ocurre en el caso de los proyectos secesionistas, atendidos los mismos términos con que sus promotores definen los objetivos que persiguen.

Aquí y ahora, por mucho tiempo…

En esta última etapa de nuestro largo recorrido el lector ha podido advertir que repetimos no pocas veces “aquí y ahora”… Y, en efecto: las consideraciones y juicios morales que hemos ofrecido no pueden dejar de incluir esa obligada referencia al “aquí y ahora”, en cuanto con ella nos remitimos a las circunstancias sin cuya consideración no sería posible un correcto juicio prudencial sobre el signo moral de las diversas posiciones posibles en asuntos como los que nos han ocupado. En nuestro caso, la enérgica afirmación que hacemos de la actual existencia de la unidad española (y la que ahora añadimos de su solidez y presumible larga futura pervivencia) ha de entenderse enmarcada y concretada por ese “aquí y ahora”.

A diferencia de los nacionalistas esencialistas fixistas, para los que parece ser imposible la ya aquí varias veces invocada evolución de las especies sociopolíticas, nosotros no elevamos la unidad de España a sempiterna esencia inmutable ni negamos la posibilidad de otras posibles futuras formas de existencia de lo que hoy es España{2}. Es preciso reconocerque hubo un tiempo en que no existía la nación española y puede llegar otro, siglos mediante, en que haya dejado de existir por una u otra razón y muy probablemente por su fusión en una unidad nacional más amplia situada en este momento en el mundo de lo razonablemente pensable.

Pero, si cuando afirmamos, frente a los secesionistas, la obligación moral de preservar la unidad de España, lo hacemos en atención al “aquí y ahora”,permítasenos a la vez afirmar, frente a las pesimistas perspectivas que en este momento parecen imponerse, que, gracias a la consistencia consolidada de la realidad nacional y estatal española, a ese “aquí y ahora” puede estarle reservada todavía una muy larga actualidad futura.

Ciertamente contra esa realidad no está excluida la posibilidad de que se conciten amenazadoras importantes fuerzas de las que cabe temer que llegaran a consumar uno de esos proyectos secesionistas que aquí y ahora rechazamos por inmorales. Pero esa posibilidad misma ha de suscitar un empeño proporcionado capaz de ahuyentarla. Ciertamente la actitud adecuada a la obligación moral que hemos de sentir para la defensa de la nación española no queda satisfecha con un simple esperar que no ocurra nada… Existe la obligación moral de impedirlo y para ello emplear todos los medios lícitos a nuestro alcance y, en concreto, los constitucionalmente previstos. Sabemos que la realidad de la vida de los estados, de los pueblos, de las naciones y de las personas, se ha visto, se ve y se verá de modo inevitable marcada por actuaciones de fuerza desvinculadas de toda exigencia moral. Pero con esto no se borran sino que se hacen más nítidas exigencias morales como las que hemos señalado y la obligación de satisfacerlas eficazmente con nuestro comprometido actuar.

No bastaría la unanimidad del pueblo español para subsanar los reparos morales que mereciera una secesión. Ni es lícito desentenderse y, menos aún, caer en el egoísta despechado rechazo en que incurre el “separador”

Si hacer desaparecer la unidad de España supone aquí y ahora, según sostenemos, actuar contra exigencias de la moral, esto no dejaría de ser así por el hecho de que ese proceder se viera refrendado por un acuerdo mayoritario o aun unánime de los ciudadanos españoles. La legalidad formalmente democrática de un acuerdo semejante no lo libraría del reproche moral que merece en cuanto con él se dañaría con seguridad el bien común que debe preservarse{3}.

Por otra parte, el hastío, la hartura ante lo desmedido, lo infundado, lo agobiante y molesto de la victimista y autosuficiente amenazante cantinela secesionista de ciertos nacionalismos periféricos parece generar en no pocos españoles una actitud no ya de desistimiento sino de rechazo activo que les lleva a una posición “separadora” expresada en un indignado “que se vayan”. Ahora bien: si sostenemos que la secesión de cualquier parte humana de España sería moralmente inadmisible, hemos de afirmar con toda seguridad que también lo es –moralmente rechazable– ese rechazo separador. En razón de los mismos criterios que hemos aplicado para juzgar sobre el signo moral de los proyectos secesionista, hemos de decir que supondría desatender una grave obligación moral ese sin duda egoísta desentenderse de quien abandona todo cuidado por la defensa de los derechos fundamentales de las personas que con bastante seguridad se verían gravemente conculcados como consecuencia de un proceso secesionista en España aquí y ahora…

Teófilo González Vila.

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{1} “No se puede desconocer el hecho de que también la pertenencia a un mismo Estado origina formas de aproximación humana y cultural entre todos los individuos y grupos sociales que lo integran. No ha de excluirse tampoco el nacimiento de una conciencia nacional que tienda a coincidir con el ámbito del Estado” (Setién Alberro, o.c., p. 880, cl. 2ª).

{2} Advirtamos el carácter antihistórico de los petrificados presuntos derechos históricos: La pretensiones nacionalistas secesionistas se remiten a derechos históricos desde una concepción verdaderamente antihistórica. De acuerdo con esas pretensiones, en efecto, en su decurso la historia generaría productos sustraídos a toda evolución histórica, una especies de fragmentos históricos antihistóricamente petrificados que albergan la reclamación inmutable de que se les reconozca un estatuto estatal, a partir del cual ¿tal vez adquirirían vida y podría evolucionar quizá hasta volver a dejar de ser estados y diluirse en unidades políticas superiores? Ya en otro momento hemos apuntado como realmente curioso el que, cuando ya parece fuera de duda el hecho la evolución de las especies “naturales”, incluidas las geológicas, haya quienes se empeñan en sostener que permanecen inmutables, al margen de toda todo proceso evolutivo, precisamente las que podemos llamar “especies históricas sociopolíticas”, siendo así que, por el contrario, éstas habrían de ser concebidas, por su propia mayor liquidez y fluidez, como las evolucionistamente más dinámicas, ligeras y cambiantes.

{3} Ésta no sería una hipótesis contradictoria (el carácter mayoritario de una decisión no produce la bondad moral de ésta) ni de facto imposible (se podrían citar casos de decisiones mayoritarias o aun unánimes auténticamente suicidas). Cf. Sebastián, Fernando y Martínez Camino, Juan Antonio, La unidad de España, elemento básico del bien común (ABC 4 de diciembre de 2006, p. tercera).