Filosofía en español 
Filosofía en español


José Ortega y Gasset

por María Zambrano

El tiempo y la muerte son dos grandes creadores con aquello que no pueden destruir. Se combinan como si fueran los dos elementos de la vida y de la historia. Y así, la muerte de alguien que ha mantenido una personalidad y que deja una obra, por la muerte se hace historia. Mas, antes hay un momento en que su figura, que ya no pertenece a la vida, no entra todavía en la historia. Es el momento en que se actualiza; la muerte pone de manifiesto la unidad. Es un estar presente de la vida que se fué, de la obra que aún retenemos incompleta. Porque toda obra es incompleta por esencia, al ser humana. La muerte nos completa. Se diría que la obra se mide por el volumen con que aparece ante la muerte, mientras la personalidad lo es por el vacío que deja.

La muerte de don José Ortega y Gasset deja un vacío único en todo el ámbito del idioma español. Lo deja también en todo el ámbito del pensar. Un hueco imposible de llenar por nadie, a causa de la originalidad de su figura. La vida y la convivencia en uno y otro grado, hace parecer “natural” que ciertas cosas, ciertas personas existan. He de confesar que nunca tuve este sentir respecto a Ortega. Aun en los años en que le escuchaba casi a diario, nunca dejó de sorprenderme el que existiera. No era fácil habituarse a su presencia, dejar de verle como si se le viese por primera vez. Era esto quizá una calidad de su persona antes que de su personalidad; yo diría que de su persona al par que de su personalidad. Que con él sucedía algo poco frecuente: que el trato, la cercanía no hacía cambiar la perspectiva con que se le miraba desde lejos.

Estaba siempre don José como en el centro de un amplio espacio. Llevaba consigo un horizonte, que quiere decir visibilidad y orden. Pocas veces le escuché esta palabra. Pero, a diferencia de aquellos que tanto la usan para traer en realidad lo contrario, don José sin nombrar el orden, lo creaba siempre. Porque no perdía de vista nunca el horizonte, un horizonte tan amplio y universal donde todas las cosas y acontecimientos se situaban en el lugar adecuado, justo, en conexión con los demás. Lo cual es la condición del pensamiento filosófico. De cualquier tema que hablara hacía filosofía.

La vocación

Mas este horizonte, él lo descubría y lo hacía visible a los demás desde un lugar. Pues es condición del hombre el estar siempre en alguna parte. Su cuerpo lo está y hay también el lugar desde donde se mira, que no siempre coincide con aquel en que se está. Don José miró siempre desde España, y más concretamente todavía, desde Madrid. El mismo lo dice en Meditaciones del Quijote: “Preparados los ojos en el mapamundi, conviene que os volvamos al Guadarrama. Tal vez nada profundo encontremos. Pero estemos seguros de que el defecto y la esterilidad provienen de nuestra mirada. [8] Hay también un logos del Manzanares”.

Estas palabras son la explicitación de una fe; la fe de que no existe trozo alguno de la realidad que no tenga su razón, que no esté incluido en la razón, de raíz. Así, en principio, se puede hacer filosofía a partir de cualquier realidad, desde cualquier lugar.

Sucede que este trozo de realidad y este lugar no es elegible. “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”, dice en el párrafo anterior al citado y en el prólogo dirigido al lector de las Meditaciones del Quijote. Es ya la declaración de su modo de entender la filosofía, más radicalmente aún: el quehacer esencial de la vida. “La reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre.” Y la suya, él lo dice en ese mismo texto que forma una verdadera confesión, un documento inapreciable: “Mi salida natural hacia el universo se abre por los puertos del Guadarrama o el Campo de Ontígola. Este sector de realidad circunstante forma la otra mitad de mi persona: sólo al través de él puedo integrarme y ser yo mismo”.

Rara vez se ha manifestado una vocación en toda su integridad, en forma más transparente y por ello filosófica, aunque después no hubiese hecho filosofía. Y nos abre a la consideración de que la filosofía sea ineludible en los momentos decisivos de la vida, en los momentos en que hay que “decidirse”, pues el vivir nos obliga sin más a elegir. “Somos necesariamente libres”, dirá mucho más tarde, en la plenitud de su pensamiento filosófico.

Tenemos así, pues, en esto que llamamos su “a modo de confesión”: 1º, la vocación genérica de hombre (“El destino del hombre es la reabsorción de las circunstancias”); 2º, la declaración de en qué consiste este destino (“Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”. El mismo Ortega, en el texto citado, marca el parentesco de esta acción con la de “salvar las apariencias”, que según dijera Platón es la función de la filosofía); 3º, la afirmación de que todo lugar, toda circunstancia tiene su logos, su razón que es necesario extraer; y 4º, la declaración reiterada de que su circunstancia es la española, concretándola del modo más entrañable en la Sierra de Guadarrama y en el humilde río Manzanares, cuyo logos se dispone a buscar.

Y como no hay fe sin amor, ha comenzado por hablarnos de su actitud frente a las cosas, frente a la realidad, y cómo entiende la actividad que se dispone a ejercer: “Estos ensayos son para el autor como la cátedra, el periódico y la política: modos diversos de ejercitar una misma actividad, de dar salida a un mismo afecto. No pretendo que esta actividad sea reconocida como la más importante en el mundo; me considero ante mí mismo justificado al advertir que es la única de que soy capaz. El afecto que a ella me mueve es el más vivo que encuentro en mi corazón. Resucitando el lindo nombre que usó Spinoza, yo le llamaría amor intellectualis. Se trata, pues, lector, de unos ensayos de amor intelectual.”

Aquellos cuatro puntos son suficientes, creo, para hacer inteligible la personalidad impar de Ortega en la vida española, la multiplicidad de los modos que tuvo de manifestarse. Sería posible una visión de su personalidad en forma sistemática, exigida unitariamente, obediente a una necesidad que es al mismo tiempo fe y razón, inspirada por un peculiar género de amor, o más bien por el amor en toda su verdad: el que exige de lo que se ama la plenitud de sus posibilidades, y se presta a servirlas. Podemos decir, simplemente, que Ortega tuvo y mantuvo la vocación íntegra de ser hombre o de ser hombre íntegramente.

Pero aparece además ya en estas declaraciones, extraídas de un libro publicado en 1914, su originalidad filosófica, la consideración de la vida como la realidad radical, la intuición de la vida como drama habido entre el yo y la circunstancia, de la vida como realidad radical.

La personalidad

En toda personalidad polivalente es necesario buscar el núcleo donde brota, además de la fuerza que la mueve, cosa que acabamos de apuntar con sus propias palabras. Vivir es tener que elegir aquello que se elige, impuesto por el destino en [9] forma de concretas circunstancias. Mas es necesario acometer la empresa provisto de una fuerza y disponiendo de una “sustancia” o hacienda de que echar mano. En don José esta fuerza primaria era la de escritor. Lo cual no implica, en modo alguno, poner en duda su vocación y su obra filosófica, pues el filósofo se ha hecho siempre de algo, cosa que se hace ostensible en la reacción de tantas gentes ante un filósofo. Hubiera sido un escritor siempre. Fortuna o predestinación, porque su filosofía necesitaba de esta condición y más aún su propia vocación. ¿Hubiera podido desarrollarla con igual eficacia sin poseer esa sustancia de escritor, que da a cada una de sus frases la forma indeleble, la calidad plástica y musical a un tiempo que las hará perdurables? Y con ella, la virtud de llegar a todos, de penetrar en todos los ánimos, de insinuarse al menos donde encuentra resistencia. Cierto es que resulta difícil determinar si el “amor intelectual” desató esta capacidad persuasiva, esta potencia de expresión, o si por el contrario, disponible ya de antemano, la vocación la puso a su servicio. Mas lo cierto es que los pensadores inspirados por el amor o por la caridad han alcanzado siempre la máxima potencia expresiva, la gracia eficaz para descender en no importa qué cerrado ánimo.

La personalidad es el aspecto manifiesto de la persona en brega con la circunstancia; la de don José era España, sobre todo la España de 1904, fecha en que publicó en un periódico de gran circulación su primer artículo –“Las Ermitas de Córdoba”– recogido en Personas, Obras, Cosas. ¿Qué era España en aquella fecha?

Se comprende la imposibilidad de acometer la empresa de analizar la situación “vital” de la España en aquel momento. Pero podríamos apuntar algún rasgo esencial. Era todavía la España de quien un hombre de Estado dijera, en la hora de la pérdida de las últimas colonias, que “no tenía pulso”. Frase ambigua por tanto y que por ello mismo hemos elegido, pues muestra la ambigüedad de la situación. ¿No tenía pulso, o ellos, los hombres de Estado, no habían sabido encontrárselo? La verdad es que el Estado español se hundía, y con él lo que se podría llamar la España oficial. Bajo ella, en cambio, una España se agitaba por nacer. La proverbial vitalidad del pueblo español renacía, estrellándose contra los obstáculos tradicionales. Se trataba, pues, de una nación por hacer, diríamos que en una ocasión única. (Nada más lograda la unidad nacional, las empresas [10] del descubrimiento y colonización del Nuevo Mundo y la Contrarreforma en el Viejo asfixiaron, por así decir, la posibilidad de una nación española. El Imperio se hizo, en este caso, a costa de la vida nacional. Ahora ya España había concluido sus empresas; se encontraba, como Ángel Ganivet dijera, “virgen” tras de haber sido madre.) Era una España auroral, en el alba de un nuevo período de su historia. Ningún hombre de Estado había sabido comprenderlo ni presentirlo.

Esta situación hace inteligible que los intelectuales, concretamente los escritores, hubieran de tomar sobre sí esta tarea; que, quisieran o no, tuviesen que hacer política, como había hecho don Miguel de Unamuno y otros más, sin militar por ello en partido alguno. Es más, a condición de no militar en partido alguno. Una política sui generis, que yo llamaría del renacer de España. Y la hicieron todos los de la llamada generación del noventa y ocho, proponiéndoselo o sin proponérselo. La había hecho Ángel Ganivet y todos los acongojados por la situación española; la había hecho anteriormente hasta un Marcelino Menéndez y Pelayo, simplemente con su ahondamiento en la historia, con su atento conocimiento de los heterodoxos españoles desde la más estricta ortodoxia católica. La hacían todos los que en cada rincón de España meditaban, esperaban y soñaban: todos los que querían pensar. La hizo Azorín al adentrarse en los pueblos manchegos y castellanos, al rememorar los clásicos. Pues España en la segunda alba de su historia se abría al par hacia sí misma, hacia su ser más entrañable y hacia Europa, hacia el Mundo del que se había “retirado” al sentir los primeros vientos de la derrota no se sabe todavía por qué íntimo desfallecimiento de la voluntad o por qué “desengaño” histórico.

Ortega y Gasset sufrió desde el principio la pasión de España, pasión porque el alba es trágica, lucha del día que nace con la noche que se retira. Y como los fenómenos históricos no tienen la docilidad de los naturales, necesitan ser padecidos, vigilados, conducidos. “Mi mocedad no ha sido mía, ha sido de mi raza. Mi juventud se ha quemado entera, como la retama mosaica al borde del camino que España lleva por la historia”, dice, con palabras que tantos mozos españoles podrían hacer suyas más tarde, en el prólogo de Personas, Obras, Cosas, en 1916.

Su madurez se quemará también de la misma manera. Pero, recordemos que la “retama mosaica” ardía sin consumirse, alimentándose de su propio fuego. En 1914 había pronunciado una memorable e histórica conferencia en el Teatro de la Zarzuela –Vieja y nueva política–, en la que llama a la nueva generación, a aquella para la cual la situación de España ha sido dolor y conciencia de la disparidad entre la España oficial y la España vital. Es un desahucio de la vieja política, que es toda la política hecha en el momento. Y al señalar el punto de partida de la nueva política, la hace ya nacer como conciencia histórica: “La nueva política tiene que ser toda una actitud histórica. Esta es una diferencia esencial. El Estado español y la sociedad española no pueden valernos igualmente lo mismo, porque es posible que entren en conflicto, y cuando entren en conflicto es menester que estemos preparados para servir a la sociedad frente a ese Estado”.

La Liga de Educación política española, no parece haber gozado de demasiada vitalidad. Mas Ortega prosiguió, y cada vez con mayor hondura y amplitud, la constitución de la conciencia histórica en forma universal. La razón histórica se ha nutrido de vida española. El problema español ha dado a luz al mundo una concepción nueva de la razón y de la historia. Nuestro padecer nacional ha sido fecundo en cosas universales... Hasta ahora el destino de España parece ser siempre el mismo; cada vez que apunta su aurora como nación, ir a verterse por diversos y extraños caminos en algo que sirva a todos, que sea de todos.

El pensamiento de Ortega prosiguió guiado por la vocación, adentrándose en el problema histórico de España. Aparece como una constante en toda su obra. Pero de un modo formal es el tema de una de sus más conocidas obras, España invertebrada uno de los libros más amargos y más esperanzadores que se hayan escrito, pues del fracaso de la España que fué [11] emerge el imperativo de la España que ha de nacer. Como si de una España nunca lograda surgiera la ineludible necesidad de realizarla. Es la verdadera política de Ortega: salvar a la España prehistórica, pre-natal y llamar a la conciencia de los españoles para que desciendan a las zonas más íntimas y profundas de sí mismos, y que desde allí surja intacta la auténtica España integrada a Europa, a la historia universal.

Pareció haber sonado la hora hacia los años veintinueve y treinta, cuando se preparaba el advenimiento de la República. La España “vital” se sentía lo bastante fuerte para desembarazarse de la “oficial”. Y ésta lo bastante consunta para dejarle el paso. El día de la aparición, en el periódico El Sol, de Madrid, del artículo de don José “Delenda est Monarchia” marcó esta hora histórica; fué decisivo.

El que aceptara su nominación a diputado por la provincia de León, el que tomara parte tan activa en las Cortes Constituyentes, precedido todo ello por la fundación de la Agrupación al Servicio de la República –junto con Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Avala–, no era, pues, nada adventicio; era inexorable consecuencia de su propio pensamiento y de su más honda vocación. Terminadas las Constituyentes se retiró de la actividad política; nunca se desinteresó de la situación inmediata de España. Fue más bien lo contrario. Una extraña angustia le fué ganando. Entre los años treinta y tres y treinta y cuatro dejó por primera vez en su vida de publicar en la prensa diaria{1}. Al par que le invadía la angustia, se le abría la visión de la catástrofe. Cayó en el silencio. La guerra civil y lo subsiguiente no le sacó de ahí; no volvió a actuar públicamente en este modo.

Al mismo tiempo intensificaba su labor de cátedra. Se dió por completo a la reforma de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, merced a lo cual alcanzó ésta un nivel jamás igualado, ni apenas, presentido. Su realidad duró un momento. Ya en 1923, como es sabido, había fundado la Revista de Occidente y su editorial. Lo que han sido en la cultura de idioma español es cosa de todos conocido. Fundó e inspiró El Sol. Escribió a veces los artículos de fondo. Este solo aspecto de su personalidad la hubiera salvado, y hecho acreedor a la gratitud de cuantos leen y escriben en idioma español.

La obra filosófica

Mientras tanto, la obra filosófica había ido haciéndose como la forma suprema por más permanente de esta reabsorción de la circunstancia. Era la raíz y el fruto. La vida humana consiste en tener que hacerse a sí misma, dice la razón vital, histórica, viviente, pues de las tres maneras se la ha escuchado nombrar. Este hacerse es ante todo un tener que elegir entre las circunstancias, se quiera o no. Mas el elegir exige a su vez conocer, y el conocer, pensar. La reabsorción de la circunstancia es inexorablemente pensamiento, el modo por el cual la comprendemos sistemáticamente.

Pues comprender algo sólo es posible en orden y conexión. Lo descubre Ortega también en la raíz de su actitud original, que se atreve a proponer a los españoles en el texto ya citado de las Meditaciones del Quijote. Encuentra su equivalente en lo que Platón llamó erotikon mania, locura de amor. Amor impetuoso a la realidad, a todas las cosas. Pero las cosas, conformándose en circunstancia, requieren un modo especial de comprensión, que él llamará más tarde interpretación. Modo superior de comprensión porque es biográfico en grado sumo; es decir, la comprensión es por esencia biográfica, mas diríamos espontánea, como si fuera la raíz del acto en cual interpretamos la actitud personal. En la “interpretación” hay el cumplimiento de lo que la comprensión requiere y propone. En la interpretación nos comprendemos a nosotros mismos; el yo se comprende a sí mismo junto con las circunstancias. Es, diríamos, la célula de la razón vital. Es decir que el interpretar es ya presupuesto y ejercicio de sistema.

Y con esto tocamos la cuestión más debatida de la filosofía de Ortega: [12] su carácter sistemático. Por muchos ha sido incluida en las filosofías asistemáticas en que tan fecunda ha sido la época que está al pasar. En primer lugar, habría que plantearse la cuestión de en qué consiste el sistema. Pues suele confundirse con la forma en que aparece el carácter sistemático de algunas filosofías, la de Hegel, por ejemplo.

Sin que podamos entrar en la cuestión, basta lo ya expuesto para comprender que la filosofía de Ortega tenía que ser sistemática en otra forma, por ejemplo en aquella en que lo es. Había de ser un sistema in fieri, lo cual no es decir que se vaya haciendo por agregación, sino en una forma de la cual es trasunto del hacerse mismo de la vida, que es el hacerse que es la vida. Pues si la vida humana es el drama habido entre el yo y las circunstancias, y obligados por él pensamos, quiere decir que sólo así nos hacemos protagonistas de nuestra propia vida. Pensar será siempre biografía e historiografía.

Era no solamente coherente, sino necesario el que Ortega interpretara las circunstancias de su vida. Y así, el más minúsculo de sus artículos es filosofía, y de hecho la contiene. Algunas de sus más geniales intuiciones aparecen en prólogos, artículos y ensayos. Y lo más maduro y decisivo de su filosofía está contenido en el prólogo a la traducción española de la Historia de la Filosofía de Bréhier, donde acomete nada menos que la crítica de la “identidad”.

El progresivo integrarse de la filosofía de Ortega se da en tres más que períodos, movimientos, al modo de los de una sinfonía. O más bien “momentos” en sentido fenomenológico: 1º El momento de la originalidad filosófica. La intuición de la vida como realidad radical y como drama habido entre el yo y la circunstancia; el pensamiento como acción salvadora de la circunstancia y al par del yo. 2º La captación de la circunstancia y su interpretación. 3º La explicitación del sistema.

Al primero corresponde especialmente el libro Meditaciones del Quijote y algunos de los artículos publicados con anterioridad. Al segundo la serie de volúmenes de El Espectador, España invertebrada y algunos otros ensayos, como La deshumanización del arte. El tercero comienza a explicitarse en forma crítica, como era necesario, especialmente en Ni vitalismo ni racionalismo, y en forma más “positiva” en El tema de nuestro tiempo y en Vitalidad, alma, espíritu.

Pero la madurez de su sistema fué dada en los cursos universitarios “Tesis metafísica acerca de la razón vital”, a partir de 1930, precedido como luminosa introducción por el que tuve la fortuna de seguirle el año en que asistí a sus clases como alumna oficial, en 1928: “¿Es posible el conocimiento de objetos reales?” La parte crítica fué expuesta magistralmente en cursos sobre Descartes y los orígenes de la razón vital misma y en uno sobre Fichte; mezcla de las dos cosas había en los que ofreció sobre Husserl. La relación de la razón vital con Dilthey, fué objeto de un proyectado libro del que se han publicado algunos capítulos: Ideas y creencias, Alteración y ensimismamiento y La Historia como sistema, con fragmentos –con valor propio– de este vasto, inmenso pensamiento.

Allá por el año de 1933 pude ver “en capillas” su libro esperado: Aurora de la razón histórica. Me dicen que ha dejado acabado El hombre y la gente. Y estoy cierta de que deja más, mucho más... que algún día saldrá –esperamos sea muy en breve– a luz.

Perdone el hipotético lector el esquematismo de este artículo. No es el momento más propicio para un discípulo el de la muerte del maestro para exponer su pensamiento. Pero deber y amor unidos impiden rehusar una invitación como ésta con la cual me ha honrado Cuadernos. Llegará otra hora quizá en que, libre el ánimo del peso insoportable de esta congoja sea posible acometer la inmensa tarea en forma más adecuada. Pero, si no nos llegara, no importa. La obra de don José Ortega y Gasset no nos corresponde únicamente a nosotros, los que hemos tenido la fortuna de escucharle; tampoco a los que han tenido la pasión de leerle. Nos pertenece a todos y a ninguno. Pertenece sobre todo al futuro; al futuro de España y al de la Filosofía.

María Zambrano

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{1} Acarició por breve tiempo el proyecto de publicar un artículo semanal en forma de “Pliego de cordel”.