[ Enrique Tierno Galván ]
«Julián Andía»
España como futuro
La paradójica complejidad de la situación de España en la actualidad hace sumamente difícil su reducción a categorías generales que expliquen, con suficiente coherencia y universalidad, el proceso de los hechos y su causación. Los observadores extranjeros que desean juzgar sin prejuicios –políticos, religiosos, históricos o de cualquier otra clase– acaban por formular un juicio moral: lo que ocurre en España, en diferentes órdenes, no debería ocurrir. Pero el juicio moral, quizás porque es obvio, no aclara la situación. Es evidente que la situación es mala. Los propios españoles, agentes y a la vez pacientes de la maldad, lo reconocen. No hay español que no lo admita. Sin embargo, el verdadero problema está en otros planos que no son los de la moral. ¿Por qué los españoles toleran tal situación? ¿Cómo se explica que el clero español, tácita o explícitamente, la defienda? ¿Cuál es la razón de la indiferencia del pueblo español ante sus dificultades colectivas? Estas y otras preguntas se contestan de mil modos diferentes. No hay una respuesta general por todos aceptada, ni puede haberla. Este es el fundamento de la confusión de propios y extraños que toman la unanimidad del juicio moral por una solución y no lo es. La unanimidad del juicio moral se corresponde con una situación contradictoria, que puede describirse, pero no explicarse según unos ciertos esquemas básicos. La situación española empieza y acaba en la contradicción y la perplejidad.
Las actitudes, los hechos, los principios, coexisten negándose. España es un reino sin monarca, una «democracia» en manos de un dictador, tiene una economía dirigida en la que toda arbitrariedad es posible, &c.
A mi juicio, pues, hay que eludir el engaño de la unanimidad moral que da una falsa apariencia de acuerdo; plantea el problema no buscando la explicación única de los hechos contradictorios, sino admitiendo la contradicción en la suma de su complejidad, como un hecho inevitable del que hay que partir, porque la cultura española, en cuanto tal, es contradicción, perplejidad y yuxtaposición de contrarios. En este sentido, el franquismo es expresión de ciertas constantes de la historia de España que, a mi juicio, aparecen por última vez. Después intentaré explicar por qué creo que es la última vez. Por lo pronto admitamos, como simple hipótesis, que ha llegado el momento de superar racionalmente el contenido contradictorio de la cultura española e iniciar un camino normal de convivencia según el criterio europeo. El español está ya, en muchos aspectos, desespañolizado. Por primera vez, desde el Siglo de Oro, se siente ajeno al clima barroco.
Tenemos, según esto, ciertos españoles la obligación de ayudar a nuestros compatriotas a que vean el cambio y las nuevas y fecundas posibilidades que ofrece. Sin este previo enfoque, procurando que la imagen aparezca clara, corremos el riesgo de que [30] el proceso de integración en los nuevos esquemas y actitudes, sea en exceso largo y doloroso.
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Conviene tener en cuenta una serie de hechos históricos, desde los cuales se puede valorar el presente y el futuro de España:
1º La cultura española es, desde el siglo XVIII, una cultura de segunda mano, o, si se prefiere, una cultura sin fuentes propias.
El proceso de esta actitud, puramente receptiva y en ningún caso creadora, está vinculado fundamentalmente a Francia. La cultura española del siglo XVIII y del XIX, es un conjunto de interpretaciones, más o menos caprichosas, de ciertos aspectos de la cultura francesa. No tenemos ni una sola mentalidad creadora, que se pueda decir rigurosamente autóctona. El caso de Donoso Cortés interpretando a De Maistre, puede servir de símbolo. De los conatos para introducir los puntos de vista de otros ámbitos culturales europeos, el único que ha tenido cierto éxito ha sido la introducción relativa de la cultura alemana. Un movimiento que empieza en Sanz del Río y acaba en José Ortega y Gasset, pretende la adecuación de España a la filosofía y la ciencia alemanas. Si la cultura francesa no perdió casi nunca el carácter de cultura de importación, cultura de «otros», la alemana llegó a identificarse con la mentalidad de los intelectuales españoles de la primera mitad del siglo XX, porque satisfacía la tendencia a lo esotérico de las culturas de «segunda mano» y fomentaba el verbalismo propio de las culturas de origen próximo eclesiástico-escolástico.
En todo caso, los españoles no hemos tenido fuentes. Desde el siglo XVIII, tenemos que recurrir al origen francés o alemán, en ocasiones inglés, de nuestras ideas. A mi juicio, estamos dejando de ser una cultura de segunda mano, por la sencilla razón de la homogeneización y nivelación de la cultura en Europa y es de esperar que dada la igualdad de nivel, los españoles del futuro inmediato carezcan de las limitaciones que impedían, por inferioridad, su participación creadora.
2º En un período decisivo para la cultura europea, España careció de minorías directoras.
Se calcula que en 1814, cuando la retirada de los ejércitos napoleónicos, salieron de España unos 10.000 afrancesados. La mayoría eran personas cultivadas que admiraban las ideas y la civilización francesas. Por otra parte, muchos de los que habían concurrido a Cádiz, o participaban del espíritu de Cádiz, tuvieron que huir ante la «purificación» de Fernando VII. El país entra en un estado de hibernación cultural. En su conjunto, considerando ambos bandos, se exilaría casi la totalidad de la inteligencia española. En 1821 hubo un renacimiento de la inteligencia que coincide con el trienio liberal, hasta que la intervención de los «cien mil hijos de San Luis», provoca un nuevo triunfo del absolutismo y la huída en masa de los intelectuales que quedaban, a Francia e Inglaterra. Durante diez años, España careció, otra vez, de «élite» intelectual.
Considérese que es el momento del apogeo del romanticismo y de la transformación e institucionalización de los principios liberales y se comprenderá la influencia decisiva del hecho. De 1814 a 1833, nuestro país careció, prácticamente, de «élite» intelectual. Por necesidad, los exilados a su regreso impondrían con retraso una cultura de «segunda mano».
3º España es el único de los grandes países históricos europeos, que no ha tenido una revolución que haya transformado y acelerado su propia cultura e influido en las demás. No ha tenido una revolución cultural como el Renacimiento italiano, ni religiosa como el protestantismo, ni política como la que representa Cromwell. España sale ahora de la onda producida por la Revolución francesa. De este hecho se induce que el país no ha distinguido lo nuevo de lo antiguo. Ambas categorías se han yuxtapuesto con la mayor confusión. En el largo preámbulo a la Constitución de Cádiz de 1812, se inicia explícitamente la yuxtaposición arbitraria de lo nuevo y lo antiguo que caracteriza a la casi totalidad de nuestros pensadores de mérito con la excepción de Ortega y Gasset.
Parece que ha pasado el tiempo de las [31] revoluciones definidas por un ámbito nacional. La era atómica implica la universalización de los resultados del cambio y de la organización cultural. Otra razón más en favor de la hipótesis de que los españoles han de superar sus perplejidades y contradicciones, en cuanto ya no necesitan de una revolución «nacional».
4º En relación con todo esto, está el hecho de que la nacionalidad española se ha constituido no desde dentro y según una evolución casi orgánica, en cuya evolución están incluidas las revoluciones nacionales, sino por fuertes estímulos exteriores que han hecho de España una nacionalidad de reacción: la invasión árabe, el descubrimiento de América, la Contrarreforma, la sustitución, después de una guerra, de la dinastía austríaca por la borbónica, &c. El esquema se podría ampliar, pero lo dicho basta para comprender que son empresas impuestas por la necesidad las que han dado sentido histórico a una nacionalidad que, por la misma razón, está sujeta a múltiples interpretaciones y en los períodos sin «veto» tiende a disgregarse y a buscar dentro el estímulo que no encuentra fuera. La actual crisis de la nación como fundamento del Estado, en Occidente al menos, contribuirá a que la peculiaridad de la nacionalidad española, no perturbe en lo sucesivo sus instituciones políticas.
5º España es el único país de Europa que, aún hoy, se está preguntando por la esencia de su nacionalidad. Parece que los demás países han llegado a un conocimiento definitivo acerca de su valor y significado como comunidad; España no. Es una pregunta con un profundo contenido dramático para muchos intelectuales españoles. Pero, en conexión con todo lo que llevamos dicho, la pregunta y su problemática comienzan a quedar anticuadas. Se empiezan a considerar un punto de vista meramente estético, que se ha puesto sistemáticamente al servicio de las ideologías políticas.
6º Las «élites» españolas, en la medida en que las ha habido, han tenido una mentalidad exclusivamente estética. Hubo un conato de escapar a esta constante en el siglo XVIII; pero no triunfó. La «élite» romántica se conexionó directamente con el barroco, hasta el punto de que el romanticismo es en España un neobarroco. La mentalidad estética produce un saber falso e ineficaz, casi identificable con la retórica, que crea la confusión y justifica el ocio. En la España contemporánea no ha habido un solo esfuerzo serio para industrializar y elevar, en lo posible, el nivel técnico del país.
7º La ausencia de industria, de vida técnica, de espíritu científico, no evitó la penetración de la cultura europea de sentido contrario, produciéndose entre los intelectuales que vivían estéticamente esta contradicción, como en el caso de Unamuno, dos tendencias distintas, a veces yuxtapuestas, en un mismo pensador:
a) Una concepción del mundo compensatoria, definida según una tipología antropológica nacional, que se ha convertido en tipología de exportación y que es en gran parte falsa.
b) Un pesimismo profundo sobre el país y sus posibilidades, negándole todo futuro que no sea el de colonia o grupo humano inferior.
Ambas concepciones responden a puntos de vista estéticos. La tipología compensativa sostiene que el español es un «hidalgo» que actúa según las exigencias de valores morales superiores, que es sobrio por naturaleza, que proyecta su vida hacia lo transcendente, que es generoso y hospitalario, comedido y prudente, &c. La realidad es otra. A mi juicio, no hay país de Europa cuyo pueblo tenga una inclinación natural mayor hacia los bienes materiales, una mayor suspicacia hacia el prójimo y mayor afán de gozar de la vida presente, sin preocuparse de la futura.
Existe, pues, la contradicción monstruosa de que se pretenda obedecer a los cánones de una tipología que exige un comportamiento rigurosamente contrario a lo que realmente se siente y por inclinación se desea. El español está, según esto, destinado a la hipocresía, y en la medida en que las estructuras políticas y sociales pretenden responder más a la tipología compensatoria, la hipocresía y confusión son mayores. El español es más respetable por lo que naturalmente quiere que por lo que hace. [32]
8º Esto no quiere decir que el pueblo español sea enfermizo y que el pesimismo nacional esté justificado. La clase dirigente, particularmente los intelectuales, han vivido la quimera de aparentar lo que estéticamente les gustaría ser; pero el pueblo modesto posee tal reserva de vitalidad e indiferencia por lo que no atañe directamente a su bienestar e intereses, que una vez liberado de las falsedades compensatorias de la declinante clase directora, daría un gran ejemplo de buena convivencia y saludable afán de vivir.
9º A nuestro juicio, se está produciendo el hecho, sumamente alentador, de que las generaciones más jóvenes, en cualquier estrato, no responden a los pasados ideales y quimeras. El esteticismo, en cuanto concepción del mundo, empieza a perder su vigencia en España. Un buen sentido inconsciente impone, con lentitud, un pragmatismo en las relaciones de convivencia que acabará por predominar en el orden de la cultura. A los pobres mitos compensatorios va a sustituir la honradez de los intereses materiales liberados de ideologías y actuando en competencia normal. Quizás sea este hecho el que distancia de modo absoluto a viejos y jóvenes de la España actual.
Hay que tener presente que en España la burguesía no ha tenido el papel histórico que en otros países de Europa. Propiamente hablando, no ha habido burguesía por la ausencia de un comercio próspero. Tampoco ha habido capitalismo creador.
Ciertas formas de vida burguesa, fueron asimiladas por la aristocracia provinciana en la segunda mitad del siglo XVIII y por los burócratas durante el siglo XIX. Una seudo burguesía, de fundamento casi exclusivamente crematístico, apareció en España dos generaciones después de la desamortización de Mendizábal. Es ahora, tras un proceso de industrialización que se inició en tiempo de Cánovas, cuando comienza la aparición en España de la burguesía creadora. Pero ya es tarde. Los banqueros y capitalistas españoles y las formas de vida que quieren gozar están superados y son incompatibles con el resto de Europa. Igual ocurre con empresarios y burgueses menores.
10º De todo lo anterior se desprende que equivale a una mala conciencia, que el español es inauténtico en todos los planos y que esta inautenticidad le hace enemigo de sí mismo y de los demás. La tarea más urgente y penosa de quienes deseen ayudarle consiste en reducirle a la verdad.
11º Nada hay más equívoco, a nuestro juicio, que la religiosidad española. Entre algunos buenos católicos españoles corre la frase, exagerada pero elocuente, de que España es un país pagano con supersticiones católicas. La liberación del tópico y prejuicio estético-religioso, pondrá en claro hasta qué punto la religión es o no es en España un sistema colectivo de seguridad compensatorio de la mala conciencia. Si el español resulta connaturalmente religioso, saldrá fortalecido y purificado de la prueba.
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Pero, supuesto que se admita lo anterior, ¿qué hacer para que aparezca ese español empírico, preocupado ante todo de sus intereses, egoísta, mundano y vital? A nuestro juicio sólo cabe una contestación: es necesario orientar la cultura española en una dirección pragmática, en la que predomine el sentido práctico. No se trata de introducir una concepción del mundo materialista, que niegue o postergue los valores superiores, sino de romper con tópicos y prejuicios, que se manifiestan en exageraciones que hacen de la cultura y de la vida española en general un conjunto de contradicciones insolubles. Estas exageraciones podrían clasificarse del siguiente modo.
a) La exageración histórica. El pasado, concretamente los siglos XVI y XVII, gravita sobre la cultura española privándola de capacidad para el presente. La historia se convierte así en un modo de escape de la clase dirigente que el pueblo no comparte. Convendría educar a la juventud española para que pensase sobre el presente desde el presente. Se trata de hacer y de inventar más que de glosar.
b) La exageración religiosa. De seguir así, España puede convertirse en un zoo de supersticiones para distracción de los visitantes extranjeros. [33]
c) La exageración vital. Es otra de las contradicciones típicas del país. El español es tan vital que no trabaja, que viaja poco, que tiene una vida sexual torturada. Se limita a imaginar, hablar y aburrirse. Su vitalidad se disuelve en los espectáculos. Con una vida plena de exigencias concretas, atareada, en general, en los negocios y en las preocupaciones sobre temas cuyo contenido se verifique por el experimento y la investigación científica, la vitalidad dejaría de ser una quimera.
d) La exageración intelectual. Sólo lo extraordinario, genial o inédito nos seduce, en contradicción con la pobreza y cargazón de tópicos de nuestra vida intelectual. Pensamos desde las categorías de totalidad y absoluto. Difícil, pero no imposible, educar a las nuevas generaciones para que piensen desde lo particular y relativo.
Ahora bien, repetimos, ¿qué hacer para introducir ese criterio pragmático en el que vemos la solución a nuestros problemas? A nuestro juicio, es fundamental un contacto más amplio y profundo con la cultura anglosajona. No se trata de sustituir una influencia por otra, sino de reconocer que la cultura anglosajona puede ser el mejor correctivo a la influencia de anteriores impactos aún vigentes y el mejor cauce para adecuar la mentalidad española a los niveles occidentales, ya que parece ser el mundo anglosajón quien define el sentido de nuestro tiempo.
No se trata, por otra parte, de un experimento de laboratorio, sino de aprovechar inteligentemente la coyuntura de industrialización y aumento de nivel técnico que se inicia en nuestro país y que ha de aumentar inexorablemente. En la medida en que España supere su condición de país subdesarrollado, perderá la mentalidad estética. Es aconsejable anticiparse a los hechos, algunos ya visibles, y evitar la convulsión que puede seguir a su aparición y exigencias súbitas.
Además, no se olvide que esta mentalidad es la que se aviene con el natural de nuestro pueblo, que es el pueblo del culto al sentido común que, como hemos intentado justificar, ha hecho por necesidad más insensateces. Quizás en el futuro inmediato se inicie el ajuste, por primera vez, de sus deseos, sus ideas y su conducta.
Para realizar esta tarea, hay que confiar en las generaciones ascendentes que han crecido en un cierto clima industrial y de admiración por la técnica. Ellas son las que han de estudiar e imponer las nuevas categorías rectoras desde las cuales la regeneración es posible, a saber:
Pragmatismo.
Relativismo.
Trivialización.
Cientifismo.
Mundanalidad.
Eficacia.
Predominio de lo concreto.
Y bienestar, como punto de partida y condición inexcusable.
Una de las falsedades que han prevalecido en el sistema español de compensaciones, es que el bienestar «es lo de menos», cuando realmente es lo único que importa. Es un pueblo que anhela el bienestar. Cuando lo consiga, es posible que deje de vivir en la calle, y la familia sea lo que hoy no es: un hogar.
Desde luego, es muy difícil encontrar personas de cierta edad que estén en condiciones de iniciar la tarea destructora previamente necesaria. No es fácil convencer a los intelectuales españoles de que destruir es un deber moral. No olvidemos que España es el país del mundo en el que se escriben más libros inútiles; pura repetición, glosa o sustitución de palabras. La desaparición del 95 por ciento de los libros que con pretensiones de científicos se escriben en España, no produciría el menor vacío o disminución cultural. Incluso en el orden estético ocurre lo mismo. El proceso de regeneración ha de ser lento, pero exige, en su comienzo, algo inexcusable: un grupo de intelectuales dispuestos a reconocer y decir la verdad.
«julián andía»
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«julián andía» es el seudónimo de un conocido intelectual español, que por residir en España no puede firmar sus ensayos.
«Interpretation in terms of national character is also preferred to the dualism of the “two Spains” by another Spanish commentator. (20. Julián Andía, “España como futuro,” Cuadernos (Paris), March-April 1959, pp. 29-33. According to an editorial note, Julián Andía is the pseudonym of a well-known Spanish intellectual. Some identify him as Enrique Tierno Galván, who is not only a leading intellectual and professor of political science at the University of Salamanca, but also second in command of the quasi-political party Unión Española discussed in Chapter V.)», Arthur P. Whitaker [1895-1979], Spain and Defense of the West. Ally and Liability, published for the Council on Foreign Relations by Harper & Brothers, Nueva York 1961, p. 99.