Julián Marías
Una Europa abreviada en Lourmarin
Cerca de Aix-en-Provence, en el Château de Lourmarin, unas decenas de escritores europeos se han reunido a conversar, mañana y tarde, entre el 8 y el 13 de julio de 1959. La Provenza estaba soleada y calurosa; viñedos y olivos, cipreses, un intenso, persistente rumor de locuaces cigarras. Se sentía cerca a Grecia, madre o, por lo menos, madrina de Europa.
Una rencontre internacional. ¿Una más? Acaso no. Esta, patrocinada por la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad de Aix-en-Provence y por la Fondation Laurent-Vibert, hecha posible por la silenciosa cooperación de la Ford Foundation, tuvo algunos caracteres peculiares. Reunió a treinta y tantos intelectuales, procedentes principalmente de cuatro países de Europa: Francia, Alemania, Italia, España; más una presencia portuguesa y otra yugoslava, que dilataban un tanto el torso reducido de esta Europa abreviada. Pero, si nuestro continente estaba muy fragmentariamente representado por los conversadores, estaba íntegro en la conversación; íntegro y no aislado, sino con las conexiones reales que le pertenecen, sin las cuales no es inteligible. El tema era nada menos que éste: «Provincialismo y universalismo en la cultura europea». A los ojos de un español, este mismo título resultaba ambiguo, y de esa ambigüedad empezaban a surgir el problema y acaso su solución: ¿cómo traducir la palabra «provincialisme»? Por «provincialismo» o acaso por «provincianismo»? Tan pronto como se rozó esta duda, ya estábamos in medias res, irremediablemente enredados en el drama histórico de Europa.
Y entonces, a su vez, adiós el tema propuesto. Quiero decir que, al tocar la realidad misma de Europa, ésta arrastró consigo a los conversadores y los llevó, arriba y abajo, a derecha e izquierda, por tortuosos caminos, con aparente falta de lógica en ocasiones, al sistema efectivo –histórico, social, político– de los problemas europeos. Resultó que intentar hablar de ese «provincialismo y universalismo» obligaba a preguntarse por aquellas cuestiones sin aclarar las cuales el intelectual es un sonámbulo o una sombra, es decir, lo contrario de un intelectual.
La primera originalidad de la Rencontre de Lourmarin era su director, el poeta francés Pierre Emmanuel. Dirigir unos coloquios internacionales requiere –al menos así se piensa– «tacto» y «diplomacia». Por «tacto» se suele entender la habilidad de no tocar las cosas –y menos a las personas–. Pierre Emmanuel prefiere, mejor dicho, no es que prefiere, sino que no puede hacer otra cosa que agarrar las cosas con ambas manos, hasta el frenesí, y abrazar o sacudir a sus interlocutores. En cuanto a la diplomacia, la tradicional es la diplomacia del hielo; Pierre Emmanuel ha ensayado otra, la diplomacia del fuego. Y hay que decir que, tras unas conversaciones bastante movidas, en que no se han ahorrado las palabras y los conceptos vivos, candentes, con punta, en que se ha concedido lo suyo a la pasión –sobre todo a la que no [84] quita conocimiento–, al ingenio, a la retórica, los participantes se han separado cordialmente, con mutua estimación, con efusión, dejando prendidas muchas amistades y, sobre todo, la conciencia inequívoca de tener que contar unos con otros.
Alemanes como Hans Egon Holthusen, Hans Paeschke, Walter Boehlich o Hellmut Jaesrich; franceses, como François Bondy, Jean Camp, Alain Bosquet, Claude Vigée, Jean Duvignaud, Jean Bloch-Michel, François Fontaine o Jean Lescure; la novelista portuguesa Agustina Bessa Luis y el profesor yugoslavo Streten Maritch; italianos como Guido Piovene, Liliana Magrini o G. B. Angioletti, conversaron incansablemente entre sí y con un puñado de españoles: Pedro Laín Entralgo, José Luis Aranguren, Camilo José Cela, José Luis Cano, José María Castellet y Julián Marías, que constituían una peculiaridad más de esta Rencontre.
¿Por qué? ¿Es una novedad que media docena de españoles asistan a una reunión internacional? ¿No ocurre esto muchas veces cada año? No como en Lourmarin. Estos seis nombres –más los de dos invitados que no pudieron asistir, uno, Lorenzo Gomis, por razones personales, el otro, Dionisio Ridruejo, por motivos impersonales–, estaban en Lourmarin con su estricta significación personal; quiero decir que no eran «representantes» de nada ni de nadie, sino que eran «representativos». ¿De qué? De lo que llamó Ortega en 1914 «la España real». Entiéndaseme bien: repito que no eran representantes, sino representativos; y no por ser precisamente quienes eran, sino más bien por estar. Esto es lo que me interesa subrayar: que los españoles estaban en el Château de Lourmarin, en cuerpo y alma, con su atención puesta en los problemas, su inteligencia abierta y su palabra libre, en persona y en función de su doble e irrenunciable condición de españoles y europeos. Y además eran seis –y pudieron ser ocho–, no un individuo aislado –como tantas veces ha sido–; es decir, un grupo, un minúsculo equipo de hombres independientes unos de otros y de los demás, pero no insolidarios, capaces de discrepar y de entenderse, de contradecirse y de estimarse, de discutir y estrecharse fraternalmente la mano. Y esto, todo esto, lo percibió y lo expresó la mínima Europa de Lourmarin, que sintió en su seno un inequívoco y enérgico latido de España.
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Las conversaciones de Lourmarin se introdujeron con unas sesiones preliminares «para conocerse». A los diez minutos se estaba ya en lo más vivo de los más vivos problemas –la condición de intelectual, su posible coincidencia con el escritor o sus diferencias, su relación con el público y con los Poderes, la censura y su realidad–; y, naturalmente, empezábamos a conocernos de prisa. Una reunión poética, que prometía (o amenazaba) ser un escape lírico y un remanso, resultó por azar la introducción de uno de los temas más apasionantes: los Estados Unidos, de los que se ha hablado en Lourmarin –et pour cause!– casi tanto como de Europa. Las experiencias, en cierto modo opuestas, de Claude Vigée y mías, pusieron sobre el tapete –un verde tapete que invitaba en vano a jugar con las ideas– la cuestión de la vida americana y su relación con la europea. Mientras Claude Vigée se había sentido «en exilio» y rodeado de una realidad automatizada e inhumana, si bien de grandes valores de muchos órdenes, yo había experimentado la impresión de estar «en casa», se entiende, en otra casa, en un mundo entrañable y quizá más humano que ningún otro, penetrado de la poesía de la vida cotidiana, de la «apacibilidad de la vivienda» que Cervantes halló en Salamanca y yo he encontrado en New England. A partir de este primer día, el tema americano resultó inseparable del europeo.
Una sesión sobre «La Europa de los técnicos», introducida por François Fontaine, tan próximo a Jean Monnet y a los esfuerzos por establecer la base material de una Europa unida, aunque no sea una Europa entera, planteó a los participantes un delicado problema de conciencia. Los hombres de letras reunidos en Lourmarin, con mínimas excepciones, permanecieron extrañamente indiferentes, casi desdeñosos, quizá una punta hostiles, a la excelente exposición; y al mismo tiempo sintieron sorpresa de su propia reacción, remordimiento y una sombra de rubor. Laín lo denunció [85] enérgicamente y señaló el aspecto de enfant gâté frecuente en el intelectual europeo, sobre todo en el homme de lettres; yo intenté explicar esa extraña indiferencia apesadumbrada de sí misma: ¿no será que se está intentando la unificación técnica de Europa de un modo excesivamente administrativo y «aburrido», más como una empresa industrial que como una empresa histórica, sin el entusiasmo que ha sido siempre la condición de Europa, y que es el requisito de toda empresa?
«La Europa del Este y la Europa del Oeste: una sola Europa» fue el tema siguiente. Un tema apasionante, que puso al desnudo la conciencia generalmente compartida de dos hechos: uno, que la Europa del Este es irrenunciable, que no se puede aceptar que Europa termine en la pequeña Europa occidental, menos aún en la «Europa de los Seis»; el otro, que la dolorosa escisión actual no puede impedir que nos ocupemos de la unificación de la Europa accesible. Y yo recordé el tipo de realidad del «telón de acero», que no es una barrera física, como el Himalaya, ni una línea imaginaria, como los meridianos, sino una realidad voluntaria y además unilateral. Y señalé que, así como el siglo VII hizo, con la invasión árabe de África del Norte y gran parte de España, intransitable el Mediterráneo, convirtió lo que era un camino en una barrera y dividió el mundo antiguo –un mundo con dos orillas– en dos separados, haciendo Europa como hinterland del Mediterráneo Norte, así el telón de acero ha escindido Europa, y ha dibujado la realidad de Occidente, con América como hinterland de la Europa fragmentaria del Oeste.
La cuestión de si «La Europa del Oeste ¿está americanizada?» y, de un modo más amplio, el tema de «El mundo europeo y el resto del mundo», fueron los últimos coloquios, antes de intentar un «Balance de la Rencontre», que presidió Denis de Rougemont, llegado a Lourmarin expresamente para ello. Una cosa o dos resultaron particularmente claras: los intelectuales reunidos en Lourmarin eran hostiles a todo nacionalismo, consideraban un hecho decisivo la presencia mutua de los países de Europa, tenían plena conciencia de la limitación e insuficiencia de cada uno de éstos –su condición, dije yo, «orgullosamente provincial», y la necesidad de superar el provincianismo–, estaban de acuerdo en que las relaciones entre Europa y América tenían que ser íntimas y crecientes, y desde luego en que todo ese mundo más o menos estrictamente «nuestro» está hoy rodeado de otras realidades, en alguna medida procedentes de Europa, derivadas de ella en muchas zonas de su vida histórica, que han tomado incluso de lo europeo el impulso para su indocilidad y rebeldía.
Pero también se hicieron evidentes otras cosas: que, a pesar de su hostilidad al nacionalismo, los intelectuales europeos están profundamente arraigados en sus naciones; que el viejo «cosmopolitismo» es cosa pasada; que, por otra parte, a la hora de la verdad, las naciones de Europa se desconocen bastante, y hasta entre los intelectuales perduran amplias zonas de ignorancia o de «falso conocimiento» mutuo; en suma, que el «provincianismo» no se ha superado enteramente, que es una realidad que a todos nos amenaza, que las ideas sobre América española suelen ser sumamente vagas, y sobre los Estados Unidos en gran medida tópicas y erróneas. Europa, recordé hacia el final de las conversaciones, nunca ha estado sola; pero antes estaba con las colonias, sociedades con las que se contaba y que no contaban; ahora está rodeada de otras sociedades ajenas, con las que no se puede contar, y que cuentan. Esta es la nueva situación frente a la cual muchas veces no sabe qué hacer, porque no sabe qué pensar.
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¿Pueden formularse algunas actitudes básicas que se hayan expresado en la Rencontre de Lourmarin? ¿Cabe señalar posiciones más o menos divergentes que hayan estado vivificando el coloquio y dándole la tensión que indudablemente tuvo? Primero, hay que pensar en las personalidades nacionales. Franceses, italianos, alemanes –los que formaban grupos– mostraban inconfundibles «aires de familia», procedentes, sobre todo, de los diversos modos de «instalación» en la lengua y en el habla (lo que era perceptible aun hablando todos francés, con la casi constante excepción de los alemanes, que solían [86] preferir hablar en su lengua y ser traducidos). Pero, cruzándose con esta diversidad, aparecía otra: la de los «literatos» y los hombres de «teoría» (y no digo «escritores» e «intelectuales», porque todos en Lourmarin eran escritores, y no simplemente «hombres que escriben», y porque la condición de intelectual era sentida por todos como propia). Acaso los primeros se sentían más dispuestos a sentirse sin más en Europa, y los segundos sentían más vivamente su mutilación, la ausencia de Inglaterra, Escandinavia, la Europa oriental. Y, análogamente, era diversa la conciencia de pertenecer a un todo superior, a una sociedad más tenue, pero más completa: Occidente.
Y hay que agregar que esta palabra fue constantemente eludida –¿u olvidada?– en Lourmarin. Creo que sólo yo la pronuncié, y al final de los coloquios lo puse de relieve. Para mí, la unidad de Europa se va a hacer ya a destiempo, es decir, cuando Europa unida es ya insuficiente, cuando es sólo uno de los dos lóbulos del mundo occidental, una de las dos orillas del Atlántico. La peculiaridad de Europa es indiscutible, pero el «europeísmo a ultranza» me parece profundamente antieuropeo, porque Europa, más que un nombre, es un verbo transitivo: europeizar. Si Europa ha de ser lo que es: una y no sola, tendrá que organizar lo que suelo llamar «el sistema de la ejemplaridad», devolver su función a la admiración mutua y a la crítica, a la rivalidad y el reconocimiento. Europa no manda hoy en el mundo, pero nadie en verdad manda, ni siquiera los Estados Unidos, que por otra parte no tienen esa vocación. Se subrayó la diversidad de Europa; esa diversidad me parece consistir no sólo en diferencias, sino principalmente en papeles; y la unidad de Europa deberá ser la de una orquesta, que necesita acaso un director –pero, se entiende, de orquesta, armado sólo de una leve batuta–, y ciertamente una música, que hoy se echa de menos, y por eso Europa parece sorda y muda. Los países de Europa han de reivindicar sus funciones propias, las que hacen de ellos personajes históricos en ese drama que ahora empieza y cuyo título me parece leer: Occidente. Sólo así podría Europa volver al mando, en la única forma que le es posible: podría co-mandar con América, aportando a la empresa occidental sus dos riquezas insustituibles: historia e imaginación.
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Quisiera –aunque para mí, español, es difícil decirlo–, quisiera subrayar el éxito del equipo español de Lourmarin. Me siento obligado a hacerlo, por veracidad y, sobre todo, por gratitud: porque el éxito es de quien lo tiene, pero más de quien lo da. No reconocerlo sería desdén o negra ingratitud. La acogida de los intelectuales de Lourmarin a España, hecha presente en seis hombres individuales que, sin representar a nadie, la ejemplificaban, es una experiencia que ninguno de nosotros podrá olvidar. No sólo lo han sentido así: lo han dicho, algunos lo han escrito –Alain Bosquet en Combat, François Bondy en la Neue Zürcher Zeitung.
Hace diez años, durante la única visita de Ortega a los Estados Unidos, después de una conferencia en Aspen, Colorado, traducida «secuencia por secuencia» por Thornton Wilder, el gran europeo Ernst Robert Curtius dijo a un grupo de oyentes –Albert Schweitzer, Robert Hutchins, Paepke–: «Ahí tienen ustedes el Mediterráneo y un pueblo que ha mandado en el mundo.» Cuando Ortega lo contaba en Madrid, comentaba: «No me interesa el éxito personal; he tenido muchos en esta vida; me ha interesado el éxito étnico. Porque, desengáñense ustedes, el chulito madrileño, pasado por Kant, no está nada mal. ¡Pero hay que pasarlo por Kant!»
El éxito «étnico» de media docena de celtíberos pasados por Kant, y por Descartes, y por Leibniz, y Dante, y Goethe, y Shakespeare, y Faulkner, y Camus, y Einstein, y Rilke, y Heidegger, y –no lo olvidemos– Cervantes y Galdós y Unamuno y Ortega y Machado y Azorín, ese éxito, hecho posible por la generosidad de unos y la confianza de otros en que «la verdad os hará libres», puede contribuir a que pronto se vea que España «existe y tiene un ser», bien distinto de lo que es sólo «un vocablo y una figura», como decía, dos semanas antes de morir, doloridamente, Don Francisco de Quevedo.