crónicas
Víctor Alba
República Dominicana: La herencia del “Benefactor”
Si Trujillo volviese, tendría una terrible decepción. Le pasaría lo que al viajero que llega a la República Dominicana con la cabeza y la memoria llenas de informaciones acerca de la vida y hazañas del «Benefactor»: no vería en el país ni rastro de los treinta años de dictadura. No los vería, pero al cabo de estar un poco en Santo Domingo, comenzaría a sentirlos.
Si el reportero puede dar consejos, me permitiría aconsejar a los que aspiran a suceder a otros dictadores, a los diplomáticos de países que no tienen una política clara respecto a las dictaduras y a los periodistas que deberán reportear la caída de los dictadores todavía existentes. Les aconsejaría que se dieran una vuelta por la República Dominicana. Y, de paso, les advertiría que en la Dominicana los problemas se presentan con menos gravedad –con ser graves– de lo que aparecerán en otros países de dictadura que, por su extensión, por su complejidad, no pudieron llegar a ser, por decirlo así, propiedad casi exclusiva de la familia del dictador.
Porque una de las cosas que primero saltan a la vista, en la Dominicana, es que los problemas se simplifican, en cierto modo (o se hacen menos complicados), por el hecho de que Trujillo, sus hermanos, sus sobrinos y sus otros parientes, hicieron de la nación una enorme explotación familiar. El «hombre de Estado» mimado de tantos defensores de la libre empresa a ultranza (o de tantos utilizadores de la libre empresa para cubrir otras mercancías ideológicas) nacionalizó las riquezas de su país mucho antes de que lo hicieran Cárdenas, Nasser o Castro.
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Cada viejo amigo o nuevo conocido que encontraba, me proponía la misma visita: la Feria de la Paz, organizada por Trujillo frente al mar, hace unos años, a un costo de 25 millones de dólares, donde ahora se hallan una serie de ministerios e instituciones oficiales (a dos dólares de taxi de la capital), y el lugar, un poco más allá, donde Trujillo cayó víctima de una emboscada.
Durante la visita, un rosario de anécdotas, siniestras unas, picarescas otras, eróticas no pocas, sobre el «Benefactor» y su familia. Al pasar por delante de ciertas casas: «Aquí vivía el hermano… aquí una tía… aquí él mismo… ahora es la Secretaría de Relaciones.., aquí tenía una querida…». En el lugar donde lo mataron, un pedestal hecho pedazos sin estatua. Era un monumento fúnebre al dictador, levantado inmediatamente después de su muerte.
Cada uno tiene su interpretación de los motivos de quienes lo mataron. Unos creen que querían tomar el poder en su lugar otros, que se proponían saciar una venganza particular, puesto que todos ellos habían colaborado con Trujillo. Lo cierto es que hoy la gente los llama corrientemente «los héroes». Dos –los dos únicos supervivientes– están en el Consejo de Estado. Otros murieron cuando los descubrieron, asados a tiros. Otros fueron asesinados cuando estaban encarcelados.
Y todo esto parece lejano, cuando se oye que la gente habla de ello. Dan la impresión de que cuentan recuerdos de su mocedad, de otra época, como cuando se dice: «En mis tiempos…».
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En sus tiempos… Porque los tiempos de Trujillo fueron los tiempos de todos los dominicanos, en cierto modo. Nadie puede permanecer al margen de una dictadura de treinta años, a menos de marcharse del país.
Patéticos los circunloquios que amigos y desconocidos hacen, al hablar de ese tan largo pasado reciente, para llevar la conversación hacia un pretexto que les permita contar cómo ellos se vieron obligados a someterse, o a firmar una declaración de entusiasta adhesión, a participar en una suscripción o a cualquier otra actitud…
Y no hablemos de los que cuentan cómo el dictador los forzó a ser ministros o subsecretarios o directores de algo, sin consultarles, simplemente publicando su nombramiento en el periódico… con la misma indiferencia con que los obligaba a cesar luego, los volvía a nombrar y a deponer, los ascendía o los degradaba… Uno tiene la impresión de que al contar esto, no se excusan propiamente. Ni siquiera tratan de hacer comprender una atmósfera especial. Porque para ellos la atmósfera no era especial –era la única–, y muchos consideran que no tienen nada de que arrepentirse, puesto que no había alternativa… El heroísmo, vienen a decir sin decirlo, no es obligatorio ni se obtiene por encargo.
Es reveladora esa necesidad de hablar de las actitudes pasadas. Tal vez se considera, en el fondo, que lo peor sería tratar de ocultarlas. Pues quienes las ocultan son los que no se vieron forzados, los que hicieron méritos, los que se aprovecharon de modo desusado.
La lección es interesante. Puede ser útil para otros países. Imaginemos que cayera Franco, o Somoza, o Salazar. ¿Quién podría tener, fuera de los exiliados, una reacción diferente a la de los dominicanos?
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Acaso esto explique que los jóvenes protesten constantemente, en sus periódicos y manifestaciones, contra la presencia de los que llaman «trujillistas» en puestos oficiales. Y la indiferencia con que se acogen estas protestas.
Claro que hay casos muy sospechosos. Por ejemplo, el 1 de mayo, en un mitin de la FOUPSA, entre varios obreros que hablaron de cosas inmediatas, un orador florido, muy radical, pidiendo la socialización, la prisión, la revolución. Era diputado en el último parlamento de Trujillo. «Ese fue nombrado por Johnny Abbés», me dijo un amigo. Abbés era el Beria de Trujillo.
Una amiga mexicana no puede salir del país, no puede casar a sus hijas menores, no puede comprar o vender su casa. Porque le falta la autorización marital. El marido desapareció, sin que se sepa cómo, al llegar al aeropuerto de Ciudad Trujillo (así se llamaba entonces). En la Dominicana corren rumores acerca del modo como lo secuestraron y liquidaron. Pero el gobierno no encuentra manera de dar un certificado de defunción, porque no puede demostrarse jurídicamente que llegó al país y desapareció. Y la viuda debe esperar siete años antes de recobrar sus derechos…
En la antesala del despacho del procurador general, un abogado perseguido por Trujillo, encarcelado y torturado. Dos mujeres de luto, jóvenes. Nerviosas, irritadas. Viudas de dos de los «héroes», de los que mataron a Trujillo. Asesinados en la cárcel. Todavía no se ha encontrado el lugar donde enterraron los cadáveres. Nadie quiere haber sido testigo de nada referente a ellos.
¿Negligencia? ¿Policía poco eficaz? ¿Exceso de juridicidad? De todo un poco, sin duda. Pero, especialmente, la sensación subyacente, inconsciente tal vez, de que la única manera de borrar el pasado es olvidarlo.
¿Pero lo olvidan la policía y el ejército, ese pasado en que eran privilegiados, aunque sin poder ninguno, puesto que el poder estaba en manos de quien los manejaba, les daba privilegios y los trataba como a criados?
Si alguien pudiera contestar con certidumbre esta pregunta, sería el dueño del país, porque podría adoptar una posición tajante. En cambio, ahora la ambigüedad está al orden del día, porque nadie sabe si el ejército y la policía quieren olvidar o si preferirán recordar y volver al pasado.
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De momento, el ejército brilla por su ausencia. No se le ve. Parece que no hay en él ninguna figura de relieve. Pero ya sabemos que los militares surgen cuando menos se espera, con un pretexto baladí o sin pretexto alguno. El ejército dominicano, claro está, fue formado por Trujillo, tiene ciertos hábitos y no se ha hecho nada para cambiarlos. Posiblemente, si se tratara de alterarlos surgiría el «hombre providencial» para impedirlo.
El momento se perdió. Era cuando el general Rodríguez Echeverría dio su golpe –que la gente consideró fracasado apenas vio que unos buques norteamericanos patrullaban frente a la capital, en los límites de las aguas territoriales–. Fracasado el golpe, el pueblo habría podido pedir a los soldados las armas y se las habrían entregado. Los partidos no pensaron en esto, no se atrevieron o no quisieron. Lo cierto es que los soldados volvieron a sus cuarteles con las armas al hombro. Y que desde entonces, aunque poco visible, el ejército existe de nuevo y su existencia es un factor silencioso en la política dominicana.
En cuanto a la policía, la cosa está en cierto modo igual. Ser policía, hoy, en la Dominicana, es el oficio más duro que quepa imaginar. Los jóvenes los insultan en la calle, las muchachas les escupen a los pies. Los manifestantes los apedrean. Y los policías, impávidos, cumplen la orden: «Respetar la ciudadanía, pero mantener el orden.» Acostumbrados a tener carta blanca y a pegar duro, los policías han tenido que pasar por una adaptación que sólo el miedo a su propio pasado explica.
Yendo por la calle con dominicanos –sobre todo jóvenes– de vez en cuando se escucha un grito: «Calié»… «Mira, ese es un calié». Nadie le hace nada. El hombre sigue su camino, impávido, sin mirar a los lados. Los momentos de miedo ya pasaron para él. Ahora es simplemente aislamiento, tal vez miseria. El calié (de una palabra criolla de Haití que significa «chivato», delator) era el policía secreto de Trujillo y Abbés, el confidente, el provocador, el espía de sus compañeros en el trabajo, en el autobús, en los deportes, en el café…
Pero la impresión del visitante es que todo esto pesa poco en la vida del país.
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Dos cosas pesan, están constantemente presentes, son tema de todas las conversaciones y disputas, dan el tono a la atmósfera: la política y los bienes de los Trujillos.
Salvo los exiliados que regresaron, nadie tiene idea de la política. Y muchos de ellos –llevados por resquemores unos, por consignas otros– procuran aprovechar esta falta de formación política para aumentar la confusión. La situación es lógica (y se repetirá en Nicaragua, en España, en el Paraguay, en otros lugares). La política se aprende. Trujillo impidió que nadie la aprendiera. Ahora todo ha de improvisarse, desde las convicciones a los partidos.
Las convicciones, es fácil. Las necesidades del país son tan evidentes, sus posibilidades tan ciertas, que entre los partidos hay pocas diferencias de programa: democracia, reforma agraria, progreso económico, elevación del nivel de vida, libertad sindical… Pero ¿cómo lograr todo esto? Ahí es donde, naturalmente, aparecen las diferencias. Y donde se echa de ver la falta de partidos y de formación política.
Una idea de esta falla –ineludible, trágica en potencia– es esta anécdota: algunos políticos moderados estaban preocupados por el exceso de «politización» del pueblo. No sabían qué hacer para impedirla. Y se quedaron maravillados cuando alguien, un sudamericano, les dijo que el mejor medio sería fomentar distracciones en los pueblos y los barrios: teatro de aficionados, bailes, conciertos, deportes… Quisieron hacerlo y se encontraron sin mecanismo para llevar a cabo el plan (que yo, claro está, considero siniestro).
En la noche del día de mi llegada había un programa de televisión muy popular: «Ante la prensa». En él aparecen, semana tras semana, las figuras políticas, a las que interroga un grupo de periodistas. De los seis periodistas, dos habían estado en el exilio y ocupan posiciones ventajosas en el periodismo nacional actual. Los otros cuatro eran de periódicos locales o de la capital.
Pues bien, el 80 por ciento de las preguntas se refirieron al empleo de fondos hechos por el político interrogado –un exiliado de regreso– durante el exilio. Un 10 por ciento a otras cuestiones personales y sólo el 10 por ciento restante a cuestiones políticas. El político, muy inteligente, muy hábil, trataba de aprovechar sus respuestas a las preguntas personales para hacer, al mismo tiempo, afirmaciones ideológicas o de programa.
Yo presenciaba la sesión en el vestíbulo del hotel –un hotel para dominicanos, no para turistas–. Los espectadores se impacientaban. Había allí campesinos ricos, comerciantes de provincias, algunos dueños de tiendas contiguas y los empleados del hotel. Los espectadores se impacientaban. «Eso no es política», decía uno. «Que le pregunten por los problemas», decía otro…
Nunca vi un grupo menos representativo de la opinión pública que esos periodistas –especialmente los exiliados– ensañándose con un político, en vez de tratar de saber lo que pensaba de la situación nacional.
La gente de la calle, los espectadores, me parecieron más preparados políticamente –con estarlo poco– que los interrogadores. Y cuando, para explicar esto, supuse, en un grupo de amigos, que algunos de los interrogadores se mostraron personales por consigna, que se les veía el latón del castrismo, la respuesta fue unánime: «No, no es posible. Si es sobrino de…», y aquí el nombre de un secretario de Estado. Y sin embargo, ese sobrino anduvo mucho tiempo por América Latina con un pasaporte oficial cubano dado por el gobierno de Castro.
Por cierto que algunas de sus preguntas eran reveladoras. El político interrogado sostenía la conveniencia de nacionalizar la banca, en vez de autorizar la instalación de dos bancos norteamericanos más (como acaba de hacer el Consejo de Estado). «Entonces, ¿quiere usted que copiemos una de las medidas de Fidel Castro?» preguntó el sobrino de marras. Y la respuesta vino tajante: «No. Una de las medidas que Fidel Castro, en todo caso, copió de José Figueres, quien nacionalizó la Banca de Costa Rica en 1948…».
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Ese político interrogado era Juan Bosch, el dirigente del Partido Revolucionario Dominicano, el «Perredé», como dice la gente con la manía por las siglas que parece acompañar a la política moderna.
¿Por qué le tienen tanta inquina? Unos dicen que por rivalidades y rencores de exilio. Otros, que porque tiene una concepción clara de la política. Yo creo que porque dirige el único partido que de veras es un partido.
La historia del P.R.D. es interesante. Algunos se la reprochan, pero creo que gracias a ella posee hoy la fuerza que todos le reconocen. Cuando uno pregunta ¿Quién ganará en las elecciones de diciembre (si las hay)? La respuesta siempre es: Fiallo o el P.R.D. Nadie le concede probabilidades a ninguno de los otros doce partidos. El «14 de Junio» podría venir en tercer lugar, dicen, pero no ganar, ni mucho menos.
Lo revelador de la respuesta es que la gente no dice «Fiallo o Bosch», o bien «Unión Cívica o el P.R.D.». Dicen Fiallo (el hombre) o el P.R.D. (el partido). Y eso que la popularidad de Juan Bosch, fuera de la capital, me pareció comparable a la del Dr. Viriato Fiallo, aunque en la capital la de éste supera a la de cualquier otra personalidad y Bosch parece concentrar los rencores de muchos lados. «Ladran…, señal de que cabalgamos», me contestó Bosch cuando lo interrogué sobre esto.
La Unión Cívica Nacional y el P.R.D. tienen dos orígenes opuestos. La Unión nació como un movimiento colectivo, para aglutinar el esfuerzo contra Trujillo. Se ha convertido en partido (y no sin discrepancias en su seno respecto a la conveniencia de hacerlo) sólo hace unos meses. Esto lo debilita. Tiene, es cierto, oficinas (las únicas ordenadas, amuebladas convenientemente, con secretarias profesionales), comités, cotizantes. Pero da la sensación de que la gente la toma como un recurso, una protección, más bien que como instrumento para realizar un programa. La Unión Cívica, políticamente, es la convergencia del miedo al desorden y del prestigio del Dr. Fiallo. Es el partido conservador democrático.
El P.R.D., en cambio, nació como un partido, con la voluntad de ser un partido. Es decir, de convertirse en un instrumento de gobierno, para realizar un programa. Cuando en la capital, bajo Balaguer, los partidos y personalidades discutían acerca de quién debía gobernar, de las medidas políticas, de los detalles propagandísticos, el P.R.D. mandó sus cuadros (llegados del exilio) a los campos. Los campesinos, que Trujillo consideraba suyos, se revelaron como perfectamente conscientes de que el dictador los había comprado con algunas dádivas y los había forzado a disimular, a fingir. Y el P.R.D., mientras los demás hablaban de política, se ocupaba en las cuestiones sociales inmediatas: el desempleo, la vivienda, el paludismo, la tierra… Por ejemplo, el gobierno provisional decreta una ley de reforma agraria (tan moderada que habrán de transcurrir muchos años antes de que se resuelva el problema). El P.R.D. pide que, además de una reforma agraria, se vaya inmediatamente al asentamiento de los millares de campesinos sin tierras y dispuestos a trabajarlas, y de los obreros sin empleo, que abundan. No es extraño, pues, que haya en el P.R.D. ese patriotismo de partido que falta en los otros doce partidos existentes. El único en que también lo encontré (por motivos distintos), fue el «14 de junio», el «Uno Jota Cuatro», como lo llama la gente, porque sus militantes cubren los muros con la sigla 1J4.
¿Qué es el «Uno Jota Cuatro»? Nadie lo sabe con exactitud. Nació bajo Trujillo, para ayudar un desembarco. Su líder, Manuel Tavarez, fue perseguido, torturado, detenido muchas veces. Su esposa y dos hermanas de ésta (las hermanas Mirabal, como las llama la gente) fueron asesinadas. En el «14 de Junio» están, sobre todo, estudiantes, jóvenes empleados. Es un movimiento dinámico, entusiasta. Pero no tuve la impresión de que sea coherente, de que sepa a dónde quiere realmente ir.
«El único modo de hacer cambios es por la fuerza. Castro tiene razón», me decía uno de los dirigentes de segunda fila. Y Tavarez, cuando le pregunté si su partido era castrista, me contestó: «No nos toca a nosotros juzgar el castrismo: eso es cosa de los cubanos.» La gente dice que el «14 de Junio» está lleno de comunistas (y hasta que Tavarez es comunista). Debe de haber infiltrados. Los hay en todos los partidos, estoy seguro, menos en el P.R.D., porque en él perderían el tiempo.
El grupo comunista y castrista ortodoxo, el Movimiento de Liberación, formado por Máximo López Molina bajo Trujillo y con la connivencia de éste, ha entrado en una especie de clandestinidad benévola. Tiene poca influencia directa, pero parece que «trabaja» sobre todo a los militares jóvenes. La fuerza de los comunistas está en los restantes partidos, en la universidad –como de costumbre–, en los comerciantes que quieren protegerse de antemano, en la lentitud en hacer reformas.
Y esto nos lleva a hablar de los bienes de los Trujillos.
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Las reformas casi podría decirse que están hechas. Las hizo Trujillo. Él nacionalizó –repito– lo mejor del país: industrias, tierras buenas… El Consejo de Estado no se atreve a decidir acerca del destino de esos bienes. ¿Nacionalizarlos, darlos a administrar a organismos autónomos o por contrato, venderlos en subasta? El Consejo de Estado se considera provisional y no se arriesga a adoptar medidas. No sabe que son justamente los regímenes provisionales los que, por lo general, mejor pueden adoptar decisiones definitivas.
El país es rico. Se dan en él hasta cuatro cosechas de arroz al año. Pero la mayoría de sus habitantes no ingieren más de 800-1000 calorías al día. Por consiguiente, parece lógico que las reformas tiendan, primordialmente, a dar de comer mejor a los dominicanos. Luego a asegurar que el ejército no podrá meterse de nuevo en política. Esto acaso se conseguirá por medio de un plan de colonización al estilo romano, dando tierras a los soldados profesionales.
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Reconstruir partiendo del caos. Esta frase de un economista me parece describir las perspectivas del país. No de las ruinas inexistentes, ni de la crisis económica también inexistente –los comerciantes venden más que nunca–, sino de la simple desorganización derivada de la ausencia de esa autoridad económica total que era el complejo de los intereses de Trujillo. Es un caos bonachón, sin dramatismo, que no se ve pero que perturba la vida toda. Los empleados de las secretarías se declaran en huelga cuando nombran un secretario de Estado o un subsecretario que no les gusta. Y han hecho huelgas para impedir el despido de un jefe, trujillista notorio, metido en sucias tragedias, porque era tolerante y nunca se quejaba de las ausencias de sus empleados.
Fiebre de la planificación. Parece que esta sea la panacea. Se utiliza para no adoptar medidas. «Cuando se terminen los planes…» es la frase más corriente en los ministerios.
Pero, ¿quién manda en ellos? La respuesta es doble: los expertos y la gente distinguida, dos castas que a menudo se confunden en una sola. Esto requiere explicación.
Trujillo era jefe del ejército en 1930, cuando pidió el ingreso en el Casino de los señores. Una bola negra impidió su admisión. Poco después, tomó el poder. No destruyó la casta de los ciudadanos de primera, pero la sometió. Esos ciudadanos de primera –no siempre ricos, pero siempre encopetados y mezclados entre sí– lo miraban con desprecio, aunque muchos lo sirvieron de grado o por fuerza. Caído Trujillo, esos ciudadanos de primera han ocupado el poder. Y como sus hijos, en general, estudiaron en el extranjero, tienen cierta preparación técnica. De modo que, por los dos lados, el país se encuentra entre las pinzas de la casta distinguida.
Los ciudadanos de primera son de mentalidad democrática en política, aunque no revolucionaria. Pero no son democráticos en su conducta privada. Y esto determina que los ciudadanos de segunda se sientan apartados del poder, incluso cuando forman parte de algún equipo gobernante. El pueblo, que no es de primera ni de segunda, que ni siquiera recibe clasificación; el pueblo no tiene ninguna influencia en el poder, más que la indirecta que le da el miedo a su acción, experimentado por los ciudadanos de primera.
Esta posible frustración de los ciudadanos de segunda es –o será– la gran oportunidad de los comunistas y castristas.
Todo eso comenzará a verse claro en las elecciones de diciembre, si se celebran. Los partidos políticos quisieran aplazarlas (menos el P.R.D., que tiene esperanzas de triunfar). El propio «14 de Junio» no ve que con el transcurso del tiempo perderá fuerza y que unas elecciones aplazadas no le darán más votos, y también se inclina a posponer la consulta electoral. Pero el Consejo de Estado, que vacila sobre esto, no parece muy inclinado al aplazamiento, porque empieza a darse cuenta de que la provisionalidad pasiva no es conveniente al país.
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Supongo que muchas de estas impresiones desagradarán a mis amigos dominicanos. Sería desleal con ellos si ocultase o desfigurase lo que me pareció entender de la situación en su país.
Cuando un pueblo sale de la dictadura es muy sensible a las críticas –que le parecen un reproche, injustificado, por haber soportado al dictador– y muy sensible también al halago, que le parece una compensación por los años de sometimiento.
No quiero criticar ni halagar. En las calles de Santo Domingo la gente me pareció viva, sonriente, espontánea. Mis amigos me aseguran que no se mostraba así bajo Trujillo. Esto me recordó mis impresiones de la gente de Moscú. Y por nada del mundo quisiera que los dominicanos, por falta de entrenamiento político y exceso de ilusiones, perdieran de nuevo esa sonrisa expansiva que es una de las gracias de la primera tierra que halló Colón en su viaje.