Filosofía en español 
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crónicas

V. Blanc

Vudú y “diamat” en Haití


Analizando lo ocurrido en Guatemala, en Cuba, lo que puede suceder en otros países, uno se da cuenta de que hay en esos acontecimientos tres factores comunes constantes: falta de experiencia política democrática, falta de partidos y falta de programa. Aprovechando la primera falta y para cubrir las otras dos, elementos extraños al juego político normal se hacen indispensables y acaban tomando el poder, utilizando figuras que, a la vez, los necesitan y los sirven: Arbenz, Castro… En Haití, Duvalier.

Pero en Haití las cosas son más complejas. Se complican con otros factores peculiares: la extrema sensibilidad racial de una parte de la sociedad haitiana; el nivel de vida que, por lo bajísimo, no puede ofrecer ni siquiera una pista de despegue al desarrollo; y el aislamiento de Haití en América Latina.

Empecemos por unas cuantas comprobaciones ya repetidas, pero indispensables para comprender la extraña y trágicamente pintoresca situación de la mitad francoparlante de la vieja isla de la Hispaniola.

Hay en Haití nada menos que doscientos cuarenta sustantivos peculiares. Sirven para designar otras tantas variantes, subvariantes, matices y submatices en el color de la piel y la forma de los rasgos: piel oscura con rasgos no africanos; labios africanos, piel clara y nariz helénica; nieto de blanco y mulata; biznieto de negro y blanca… Y así, hasta doscientos cuarenta.

La gente del campo no usa esos substantivos. Los campesinos haitianos tienen un gran respeto por los blancos, llevan su generosidad campesina a extremos casi de ternura ingenua cuando los visita algún blanco (y ello sin servilismo alguno). Al mismo tiempo, el hombre del campo muestra una desconfianza pertinaz frente a quienquiera no es ni blanco ni negro, a quien pertenece a alguna de las doscientas cuarenta caprichosas subdivisiones establecidas por la especie de psicosis colectiva de la raza que predomina en los que no son negros.

El hombre de la ciudad –mejor dicho, el de la clase media y de la muy escasa burguesía urbana– vive obseso por esos doscientos cuarenta substantivos y por las cuestiones de color y de precedencia que de ellos se derivan. En tiempos, esa obsesión se manifestaba en los círculos gobernantes. Pero ahora que la clase media ha sido desalojada del poder, esas pequeñeces se encuentran en los salones –que son apenas cuartos de estar, con cromos y vasos de porcelana importados– y en las oficinas de empresas privadas.

Hay, pues, una especie de aislamiento de las clases en el país, del que los hombres tratan de salir por el matrimonio. Es frecuente ver altos funcionarios negros casados con mulatas feas, pero de tez clara… y, al mismo tiempo, dedicados a negras bellísimas, esbeltas, alegres. Lo primero para el prestigio; lo segundo para el solaz.

Hay otro aislamiento del que nadie intenta salir: los haitianos no se sienten latinoamericanos ni africanos, sino, sobre todo, franceses en la ciudad y haitianos sin nacionalismo en el campo. Lo que ocurre en América Latina y en África ocupa mucho menos espacio en las conversaciones y en los periódicos –en los cuales la información extranjera es reducidísima– que los acontecimientos de Francia y los locales.

En Haití no hay partidos ni sindicatos. Los políticos están exiliados, lo mismo que los dirigentes sindicales (de movimientos siempre muy débiles), o están muertos. Ni siquiera el gobierno tiene un partido que lo sea de veras. Únicamente los viejos recuerdan una época en que Haití haya vivido sin dictadura.

Y sospecho que no hay haitiano que recuerde un gobierno que de veras haya intentado hacer algo por el país. El haitiano está ya acostumbrado a no esperar del gobierno otra cosa que molestias, gastos y persecuciones.

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La pobreza de Haití es increíble, general, absoluta. No hay en el país ni siquiera esas manchas de riqueza desafiante que se encuentran en las naciones donde una oligarquía criolla heredó a la aristocracia colonial. En Haití, donde los esclavos sublevados destruyeron la oligarquía, los ricos viven apenas mejor que los pobres acomodados de los países latinoamericanos. La burguesía vive como la muy modesta clase media de México. En toda la capital no debe de haber más de una docena de casas particulares que pudieran encontrarse en los barrios suburbanos, decrépitos y tristes, de muchas de nuestras ciudades.

El año pasado, François Duvalier se construyó una casa de campo cerca de Port-au-Prince, en Duvalierville. La casa, sin duda la más rica del país, se pagó con aportaciones de los hombres de negocios, nacionales y extranjeros, que no pudieron negarlas a los secuaces del Presidente encargados de organizar la suscripción. El presupuesto nacional es de 30 millones de dólares, en un país de menos de cuatro millones de habitantes. Y muchos diplomáticos afirman que Duvalier y su grupo absorben unos seis millones.

«El haitiano que no esté con el presidente Duvalier es un peligroso enemigo del Estado», se lee en los postes públicos. Para que reciban el trato que como tales les reserva, Duvalier ha organizado a unos cinco mil pistoleros, que el pueblo llama «tonton macute», el nombre del ser legendario que da miedo a los niños. «Mira que vendrá tonton macute», decían las madres a sus hijos que se negaban a comer. «Mira que vendrán los tonton macute», dicen ahora los funcionarios del gobierno a quienes se niegan a cotizar…

Una fuerza auxiliar es el ejército. Sus diez mil soldados, casi todos campesinos, se sienten privilegiados cuando se comparan con sus hermanos de los valles y las montañas. Duvalier destrozó por completo la jefatura del ejército. Sabía que algún día se le opondría y aprovechó sus primeros meses en el poder para deportar, ejecutar o destituir a los jefes. Ahora, el ejército se halla al mando de soldados y cabos ascendidos, lo cual refuerza su lealtad al Presidente pero anula el ya dudoso valor militar que pudo tener antes.

La clase media está no menos destruida que el ejército. Una parte interviene en el ejercicio del poder; mejor dicho, en sus beneficios, puesto que quienes mandan son los siete u ocho hombres del equipo de Duvalier. Al lado de este grupo reducido se hallan los comerciantes y algunos propietarios; prefieren callar, apartarse de la cosa pública, pagar cuando no hay más remedio. Y los profesionales –médicos, abogados, profesores– y los estudiantes, hablan entre ellos (con mucho temor, pues la delación es frecuente) pero no actúan, o se marchan al extranjero a estudiar. El país se empobrece, pues, intelectualmente, en el momento en que necesitaría más capacidades para progresar.

Duvalier y su régimen son impopulares entre esa clase media, entre algunos obreros y las gentes de las ciudades de provincia. Pero entre los campesinos, es popular. Duvalier se presenta como el hombre del pueblo, el médico que antes curaba a los pobres, deseoso de hacer cosas, de mejorar a todos. Y él mismo explica: «No puedo hacer nada. Los Estados Unidos no me lo permiten»… Sin embargo, uno no ve lo que podría hacer, puesto que Haití no es un pueblo que necesite una distribución de tierras o la nacionalización de industrias inexistentes. Haití necesita, ante todo, una administración honesta y competente, el fomento de las cooperativas agrícolas para contrarrestar los efectos del minifundio, y la educación –no sólo escolar, sino política– que estos dos objetivos exigen. Duvalier podría dar –o empezar a dar– esas dos cosas. Pero no lo hace: prefiere perderse en vaguedades y seguir en el poder.

¿Quién es el poder? Al lado de Duvalier, las dos figuras principales, más odiados del país, son los hermanos Blanchet: Jules, jefe del control económico, educado en Francia, donde fue miembro del Partido Comunista, y Paul, ministro de Información. Además, está Hervé Boyer, ministro de Hacienda, casado con una francesa militante en el Partido Comunista de Francia, que dirige un colegio en la capital. Lucien Daumec, cuñado de Duvalier y su secretario particular, ha manifestado muchas veces simpatías por Castro. Félix Just Constant, un ex pastor episcopal, dirigente antes del Partido Comunista, al que Moscú desautorizó por sus caprichosas teorías, y excelente propagandista, es consejero de Duvalier. Otras dos figuras, ajenas al aparato gubernamental, pero muy influyentes en él, son Roger Gaillard, profesor del Instituto de Estudios Superiores, casado con una rumana, y Edris Saint Armand, ambos miembros, antaño, del Partido Comunista de Francia y residentes por largo tiempo en Praga. Se dedican, sobre todo, a inyectar el «diamat» a los jóvenes estudiantes.

¿Quiere decir esto que Duvalier es comunista? Sospecho que no. Pero quiere decir que para perpetuarse en el poder, necesita organizadores y propagandistas. El movimiento comunista (más de individuos que de organización) le proporciona la gente que sabe actuar en esos terrenos.

Necesita también un partido. Duvalier –o sus consejeros– no perdieron el tiempo organizando uno. Aprovecharon una institución popular y despreciada, para que hiciera las veces de partido, dándole prestigio, respetabilidad y apoyo: el vudú.

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El vudú estaba vivo y combatido. La Iglesia católica lo condenaba. Sigue haciéndolo, pero con menos eficacia, porque ahora hay rituales vudúes en el Palacio presidencial y en los tres edificios blancos, modernos, que lo encuadran: el cuartel de la guardia presidencial, el cuartel de la policía y el ministerio del ejército. Duvalier, además, tiene a su «hougan» particular.

Los «hougans» disfrutan de influencia entre sus fieles. No hay barrio ni pueblo sin su centro de vudú, pintado de nuevo, con altares brillantes cubiertos de botellas, de una extraña mescolanza de imágenes católicas y de figuras animistas, y con la serie de botes de arcilla en los que los «hougans» guardan los espíritus que abandonan los cuerpos muertos…

El vudú –que en cuanto religión me parece tan lógica, coherente y respetable como otra cualquiera–, está en auge. Salvo la clase media y la burguesía, que tienen a menos participar en los ritos del vudú, la masa del pueblo acude a ellos, asiste a bailes, trances, ceremonias. Y los «hougans» no dejan de aprovechar esto para influir en el pueblo, hacer propaganda en favor de Duvalier, espiar, y si es preciso, para lanzar al pueblo contra los enemigos del dictador. Con presentar a Duvalier como un ferviente del vudú y decir que sus enemigos prohibirían el vudú, tienen el noventa por ciento de la propaganda hecha…

Ese partido, que no lo es, pero que sirve de tal, se extiende por toda la isla, disfruta del prestigio de la religión y escapa a los peligros de todo partido, puesto que no tiene jerarquías, sino sólo la autoridad del vuduísta mayor sobre los «hougans», a los que protege.

Naturalmente, esta utilización del vudú para fines de poder constituye un obstáculo considerable a la organización de verdaderos partidos (por lo demás, prohibidos de hecho) y a la educación política, así fuera esquemática, del pueblo.

Los «hougans» manejan al pueblo. Duvalier maneja a los «hougans». Un grupo de comunistas maneja a Duvalier…

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¿Por qué no toman abiertamente el poder?

En primer lugar, porque no podrían hacer nada con él. Económicamente, Haití no es viable, por ahora. Mejor es contentarse con aprovechar a Duvalier en las maniobras diplomáticas que convengan a Moscú, y ganar tiempo para fanatizar a las masas y a la juventud y crear un sentimiento antinorteamericano que antes no existía.

En segundo lugar, los comunistas no quieren el poder porque la situación actual es mucho más rentable para Duvalier. El día en que no lo fuera, Duvalier, que es quien maneja a los «hougans» y a los soldados, podría deshacerse de sus consejeros. Y éstos no tienen partido con el cual imponerse a Duvalier. Aunque ya lo comienzan a crear…

Duvalier cumplió cuatro de sus seis años de mandato, durante los cuales eliminó, según cálculos, a unos 3.000 partidarios de Fignolé, su peor adversario porque era el más reformista, unos 500 partidarios de Jumelle y unos 150 partidarios de Dejoie, otro de los candidatos que se le opusieron.

En abril de 1961, Duvalier reformó la constitución, sin seguir las normas fijadas por ésta, y se hizo «elegir» presidente por otros seis años, dos años antes de cumplir su término. A las ceremonias conmemorativas de esta «designación» no asistieron los embajadores de la mayoría de los países occidentales. Entre los ausentes, el embajador norteamericano.

Pero al lado de esta condena política, hay la ayuda económica. Washington se encuentra en una situación imposible. Ayudar a Haití es, indirectamente, ayudar a Duvalier; ayudar incluso a enriquecerlo y a enriquecer a su equipo. Suprimir la ayuda es sumir al pueblo, en unos meses, en el hambre (la miseria, ya la tiene) y las enfermedades y empezar un descenso económico inimaginable. Porque cuanto se hace (carreteras, escuelas, hospitales, becas, campañas contra el mal de pinto y el paludismo), se hace con la ayuda norteamericana. Donde ésta falta, no hay nada.

En el campo todo marcha por sí solo, porque vive en una economía cerrada. Pero en la ciudad lo único que funciona es el Fort Dimanche y los sótanos del palacio presidencial, donde se hallan las celdas en que se apalea y ejecuta…

Ochenta y cuatro millones de dólares, 70 consejeros técnicos de Estados Unidos y 20 millones de dólares y 30 asesores de las organizaciones internacionales –en menos de diez años– no han podido mejorar ni de «une gourde» el nivel de vida de los haitianos.

¿Resultados de esta ayuda? Una corta carretera, una presa pequeña, la casi completa erradicación del mal de pinto. Nada más, en un pueblo que lo necesita casi todo… Ni siquiera se han ampliado las alcantarillas, para evitar que en la época de lluvias las calles se inunden con las deyecciones de toda la ciudad.

Los estudiantes, después de tina huelga de cuatro meses, se hallan abatidos. La Iglesia, aunque excomulgó al dictador, no logra evitar que éste expulse a curas y obispos. Los profesionales –tan indispensables en el país– se contratan con las Naciones Unidas para ir al Congo.

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El país necesita, pues, política. Organizaciones políticas que capaciten al pueblo y que den un programa a la opinión pública. Necesita, claro está, libertad. Y necesita honradez administrativa, imposible si no hay libertad para denunciar las inmoralidades.

El pueblo –acogedor, alegre, franco, duro en el trabajo y cordial en la holganza– merece algo mucho mejor que Duvalier, sus tonton macute y sus consejeros comunistas. El problema está en saber si los haitianos que lo comprenden así encontrarán la manera de dárselo, y en hallar la manera de ayudarles.