Diálogos
José Antonio Balbontín
Los Estados Unidos, Cuba y la U.R.S.S.
Señor Director:
¿Se me permite apuntar algunas observaciones sobre el artículo: «Los Estados Unidos, Cuba y la U.R.S.S.», de Richard Lowenthal, publicado en el número 68 de Cuadernos?
Como republicano español de izquierda, que aún no ha perdido su ideal pese a todos nuestros quebrantos, estoy especialmente interesado en el mantenimiento de la paz internacional, condición indispensable, no ya para el resurgimiento de España, sino para su más elemental supervivencia. Esto es lo que me mueve a lamentar el mal disimulado regocijo que rezuma todo el artículo del Sr. Lowenthal ante el fracaso de la política pacifista de Kruschef.
No hay duda de que Kruschef quiere la paz. Si quisiera la guerra, la habría desatado en octubre de 1962, con motivo del bloqueo de Cuba por los Estados Unidos. No creo que Rusia pueda encontrar otra ocasión más propicia para demostrar la eficacia de sus misiles, con el aplauso de una gran parte del mundo no comprometido. Kruschef, con todos sus defectos (¿quién no los tiene?), ama la paz sobre todas las cosas (más que la revolución mundial, desde luego), y esto es, precisamente, lo que le reprochan los comunistas chinos y los «dogmáticos» de la propia Rusia.
También en Rusia hay «dogmáticos» que se oponen a los «revisionistas», aunque el Sr. Lowenthal parezca ignorarlo. En todos los países del mundo hay «dogmáticos» y «revisionistas» en perpetua discordia. Todo organismo social un poco vivo es una lucha perenne entre los «dogmáticos» (partidarios de la tradición) y los «revisionistas» (deseosos de un cambio). Los «dogmáticos» rusos están callados ahora (como estaba callado Kruschef en los tiempos de Stalin); pero, si la política pacifista de Kruschef fracasara de un modo total y definitivo, lo que ocurriría, probablemente, sería que los «dogmáticos» rusos se adueñarían del poder soviético y nos llevarían de cabeza a la guerra atómica. Esto sería un desastre para todo el mundo, pero especialmente para el capitalismo, porque, si no pereciese toda la humanidad en la guerra atómica y quedaran unos pocos hombres vivos, éstos no tendrían otra salida económica que la de socializar los escasos bienes supervivientes. El capitalismo es, en realidad, un lujo económico, que una humanidad mísera y mutilada no podría permitirse. No encuentro, por tanto, que pueda tener nada de regocijante, para un occidental, el fracaso de la política pacifista de Kruschef.
Más deplorable me parece aún la tendencia del Sr. Lowenthal a estimular al Presidente Kennedy para que endurezca todavía más su firmeza frente al comunismo. ¿De verdad cree el Sr. Lowenthal que el Presidente Kennedy necesita estímulos en este campo? Hemos visto a Kennedy surgir de la crisis cubana con su penacho nuclear más erguido que nunca, y enteramente decidido a flagelar sin contemplaciones, no sólo a sus enemigos comunistas, sino también a sus aliados burgueses, a los que está tratando ahora como si fuesen «pajes de armas», obligados a obedecer sin rechistar. La recrudecida impetuosidad del Presidente Kennedy, en su avance hacia la «nueva frontera», me parece a mí extraordinariamente peligrosa para todo el mundo, y especialmente para el mundo occidental. Lo más grave que le podría ocurrir a la humanidad en este momento sería que el Presidente Kennedy, arrebatado por su entusiasmo juvenil, llegase a pensar que había descubierto, en el ultimátum nuclear, la fórmula mágica, el «sésamo ábrete», capaz de resolver instantáneamente todos los problemas internacionales pendientes.
Por mi parte, estoy convencido de que el ultimátum nuclear no podrá ser aplicado por Kennedy otra vez, sin provocar la guerra atómica porque ni Kruschef podría soportar un segundo latigazo norteamericano de esta índole, ni el pueblo ruso se lo consentiría. Sostiene con acierto Raymond Aron, en su libro Paix et Guerre entre les Nations, que los occidentales debemos sobrellevar la coexistencia con el bloque comunista, siempre que éste no ataque directamente a nuestra dignidad. En el mismo caso se encuentran los rusos, naturalmente, pues son hombres como nosotros. El sentimiento de la dignidad no es un privilegio del Occidente ni del Oriente: es un atributo del ser humano. Lo que hay que hacer, por tanto, en este momento, es evitar a toda costa que el pueblo ruso se sienta tan herido en su dignidad nacional, que no tenga más remedio que elegir la guerra atómica como mal menor. En este sentido me parece imprudente dar demasiadas alas al Presidente Kennedy en su nueva «cruzada» anticomunista. (Le tengo pavor a esa palabra, tan desacreditada en España.)
Frente a la tendencia manifestada en el artículo del Sr. Lowenthal, yo creo que la única política racional que seguir en este instante (el más crítico de la historia de la humanidad) es la siguiente: frenar a Kennedy para que no se descarríe, y estimular a Kruschef para que no se desaliente. No veo que haya otro camino hacia la paz.
Londres, enero de 1963.
*
Puesto que José Antonio Balbontín se dirige a mí, en mi calidad de director de Cuadernos hasta el número en que apareció el artículo incriminado, me permitiré hacerle una crítica a su crítica.
Según él, Kruschef es un pacifista y quiere la paz sin lugar a dudas; por el contrario, es Kennedy quien la pone en peligro. Es ésta una manera demasiado simplista –y convencional– de plantear el problema. Lenin decía que «los hechos son muy tozudos» y que «una política debe juzgarse por los resultados». Si lo que quería Kruschef era salvar la paz, ¿por qué diablos colocó al mundo a dos dedos de la guerra convirtiendo a Cuba en un satélite atómico? Me inclino a creer que Kruschef, ex colaborador y émulo de Stalin no obstante la destalinización, calculó que Kennedy se limitaría a una enérgica protesta ante el Consejo de Seguridad, con lo que perdería la faz ante el mundo, o abriría con él la negociación Cuba-Berlín. (Berlín es, en efecto, su gran preocupación en estos momentos.) De todos modos esperaba salir ganancioso de la experiencia. Lo que no pareció prever fue la reacción de Washington: el bloqueo a las armas ofensivas soviéticas. Es evidente que para romper este bloqueo hubiera tenido que mandar toda su marina de guerra a semejante distancia de la U.R.S.S., exponiéndose por añadidura a provocar un conflicto mundial. Prefirió capitular en las peores condiciones: sin contar para nada con Fidel Castro, negociando a espaldas suyas con Washington y desenmascarando su pretendida independencia ante el pueblo cubano y ante la opinión mundial. Y el resultado ha sido éste: que por vez primera se ha hecho la unidad continental americana contra el comunismo, mientras que han estallado las contradicciones y la desunión en el mundo comunista. ¿Cabe lamentar este resultado? No lo creo. Nunca ha hablado tanto Kruschef de coexistencia, ha dado por vez primera un paso positivo hacia la aceptación del control nuclear y, aun cuando ha exaltado en Berlín mismo e incluso visitado el muro de la iniquidad, que mantiene en secuestro a dieciocho millones de alemanes, es lo cierto que se ha abstenido de proferir nuevas amenazas. Yo no diré que Kruschef quiera la locura de la guerra –en realidad no la quiere ningún pueblo ni ningún estadista–; sin embargo, creo que su pacifismo nace de la nueva relación de fuerzas internacionales, desfavorable hoy al campo comunista en todos los órdenes. Por lo demás, empezaré a creer en él, con la confianza revisionista que parece animar a Balbontín, el día en que renuncie a la dictadura totalitaria del partido único, el día en que permita la autodeterminación o descolonización de sus pueblos oprimidos y, en fin, el día en que renuncie a los planes de dominación mundial por el comunismo.
Sobre las otras afirmaciones de la carta de Balbontín, me limito a dejarle la entera responsabilidad.
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