Charles O. Porter
El Caso Galíndez
En mayo último prometí a Germán Arciniegas escribir un artículo para Cuadernos, después de poner al día los resultados de mis investigaciones relativas al asesinato de Jesús Galíndez y Gerald Lester Murphy. Era una oportunidad que me satisfacía mucho. Mi retraso se debía, por lo menos en parte, a la esperanza que abrigaba de dilucidar el misterio, pero aún no hemos conseguido conocer los hechos que marcaron los últimos días de la existencia de Galíndez, ni hemos averiguado quiénes han sido realmente los que le mataron.
En diversas ocasiones los Departamentos de Estado y de Justicia de los Estados Unidos y hasta algunos altos funcionarios, como el director del F.B.I., J. Edgar Hoover, me han asegurado que en dicho país se continúan las pesquisas. El senador Wayne Morse me secunda en estos trabajos, desde que convinimos en diciembre de 1956 que yo me encargaría sobre todo de ayudar a los padres de Jerry Murphy, para poner en claro los hechos referentes a su hijo.
Tengo el propósito de no cejar en mis esfuerzos, mientras no logre descubrir y llevar ante el tribunal correspondiente a las personas implicadas en el asunto.
Por supuesto, es indudable que Trujillo fue responsable de los asesinatos de Galíndez y Murphy. Estoy seguro de conocer exactamente todo lo que concierne a este último. Sólo queda por averiguar la suerte que corrió Galíndez después de su llegada a la República Dominicana y, sobre todo, saber cómo murió, quién fue su verdadero asesino y dónde transportaron su cadáver.
Cuando Manuel de Moya era embajador de Trujillo en los Estados Unidos, me invitó personalmente a visitar la República Dominicana. La hospitalidad de que fui objeto era hipócrita y taimada, es decir, que se me prodigaron los mismos halagos de que se había rodeado, casi una generación antes, al diputado por Nueva York Hamilton Fish, que empezó criticando a Trujillo y regresó haciendo los mayores elogios de «El Benefactor». En esta misma época, el embajador Sr. de Maya me había dicho que, en Washington, no necesitaba yo llevar siempre una pistola para defenderme; pero añadió que tal vez los comunistas tratasen de atacarme, para echar la culpa a Trujillo. Le recordé que la policía de Washington me había aconsejado ir siempre provisto de un arma para defenderme contra cualquier agresor dominicano.
Cuando el Presidente Juan Bosch me honró, invitándome personalmente para que asistiese al acto de su investidura, en marzo de 1963, a mi llegada expresé a los periódicos de Santo Domingo el deseo de hablar con alguien que pudiera informarme acerca de lo sucedido a Murphy y Galíndez. Yo había creído siempre que una vez desaparecido el régimen de terror, los testigos podrían darse a conocer y contribuir a esclarecer el misterio que envolvía los crímenes que Trujillo había cometido contra dichos hombres, permitiendo así que los culpables fueran detenidos y juzgados como merecían.
Un testigo presencial tuvo el valor de presentarse. Un eminente abogado de Nueva York, Henry F. Dressel, y yo le interrogamos largamente. Actuó de intérprete una linda muchacha, hija de un juez dominicano, a la que había contratado la embajada de los Estados Unidos para colaborar en los preparativos del acto de investidura. Esa joven tuvo un movimiento de sobresalto al oír ciertas manifestaciones de nuestro testigo, cuyo nombre no revelaré aquí para no comprometerle, pero el gobierno norteamericano lo conoce muy bien. El servicio central de Información Secreta ha enviado ya a varios funcionarios para interrogarle. En marzo de 1964, a mi regreso de Venezuela, donde asistí a la toma de posesión del nuevo Presidente, me detuve también en Santo Domingo y hablé con él largo y tendido, en presencia de un alto funcionario de la embajada de los Estados Unidos.
Nos contó que en 1956, siendo teniente del ejército dominicano, le habían destacado para montar la guardia en la cárcel donde se hallaba preso Jerry Murphy. Otra de las personas que estaban detenidas entonces era Gloria Zifra, la «enfermera» que viajaba en el aeroplano en que Murphy transportó a Galíndez de Nueva York a Santo Domingo. Nuestro informante la conocía desde hacía muchos años, por ser ambos nativos de la misma ciudad dominicana.
Ni Murphy ni Gloria sabían que participaban en el rapto de Galíndez, pues estaban convencidos de que se les había encargado de acompañar a un hombre enfermo e inconsciente que regresaba a la República Dominicana. Gloria había oído hablar de Galíndez, lo mismo que Murphy. Fue detenida cuando se disponía a abandonar el país. Nuestro informante habló extensamente con ella en la cárcel, pero no con Murphy.
Gloria Zifra fue liberada a los pocos días, y aquella misma noche apareció muerta al volante de un automóvil accidentado. Las autoridades organizaron rápidamente su entierro en un cementerio próximo al lugar del «accidente». Según nuestro informante, Gloria no sabía conducir y no era verosímil que hubiese intentado aprender en aquel momento.
Este mismo hombre estuvo en la cárcel en la noche del 5 de diciembre de 1956, poco después de haber sido detenido Murphy en el palacio de Trujillo, adonde había ido para solicitar la autorización de salir del país. El testigo dijo que uno de los cuatro hombres (dos cabos del ejército y dos policías), cuyos nombres conoce, golpeó a Murphy en la cara. Y a continuación dos de ellos le estrangularon con una cuerda. Los otros pusieron su cadáver en un saco, lo echaron en un «jeep» y lo condujeron al cementerio, dejándolo junto a la puerta.
Henry Dressel y yo visitamos dicho cementerio. Los guardianes nos mostraron sus libros y dijeron que acostumbraban a enterrar a un cadáver no identificado en una sepultura en que ya había otro muerto. Por los datos recogidos, dedujimos que los restos de Murphy habían sido depositados en una o dos sepulturas, o en un gran depósito de cemento donde se echaban los restos que se exhumaban después de haber permanecido cinco años en una tumba.
Debido a la escasez de tierra, todas las sepulturas de dicho cementerio, destinado a los pobres e indigentes, se abrían cada cinco años. Los restos de Jerry, y en particular su dentadura, podrían reconocerse fácilmente. No obstante, a pesar de haber dirigido numerosas demandas apremiantes, primero a Juan Bosch (que me nombró cónsul honorario), después a Donald Reid Cabral y a las autoridades norteamericanas, nunca he podido llevar a efecto las indagaciones, aun cuando tampoco se me ha respondido negativamente.
Nuestro informante me pareció digno de crédito. Su relato venía a corroborar muchos detalles importantes. Henry Dressel, que era un abogado muy experto acostumbrado a pleitear, y yo, abogado también y político, somos extraordinariamente escépticos. Pero las declaraciones del testigo, así como su actitud, sus motivaciones y su preocupación por su seguridad personal y la manera inteligente de juzgar los hechos y de buscar soluciones nos impresionaron.
«Yo daré los nombres de esas cuatro personas –me dijo–, a usted y al ministro de Justicia del gobierno de Bosch.» En aquel momento Bosch acababa de formar el gabinete, y durante ese viaje no tuve ocasión de hablar con el ministro de Justicia. Además, nuestro testigo necesitaba protección y buscaba la posibilidad de refugiarse en los Estados Unidos. Temía ser objeto de represalias por parte de los cómplices de los culpables que, por supuesto, ocupaban altos cargos militares.
A mi entender, las pruebas del asesinato de Murphy no eran importantes porque permitían conocer los detalles de su muerte, sino porque hubieran impresionado a muchas personas menos enteradas que yo de las circunstancias del crimen. Y además hubieran permitido que, por lo menos, los padres de Murphy tuvieran la seguridad de que su hijo había muerto. Si hubiera sido necesario recordar estos hechos, su presencia cada domingo en la iglesia de Eugene, en Oregón, me los hubiera traído a la memoria.
En cuanto a Jesús de Galíndez, nuestro testigo dijo que no le había conocido personalmente, pero que podría ayudarnos a encontrar a dos personas, ninguna de las cuales tenía cargo oficial. Una de ellas se hallaba presente cuando Trujillo encontró a Galíndez en La Fundación y conoce las circunstancias en que fue asesinado; y la otra acompañó su cadáver, que encerrado en un ataúd especial fue cargado en un barco y sumergido en las profundidades del océano.
Lo desagradable en este caso era que, tanto en marzo de 1963 como un año después, los dirigentes de la República Dominicana, aun cuando en las categorías superiores de la Administración se mostrasen comprensivos y dispuestos a ayudarnos, no podían arriesgarse a suscitar la peligrosa animosidad de los jefes militares, iniciando seriamente las pesquisas. ¿Será distinto ahora, con otro gobierno cualquiera? En mi opinión esto dependerá de que sean repuestos o no los jefes superiores militares. Muchos de ellos eran uña y carne del régimen de Trujillo y habían participado en muchos de sus crímenes.
En el curso de mi primera visita traté de ver a la esposa de Octavio de la Maza, el piloto de las líneas aéreas dominicanas designado por Trujillo para cargar con la responsabilidad del asesinato de Murphy. Esta señora me presentó al Dr. Antonio Rosario, casado con una hermana de Octavio. Entonces era ministro del Trabajo en el gobierno interino y actualmente es embajador en los Estados Unidos –de hecho, en todo caso–, nombrado por los constitucionalistas. El Dr. Rosario, hombre inteligente y cabal, actuaba de presidente del Partido Revolucionario Social Cristiano, el único que apoyaba el régimen de Juan Bosch y que se hallaba en franca oposición con la junta que le sucedió. Me condujo a Moca, la ciudad natal de la célebre familia de la Maza, que había perdido a cinco hermanos en la lucha contra Trujillo.
Uno de estos hermanos, Antonio, se convirtió en el enemigo jurado, pero secreto, de Trujillo, porque éste había hecho morir a Octavio bajo la tortura, acusándole de haber asesinado a Murphy. Y por si esto fuera poco, había mandado el cadáver a Moca, donde sus amigos y parientes pudieron ver las huellas de los terribles tratos a que estuvo sometido. Más tarde se exhumó su cuerpo para poder efectuar otras mutilaciones, consistentes en el desprendimiento de todos los tejidos con una navaja de afeitar. El autor de estas mutilaciones fue nombrado poco después, sin duda en reconocimiento de los servicios prestados, ministro de Salud Pública. Trujillo mandó hacer esta operación en dicha época, por temor de que mis tenaces esfuerzos obligaran a desenterrar el cadáver y proceder a la autopsia, y él no quería que unos ojos no intimidados pudieran ver el estado en que se hallaba el cuerpo de Octavio.
Podría decirse que Galíndez acabó matando a Trujillo y que tardó algo más de cinco años en realizarlo. Pero Antonio de la Maza, como se supo después, fue el primer instigador y uno de los cinco que participaron efectivamente en el asesinato de Trujillo.
Yo sigo deseando que en la República Dominicana se lleven a cabo algún día las investigaciones necesarias acerca de los casos de Galíndez y de Murphy. Aparecerán nuevos testigos, se comprobarán sus declaraciones y entonces se tendrán pruebas positivas que podrán compararse con los indicios que tenemos ahora.
Para las personas que han leído los datos reunidos en la revista Life, en el Congressional Record y en el sumario del Tribunal Federal, en el curso del proceso entablado contra el agente trujillista John Frank, no puede haber la menor duda de que Trujillo era culpable de estos asesinatos, así como de otros miles. Las pruebas son abrumadoras y para hacer justicia es indispensable preparar los sumarios. Y si continúan vivos algunos cómplices –y yo creo que sí los hay–, habrán de ser juzgados para que, una vez reconocida su culpabilidad, se les condene como merecen.
Cuando un tribunal de Nueva York declaró, en 1963, que Jesús de Galíndez estaba legalmente muerto, un fiscal territorial dijo que las investigaciones realizadas confirmaban la creencia de que el Dr. Galíndez había sido asesinado en la República Dominicana por un agente del régimen de Trujillo. Es indudable que esta opinión es, desde hace tiempo, la de los funcionarios de los Departamentos de Estado y de Justicia norteamericanos.
Los expedientes oficiales de los Estados Unidos contienen, en triple ejemplar, estos voluminosos informes. Lo que hace falta ahora es que se constituya un gobierno dominicano con poder y voluntad suficientes para detener y juzgar a las personas que se consideran culpables. La era de Trujillo, como tituló Jesús de Galíndez su célebre tesis doctoral, no se habrá terminado hasta que sus cómplices militares no hayan sido destituidos de sus altos cargos y se les obligue a responder de sus crímenes infamantes ante un tribunal de Justicia.
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El artículo sobre «El caso Galíndez», que nos ha escrito el diputado norteamericano Charles O. Porter, la persona que más de cerca y con mayor devoción siguió el caso del profesor de la Columbia, Jesús de Galíndez, misteriosamente asesinado por la gente de Trujillo. Porter, gran demócrata que escribió libros tan sobresalientes como Struggle for Democracy in Latin America, ha llegado a completar el cuadro del crimen y de los crímenes llevados a cabo a lo largo del caso Galíndez, que le da materia para un gran libro.
Poema
Ángeles de breve crepúsculo
machacan la tierra
en que bailas
negra vid
tu risa no hiere
la abierta flor de la noche
a tu ciega ventana ceñida
la muerte danza
su hijo
cómo aman las estrellas
tu baba.
Tus muertos
tienen la vida
de los muertos.
Maw Holzr
(Traducción de R. Gutiérrez Girardot)
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Para esta penúltima edición de Cuadernos habíamos proyectado, de acuerdo con nuestro corresponsal en Alemania, el doctor Rafael Gutiérrez Girardot, una presentación especial de la Nueva Alemania en relación con América Latina. Por desgracia, la mayor parte del material o nos llegó tarde o no nos llegó, y para salvar esta falla en lo que tratábamos de hacer desde meses, recogeremos lo que pueda caber en el número 100, último de Cuadernos. Hoy sólo damos […] así como un poema de un joven poeta traducido por Gutiérrez Girardot.