Tipos y paisajes
Ha sido el indio…
Un magnífico sargento de artillería venía en el tren: alto, fornido, fuerte, corpulento.
Las botas lustrosas, el sable brillante, la cartuchera y sus correas limpitas, el uniforme bien cepillado, el kepí, con su galón de oro, elegantemente colocado en la cabeza, todo hacía de él un modelo de aseo y de corrección militar.
Llamaba la atención, no sólo su porte marcial, sino también el aspecto serio de sus facciones, algo morenas, pero bastante finas, a pesar de los pómulos un poco salientes, y en las cuales se podía leer el orgullo de ser lo que era.
«¡Lindo hombre! Dije a mi compañero; hermoso soldado!»
–«Ha sido indio…,» me contestó.
Esta simple palabra, evocadora de toda una era pasada y casi olvidada, de malones, de alaridos, de lanzazos, de peleas, de matanzas, de glorias y de miserias, me hizo acordar que a muchos otros había conocido yo, que también habían sido indios, y durante un rato repasé en mi memoria a todos ellos.
Después de la gran ráfaga que de 1875 a 1877, con Alsina primero y Roca después, acabó de barrer al salvaje de la Pampa, millares de indios, de toda edad y de todo sexo, quedaron dispersos.
Unos, en tribus enteras, se sometieron, siendo pasados por el hisopo y bautizados al por mayor; otros se resistieron, bravos hasta la muerte y fueron pasados por las armas, peleando, quedando la chusma en poder del vencedor.
A ciertas tribus el gobierno regala tierras en propiedad, para que dejasen de ser los nómadas de antes y empezaran a civilizarse por el trabajo. Muchos indios adultos fueron incorporados al ejército, a la escuadra, cambiando la lanza por el rémington, el caballo por las vergas del palo mayor.
Muchísimos niños indios, en fin, fueron entregados a las familias que los pidieron, quedando en ellas como sirvientes. Suertes diferentes han sacado éstos en la lotería del destino.
Una hija de cacique, adoptada por sus amos, educada y dotada por ellos, admirablemente instruida, sedujo por su gracia exótica a un gentil hombre de la alta sociedad europea, que la hizo condesa; y algunos, allá, seguramente, no dejarán de cuchichear: «Ha sido india».
Otro conocí a quien nunca le pudieron quitar la mala costumbre de robar a su amo toda la plata que podía encontrar en la casa. Tuvieron que renunciar a educarlo y lo devolvieron al ejército. Indio había sido; indio había quedado.
Cierta tribu, colocada en tierras que le ha dado el gobierno, cerca de un pueblo bastante adelantado de la provincia de Buenos Aires, ha conservado muchas de sus antiguas costumbres: la carne de yegua, por ejemplo, y particularmente de yegua ajena, es todavía, para muchos de ellos, la comida de su predilección.
Poco les gusta el trabajo, y, bajo este concepto, pocos progresos puede la agricultura esperar de ellos. Hay, asimismo, unas pocas excepciones que prueban la facultad de asimilación que posee esa gente, cuando está bien dirigida, y existen allí familias seguramente tan civilizadas como muchas de las que nos llegan de ciertas partes de Europa.
De éstas salen una cantidad de jóvenes colocados como empleados en las diversas reparticiones administrativas locales, donde llenan sus puestos con la misma competencia y la misma honradez matizada de lucrativa viveza que cualquier cristiano de origen. Y también se ocupan de política, enrolados todos en un mismo partido, al éxito del cual contribuirán irresistiblemente, peleadores como son, por atavismo, mientras las elecciones se hagan a tiros y a tajos.
También entre ellos hay algunos que han nacido, viven y vivirán indios, sin compostura: sanguinarios, traidores, ladrones, viciosos, incapaces de cualquier trabajo y que sólo respetan la fuerza bruta. Estos, poco a poco, van desapareciendo, por la ley natural de la lucha por la vida; ebrios, se matan unos a otros con la mayor desenvoltura, y los reglamentos de la esgrima tienen poco valor para estos salvajes. He visto a uno degollar sin la mayor vacilación a un pobre santiagueño que, peleando y reculando, había caído de repente en una barrica vacía enterrada a ras del suelo, detrás de él.
Otros hay que no conocen del idioma nacional más que una palabra: «¡Caña!»
Todos están, en terreno indiviso, con los mismos derechos los que viven de robo como los que se dedican a cultivar la tierra y criar hacienda; para el progreso de las localidades donde se encuentran, sería mejor repartirles la tierra, dando a cada individuo o familia su título de propiedad, pues así pronto venderían su lote los haraganes a los que trabajan, yéndose del pago, a vagar a otra parte y a desaparecer, el elemento indigno de ser otra cosa que indio.