Con el hermoso ensayo que va a leerse, y que es obra de uno de los más sólidos ingenios de la nueva intelectualidad cubana, continuamos la galería de ensayos de los pensadores jóvenes de Hispanoamérica, que iniciamos en nuestro pasado número con la voz ya magistral del escritor dominicano Pedro Henríquez Ureña. En esta galería tendrán cabida todos los ensayistas de nuestra América Latina que, siguiendo «el camino de Paros» que abriera el maestro uruguayo, guían a las actuales generaciones hacia la moderna Acrópolis en la que se sintetizan en uno sólo los cultos del Bien, de la Belleza y de la Verdad. La pléyade antillana, que tan maduros frutos espirituales está ofreciendo a nuestro Continente, inaugura esta sección.
El Espectador
Se prolongan vanas discusiones en el agora, y vidas enteras se pierden agotadas en perennes propósitos. Todo lo consume la plaza pública: el divino tesoro de la juventud y el privilegio inmarcesible del pensamiento. Se anquilosa el mundo bajo el imperio de la política: –lo útil como lo verdadero, luego la mentira. Y del utilitarismo como pensamiento surge una llamada filosofía de lo práctico –el pragmatismo– que sólo con William James puede aparecer dignificada. El pensamiento «queda reducido a la operación de buscar buenos medios para los fines, sin preocuparse de éstos.»
Espíritus voluntariosos van a la soledad en busca de refugio: posible será que con la paz del espíritu les llegue la sabiduría. Así El Espectador fuese a la soledad, y la soledad sensibilizó [411] prodigiosamente su alma joven, colmándola de innumerables inquietudes. Y allí elevó su promontorio de visionario, sobre los campos de la política. Promontorio expuesto a todos los vientos, a los grandes vientos del cosmos, –y no torre de marfil– de donde se contemple ampliamente el espectáculo de la vida, tal como desde allí pueda aparecer. Del gran Todo parten innumerables vertientes que van a coincidir en la conciencia de cada ser. Cada cual tendrá una visión distinta y particular de la vida, según la vertiente que en él se refracte; y una suma de todos los aspectos individuales, podría considerarse como una interpretación de la Unidad. Afanarse en precisar cuál sea para nosotros la sombra mística que los seres y las cosas proyectan sobre el mundo, sobre nuestro mundo, y proponer interpretaciones, es acercarse a la Verdad.
El Espectador conoce cuántas interpretaciones han dado los hombres al eterno enigma: ha empapado su espíritu en la filosofía griega, «fuente de fortaleza, porque le nutre con el vigor puro de su esencia prístina y aviva en él la luz flamígera de la inquietud intelectual»{1}. Confiesa haber vivido varios años bajo el influjo de Platón, maestro de la ciencia de mirar. Y de Platón ha extraído, naturalmente, un misticismo desbordante que cruza por sus meditaciones, creándolas, como soplo vivificador. Misticismo es clara visión espiritual de las cosas y de los seres, insinúa un supremo crítico de América, Manuel Díaz Rodríguez, en su «Camino de Perfección.»
Y en sus primeros tiempos, según el propio Ortega y Gasset nos dice, los libros de Renán hubieron de calmarle ciertos dolores metafísicos que acometen a los corazones mozos sensibilizados por la soledad. Esta influencia de Renán es sensible, y en sus primeros ensayos se asemeja a aquel gran espíritu, semejante a Platón, según el juicio de Brunetiere. No se trata de filosofías sistemáticas –los tiempos de los sistemas han pasado ya– sino de de aisladas meditaciones, ya sobre temas de alto rumbo, ya sobre motivos humildes. Todas, sin embargo, están unidas por un lazo de amor.
El Espectador no se contenta con mirar, en el sentido platónico, –que es ya sobrepasar nuestra limitación. Mira, y cuanto ve se filtra y depura por un caudal de conocimientos anteriores, para al fin esplender en amorosa meditación. La forma tangible de esa meditación, es lo que piadosamente nos ofrece. [412]
El Monasterio del Escorial
Todo espectador supone un espectáculo y un punto de contemplación. (Aunque la vida no es un espectáculo, sólo como tal puede presentársenos, puesto que surge el modo espectacular de vivir, al ponerse el sujeto en relación directa con las cosas). Una inteligencia perfecta sabrá buscar su sitio en el universo, su único sitio insustituible, hacia el cual convergerán todas las perspectivas circundantes. Presumimos que gran número de fracasos se han originado en la falta de la única y propia situación. (La historia de muchos fracasos sería la historia de una máquina descentrada.) El hombre que se sitúa allí donde es más propio su ritmo cordial, y en todo lo circundante encuentra como un complemento a sus ansias –-y hasta un contraste inevitable– puede creer que ha descubierto en el espacio su piedra angular. Su palabra nos llegará siempre como retumbando desde aquella colina ideal, hasta introducirse o rebotar en nuestro corazón. Es interesante observar cómo la mayor parte de los hombres representativos se nos aparecen siempre en una particular actitud, con la cual, esparciendo su mirada, han sorprendido el chorro raudo de la vida. Sócrates (a través de Platón) nos aparece como que cazara sus pensamientos a la sombra de los plátanos de Atenas, orillas del Illiso; Kant meditó su sistema a lo largo de la avenida de Koenisberg, bajo los altos tilos; Beethoven arrancó a la naturaleza, con amor entrañable, el secreto de su desbordante alegría en el dolor (Durch Leiden Freude). Nos será frecuente, al pensar en ellos, representárnoslos como si estuvieran en aquella actitud preferida.
El Espectador ha situado su centro cosmológico en el monasterio de El Escorial. Algún día se dirá cuánto haya influido en su serenidad el contacto con la austera maravilla, que por su sola severidad y leyenda ha de conducir a la meditación. Nosotros no tenemos de tal monasterio sino confusas «menciones», referencias a él. Sólo sabemos algo, que el mismo Espectador nos dice, ya sobre el manto de espesura tendido a las plantas del edificio, modificando su carácter en sucesivas estaciones con el vario matiz del follaje, ya a propósito del curvo brazo ciclópeo que extiende hacia Madrid la sierra del Guadarrama, y que del Escorial se mira.
Sucederá, y será lo frecuente, que El Espectador fije muchas de sus meditaciones lejos del vetusto monasterio; pero ello [413] no importa: todos sus pensamientos participarán de la grandiosa austeridad de El Escorial, rigoroso imperio de la piedra y la geometría, en que nos dice haber asentado su alma.
La imitación de las cosas
Las cosas suponen un orden preestablecido, colocado por encima de nosotros, y al que nos es fatal someternos, cuando menos, e interpretarlo, cuando queremos vivir la vida con toda plenitud. Adentrarnos en las cosas, trabar intimidad con ellas, equivale a hallar en su tercera dimensión –dimensión de profundidad– insospechadas perspectivas que ampliarán infinitamente nuestro mundo de realidades. Las cosas son como intermediarias entre nuestro espíritu y la vida; y para quien no sepa hallar en ellas su oculto sentido, no será comprensible el sentimiento trágico de la existencia. «Por los ojos te salvarás,» ha dicho Alfonso Reyes; y ya Goethe había expresado: «El órgano con que yo he comprendido el mundo es el ojo.» Pleno sentido de la vida, discernimiento, disciplina…, los más preciosos dones no hallados frecuentemente, nos llegarán de nuestro trato amoroso y comprensivo con lo que llamamos inanimado. Y hasta posible será que, después de mucho andar, lleguemos, a través de las cosas. «Abracémosnos a las hermanas cosas, nuestras maestras: ellas son las virtuosas, las verdaderas, las eternas,» dice Ortega y Gasset en el cristiano lenguaje de Francisco de Asís. Abracémoslas, abrámosles nuestro corazón, que ellas, en cambio, nos prodigarán tesoros de emociones. Sólo a través del amor, con nuestro «ser» propio y no con la mente, es que las hacemos «prójimos»{2}, es que nace el vínculo fraternal. En vano nos allegaremos a las cosas si no vamos alentados por el afán de comprender, porque sólo ante el amor ellas dejarán de ser herméticas.
Laten mil corazones en el viento (¿corazones de las cosas?) y el tosco oído ni aun percibe su rumor. Mas ello nada prueba. Llega un Rodembach o un Francis Jammes, y a través del amor, interpreta las misteriosas palpitaciones del silencio, del estanque dormido, y aun la vocecita algo cascada del viejo aparador familiar. [414]
Recuerda Ortega y Gasset la luz de Rembrandt, aquella atmósfera lumínica e irradiante en que aparecen envueltos los más humildes objetos, como si el artista hubiera querido santificarlos con la aureola de la plenitud. Esto que con su luz hacía el autor de la «Ronda Nocturna», hagámoslo nosotros con nuestro amor, derramándolo sobre las cosas circundantes, que ellas resplandecerán con el más prístino brillo, mostrándosenos en todo su posible sentido.
Amor intellectualis
Hubo un tiempo en que vivieron hombres consagrados al más puro desinterés y al más acendrado amor intelectual. Ellos sabían despertar las inteligencias, llevándolas a la serena cumbre de la especulación, tal como Leibnitz hizo. Era el mundo menos utilitario, y los hombres concedían más importancia a la vida espiritual.
Mucho se ha perdido de entonces acá: el lazo de amor que atraía las inteligencias es difícil hallarlo en nuestro tiempo, en que no existen sino esfuerzos individuales y aislados. Faltan los hombres de buena voluntad, y cuando aparece uno, vemos con asombro cómo es aún posible resucitar el clásico amor especulativo. Si nos trae una doctrina de amor, él podrá cosecharnos aquella secreta abundancia de la verdad, de que Nietzsche hablaba, y muchos seguirán su ejemplo, brotando como un fresco oasis intelectual en la aridez de la arena.
En torno a ese hombre surgirán otros espíritus contemplativos, contagiados de su amor, que afanosamente buscarán también su verdad. Y ved cómo irá levantándose, por la virtud de un espíritu selecto, un claro templo de amor en que, integrándose con todas las verdades singulares, podrá surgir al fin un aspecto de la verdad única.
No otro que José Ortega y Gasset pudiera ser este hombre para los españoles, aparecido en un instante de ansiedad, en que los espíritus necesitaban orientación. El ha traído esa doctrina de amor de que tanto menester había, y la ha ofrecido piadosamente a la juventud, presentándole el espectáculo de un hombre agitado por el vivo afán de comprender. Es esta la actividad de amor que él quiere contagiar a los demás: el «afán de comprensión»; y en torno suyo han surgido discípulos, y ha cundido [415] su ejemplo. En la «Residencia de Estudiantes» se condensa el esfuerzo común: la excelente lectura de Federico de Onís{3}, las tres conferencias de Luis de Zulueta{4}, y otros trabajos, son luminosos destellos, que delatan a Eos, la de los dedos sonrosados.
El nombre de Ortega y Gasset está bien ligado a este serio y fecundo movimiento. No encontramos para él nada mejor que esta cita de Platón: «El espíritu que mejor ha percibido las esencias y la verdad, deberá formar un hombre que se consagre a la sabiduría, a la belleza, a las Musas y al amor.»
Félix C. Lizaso.
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{1} Pedro Henríquez, «La Cultura de las Humanidades.»
{2} Unamuno.
{3} «Disciplina y Rebeldía», por Federico de Onís.
{4} «La Edad Heroica» por Luis de Zulueta.
[ ver Félix Lizaso, «José Ortega y Gasset», Revista Cubana de Filosofía, IV:13, 1956. ]