Crítica. Libros
[ Jesús Izcaray ]
Una novela de Sánchez Ferlosio
“El Jarama” o la hora de España
Premio Nadal 1955, aunque no sea esto lo más importante. La importancia de El Jarama reside en que es una novela representativa de un momento español.
Si la primera lectura que hagamos de ella no es lo bastante atenta, podremos creer que no estamos sino ante un sugestivo ejercicio literario, tanteo de una nueva forma o camino para la novela. Y en verdad que lo es, y en arte, como en todo, bienaventurados los que buscan porque de ellos serán los hallazgos. Pero luego se advierte que la novela tiene otras cosas… Subterráneas unas, hasta el punto de que algunos pasajes más que el Jarama me han hecho evocar el Guadiana. En estado de efervescencia, de sedimentación, otras. Y todo con un sano aliento de prometedora juventud, tal como la juventud puede aceptarse en literatura: cuando ya se ha curado de infantilidad.
Escenario de la novela: un domingo en el Jarama. Personajes: dos pandillas de chicos y chicas de Madrid – empleados los más, «sus labores» las menos– y los parroquianos de una taberna o ventorro de la carretera, pelmazos de mostrador y silla de enea, inclinados al tinto y a la filosofía.
Domingo. Pero, sobre todo para la muchachería, domingo nublado por la inminencia de un lunes que inaugurará otra semana más sin respiro y sin compensaciones. Mely lo dice con irritada melancolía:
Se queman los domingos que es que ni te enteras.
Toda esa gente, buena gente que el novelista trata con mano encariñada, beben, comen, bailan, se quieren, juegan al dominó y a la rana y hablan. Sobre todo hablan. De sus dificultades, de su vida. Los de la taberna sin sueños ya; las parejas, con unas ganas locas de ser felices y con muy pocas esperanzas de serlo.
Hasta que cae la noche mientras Lucita, una de las chicas, se ahoga. Y los de su pandilla se vuelven a Madrid a contárselo a la madre y a zambullirse de nuevo en sus almacenes y oficinas.
Eso es todo, toda la acción. Y me parece que por ahí, en la auscultación enternecida de la vida diaria de la gente corriente, de sus problemas menudos –¡y enormes!– de sus penas y sus ilusiones, hay un ancho y profundo camino para la novela. Eso ha alimentado lo mejor del neorrealismo italiano. El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio me ha hecho pensar en Zavatini y en otros italianos.
Esta novela es diálogo casi toda ella; es una novela dialogada. Y aunque al principio sorprendan por lo profusas y en ocasiones impacienten por parecemos insubstanciales, muy pronto nos dejamos prender definitivamente en el encanto de esas arrulladoras conversaciones de Puerta de Tierra, monótonas, reiterativas como la vida de los personajes que las sostienen, «una vida que no tiene chiste», al decir de uno de los muchachos. Claro que la gente, esa gente, en la realidad habla también de otras cosas, pues no todo es superficie ni bengalas –¡qué va!– en la conversación popular.
Si algo hemos indicado de lo que hablan los personajes de El Jarama tenemos también algo que decir de cómo lo hablan. Dicen sus cosas en un delicioso idioma popular, [95] popular de hoy. Con los graciosos, y a veces desgarrados giros, y con la tonalidad exacta que tiene el lenguaje –barroco desatado– de los madrileños pertenecientes a esas zonas de la población. Este cuidado por la tonalidad también se manifiesta en las variantes que respecto al de los anteriores aparecen en el estilo de los madrileños rurales que rajan en la taberna.
Podría decirse que, en la vida, no todos esos hombres y mujeres hablan así. Efectivamente, creo que también en esto el autor uniforma demasiado.
Una cosa me parece evidente: su agudo sentido del idioma, del idioma en curso, del idioma en movimiento. Siempre he creído que hacer arte –tan delicado arte como él hace– con los giros populares, exige cualidades de escritor más íntimas, más sutiles, en todo caso diferentes, que las que requiere el tejido de una buena prosa culta. Aunque las dos cosas hagan la literatura de un país.
He oído decir que El Jarama es fotografía. Sí que hay en ella fotografía, aunque haya también otras cosas. Pero en todo caso conviene ver de qué clase de fotografía se trata. Esta no es fotografía falseada por el retoque. Es fotografía de minutero dominical en las afueras de Madrid. También un instante, El Jarama evocó en mí –por reflejo lejano– las sombrillas y los sombreros de paja de Le Moulin de la Galette, de Renoir. Mas esto tiene otro sentido. Tal vez me equivoque, pero, si bien es cierto que en El Jarama hay demasiada superficie y no escasas dosis de naturalismo, creo advertir en su autor una entrañable querencia al realismo y a un realismo puesto en hora. Me parece que podría entrar más adentro en sus personajes. Se le ve que podría y que quiere entrar. Y en esto el pulso del escritor no engaña.
Nos lo dice ese Lucio, el bebedor inmóvil de la taberna ribereña, el que estuvo en la cárcel tras la guerra y «se quedó en la postura en que cayó cuando le tiraron»… Nos los confirma Mely, esa muchacha desilusionada y bronca porque aun no ha querido ni la han querido…
Mely es a mi juicio el tipo de mujer mejor visto de toda la novela. Tiene dentro más carga de lo que parece. El autor la soterra, tal vez contra su deseo, pero la carga se dispara dos veces. Una, cuando tras haberla increpado los civiles por andar con el busto cubierto solamente por el traje de baño, la chica reprocha ásperamente a su acompañante el haberles respondido tan «acoquinadito». Otra, cuando los guardias quieren separarla del cuerpo de su compañera ahogada.
Hay en la novela de Sánchez Ferlosio una delicada veta de poesía. ¡Esos besos de Lucita y su llanto final! ¡Y ese crepúsculo de parejas un poco achispadas!…
Para terminar he dejado lo más característico, sin duda, de esta novela, lo que la define como una expresión del momento español en que ha sido concebida y escrita.
Algunos –los que desde el Poder o desde sus escaños inferiores predican y practican la guerra civil permanente– han reprochado a este joven novelista el pasarse todo un domingo –350 páginas– a las orillas del Jarama sin apenas aludir a la larga y cruenta batalla que allí se libró durante nuestra guerra. Alusión directa a la batalla hay ésta: uno de los muchachos excursionistas dice de pronto:
—«Pues en guerra creo que hubo muchos muertos en este río».
Alguien le da una respuesta distraída y Mely añade:
—«Pensar que esto era el frente y que hubo tantos muertos».
—«Digo –tercia otro–. Y nosotros que nos bañamos tan tranquilos».
—«¿Y qué muertos son ésos?», pregunta un chico que no ha seguido la conversación.
—«Los de cuando la guerra –le responden–. Que estaba yo diciéndoles a éstos que aquí también hubo unos pocos y entre ellos un tío mío».
Y corta el que ha preguntado:
—«Ya… Bueno, y a todo esto, ¿qué hora es?» [96]
Me parece que revelaría escasa agudeza quien en el remate de este diálogo viera, o quisiera ver, cruel o cínico menosprecio para los que murieron en el Jarama, y hablo de todos, de todos los muertos. Lo que aparece ahí es un reflejo de esa clara actitud de la juventud de hoy, que a los de las «oleadas de boinas rojas y camisas azules» les grita: No, no queremos seguir por ahí, no queremos continuar la guerra civil.
Eso es un grito de una juventud defraudada, más y más colérica ante el horrible contraste de la magnitud del drama de la guerra, por un lado, y de lo que tras ella han dado a España los que la desataron.
Yo creo que ésta es una forma de decir, a través de la mordaza, que aquellos muertos no debieron morir.
Y yo que estuve en la liza del Jarama, del lado de acá, del lado de Madrid, siento un íntimo gozo humano y español al comprobar que un hombre como el autor de El Jarama, que se rige por meridiano tan distinto al mío y que entonces tenía diez años, piense –como pienso yo– que la actual hora de España es otra y que urge borrar de una vez el rastro de las trincheras.
La novela de Sánchez Ferlosio es el Jarama dieciocho años después o la continuación de la vida…