Crítica. Libros
José Ernesto
“Calle Mayor” y “Calabuch”
Bardem y Berlanga
¿Bardem o Berlanga? El cine español tiene ahora dos cabezas; y hay una curiosa insistencia en volver la una de espaldas a la otra para crear una especie de ruptura en un claro frente de juventud. Es una táctica antigua en España. Incluso se ha querido hacer de ella algo así como un inevitable trazo etnográfico de los españoles a partir de una falsa tesis que se enuncia así: España produce sus grandes figuras por parejas antagónicas y se divide irreconciliablemente entre una u otra de esas figuras, sin posibilidad de pacto. Es fácil, si se hace admitir esta premisa, llegar a más largas y más astutas consecuencias. Por ejemplo, en esta mitología del bifrontismo se ha de encontrar un esquema de la anarquía que es otro de los elementos clásicos de acusación contra el pueblo español. La serie de falsas verdades queda rápidamente establecida: el pueblo español es incapaz de sustentar al mismo tiempo dos formas distintas de una misma expresión; el pueblo español se divide al primer dilema venido; el pueblo español destruye lo mismo que crea; el pueblo español es anarquizante. Ofrece un gran interés el estudio de los orígenes de esta idea. «¿A quién aprovecha?». Siempre a unas mismas castas interesadas en la división del pueblo. La anarquía española es una creación de la derecha española, que le ha servido primero para su propia justificación –«un pueblo así necesita mano dura»–; luego, para la división de su víctima, para la esterilización del pueblo. La mitología del bifrontismo es una creación típica de las castas dirigentes. A cada valor netamente salido de las filas del pueblo se han apresurado a oponer una contrafigura capaz de dividir.
La adopción de Dalí por el franquismo para enfrentarlo a Picasso es un hecho típico en esta serie de maniobras. No es preciso decir que el franquismo no ha tenido una suerte internacional con su ídolo; pero es indudable que durante algún tiempo, y dentro de España, la maniobra ha tenido cierta envergadura y ha ayudado a mantener alguna confusión. El caso es interesante porque Dalí, a pesar de la velocidad con que ha elaborado su montaje religioso, representa una personalidad artística muy alejada de los ideales artísticos del franquismo representados éstos por la pintura grandilocuente y arcaica del mismo Franco y por los cuadros de su maestro, Sotomayor, gran inquisidor de la pintura española. Sin embargo, a partir de un momento determinado Franco adopta a Dalí; España le tributa homenajes, le cede amplios espacios en sus museos, salas de honor en la exposición Bienal, le encarga conferencias… Incluso ante el asombro de algunos de los teóricos artísticos del régimen que, poco perspicaces, tardaron tiempo en advertir la maniobra y no se sumaron a ella en el primer momento. Dalí era una figura ideal para el régimen. Representaba una «modernidad» suficiente como para estar limpio de acusaciones de inmovilidad; al proteger y propagar a Dalí, el régimen parecía decir a las generaciones jóvenes que el camino de la extravagancia no estaba cerrado, a condición de ser anticomunista. Dalí había triunfado en los Estados Unidos, lo cual es en la España oficial un marchamo pintoresco de calidad artística –véase cómo, también, ha querido oponerse la figura del pianista hispano-yanqui Iturbi a la magnitud de Pablo Casals–. Y es al mismo tiempo lo suficientemente venial como para prestarse a todas las exigencias de la política que estaban en la base de toda la maniobra daliniana del régimen: hacer pintura religiosa, enfrentarse directamente a Picasso con un manifiesto, hacer declaraciones explícitamente anticomunistas. La «operación Dalí» duró poco. Fue un fulgor. El sentido anárquico y de dispersión del pueblo español no existe en la medida en que trata de situarlo el franquismo, y Dalí se vio rápidamente desgajado de la admiración pública. [106] Hoy es una figura quemada. Queda de él su prodigiosa aptitud para la locura, natural o fingida, y el desprestigio de su entrega. Lo demás se ha olvidado.
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El apresuramiento con que el franquismo ha adoptado la figura de Berlanga en el momento en que los cinematografistas del mundo entero ensalzaban la de Bardem no debe prendernos en su artificio. Ante esta dualidad de Bardem y Berlanga, el español libre tiene la posibilidad de preferir, pero no la de oponer ni la de destruir a uno utilizando para ello al otro. Hacerlo así es un acto de franquismo. Este acto franquista está organizado ya. Como en el caso de Dalí, si la situación del régimen español no estuviese comprometida, si reinase en España la paz caudillina que es la paz del cerebro vacío, Berlanga habría sido rápidamente despreciado y abandonado. Si ahora se le protege y se le ayuda es solamente para abrir la brecha de desunión. La verdad es que una mentalidad marxista tiene menos reproches que hacer a la última película de Berlanga, «Calabuch», que una mentalidad franquista. Tomo para ejemplo una secuencia de esta película:
Una barca del pueblo costero va a ser bautizada. Hemos visto durante toda la primera mitad de la película con qué amor un artesano ha ido pintando, una a una, las letras del nombre «Esperanza». Llega el momento de la botadura en el Mediterráneo y se celebra una ceremonia que es una caricatura de cualquiera de los «actos nacionales» en que es prodigo el pseudonacionalismo franquista: un muchacho del pueblo (contrabandista conocido) toca en su trompeta la «Marcha Real»; un guardia civil presenta armas toscamente mientras el cabo se lleva la mano al gorro; el cura se acerca con el hisopo en la mano y, al primer golpe de agua bendita, se borra el nombre de la barca: se borra la «Esperanza»…
Si cualquier otro cineasta español hubiera querido rodar una escena semejante con un simbolismo tan claro –la esperanza borrada por el agua bendita a los acordes de la Marcha Real interpretada por un contrabandista y en presencia reverente de la guardia civil– hubiese sido inmediatamente castigado por la censura. Berlanga ha realizado esta escena antifranquista con la ayuda del franquismo, con el apoyo oficial español en el jurado que le dio en Venecia el Premio de la Oficina Internacional del Cine Católico y goza en la prensa española de una situación de favoritismo privilegiado.
La escuadra americana –relata otra de las secuencias del film, la final– llega a las costas de Calabuch. Saben los yanquis que allí está escondido un sabio atómico a quien quieren raptar y no han vacilado en enviar su flota al pueblecillo mediterráneo. Entonces el pueblo entero se levanta en armas; en ridículas armas, si se quiere (las lanzas y los cascos de romanos que sirven para la procesión, las escopetas de caza, los cuchillos de monte) y se aprestan a defender a su amigo amenazado de rapto. Son largas escenas, tratadas con ternura. Es, si se quiere, una «Fuenteovejuna» humorística, pero sin embargo reveladora de la decisión entera de un pueblo de oponerse a la formidable máquina bélica de los Estados Unidos que trata de cometer lo que el pueblo español entiende como una injusticia, como un acto inhumano. Si el propio sabio atómico no se decidiese a partir, convencido de la comicidad con que se le quiere defender, aquel pueblo estaría dispuesto a morir.
No son sólo estas dos citas las que marcan el carácter de la cinta. Toda ella, en sí, es reveladora. Relata la vida y la miseria de un pueblo que es capaz de superar con su optimismo la situación de desgracia en que se encuentra; como este puñado de habitantes abandonado del mundo oficial tiene que organizar por sí solo una estructura de [107] vida y como en esta estructura se reflejan a veces las corrupciones generales del país –la guardia civil conviviendo con los contrabandistas– y a veces la rebeldía contra ella como en la ocultación y defensa de un fugitivo del mundo occidental, de un norteamericano que «escogió la libertad» escondiéndose en un pueblecillo español.
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Cabe preguntarse si Berlanga es consciente de estos valores políticos de su película o bien si como en el caso de los llamados «artistas puros» estas realidades han surgido sin que él mismo se diese cuenta, cuando solamente trataba de hacer una película de anécdota divertida. Yo encuentro aquí, en primer lugar, una diferencia esencial entre Bardem y Berlanga. Bardem es el artista consciente; sabe lo que hay en toda su creación, el sentido general de ésta, el valor de cada personaje, el peso de cada palabra, la tesis de cada imagen. Berlanga, en cambio, parece ignorar, o querer ignorar, el móvil de sus películas. «Calle Mayor» de Bardem puede estudiarse a partir de un análisis; «Calabuch» de Berlanga necesita un psicoanálisis. Lo que en Bardem es un elemento activo, que vive por sí solo, en Berlanga es un elemento yacente que necesita del espectador para tener su verdadera vida.
Parece entenderse que de esta inconsciencia –o, por no ser peyorativo, escribiré «subconsciencia»– de Berlanga ha debido entender el régimen que es un terreno disponible para plantar su bandera. La parte débil de Berlanga es su ausencia de ideales concretos. El régimen de Franco que, durante veinte años ha fracasado en sus intentos de crear una ética y una estética propias en cualquiera de las artes de expresión, se conforma ya con adoptar a aquéllos que carecen de ideales. No tratan ya de convencerle de cómo ha de ser la estética del régimen; les basta con aislarle, con fomentar su vacío, con evitar que tome un contacto demasiado serio con la realidad. Por esta razón el régimen quema rápidamente las contrafiguras que adopta. Las fuerza a una soledad, a una individualidad dentro de la cual, hoy, no hay arte posible. El intelectual necesita estar impregnado de los problemas de su tiempo, tener una noción clara de cuáles pueden ser sus soluciones, tratarlos directamente y poner al servicio de esto toda su personalidad. Un intelectual así esquematizado es lo contrario de un aislado, de un solitario. El régimen español, al aislar a Berlanga para poderlo oponer estéticamente a Juan Antonio Bardem, le esteriliza. Es el riesgo que corre Berlanga si acepta la cómoda postura oficial de contrafigura.
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Nuestra idea de lo que ha de ser un intelectual en este tiempo –y, precisamente mas, un intelectual español en el mal tiempo de España– concuerda con la figura de Bardem, no concuerda con la de Berlanga. No se entiende de aquí una exclusión, sino simplemente una diferenciación. Juan Antonio Bardem con Muerte de un Ciclista primero y ahora con Calle Mayor nos ha dado una limpia lección de cómo puede hacerse cine en España. No es sólo la anécdota sentimental de la muchacha engañada, no es sólo la vida dramática de una provincia española bajo un régimen represivo lo que transcurre en Calle Mayor: es toda una teoría de la vida española en estos momentos. El acobardado intelectual de las viejas generaciones, los gamberros embrutecidos e insensibilizados por la falta de objeto en la vida, la presencia angustiosa de la Iglesia, el cerco cerrado que impide cualquier manifestación vital; y también la ruptura de ese cerco, la toma de conciencia de un hombre, la presencia de un intelectual de la generación más limpia que viene a deshacer la oscura suciedad en que se desarrolla el drama. Bardem ha recreado con una limpísima lucidez técnica un mundo que no puede ser más que español, un nudo de problemas estrictamente españoles del que son víctimas, protagonistas y antagonistas, una serie de personas con sangre española. Es un realismo que está lejos del «espejo que se [108] pasea a lo largo de un camino» porque se trata de un realismo crítico. La implacable ordenación lógica de los elementos del drama de Calle Mayor tiene el valor de una denuncia concreta; la forma de esa denuncia entraña la aportación de pruebas, el juicio y la condenación. Calle Mayor es ya un castigo para los culpables: es un drama depurador que crea en los espectadores una buena conciencia. Con esta película, como con Muerte de un ciclista, Bardem contribuye a la estructuración de una sociedad nueva y joven; da una carga de responsabilidad a los indiferentes. Calle Mayor es una obra maestra.
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Si no puede hablarse así de Calabuch es simplemente porque su autor no se lo ha propuesto. Su preceptiva cinematográfica es buena, su estilo es personal y propio. Berlanga es un creador perfectamente diferenciado, con un indudable talento. Sólo le falta un peso ideológico que dé realidad a su obra. No hablo de una realidad estrictamente formal, de un «realismo»; sino de ese fondo de realidad social, o humana, o vital, llámesela como se quiera, sobre la cual puede trazarse cualquier fantasía; ejemplo: Milagro en Milán. No va a encontrar ese fondo en el falangismo, o en el franquismo, porque carecen de él, porque carecen de toda doctrina que no sea el oportunismo o la vaguedad. No necesita, si no quiere o si no tiene temple para ello, buscarlo en ninguna doctrina; le bastará buscarlo dentro de su propia conciencia. Calabuch es como un sueño de Luis Berlanga, como un sueño freudiano que puede revelar una serie de ideas, de temas, de atracciones que él mismo procura censurarse, que se reprime y que le producen una personalidad fingida. Si él mismo llegase a convertir estas inhibiciones en lucidez, si se diese a sí mismo la libertad que su subconsciente reclama, Berlanga estaría en condiciones de hacer no buenas películas, como ha hecho hasta ahora, sino obras maestras.
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El doble premio a Bardem y a Berlanga en Venecia ha sido manejado en Madrid de una manera sucia. Se ha tratado de ocultar la recompensa de la crítica internacional a Bardem para aumentar la de la Oficina Internacional del Cine Católico a Berlanga. No incurriremos nosotros en el error contrario. Frente al dilema «Bardem o Berlanga» que se plantea oficialmente en España, nosotros ya podemos responder «Bardem y Berlanga». Podemos diferenciar pero no oponer; podemos preferir pero no eliminar. Y podemos esperar que Berlanga no quiera eliminarse a sí mismo, esterilizarse mediante una ocultación de su propia conciencia; no debe entrar en el juego en el que se le quiere hacer participar, primero porque no lo necesita; luego, porque es el medio más seguro para su propia esterilización. Si acepta, rápidamente entrará en la vía que ha perdido a tantos cinematografistas subsidiarios del régimen (los Gil, Escrivá, Román, Sáenz de Heredia, Vajda), y será, como ellos, un hombre quemado, un hombre muerto.
José Ernesto
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