Revista Contemporánea
Madrid, 31 de enero de 1878
año IV, número 52
tomo XIII, volumen II, páginas 252-256

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

No hace mucho tiempo que, ocupándonos del Sr. Núñez de Arce, decíamos que tan preclaro vate sólo pulsaba la cuerda de bronce de la lira poética. Del Sr. Arnao puede decirse todo lo contrario; por más que se empeña, sólo acierta a pulsar la cuerda de seda.

Molestábale, sin duda, al Sr. Arnao escuchar el dicho unánime de la opinión que le consideraba como dulce y correcto, pero no enérgico poeta, y queriendo hacer alarde de profundidad, intención y energía, ha dado a la estampa bajo el título Un ramo de pensamientos un tomo de elegantes sonetos, que, antes que desmentir, confirman la opinión precitada, y prueban elocuentemente cuán imposible es apartarse del camino que a cada cual traza con dedo de hierro la naturaleza.

A nuestro juicio, el empeño del Sr. Arnao no se justifica, a no ser que sea fruto de aquel afán que todos tenemos por ser precisamente lo que no somos y dedicarnos a aquello para que no servimos. El señor Arnao no necesita ser poeta filósofo a la manera de Campoamor, ni nervioso y varonil al estilo de Núñez de Arce, para ocupar digno puesto en las letras españolas. La poesía dulce, apacible y delicada no vale menos que la que posee opuestas cualidades. No es cierto que sólo sea legítima la que encierra elevadas concepciones o expresa enérgicos y acentuados sentimientos. La inspiración poética, que sólo excluye lo vulgar y lo repugnante, no tiene esos límites que arbitrariamente le trazan los que confunden el valor estético y el valor social de la obra de arte. Si bajo el punto de vista de su importancia extra artística pueden preferirse una oda de Fray Luis de León o una epístola de Rioja a una égloga de Garcilaso, bajo el aspecto [253] del arte tal distinción sería infundada. Cree belleza el poeta, cause en el ánimo del que escucha sus cantos el deleite que lo bello engendra, y habrá cumplido su misión. Si a esto agrega un pensamiento trascendental o un interés del momento, poseerá, sin duda, una perfección más su obra; pero si de ella carece, nada habrá perdido como obra de arte.

La belleza, por otra parte, tiene muchas formas, todas igualmente legítimas y que no se excluyen. Que la tempestad sea bella no obsta para que lo sea el arroyuelo; que lo sea el canto del guerrero no impide que haya belleza en la endecha de la doncella enamorada. Poetas habrá de enérgicos alientos y ánimo gigante que sólo se complacerán en cantar lo grandioso, lo terrible, lo varonil y lo trágico; otros, por el contrario, preferirán inspirarse en la belleza de lo sencillo y de lo tierno. Injusto fuera establecer diferencias entre unos y otros, y negar a los segundos el lauro que se otorga a los primeros.

Por eso ni censuramos al Sr. Arnao por las especiales condiciones de su ingenio, ni creemos que debe esforzarse por modificarlas; lo cual, después de todo, fuera inútil. El Sr. Arnao es un alma dulce y sencilla, dominada por fervoroso misticismo, hostil a las ideas y sentimientos de la sociedad moderna, abierta a todo sentimiento suave y delicado y ajena a lo trágico y lo verdaderamente patético. En filosofía no ha pasado más allá del Catecismo, ni ha visto otra cosa que el ideal cristiano bajo su aspecto sentimental y poético; extraño a la duda y a la agitación de la conciencia moderna, su existencia es lago tranquilo, nunca turbado sino por los céfiros; es sencillo como un niño, tan delicado como una sensitiva, y su corazón es puro; noble y generoso como el que más. Con tales condiciones, ¿cómo pueden esperarse de él los levantados o enérgicos acentos que sólo brotan de las almas de bronce, forjadas al calor de esta sociedad tan agitada y turbulenta? Espíritu de otros días, vive en la bucólica calma de aquellas épocas de cándida fe, en que el alma, suavemente adormida en el seno de tradicionales creencias, sólo veía en la poesía un dulce y apacible canto semejante al gorjeo del enamorado ruiseñor.

Por eso, cuando la fe de sus padres le inspira o le mueven tranquilos afectos, o despiertan su musa serenos espectáculos de la naturaleza, sus cantos, siempre correctos y elegantes, resuenan apacibles, causando, si no la honda emoción que las grandes ideas, los vigorosos sentimientos o las enérgicas pasiones producen, la grata impresión que lo sencillo y lo delicado engendran. No hay en ellos exuberante o arrebatada fantasía, ni poderoso sentimiento, ni profunda idea; ni el rasgo vigoroso del genio, ni tampoco la extravagancia que a éste suele a veces distinguir, alteran la corrección, un tanto fría, que los caracteriza; nada hay en ellos que disuene, y a igual distancia se mantienen de lo sublime y de lo feo. Producen agrado, pero no impresionan; deleitan sin conmover; gustan sin [254] entusiasmar; semejantes a esos tranquilos paisajes cuyas puras líneas y apacible calma ningún extraordinario accidente altera, o a esos serenos lagos transparentes, nunca rizados por la más leve ráfaga de viento. Eso es el Sr. Arnao; esa su poesía, y nunca será otra cosa. Si por ventura alguna vez se aparta de ese camino en algunos de sus sonetos filosóficos (de los cuales la mayor parte no merece este nombre) fácilmente se advierte la violencia que hace a su carácter, sin otro resultado que levantarse apenas por cima de lo vulgar o confundirse con la turbamulta de los poetas ultramontanos. Si intenta apasionarse y se enfada o satiriza, su cólera de niño antes deleita que asusta y su látigo de satírico ni siquiera traza señal en la piel del flagelado. Ni aun sabe pintar en sus sonetos amorosos una pasión que no siente; pero siempre acierta a cantar con delicadeza y dulzura y a manejar con correcto primor el habla castellana. Filósofo, político, satírico o enamorado, constantemente falta en sus obras el fuego divino, el estro del verdadero genio. Es amante ruiseñor que canta con arpada lengua sus trovas quejumbrosas; pero nada tiene de común con el águila que se mece en las alturas.

Volvemos a decirlo: esto no es un defecto, y no por ello censuramos al Sr. Arnao. Tal le hizo la naturaleza, y fuera tan necio censurarle como criticar a la paloma porque no ruge y a la violeta por que no tiene la corpulencia del roble. En el concierto del arte, como en el de la naturaleza, toda voz tiene su propio y relativo valor; una melodía italiana no vale menos que una sinfonía germánica; el arrullo de una tórtola contribuye tanto como el rugido del león a la belleza de los bosques.

Pero sí diremos que cada hombre nos gusta en aquello para que sirve; y que, por consiguiente, el Sr. Arnao nos gusta mucho más en sus sonetos religiosos, en sus tipos cristianos y de otra edad y en sus sonetos amorosos que en los filosóficos, en muchos de los históricos y en algunos de los varios. Y no se debe este juicio a las profundas diferencias que en política y filosofía nos separan del Sr. Arnao; pues no nos gusta confundir en un solo fallo el fondo y la forma de las obras poéticas. Débese a que creemos que para ser poeta filósofo de la escuela ultramontana se necesitan más profundidad, más intención, y sobre todo más pasión que las que tiene el Sr. Arnao. Tuviera siquiera el sacro fuego que animaba a Donoso Cortés y Aparisi y Guijarro, la valiente inspiración de Sánchez de Castro, el estro de Tejado o la intención y profundidad de Tamayo, y muy otro sería nuestro juicio.

Por lo que a la forma exterior respecta, nada hay que reprochar a los sonetos del Sr. Arnao. Con ser tantos y tan difícil el género, ninguno hay que pueda calificarse de malo. Todos están escritos bella, elegante y fácilmente, con suma corrección y perfecto conocimiento de nuestra lengua. En muchos, además, justo es decirlo, hay singular delicadeza y ternura, y no pocas veces bellas descripciones y atinados rasgos. [255] Sobre todo, cuando se inspira en la fe religiosa tiene momentos de verdadera inspiración. La mayoría de los tipos cristianos, algunos sonetos biográficos, muchos tipos de otra edad y varios de los sonetos amorosos, merecen citarse con elogio, tanto por el sentimiento que los anima como por su forma primorosa. El sabor clásico y castizo de todos ellos contribuye por otra parte a hacerlos agradables. Y no menos contribuye el misticismo que los inspira, siempre simpático y seductor, salvo en algunos casos en que el sentimiento religioso exaltado lleva al Sr. Arnao a tristes extravíos, harto lamentables en tan apacible poeta. Los sonetos La nueva ciencia, Los nuevos bárbaros, Un apóstata, Un racionalista, son, en tal concepto, disonancias que afean el libro del Sr. Arnao, tanto como lo embellecen los tipos cristianos; que si el misticismo siempre es bello, la intolerancia es por todo extremo abominable.

Podríamos en prueba de nuestras afirmaciones citar aquí alguna de las bellas composiciones del Sr. Arnao; pero no lo hacemos porque preferimos que el lector las juzgue por sí mismo. No le entusiasmarán ni le conmoverán profundamente, a buen seguro; tal vez (y no sin razón) le parecerán frías en su mayor parte; pero se complacerá al ver reflejados puros y sencillos sentimientos en bien trazados versos, y cuando menos concederá un aplauso al amor que a la poesía profesa su autor y un homenaje de respeto y simpatía al alma noble y honrada que en ellas se revela.

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El Sr. Gutiérrez de la Vega ha publicado el segundo tomo de El Libro de la Montería, del rey D. Alfonso XI. En el bien escrito prólogo con que lo encabeza reúne todas las opiniones favorables a su obra que se han manifestado públicamente, expone y refuta con buenas razones las contrarias, deja ya terminada la polémica sostenida acerca de quién fue el autor del libro y completa la bibliografía venatoria que comenzó en el tomo anterior.

Fallada queda ya la cuestión en última y definitiva instancia a nuestro juicio: el libro es de D. Alfonso XI, y nada valen contra esta tesis las razones (si así pueden llamarse) alegadas por los señores Amador de los Ríos y Gayangos. Nuestra historia literaria se aumenta, pues, con un nombre más, e ilustre por cierto: y aun habrá de aumentarse con otro y sufrir no pequeña alteración si llega a encontrarse el original de Los Paramientos de la Caza, libro atribuido al rey de Navarra, D. Sancho el Sabio, que hubo de escribirlo en 1180, y recientemente publicado en París, según dice el Sr. Gutiérrez de la Vega. [256]

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Los teatros siguen en la misma deplorable decadencia. La única novedad que en ellos se ha representado es una comedia del Sr. D. Miguel Echegaray titulada Para una coqueta un viejo y puesta en escena por la compañía del Sr. Mario. Es un juguete inverosímil y falto de gracia, de asunto trivial y manoseado, que debe considerarse como un nuevo pecado del joven poeta que, habiendo empezado con no vulgares alientos, avanza hoy rápidamente por el mal camino y, a seguir así, se confundirá en breve con la turbamulta de autores cómicos que hoy abastecen nuestros teatros de comedias insípidas y absurdas. Lo sentimos, porque habíamos llegado a esperar que el señor Echegaray hiciera algo en pro de la comedia, mucho más corrompida que el drama entre nosotros, pero vamos ya perdiendo la esperanza en vista de sus repetidos desaciertos.

La ejecución de esta comedia fue esmerada, distinguiéndose el señor Mario.

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Y como quiera que especiales circunstancias nos impiden juzgar el notabilísimo discurso pronunciado en el Ateneo por el Sr. Pedregal (de quien en dicha corporación tuvimos la honra y el sentimiento de ser contrincantes) terminaremos esta Revista consagrando un recuerdo al Sr. D. Patricio de la Escosura, estimable dramático, discreto prosista, orador no vulgar y hombre de amenísimo y galano ingenio, cuya muerte lloran hoy las letras españolas, que cada día pierden uno de sus hijos preclaros de otros tiempos, sin que por desgracia vean llegar a los que han de reemplazarlos. ¡Triste época, por cierto, en que los buenos se van, los malos se quedan y los mejores no vienen!

M. de la Revilla

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