[ Cesáreo Rodríguez y García-Loredo ]
Esplendoroso resurgir de la ciencia española
En medio del desequilibrio y orientación que hoy reina en nuestra amada Patria, levanta y recrea el ánimo volver los ojos a tan nobles empresas en que se ocupan unos, tal vez obscuros, pero beneméritos y sabios obreros de la ciencia. Ellos pretenden restaurar y dar a conocer la más gloriosa de las tradiciones españolas en el campo científico, de la cual nos hemos apartado paulatinamente en las dos últimas centurias. Me refiero a las fecundas enseñanzas y elevadísima doctrina que en sí encierran las obras inmortales de los grandes y eximios teólogos españoles. Una de las causas demuestra decadencia que, sin duda, el olvido y el desdén de que hemos hecho objeto las luminosas orientaciones de aquellos genios del pensamiento nacional. También en el orden político (y es oportuno recordarlo hoy) uno de los motivos de incontables desaciertos y quebrantos ha sido la formación escasa o casi nula de nuestros gobernantes en esa ciencia sublime que, con razón, empuña el cetro de todas las disciplinas, influyendo en ellas como norma universal y directiva. Así lo creyeron y consignaron en sus escritos aquellos eminentes pensadores: Jovellanos, Balmes, Donoso Cortés, Aparisi y Guijarro, A. Pidal, M. Pelayo y Vázquez de Mella. Y en verdad, el arte de gobernar o la ciencia política no puede prestar clarísima luz a las ciencias subordinadas y, de un modo especial, a la que entiende en la solución de los problemas referentes a la cosa pública. En nuestros Seminarios y Conventos se conservó siempre el fuego sagrado de tan brillante tradición, aunque a través de los siglos no mantuviese el mismo esplendor. Mas nuestras Universidades, tan pronto como fue excluida de ellas la facultad de Teología, quedaron incapacitadas para desenvolver y aplicar las admirables y fecundas teorías del pensamiento teológico, que en las escuelas españolas se había manifestado lleno de exuberancia y variedad. No ha sido menos el desprecio y el olvido en que tuvimos, en estos últimos tiempos, a los insignes juristas españoles que durante el siglo XVI y XVII escribieron en lengua latina libros de reconocida fama mundial. Por eso no pudo haber desde entonces en nuestra Patria gran número de estadistas y políticos de verdadera talla. Si el pensamiento político de Balmes –por no citar otros nombres– es tan perfecto y alabado, se debe en gran parte a que el filósofo de Vich siguió el hilo de oro de siete años, en la Universidad de Cervera, las obras inmortales de los teólogos y juristas hispanos.
Los más renombrados sabios extranjeros, y aun los mismos protestantes, estudian hoy con entusiasmo y avidez las obras de nuestros geniales teólogos y juristas tributándoles las más encomiásticas alabanzas, reparando así los desdenes o injusticias que con ellos hemos tenido los que somos sus compatriotas. Los nombres de Vitoria, Suárez, Domingo Soto, Molina, Bañéz, &c., son pronunciados con veneración, pues ya no se ignora que ellos, y no Grocio, son los padres del Derecho Internacional. Profesores holandeses han venido a Salamanca en 1926 para tributar un homenaje oficial al dominico P. Vitoria. El eruditísimo F. Ehrle publicó un libro acerca de “Los manuscritos vaticanos de los grandes teólogos salmantinos del siglo XVI”. Conocidos son también los trabajos del alemán Enrique Fiulce sobre nuestra cultura eclesiástica. Monografías y ediciones críticas de los maestros españoles aparecen con frecuencia en diversos países. No sale a la luz ninguna obra importante de Teología sin que en ella se cite a nuestros pensadores. En los Estados Unidos se nombró hace tiempo una comisión para que viniese a España a estudiar los temas jurídicos de esos incomparables escritores. Brown Scott, después de haber escrito un libro documentado sobre las doctrinas del gran restaurador salmantino, fundó en estos mismos días la “Asociación Internacional Vitoria Suárez”.
España no debe permanecer inactiva e indiferente en este gran movimiento de simpatía y admiración por la ciencia española. Por eso los Dominicos de las Provincias de España preparan una notabilísima “Biblioteca de Teólogos Españoles”. En qué consiste la trascendental empresa de esos humildes y sabios obreros de la ciencia será el objeto de un segundo artículo.
Cornellana, agosto, 1931.
Oviedo, viernes 28 de agosto de 1931
Esplendoroso resurgir de la ciencia española
II
Un ilustre asturiano y gran patriota, el P. Ceferino, escribía en 1869 un vibrante artículo que titulaba: “Sobre una Biblioteca de teólogos españoles”. Aquel enamorado apologista de nuestra ciencia adujo en el referido artículo razones poderosísimas para probar la necesidad o suma conveniencia de una empresa de tal género, empresa que él calificaba de altamente patriótica a la vez que literaria. El llamamiento que hacía el cardenal González a las fuerzas vivas e inteligentes de nuestro país no surtió entonces su efecto. Las contiendas políticas, sociales y religiosas de aquella época, impidieron que el sabio proyecto del filósofo asturiano adquiriese cuerpo y vida. Pero la idea ardorosamente expuesta por el español más sabio de aquellos días debía germinar, pues nunca son estériles los grandes pensamientos. ¡Y singular coincidencia! El grandioso plan, que, como su sueño dorado, profuso por primera vez el clarísimo asturiano, comienza a realizarle precisamente en el año en que conmemoramos el centenario del profundo pensador, siendo además sus hermanos de hábito, los Dominicos españoles, los que acometen tan colosal y laudabilísimo designio.
Por lo que atañe al presente, ya indiqué en el artículo anterior cuan necesarios sean los estudios teológicos para el arte de gobernar, pues la ciencia política no puede prescindir de la Teología, la cual presta clarísima luz a las ciencias subordinadas y de un modo especial, a la que entiende un la solución de los problemas referentes a la cosa pública. Si el pensamiento político de Balmes –añadíamos– es tan perfecto y alabado, se debe en gran parte a que el filósofo de Vich siguió el hilo de oro de nuestra tradición estudiando durante siete años, en la Universidad de Cervera, las obras inmortales de los teólogos y juristas hispanos. Siendo un hecho que nuestra política grandeza coincidió con nuestra grandeza teológica, no me sería difícil demostrar que aquélla fue un efecto natural y propio de ésta. Por no descender a otros pormenores, las célebres “Leyes de Indias”, tan admiradas hoy por los extranjeros como el código más perfecto de legislación colonial, reproducen en normas concretas y preceptivas la maravillosa doctrina que en sí contienen las “Relecciones” teológicas de fray Francisco de Vitoria. Las leyes y la política de nuestros dorados siglos estaban informadas, según consta por la historia del Derecho español, por las enseñanzas de la Teología. Merced a este feliz consorcio, España ejerció su predominio en el mundo entero. Pero hay más: sin que nuestro acendrado patriotismo nos induzca a negar las glorias teológicas de otras naciones, juzgo que no existe pueblo alguno que pueda disputarnos la supremacía en este campo, el más elevado y noble de todas las ciencias. Si exceptuamos a San Agustín y a Santo Tomás, que han escalado las más excelsas cumbres del pensamiento, ninguna nación puede presentar una legión de sabios extraordinarios que admiten parangón con los dos Sotos, Cano, Bañéz, Lemos, Molina, Vázquez, Salmerón, Toledo, los Salmanticenses, Guevara, Valencia, Mancio, Medina, Fonseca, Laínez, Maldonado, &c., &c. Cada uno de ellos basta para llenar de gloria y renombre a su patria. Y eso que sólo citamos algunos entre los innumerables nombres; en los “inventarlos bibliográficos” de Nicolás Antonio y de Menéndez y Pelayo se cuentan por millares. Nótese (en estos días es necesario advertirlo) que esa pléyade está compuesta de “sacerdotes y frailes”, a quienes debe tantísimo la ciencia española. Disipadas hoy la envidia y la malevolencia extranjeras, se nos hace justicia y ya se reconoce por los más conspicuos sabios de otros países, que España, por su incomparable tradición teológica, ocupa uno de los primeros puestos en la civilización e Historia Universal. Miran hoy con profunda simpatía, aún los mismos protestantes, a aquella España creadora de los sutiles y originales sistemas teológicos de la “Ciencia Media” y del “Congruismo”, logrando reconcentrar totalmente la atención de la Europa entera en las famosas controversias de “Auxiliis”; a aquella España, que en el Cóndilo de Trento –tan español como ecuménico, decía M. Pelayo– logró la admiración del mundo católico por el saber inagotable y prodigioso de sus teólogos. Y no se crea que esa simpatía es especulativa y estéril, pues las doctrinas de nuestros teólogos penetraron en los mismos Centros y Universidades civiles extranjeras. Cuatro sabios, según demostró el profesor Barcia recientemente en la Universidad de Manila, ninguno de los cuales es ni católico ni español, vindicaron para Vitoria la paternidad del Derecho Internacional, atribuyéndole además señalada intervención en el desarrollo del derecho de Gentes. Por iniciativa de los sabios de Norteamérica se dedicará en 1933 un homenaje internacional a la ciencia teológica española, siendo Salamanca el lugar designado.
De lo expuesto se deduce cuán oportuna sea la “Biblioteca de Teólogos Españoles”, que ha de ser tan útil lo mismo a los sacerdotes que a los seglares. Lo demostraremos en un posterior artículo.
Oviedo, martes 1 de septiembre de 1931
Esplendoroso resurgir de la ciencia española
III
Afirmaba gratuita e insensatamente un izquierdista español del pasado siglo que se podía muy bien escribir la Historia de la Filosofía sin mencionar a nuestros filósofos. Su menguado patriotismo y su poco sólida cultura (aunque se consideraba como intelectual de primera fila) le indujeron a emitir tal despropósito. Siempre los heterodoxos e izquierdistas españoles fueron zurdos y miopes en casi todos los aspectos. Quien estudie serena y concienzudamente la filosofía española se convencerá que hemos subido muy alto en la especulación filosófica, no teniendo que envidiar nada a otras naciones. Muy pocos pueblos pueden presentar tres escuelas, que se han granjeado multitud de discípulos en el mundo entero, conocidas por el nombre de sus inmortales fundadores: el lulismo, el suarismo y el vivismo. Y eso que no mencionamos el senequismo y el averroísmo por ser paganos sus autores. Prescindimos, además, del número extraordinario de filósofos independientes que, dentro del dogma católico, han florecido en nuestra patria. Sin embargo, nuestra riquísima producción filosófica languidece y queda eclipsada ante los vivos e inextinguibles fulgores que irradia la ciencia teológica española. Parece que en ella se reconcentra todo el ingenio y vigor intelectual de la privilegiada raza hispana, tan rebosante de riqueza espiritual. Si en todas las artes y variadísimos ramos del saber humano hemos rayado a gran altura, nada nos hace, no obstante, más sublimes y superiores a otras naciones que nuestra Teología y nuestra literatura, incluyendo en esta la incomparable y arrobadora Mística de la Patria española. Y esa Teología no era patrimonio exclusivo de los insignes escritores, sino que le era familiar al mismo pueblo. Los “Autos sacramentales” –preludio de nuestro teatro– agradaban sobremanera y eran entendidos, a pesar de su terminología y profundidad teológica, por el común de las gentes, de ahí que se nos haya llamado pueblo teólogo.
Los Dominicos españoles con su “Biblioteca de Teólogos” recordarán y harán amar eficazmente a sus compatriotas y al mundo sabio las más legítimas glorias de la madre España. Al mismo tiempo, pondrán de manifiesto la gran difusión y enorme influencia de la cultura española. Para explanar esto último bástame trascribir a nota de M. Pelayo: “en París leyeron filosofía, teología y matemáticas Álvaro Tomás, Gaspar Lax, los hermanos Coronel, Pedro de Lerma, Juan de Celaya, Juan Dolz de Castellar, Jerónimo Pardo, Pedro Ciruelo, Juan Martínez Siliceo, Mariana, Juan Maldonado y otros innumerables. En Burdeos fue rector Juan Gélida. En Tolosa enseñó leyes Antonio Gouvea. En Dilingen e Inglostad, Pedro de Soti, Martín de Olave, Alfonso de Pisa y Gregorio de Valencia. En Polonia, Pedro Ruiz de Moros y Alfonso Salmerón. En Lituania Manuel de Vega. En Bohemia, Rodrigo de Arriaga. En Oxford, Vives y Pedro de Soto. En Cambridge Francisco de Encinas. En Lovaina Vives, el jurisconsulto Pérez y muchos jesuitas. En Padua, Juan Montes de Oca. En Roma Francisco de Toledo, Mariana, Benito Pererio, y otros innumerables. Basta decir que hasta el siglo pasado el catedrático de filosofía en el Colegio Romano fue siempre un español.” Como so ve, los pensadores españoles habían invadido todas las aulas de las Universidades extranjeras; y aún pudiera citar otras muchas, v. g.: la de Coímbra, en donde enseñó el eximio Suárez, el cual ya habló en el siglo XVI de lo que hoy es una realidad, es decir, de una “Sociedad de Naciones” y de un “Tribunal de Justicia internacional” para dirimir las contiendas de los Estados. El jesuita granadino se adelantó varios siglos a Wilson y a Kellog. Quien desee conocer la lucidísima actuación académica de esos teólogos y profesores del siglo XVI y XVII lea la historia de las Universidades extranjeras, pues en ella, aunque alguno de esos escritos proceda de pluma protestante o racionalista, se tributan calurosos elogios a los catedráticos hispanos que regentaron cátedras fuera de su patria. Ellos fueron, además, el martillo pulverizador de las falsas doctrinas luteranas, los grandes controversistas, más temibles para las sectas protestantes que “los mismos ejércitos del Emperador Carlos V”. Aún más: España tenía por aquellos tiempos un número de Universidades (con sus respectivas facultades de Teología) que excedía de cuarenta, y, sin embargo, todavía le quedaban catedráticos, reclutados la mayor parte entre el clero, para surtir las cátedras de casi igual número de Universidades que fundó muníficamente en sus colonias.
No debemos ocultar que nuestros teólogos, además de sus originales y sólidos sistemas e ingeniosas teorías, crearon nuevas disciplinas y métodos dentro del campo teológico. Mencionamos solamente a Melchor Cano y Ruiz de Montoya. El primero escribió la obra “De locis”, que dio origen y puso las bases de lo que hoy se llama “Teología fundamental”. El segundo es considerado como el fundador de la “Teología positiva”, y sus obras sirvieron de modelo a los teólogos extranjeros, como Petavio. Los maestros de Teología salmantinos –la mayor parte de la Orden dominicana– recibían consultas de todo el mundo civilizado. Así consta en documentos del archivo universitario. Las oposiciones a la cátedra de Prima eran la expectación, no sólo de España, sino de Europa. Cuando Pedro de Herrera obtuvo dicha cátedra, el mismo Pontífice, Clemente VIII, le envió una carta de felicitación. Salamanca, la Atenas española, no sólo emuló, sino que superó las glorias teológicas de la Sorbona. Nada diremos de la ínclita Universidad de Alcalá, en donde brillaron tantas lumbreras del saber teológico. En los días de hoy aún se honra a los teólogos españoles en los centros docentes del extranjero; así lo demuestran las tesis o monografías de los aspirantes al doctorado, las cuales versan frecuentemente sobre esos “sacerdotes y frailes” de nuestra amadísima Patria.
La pluma, sin darme cuenta, llenó más cuartillas que lo que yo deseaba. No cumplí lo prometido en el último artículo; pero casi me alegro, porque expuestos con mayor amplitud el ambiente y medio históricos de la cuestión presente, resaltarán más en el siguiente la trascendencia y utilidad de la “Biblioteca de Teólogos españoles”.
Oviedo, viernes 4 de septiembre de 1931
Esplendoroso resurgir de la ciencia española
IV
Para reproducir o dar a conocer fielmente el pensamiento de los Dominicos de las provincias de España, acerca de la “Biblioteca de Teólogos españoles”, voy a transcribir alguno de los párrafos en que exponen su plan.
«El fruto de las vigilias y sudores de nuestros teólogos no está aún suficientemente explorado. La serie publicaciones que tratamos de emprender, tiene como elemento básico, aparte de los materiales conocidos de antiguo por andar ya impresos, el caudal enorme de textos inéditos que guardan nuestras bibliotecas, y la cantidad abrumadora de documentos que atesoran nuestros archivos, con cuya ordenación sistemática se logrará fecundizar el campo ya de sí harto exuberante de nuestra producción teológica. Sólo este sector de carácter histórico y la reproducción de textos, daría suficiente trabajo para ocupar una legión de operarios durante muchos años, y por ello habríamos de merecer el aplauso y gratitud de los amantes de la cultura. Pero nuestro plan es más comprensivo, y queremos que abarque, y muy principalmente, la publicación de obras originales de carácter doctrinal, persuadidos de que la raza de aquellas grandes figuras que fueron el alma del Concilio de Trento, y llenaron con su fama uno de los períodos más gloriosos de la historia, aún perdura en el solar hispano, y está en disposición de rememorar los tiempos los tiempos clásicos de la Teología patria. Asociar esos esfuerzos dispersos para realizar un trabajo metódico de investigación histórica y doctrinal, constituye la aspiración de la “Biblioteca de Teólogos españoles”. Nos decidimos a hacer pública la idea, esperando que otros se sumen a nuestra obra, prestándola, ya sea el apoyo moral de su aplauso, y difusión, ya la ayuda material, para el sostenimiento regular de una empresa de esta magnitud, y también la colaboración literaria que nutra este organismo vital. La Biblioteca constará de tres secciones: Primera.- “Reproducción de textos raros o inéditos”. Segunda.- “Monografías histórico-teológicas”. Y tercera.- “Estudios doctrinales”.
Como nuestro ideal es hacer labor científica, el precio será el más económico posible; a los suscriptores se les descontará el 30 por 100. Aspiramos a publicar dos volúmenes por año. El criterio qua predominará en nuestra Biblioteca será tan amplio como el pensamiento español. Por esto mismo hemos querido llamarle “Biblioteca de Teólogos españoles”. Esperamos confiadamente el favor del público estudioso e intelectual, no sólo de nuestra patria, sino también del extranjero, tan interesado ahora en la investigación de la cultura española.»
De lo que antecede se colige que la obra gigantesca emprendida por los Dominicos españoles es de trascendencia verdaderamente nacional, porque restaura nuestras glorias y acrecentará considerablemente el prestigio literario de la Patria ante los pueblos extranjeros en los cuales se hacen ya favorables comentarios del magno proyecto. Desde la publicación de la “Biblioteca de autores españoles” de Rivadeneira, nada hemos hecho en el campo de las letras que pueda compararse a lo que promete la “Biblioteca de Teólogos españoles”. Será el monumento más preciso y meritorio que se erigió a la ciencia española desde hace siglos. Si fuéramos sinceramente patriotas y supiéramos discernir, como se debe, los más altos valores de nuestra cultura, apoyaríamos con todas nuestras fuerzas esta empresa de honda y rigurosa reconstrucción nacional. Lo que más admiran en nuestra patria los sabios de afuera, es la Teología y la Mística. El mismo Gobierno –como se hace en otros países, en donde se sienten y se aman las tradiciones patrias– debiera prestar ayuda económica para la impresión costosísima de tantos volúmenes. En casi todas las naciones se dan subvenciones a las sociedades e individuos que se dedican a las altas investigaciones. Y no sin motivo, porque, como dicta el sentido común, y la sana filosofía, el Estado no sólo debe promover el progreso material, sino muy principalmente el intelectual y el moral, que son el alma de toda civilización integral. No crean los gobernantes que se estimula el adelanto intelectual favoreciendo a las bibliotecas de los Ateneos con preferencia. Ya decía M. Pelayo que nuestra juventud se había formado (mejor sería “deformado”) en los salones de conferencias de esos centros, en las tertulias del café y en las lecturas del género novelesco, más no en el estudio serio y reposado de las obras de los grandes maestros españoles. Por eso el vago sentimentalismo sustituyó, para desgracia nuestra, el noble ejercicio del raciocinio. Hoy se aborrecen los estudios de alguna enjundia filosófica o discursiva.
Los Dominicos con su “Biblioteca” prestan un servicio inapreciable a la ciencia española. Con la publicación de obras inéditas aumentan nuestra bibliografía con nuevas joyas, y lo que es más, la libran de quedar sepultada en los archivos o de desaparecer, para siempre. Gran parte de nuestra producción teológica está sin explotar, pues, para no citar más que un caso, dice don Vicente de la Fuente, que pasan de trescientos los tomos manuscritos de Teología que se conservan en la Universidad de Salamanca.
Muy interesantes han de ser los datos históricos y los juicios críticos con que se presentará adornada dicha “Biblioteca”. No dudo que con esas investigaciones se han de aclarar muchos puntos oscuros de nuestra historia, la cual está tan falseada aún en esos textos que corren por nuestros centros; indocumentados y antipatrióticos son parte de dichos manuales, y aún son peores los que se usan en Hispanoamérica. Tal “Biblioteca” producirá gran movimiento intelectual lo mismo entre el clero que entre las clases letradas de los seglares, pues aunque no todos éstos sean peritos en la lengua latina, sepan que gran parta de las obras que se publicarán están escritas en lengua castellana. Por último, la mencionada “Biblioteca” proporcionará otra utilidad no pequeña, es la que sigue: la Historia de la Teología española (lo mismo acontece casi con la de la filosofía) está sin escribir, Publicada la “Biblioteca de Teólogos españoles”, el camino queda más expedito para dar cima a tan excepcional empresa.
Ya está en prensa el primer tomo de la “Biblioteca”, y se titula: “El maestro Fray Pedro de Soto y las controversias político-teológicas en el siglo XVI”. De su autor y de otros ilustres colaboradores diré algo en el siguiente artículo, que será el último de esta serie. Sin tardar escribiré algunos otros, en donde haré un estudio de la “meritísima y grandiosa” labor del clero secular y regular de nuestra patria. Conviene recordar a muchos en la actualidad y probarles cómo el clero es la columna más robusta y vigorosa que sostiene a la Patria. “El Debate” está publicando varios artículos sobre este asunto; pero la materia es tan abundante, que puede desarrollarse cumplidamente con datos diferentes.
Oviedo, jueves 10 de septiembre de 1931
Esplendoroso resurgir de la ciencia española
V
Está ya en prensa el primer volumen de la “Biblioteca de Teólogos españoles” y se titula: “El maestro Fray Pedro de Soto y las controversias político-teológicas el siglo XVI”. Su autor es el padre Venancio D. Carro, ilustre colaborador de la revista “Ciencia Tomista”, en donde publicó notabilísimos trabajos de alta investigación histórico-teológica. Los diversos archivos y bibliotecas son testigos de su infatigable y fructífera labor. La presente obra del Padre Carro fue calificada en la Universidad de Friburgo (Suiza) con la máxima nota. Este solo rasgo revela su gran valor intrínseco. Son dos los volúmenes (de más de 400 páginas en cuarto cada uno) que sobre dicho tema preparó el publicista dominicano. Según se nos comunica, con esta obra adquiere nueva luz uno de los períodos más interesantes de la historia española. En torno a la figura del confesor del Emperador Carlos V, se perfila con nuevos e inéditos documentos la actuación de España en la lucha protestante en Alemania y en Inglaterra; se pone de relieve la aportación española en el Concilio de Trento y se esclarecen muchos hechos de la gran contienda político-teológica del siglo XVI. El primer volumen se concreta a las luchas político-religiosas. El segundo será una historia de las controversias teológicas, en las que Soto fue durante veinte años figura muy destacada.
No dudo que la obra del Padre Carro ha de arrojar mucha luz sobre los acontecimientos de nuestro siglo de oro, no suficientemente explorados aún. Causa rubor el considerar que uno de los libros que con mayor erudición y crítica enjuicia y examina aquellos áureos tiempos fue escrito por un inglés, titulándose: “Fray Luis de León y el siglo XVI”. Si exceptuamos los trabajos del Padre Montaña (insigne asturiano y decano del Tribunal de la Rota) acerca de Felipe II, y el libro “Reivindicación histórica del siglo XVI”, que contiene varias conferencias de notables escritores españoles, apenas poseemos monografías interesantes de aquella gloriosa centuria. Por eso las investigaciones del Padre Carro merecerán el más caluroso aplauso de los buenos patriotas. Por otra parte, el citado dominico trae al plano de la actualidad uno de los personajes más simpáticos e influyentes de nuestra historia. Es cierto que en el campo filosófico Pedro de Soto no alcanzó la fama que su hermano Domingo de Soto, pues éste fue uno de los mejores comentaristas de Aristóteles, pero en Teología, aunque tal vez no hubiese escrito tanto como Domingo, ocupa un lugar relevante. Casi toda su actividad se desarrolló fuera de España, siendo profesor de Dilingen, Ingolstad y Oxford durante largos años. Por eso sus obras se publicaron primeramente en Augsburgo, Amberes, Dilingen y Tréveris. Pedro de Soto fue un gran profesor y pedagogo. Con razón, pues, Menéndez Pelayo (“Ciencia española”, tomo III) le llama reformador de las Universidades de Dilingen y Oxford. Pero además puede considerarse como uno de los más formidables controversistas en las polémicas suscitadas por el protestantismo; fue sin duda antes que Belarmino, un invencible adversario de los errores de la Reforma. Por no alargar las citas, básteme recordar solamente dos de sus obras: “Assertio catholicae fidei circa artículos confessionis Wurtembergensis” y “Defensio catholicae confesionis”. En estos dos tratados magistrales Pedro Soto refutó con avasalladora dialéctica la herejía luterana; el protestantismo, bajo el aspecto doctrinal, recibió el golpe de muerte con el análisis que de él hizo aquel batallador teólogo hispano. De ahí que Fray Ramón M. Vigil (“Ensayo de una Biblioteca de Dominicos españoles”) diga: “Soto mereció por sus trabajos contra los protestantes que éstos se ensañaran contra él de una manera feroz.”
Otro de los colaboradores de la “Biblioteca” es el P. Beltrán de Heredia, el cual tiene anunciados varios trabajos acerca de Bañéz y de Domingo de Soto. No hace aún mucho tiempo que el P. Beltrán dio a la estampa el siguiente libro: “Estudio crítico de introducción a las Lecturas y Relecciones de Francisco Vitoria”. El P. Getino, cronista de Salamanca, con su obrita acerca de “Sócrates alavés”, y Beltrán de Heredia han prestado un gran servicio a los miembros y amigos de la “Asociación Francisco Vitoria” la cual –dicho sea de paso– es presidida por el señor Sela, perteneciendo también a tal entidad el eminente catedrático de la Central señor Fernández Prida.
Mi entrañable amigo el P. Manuel Cuervo de Ribera enriquecerá dicha “Biblioteca” con otra monografía titulada “Premocionistas anteriores a Bañéz”. El P. Cuervo, en su cátedra (la misma que ocuparon Vitoria, Soto y Melchor Cano) y en los boletines de “Ciencia Tomista” ha demostrado su inmensa cultura teológica. Esperamos, pues, que ha de desenvolver el tema con singular competencia. Y en verdad que ésta se necesita para abordar las altísimas cuestiones filosófico-teológicas de la promoción física y del concurso simultáneo de la presciencia divina y la eficacia de la gracia en relación con la libertad humana. No me cabe duda que el profesor salmantino e ilustre asturiano, P. Cuervo, probará cumplidamente –contra lo que hasta aquí erróneamente se suponía– que, entre otros premocionistas, Vitoria y Medina fueron precursores de Bañéz.
Firmas tan prestigiosas como las del P. Ramírez, del P. Barbado, de Zaragüeta y de otros profesores y escritores dominicanos y extraños a la orden colaborarán en dicha “Biblioteca”. El P. Ramírez, profesor en Friburgo, es uno de los teólogos más notables de nuestros días. El P. Barbado, asturiano y profesor en Roma, es conocidísimo en toda Europa; su “Introducción a la Psicología experimental” se considera como lo mejor que se escribió sobre la materia. Nada digamos del sacerdote y catedrático de la Central señor Zaragüeta; no se necesita ensalzar el mérito de sus obras de índole filosófica y social.
Quiera Dios Nuestro Señor que la mencionada “Biblioteca” inspire a los seglares un vivo deseo de iniciarse en el estudio de la Teología, tan necesario como olvidado. Si nuestros políticos –ministros y diputados– desbarran tanto en sus discursos es porque ignoran la ciencia teológica y el Derecho Público Eclesiástico. Manterola, Pidal, Mella, &c. ya sabemos por qué fueron grandes parlamentarios.
La cultura de los seglares adquiere singular brillo cuando está informada por algunos conocimientos de Teología. Un amigo me contaba que le había entusiasmado un discurso que había oído en el “Campoamor” hacía pocos años; al parecer, el señor Fernández Ladreda (hombre de gran talento) comentó con extraordinaria maestría un artículo de Santo Tomás. ¡Lástima que la Teología no volviese a las Universidades! A pesar de todo, “el pueblo teólogo” no perdió sus aficiones teológicas. Baste consignar que el Paraninfo de nuestra Universidad se llenó el año pasado de público selecto para oír las amenas e instructivas disertaciones del muy docto Magistral, don Benjamín Ortiz.