Antonio de Luna
España, Europa y la cristiandad
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Ya en 1940, S. S. el Papa Pío XII se hacía eco de la común opinión –compartida por uno y otro bando beligerante– de que con el cesar de las hostilidades surgiría un nuevo orden europeo{1}. Hoy día, sin necesidad de echar nuestro cuarto a espadas de profecía, podemos concretar aún más, afirmando que, si se consigue quebrantar suficientemente a la U.R.S.S. –caso contrario, Europa sería destruida en todo o en parte–, el viejo continente quedará organizado en la postguerra, muy probablemente, en forma federal.
En efecto, los fines de paz{2} formulados por las potencias antibolcheviques son de sobra conocidos y no cabe dudar que Europa –caso de un triunfo de dichas fuerzas– adoptaría tal forma política. No es menos cierto, aunque no tan evidente, que existen grandes probabilidades de que ocurra algo parecido en caso de victoria de las “Naciones Unidas”. Sin embargo, no son equivalentes, ni mucho menos, ambas soluciones, aunque coincidan en ciertos caracteres formales. Independientemente de las distintas ideologías a que servirían, Europa se convertiría, en el primer caso, en una comunidad política independiente, que se relacionaría con el resto del mundo mediante una política de equilibrio de continentes; en el segundo quedaría relegada a ser una pieza más de un “orden mundial” manejado hegemónicamente por los anglosajones.
Cuando Churchill, en su discurso de 21 de marzo pasado, habló de la posible creación de un Consejo de Europa, integrado por todos los países europeos, con un Tribunal Supremo para resolver sus conflictos y fuerzas aunadas para Imponer con vigor sus decisiones{3}, el Premier británico ponía todo el peso de su fuerte personalidad al servicio de uno de tantos hipotéticos planes de paz que han surgido en el seno de las “Naciones Unidas”{4}. El motivo político que a ello le movió, a pesar de que en anteriores declaraciones oficiales de gobernantes de “Naciones Unidas”, por cierto bastante vagas{5}, más bien predominaba la opinión de considerar utópica toda organización más o menos federal de los grupos de poder político de la postguerra{6}, a diferencia de la publicística, que, por el contrario, veía con mucha más simpatía esta solución de tipo federativo{7}, no fue una súbita ruptura con la más elemental de las normas política de toda “thalassocratia”, desde los tiempos de Atenas y Cartago a los del almirante Mahan, que ordena dominar, más cómoda e imperceptiblemente, mediante la “indirect rule” facilitada por la aplicación del “divide et impera” de toda política de equilibrio; sino de un lado, la imposibilidad de mantener dividida a la Europa de la postguerra –desaparecidos el poder militar alemán y francés– frente a una Rusia que ha demostrado poseer un potencial bélico inquietante; de otro, el poder proceder dentro del marco federal a una desmembración de algunos Estados europeos, Alemania sobre todo; y, finalmente, el que dotaba a Inglaterra de un arma de propaganda frente a neutrales e incluso beligerantes, haciéndoles olvidar que su norma constante de conducta había sido mantener dividida siempre a Europa para dominarla más fácilmente, mediante la colaboración ya de ésta, ya de la otra potencia continental, que funcionaba como el brazo armado terrestre del poder naval inglés, sin cuya ayuda hubiese sido éste inoperante. Es decir, no habría tal abandono de aquella política del equilibrio que, formulada por primera vez en suelo italiano, fue manejada siempre de un modo magistral por Inglaterra ya desde aquellos tiempos en que Enrique VIII se inclinaba ora a Francisco I, ora a nuestro César Carlos, en aplicación de su divisa “cui ad haero praest”, sino confirmación de la misma; no en balde a esta política se la conoce universalmente por su denominación inglesa: “Balance of power”{8}.
Más sea lo que se quiera del nuevo orden europeo que las “Naciones Unidas” piensan establecer –“il ne faut pas vendre la peau de l’ours avant de l’avoir tué”–, lo cierto es que tienen el propósito de no terminar esta guerra a la manera clásica: armisticio, conferencia de la paz, tratado, sino que durante un cierto periodo de transición, cuya duración no precisan (algunos la fijan en cinco años), Estados Unidos, Inglaterra y Rusia piensan administrar provisionalmente el orden europeo, hasta que la normalidad haya sido lo suficientemente restaurada para que sea posible convocar una conferencia en que vencedores, vencidos y neutrales decidan respecto a la organización definitiva{9}. Planes que no han despertado, precisamente, el entusiasmo de las pequeñas potencias europeas, aun de aquellas mismas que se alinean en el grupo de las “Naciones Unidas”{10}.
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Nadie, por consiguiente, debe contar con que en Europa se restablezca el “status quo ante”, y aun cuando los españoles ya venimos interesándonos bastante con estos problemas, quizás no esté de más el intentar despreocuparse de las inmediatas incidencias de la lucha y preguntar al espíritu nacional –no a informaciones extranjeras– cuál podría ser la solución española ante una nueva Europa. Pero un español y falangista siente de momento una cierta perplejidad al ocuparse “cum amore” de la idea de Europa. No en balde somos los continuadores de una línea de pensamiento que mantuvo siempre enhiesta, desde nuestro vencimiento como gran potencia, la bandera antieuropea, frente a aquella otra tradición política de españoles “europeizantes” a quienes vencimos definitivamente el I de abril de 1939. Cierto que nosotros defendimos a esta “península asiática” del árabe y del turco, que quisimos ordenarla en unidad política; pero lo hicimos por la Cristiandad, no por Europa, ya que ésta, antes de nuestra derrota por potencias rivales, no era “más que una mera designación geográfica sin ninguna referencia a una idea político–cultural de comunidad; y cuando se preñó de este contenido, los españoles con sentido de la misión histórica de España tenían forzosamente que repudiarlo porque era adverso al auténtico ser nacional. Mas si se persiste en la reflexión, se verá que no hay inconsecuencia en nuestra actitud, y que era precisamente por haber sido, hasta finales del primer cuarto del siglo XX, antieuropeos, por lo que hoy teníamos forzosamente que salir de nuestro aislamiento, en defensa, no de una Europa cualquiera, sino de “nuestra Europa”, mientras los antiguos europeizantes se convertían, inevitablemente, en sus más implacables enemigos.
La razón de este cambio está en la evolución de la idea de comunidad occidental y de los términos con que en las distintas épocas se la ha designado. Aunque ya Homero menciona a Europa, este término no significa entonces más que una mera distinción geográfica entre el Oriente y el Occidente, que los griegos aprendieron de los pueblos asiáticos. En el Occidente romano–germánico se nos presentan, al comienzo de la era cristiana, dos ideas de comunidad con pretensión de universalidad para tal espacio: Imperio romano e Iglesia cristiana. Su lucha se convierte en el acontecer central de la Edad Media a través de la renovación de la idea de Imperio que presenta la fundación carolingia y la restauración de Otón el Grande{11}. Este sistema medieval no está auténticamente representado por la coordinación de dos poderes independientes, sino por la subordinación del Imperio al Papado{12}. Por ello, la unidad, de la comunidad cristiana no es designada en esta época por Christianitas, sino por Ecclesia, concebida ésta de un modo jerárquico–regimental.
Pero ambos poderes, Papado e Imperio, se agotan en su dialéctica para ser reemplazados por las nuevas formas nacionales. En el momento de transición, puesto que el Papa no puede ordenar deberes seculares y dado que no hay tina autoridad universal secular, viene el Concilio como asamblea de la Iglesia y de los Príncipes a rellenar la laguna, y es entonces cuando la Christianitas comienza a convertirse en la expresión de la totalidad política que se revela en unidad religiosa. Europa no es aún más que la designación espacial de una parte de la tierra que sirve de teatro a determinados acontecimientos históricos. Con la Reforma, y por razones, obvias, se acentúa aún más la sustitución del término medieval de Iglesia por el de “Cristiandad”, pero ésta –y precisamente a causa de la Reforma– no designa ya una comunidad político–cultural de Occidente, sino una sociedad tan sólo; desaparece todo fin e ideal común, y el Renacimiento y la revolución espacial del siglo XVI arrojan nueva leña al fuego que había de consumir la unidad europea; el mismo término de “Cristiandad” contiene valores distintos según sea usado por católicos o protestantes. Aparece paulatinamente el Estado como forma de organización política, como instancia unitaria suprema de decisión y actuación irresistibles en un territorio cerrado. Una auténtica unidad sobreestatal en forma corporativa es imposible, porque lo impide el dogma de la igualdad de todo Estado, y el mundo occidental, abandonado a la dinámica de una pluralidad de Estados singulares, no encuentra una ordenación común. No la constituye el Derecho natural, puesto que pronto perderá las amarras metafísicas con que fundamentaron un ius gentium un Vitoria y un Suárez, y la ratio pronto dejará de ser en sus sucesores el medio de conocimiento de la idea del derecho, para convertirse en creadora de la misma, llegándose por sucesivas etapas, en este racionalismo subjetivista, a los funestos resultados de un positivismo jurídico demoliberal, que ha olvidado ya para siempre que si el ordenamiento jurídico es orden de paz (seguridad), también lo es de distribución (justicia).
La terminología no avanza al par de esta evolución, y por ello aún se sigue empleando el término “Cristiandad”, pero muy secularizado ya al perder sus esencias católicas en su uso protestante. Mientras tanto, gana cada vez más terreno la expresión “Europa”, que por influjo, sobre todo, del Humanismo, va adquiriendo, paso a paso, contenidos espirituales más allá de la simple referencia geográfica. Su uso se hace indispensable a partir del descubrimiento y cristianización de América, porque la expresión de “Cristiandad” ha desbordado el espacio occidental. El término “Europa” adquiere su consagración definitiva cuando la publicística expresa con él la unidad que un sistema dinámico, el de la política del equilibrio, va a introducir en el mundo occidental. “Europa” es, pues, la secularización de “Cristiandad”; pero si en un comienzo aún conserva los contenidos éticos con que Antigüedad clásica, Cristianismo y Germanidad la habían dotado, como llevaba ya en sí los gérmenes de su disolución, poco a poco, inexorablemente, llegará a hacer crisis definitiva en nuestros días, de la que sólo se salvará por la sangre y la pólvora, remedios heroicos, únicos capaces de repristinar su sentido.
Cuando España fue vencida en su intento de salvar la unidad de la Cristiandad, la secularización de ésta, que es Europa, pierde, como hemos dicho, su carácter de comunidad, para convertirse en una simple sociedad. Europa no es a partir de entonces comunidad porque carece de una voluntad esencial y sólo pululan en ella voluntades arbitrarias, en su ámbito se persiguen fines que podrán ser iguales o semejantes, pero siempre paralelos, jamás comunes. Mas sólo la comunidad une las almas, la sociedad sólo puede poner en contacto epidermis. Dividida en grupos nacionales que a su vez carecían de unidad interior, destrozada por el pluralismo político y clasista, la vida del europeo actual carecía, hasta hace poco, de finalidad alguna, a no ser que se considere tal ese despliegue del mero instinto de conservación. Ensayó vivir desde la razón, que en eso consiste la, esencia de la época moderna, fracasando lamentablemente por haber pretendido sustituir los valores vitales por valores meramente útiles. Abandonando la doctrina de Cristo, de la que la Iglesia es depositaria y maestra, perdió Europa, irremisiblemente, al negar la base fundamental de la moralidad, aquella cohesión espiritual que su antecesora la Cristiandad tuviera{13}.
Contribuye también a la desunión y el fracaso de Europa, la ausencia en este período de un enemigo exterior visible, porque Inglaterra, con su hegemonía de la “indirect rule”, basada en la doctrina del equilibrio que “había de impedir por mucho tiempo –hasta nuestros días– (como dice Alfonso García Valdecasas) que fuera visible un principio de superior solidaridad europea en una empresa común permanente”{14}, luchaba desde el interior y no” había sido aún desenmascarada. Durante siglos, sólo las grandes potencias europeas son los sujetos de la historia y de la política exterior, el resto del mundo es espacio colonial actual o en potencia. El espacio europeo se extiende hasta donde alcanza su poder, y su núcleo allí donde se establece firmemente su cultura. Por ello es elástico. Así Enea Silvio excluye a Rusia de Europa, y el viajero alemán Kiechel, en 1586, traspasa la frontera Norte entre Asia y Europa en el lago Peipus, y otro viajero, David Wunderer, coloca la frontera Sur en el Don, y sólo a partir de Pedro I se lleva a los Urales; América es, en aquellos sitios en que había arraigado la cultura occidental, parte de Europa, y donde no, espacio europeo, hasta el mensaje al Congreso de los Estados Unidos del Presidente Monroe, de 2 de diciembre de 1823. Nada más característico a este respecto que el Derecho internacional, que era un derecho cristiano europeo, absolutamente europocéntrico, y que sólo en 1856 admite a Turquía en el “concierto europeo” y a fines del siglo XIX a otras potencias asiáticas. Pero la fase de expansión termina, el mundo se halla ya distribuido, y Europa, en peligro su acción rectora, es amenazada por otros continentes. No puede permitirse ya el lujo de agotarse en luchas intestinas y el enemigo común le impone forzosamente la unidad si quiere subsistir. Europa no puede definirse más que por oposición. Quizás los europeos no nos demos nunca cuenta exacta de ello, nos falta distancia para verla en perspectiva, como estamos dentro de sus entrañas no podemos atender a su idea porque toda atención exige un enfoque, que consiste precisamente en desatender lo demás. El concepto de Europa no es un concepto geográfico: desde este punto de vista sólo es una península asiática, y más analogía hay entre Marruecos y Andalucía que entre ésta y Laponia; ni económico: mayor y más rápida conexión existe entre la Europa occidental y los Estados Unidos que con el Volga central; ni cultural: los argentinos nos son más afines que los cosacos del Don. Europa es un espacio histórico común creado por la política. Se caracteriza porque las organizaciones políticas que la integran han tenido todas iguales formas, de civilización y al mismo tiempo; los pequeños “décalages” de algunas de sus unidades políticas sirvieron sólo para conceder a la que introducía una nueva forma UH período de hegemonía, primero a España con el Estado, después a Francia con la Monarquía absoluta, por último a Inglaterra con la “thalassocratia” y la técnica, producto de la revolución industrial; hoy son Alemania, Italia, España y Portugal quienes aportan la nueva forma de sus movimientos políticos. Como concepto político, Europa se define por aquello que posee este carácter con la máxima intensidad: la guerra como lucha existencial. Ya Donoso Cortés señaló que la guerra es el único camino para la agrupación de los pueblos, “la guerra es el medio universal de las asociaciones humanas”{15}. Por ello, Europa se extenderá hasta donde alcancen las armas de los europeos, y mientras dura el actual conflicto queda definida como el espacio bloqueado por las “Naciones Unidas”. Por ello Europa, aunque perdure geográficamente, puede desaparecer. La unidad de Europa es pues, política.
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Si Europa es una unidad política, y si toda política consiste en un despliegue de la voluntad de poder para establecer un determinado orden, y si el orden que Europa ha venido encarnando era ante todo racionalista, individualista y materialista, es decir, anticristiano, comprenderemos ahora por qué aquellos españoles que han tenido y tienen clara la conciencia del ser y de la misión de España, eran forzosamente adversarios de una Europa de la que había desaparecido el contenido de aquella Cristiandad por la que lucháramos.
Los españoles, no desnacionalizados por el influjo francés preponderante en los siglos XVIII y XIX no quieren tener nada que ver con esta Europa personificada por Francia primero y por Inglaterra después. “¿Por qué nos mezclamos en las cuestiones europeas que en nada afectan nuestros intereses?”{16}. “Se quitarían los Pirineos y nosotros deseamos que los haya”{17}. “Noli foras ire, in interiore Hispaniae habitat veritas”{18}, y les hierve la sangre y les duelen los oídos cuando oyen palabras de “europeización”, vocablo injurioso y malsonante{19} “¡Europa! Esta noción primitiva e inmediatamente geográfica nos la han convertido por arte mágico en una categoría casi metafísica. ¿Quién sabe hoy ya, en España por lo menos, lo que es Europa? Yo sólo sé que es un chibolete”{20}.
Frente a ellos, los “europeizantes” reniegan de la única razón de existencia histórica de España, quieren romper con la tradición que expresa el ser nacional, traicionan a España, pasándose al bando de sus adversarios. “En el siglo XVI las naciones europeas se dividieron en dos bandos: a un lado el porvenir, la Edad Moderna del mundo representada por Inglaterra, Italia, Alemania, Francia; al otro el pasado, la resistencia obstinada, al progreso y a la vida nueva, representada por España”{21}; somos una tribu medieval y africana a la que hay que nivelar con Europa{22}. Se llegará incluso a desear tinos Estados Unidos de Europa como remedio a nuestros males{23}.
En una sola cosa coinciden antieuropeos –que fueron, desgraciadamente vencidos en las guerras carlistas– y europeizantes: en propugnar el “aislamiento” como dogma de nuestra política exterior.
En Ortega y Gasset apunta ya la transición, pues si de un lado recoge el “slogan” de la “generación del 98” de “europeizarnos”, de otro se da cuenta de que los principios ideológicos y prácticos de la Edad Moderna, de signo contrario a los españoles están a punto de perder su vigencia{24} y propugna y anuncia “el advenimiento de una forma más avanzada de convivencia europea, un paso adelante en la organización jurídica y política de su unidad. Esta idea europea es de signo adverso a aquel abstruso internacionalismo. Europa no es, no será la internación, porque eso significa en claras nociones de historia un hueco, un vacío y nada. Europa será la ultranación”{25}.
Surgen de la crisis de aquella Europa de nacionalismos anárquicos –liberal, racionalista y marxista, fácil presa de judíos y masones– los nuevos movimientos políticos en doble frente contra el materialismo marxista y de capitalista. Por eso comprenden los fundadores del Movimiento español que España debe salir de su desgana porque ha sonado otra vez la hora de continuar su misión histórica de que lo que representa la Hispanidad –la unidad de la Cristiandad, la unidad de la civilización contra la barbarie– ayude a salvar a Europa{26}. Y esta vez no estamos solos. José Antonio afirma que España se opone al incendio de Europa, que para Rusia sería un tanto magnífico. Y para Inglaterra, en lo que tiene de Imperio extranjero, no constituye por lo visto preocupación grave{27}. España, para salvar a Europa, debe asumir el papel de armonizadora del destino del hombre y del destino de la Patria{28}. Pero la defensa de Europa había de ser hecha a la española: la Falange, por definición, tenía que distinguir las dos Europas; otra cosa sería traicionar nuestro ser histórico, “porque nosotros representamos la oposición al extranjerismo”. Un universitario de la calidad de Onésimo Redondo fustigaba a la “intelectualidad” europeizante “sometida” sin pudor a las armas traidoras de la cultura enemiga”{29}. Y Ramiro Ledesma Ramos, después de negar que España se pueda salvar con “la nota lánguida de repetición francesa” y dotándola de “buenos modos europeos”{30} afirmaba que “frente a esa Europa degradada, mustia y vieja, el Imperio hispánico ha de significar la gran ofensiva: nueva cultura, nuevo orden económico y nueva jerarquía vital” y suponer para Europa misma la posibilidad de un orden continental, firme y justo. Seguimos oponiéndonos a la vieja Europa, pero la Falange, a diferencia de épocas pasadas, ya no preconiza una política de aislamiento, sino que desde su fundación exige que la voz de España sea oída en la construcción de la nueva Europa cuya aurora se anuncia, “España –dice Ruiz de Alda– puede y debe intervenir con su propia personalidad en Europa y en el mundo... Pensad que Europa está sin terminar, que la guerra europea no cumplió esta misión unificadora, tal vez por no haber ningún vencedor absoluto y, sobre todo, hay que tener presente que el Tratado de Versalles ha fracasado rotundamente por no ajustarse a esa tendencia, pues ha dividido a Europa más de lo que lo estaba y la tensión interna es hoy mayor que nunca”{31}.
Se alza nuestro Movimiento el 18 de julio de 1936 no sólo para decidir un problema político interno, sino en defensa de la cristiandad europea; por ello nuestra guerra, trascendiendo de una mera lucha civil, se convierte en una Cruzada para salvar a Europa. Así lo proclamó nuestro Caudillo Franco desde su primer discurso al asumir la Jefatura del Estado español en 4 de octubre de 1936 y lo reiteró multitud de veces después: “Es la lucha en defensa de Europa, de la civilización y de la cultura cristiana...”, “lograron pacíficamente en febrero de 1936 ocupar los resortes del Gobierno, ofreciendo a Rusia la bolchevización de España. He aquí por qué nuestra contienda rebasa los límites de lo nacional para convertirse en Cruzada, en la que se debate la suerte de Europa”{32}. Este sentido anticomunista fue inmediatamente comprendido por Italia, Alemania y Portugal al enviar a sus voluntarios a defender a Europa en los campos de batalla de España.
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Surge la actual contienda, y España, por encima de los problemas más o menos egoístas que cada beligerante ventila, por encima incluso de sus justas reivindicaciones, continúa la línea iniciada en nuestra guerra de liberación y se declara abierta y francamente anticomunista, porque fue España quien ganó la primera batalla de la actual contienda contra el comunismo{33}. Ciertamente que la defensa de Europa contra el comunismo ruso, como siglos antes contra el árabe, el tártaro y el turco, no es más que la eliminación de una fuerza política, cuyo triunfo haría imposible toda construcción de una unidad europea en sentido cristiano, es, pues, algo meramente negativo, y el que España no sea indiferente a esta lucha y ante ella, en lugar de la neutralidad declare su no beligerancia{34}, no implica que España crea que la restauración de la Cristiandad, a que ella aspira, se identifique con determinado bando beligerante, aunque, naturalmente, quepa hacer una discriminación entre ellos desde este punto de vista. Nuestro Movimiento, a pesar de lo que tiene de semejanza con los demás movimientos europeos contemporáneos, no se confunde con ninguno de ellos, y no podía ser de otro modo, ya que si se halla nacionalmente determinado, no puede caer en la contradicción de convertirse en una internacional nacionalista. Nuestra Falange no es una Falange cualquiera, sino la “Falange Española”{35}. “Tiene, pues, este régimen nuestro, características propias muy acusadas que no permiten a nadie, como pretenden hacerlo aviesas y falaces propagandas, confundirlo con otros: su raíz tradicional y la originalidad de nuestro “programa son las que le dan personalidad y hacen destacarse tocia la obra política de España en los momentos actuales. Por un camino que es nuestro andamos con ademanes que nos son propios e ideas que de nadie tuvimos que aprender, sino tan solo de nuestros más gloriosos antepasados”{36}. Y es que la solución española funde lo social con lo nacional bajo el imperio de lo espiritual{37}. Y este espíritu que especifica el Movimiento español es el católico{38}.
Por ello, el hecho de que España taya llegado incluso a hacer acto de presencia en los campos de batalla del Este con la “División Azul” de voluntarios españoles, para la que todo adjetivo huelga, no significa sino que España se da perfecta cuenta del peligro que el comunismo ruso representa para la civilización cristiana{39} y que tiene la obligación de rematar, en las estepas rusas o en los Pirineos, la tarea que en nuestro suelo iniciara. Primero Hay que impedir que Europa perezca, que después habrá lugar para luchar por su organización cristiana; no vayamos a darle a “burro muerto cebada al rabo”.
España, a pesar de estar en el extremo opuesto de Europa, por la sensibilidad que le daba la universalidad de su nacionalismo no localista, tuvo siempre una certera visión del peligro que para ésta representara siempre Rusia. Ya el gran Duque de Alba, en el XVI{40}, Donoso Cortés{41} y Balmes{42}, en el XIX, profetizan lo que hubiese ocurrido, a no ser por la visión genial de Hitler{43} “cuando en el Occidente no naya más que dos grandes ejércitos, el ejército de los despojados y el ejército de los despojadores, entonces, señores, sonará en el reloj de los tiempos la hora de la Rusia; entonces la Rusia podrá pasearse tranquila, arma al brazo, con nuestra Patria; entonces, señores, presenciará el mundo el más grande castigo de que haya memoria en la Historia; el castigo tremendo será, señores, el castigo de la Inglaterra”{44}. Por ello continúan la tradición española Franco{45}, Serrano Súñer{46}, Arrese{47} y Jordana{48}, al repetir una y otra vez que nuestro principal enemigo es el comunismo{49}.
Independientemente de lo peligroso del régimen comunista –al que Berdiaef calificó acertadamente de “satanocracia”–, ya Rusia de por sí es un enorme peligro para Europa. Basta tener en cuenta estos datos: a) en el año 1500 el Estado de Moscú comprendía 2 millones de kilómetros cuadrados; en 1900, 22,2 millones sin solución de continuidad; b) según los cálculos de las curvas de población en Europa, a fines de este siglo, de cada cuatro europeos, tres serán eslavos. Vamos a conceder –cosa imposible– que fuese verdad lo que Stalin pretende hacer creer al mundo, mediante la abolición de la III Internacional y el restablecimiento de la Iglesia ortodoxa, que él representa tan sólo un nacionalismo ruso que ha ido desembarazándose paulatinamente de la tesis de Trotzky de la revolución mundial{50}. Aun así, si el poder militar alemán desapareciera, Europa quedaría a su merced. No negamos que ni a Inglaterra ni a los Estados Unidos –que fueron a esta guerra para impedir una Alemania fuerte– puede serles indiferente el establecimiento de un poder ruso que se extendiese; directa o indirectamente, desde el Atlántico al Pacífico y que sería, fuera de los Estados Unidos, la única potencia inmune a todo poder naval y aéreo. Ya vimos cómo los proyectos anglosajones de Federación europea respondían al doble objetivo de servirse de Europa para contrabalancear a Rusia, al mismo tiempo que se sometía aquella a un orden mundial anglosajón apoyado en el monopolio del poder naval y aéreo{51}. Pero hace falta no sólo que quieran{52} –hay en los países anglosajones muchos criptocomunistas– sino que puedan debilitar a Rusia hasta el punto de hacerla inofensiva.
Desde luego, no creemos que el camino que se está siguiendo por los anglosajones sea el más adecuado para ello, ni militarmente, al intentar que el poderío alemán y el ruso se destruyan mutuamente., ni políticamente, al dejar que las mismas “United Nations” se infesten del virus comunista. Por mucha habilidad que se tenga en la dosificación y en el establecimiento de cordones sanitarios, aquélla puede ser inadecuada y éstos rotos, y el tiro salir por la culata. Suponemos a lo que obliga una alianza militar y aun sin hacernos eco de aquellos que, además del tratado de alianza anglosoviético{53} y del de ayuda mutua entre los Estados Unidos y la U. R. S. S.{54}, afirman la existencia de otros acuerdos secretos{55}, existen suficientes textos de los propios anglosajones para darnos cuenta del gran peligro que corre la cristiandad europea.
Se dirá que Rusia se adhirió conjuntamente con otras 26 naciones a la “Carta del Atlántico”{56}, pero aparte de la concepción soviética del “pacta sunt servanda” –sobre cuya aplicación–práctica Polonia, después del monstruoso asesinato colectivo de Katyn tendría algo que decir–, aparte del poco valor, que los mismos anglosajones conceden a dicha Carta{57}, es lo cierto, que la misma publicística anglosajona sostiene que, a Rusia, como premio a la importancia de su contribución al triunfo común, debe concedérsele el derecho de determinar por sí sola las fronteras que juzgue necesarias para su seguridad, aunque ello vulnere los principios de la declaración del Atlántico{58}. Y es que lógicamente la U. R. S. S., después del esfuerzo realizado, no iba a ser más modesta en sus pretensiones que en otoño de 1940, cuando las formulara en Berlín por boca de Molotoff. Claro está que, si la opinión pública anglosajona se mostrara muy reacia a tolerar la abierta violación de principios solemnemente proclamados, no por ello dejaría Rusia de obtener sus pretensiones. Le bastaría para ello, ahora que ha disuelto la III Internacional, manejar los partidos comunistas nacionales, que, favorecidos por la descomposición política eco de toda derrota, el estímulo del triunfo militar de un ejército proletario y apoyados por la misma ocupación soviética, no tardarían en apoderarse del poder en numerosos países europeos. Aquéllos, siguiendo el modelo báltico{59}, podrían pedir incluso la incorporación a los Soviets, y el formalismo democrático quedaría a salvo{60}.
Por lo que respecta a la esfera de influencia rusa en Europa, reina unanimidad en abandonar el Oriente de Europa a la influencia directiva de los Soviets{61}. El 1 de agosto de 1941 publica The Times su ya famoso editorial “Peace and Power”, que tanta inquietud produjo en los países neutrales de Europa; su tesis, que después va a ser repetida hasta la saciedad, es que la paz futura no puede basarse más que en el “factor potencia”, naturalmente, armada, porque la fuerza es el único instrumento efectivo de seguridad; el poder, naval y aéreo anglosajón necesita para establecer un orden mundial un brazo armado qué sirva de policía al continente europeo, y éste, descartadas Francia y el Eje, no puede ser otro que Rusia. El 14 de agosto de 1941, al radiar desde Londres Clement J. Atlee, Lord del Sello Privado, la declaración del Atlántico, quedó consagrada la hegemonía soviética en Europa, ya que en virtud del desarme unilateral de los vencidos contenido en el punto octavo, no habría en nuestro continente otra gran potencia–industrial –y estas son las únicas que pueden producir en cantidad y calidad el armamento que requiere la guerra moderna– con derecho a estar armada, sino Rusia. Nada tiene, pues, de extraño que un especialista de las relaciones anglorrusas, como Sir Stafford Cripps, declarara que era incuestionable que, en caso de victoria, la potencia europea más fuerte sería la Unión Soviética, y por eso, en caso de que la Gran Bretaña no estableciese previamente una cooperación amistosa con ella, serían los Soviets exclusivamente quienes determinarían el futuro de Europa{62}. Desde entonces, reiteradamente se ha anunciado que el lobo ruso custodiará en la postguerra el rebaño europeo{63}. Se podrá dudar de la sinceridad de muchos de los que proclaman tales nefastos augurios –el “préstamo y arriendo” incluye también esta mercancía para animar al aliado comunista–; pero no es menos cierto que, en boca de algunos sectarios, dichas palabras son sinceras{64}. De aquí que la profecía de Wyndham Lewis pudiera, por desgracia resultar, cierta{65}.
El “interés político permanente” de los anglosajones se halla, pues, en pugna con el “interés político actual”. Este obliga a prometer a la U. R. S. S. la hegemonía en Europa; aquél, a destruir a Rusia como gran potencia. Ignoramos –en la hipótesis de una victoria de las “Naciones Unidas”– cuál prevalecerá a la hora de la paz. España, mientras tanto, se limita serenamente a tomar buena nota de los peligros que amenazan a la cristiandad europea; ha dado, da y dará vidas y haciendas para evitarlos, mas no siente temor por su propia seguridad; tiene plena conciencia de que el solar hispano no será nuevamente arrasado por las hordas comunistas, porque sabe que sin necesidad de acudir a razones geopolíticas ni a ayudas extrañas, se conservará inmune con su propio esfuerzo.
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Los españoles, herederos, como hemos visto, de una tradición en cierto modo antieuropea, no somos, pues, inconsecuentes, cuando afirmamos ahora nuestra voluntad de presencia en Europa. Si ayer luchamos por conservar la unidad religiosa y política de la Cristiandad, hoy lo hacemos por salvaguardar la unidad social entre los hombres, unidad social amenazada por la lucha de clases que pretende instaurar una sociedad homogénea, no orgánicamente diferenciada. Pero, al hacerlo –sépase bien– hoy como ayer, luchamos en defensa del cristianismo amenazado.
Colocados, pues, ante la perspectiva de dos posibles nuevos órdenes de Europa, nuestra respuesta es bien clara: ni nuevo ni viejo orden europeo, sino el eterno orden cristiano. Una Europa que de antemano, al constituirse en unidad, lo haga de espaldas a la moral cristiana “ipse se effugiet”, no prevalecerá. Porque si bien la unidad de Europa, dijimos, es política, ninguna unidad política puede subsistir si no se apoya en una unidad moral, ya que “la espada que puede Imponer condiciones de paz no crea la paz”; jamás la materia podo prescindir del espíritu. Si el espíritu de la nueva Europa fuese anticristiano. España se convertiría en su implacable enemiga, independientemente de quién triunfe. Pues jamás tuvo el español un sentido pragmático de la verdad.
Las bases para una paz europea, que quiera ser una “tranquila convivencia en el orden”, tienen que buscarse en la ley moral natural, reflejo, en la criatura racional, de la ley eterna. S. S. el Papa Pío XII las ha puesto bien de manifiesto en sus mensajes y discursos con ocasión de esta guerra{66}. Pero son muchas las cosas que Dios dejó a la libre decisión de los hombres, y no debe olvidarse que precisamente fue un español, el jesuita Francisco Suárez, quien sin romper la fundamentación del derecho de gentes en el derecho natural, demostró por primera vez de un modo claro que aquél es un derecho positivo, introducido en el curso de la Historia por el uso constante de las naciones, y, por lo tanto, variable. Caben, pues, distintas soluciones, con base cristiana, al problema del orden europeo. La integral, la que todo lo resolvería, sería una conversión a la fe católica de todos los europeos. Una conversión que no sea meramente nominal, sino auténtica, puesto que no hay paz donde hay pecado. Sin dejar de trabajar hacia este fin excelso, por ahora hay que atenerse a la realidad política y contentarse con que dicho orden esté en armonía con el orden natural{67}.
¡Qué duda cabe que lo ideal para las naciones, como para los individuos, sería gozar de una libertad e independencia ilimitadas! Mas ello no es posible; porque abandonadas unas y otras a un libre arbitrio, el antagonismo y el desorden predominarían sobre la solidaridad y el orden y toda comunidad quedaría destruida. Para quienes, como nosotros, consideren que el Estado sólo tiene un valor instrumental, la eterna dialéctica política entre libertad y autoridad ha de resolverse, en lo interno y en lo internacional, con arreglo al siguiente principio: la máxima libertad compatible con el bien común de la comunidad. Bien entendido –frente a todo individualismo– que la comunidad es un “córpus politicum mysticum” cuyo bien no se resuelve en la mera suma de bienes individuales. Europa agotó ya todas las posibilidades de la idea de desunión. Su bien común exige imperiosamente –es cuestión de vida o muerte– grandes sacrificios a la soberanía de las naciones que la componen; pero ni un ápice más de aquello que sea estrictamente indispensable. Lo sobrenacional tiene que comenzar respetando lo nacional; la unidad europea debe ser unidad en la pluralidad; la nueva Europa, una “comunitas communitatum”. No supondría la destrucción de las naciones, aunque sí de los nacionalismos localistas atomizadores. No es nuestra idea, de Europa la del “bon européen” de mente judaica que comenzaba, para afirmar aquélla, por negar a su patria. Sin clavar firmemente los pies en el terreno del espíritu nacional, no se podría construir el nuevo orden europeo; cuanto más diferenciado es un organismo, es más uno, y no es paradoja: una lombriz seccionada continúa viviendo, ¡que se intente partir un hombre!
Si, siguiendo esa tendencia que tenemos los juristas de “partir para la guerra de los treinta años” –porque arrastrados por el carácter estático del derecho, olvidamos lo dinámico de lo político y pretendemos asegurarnos de su riesgo poniéndole de antemano la camisa de fuerza de un articulado– quisiéramos precisar más e indicar cuál debiera ser, a nuestro juicio, la forma constitucional de la nueva Europa, diríamos sin vacilar que la de la Confederación jerárquica. Confederación y no Federación, porque aquélla es la forma jurídica que respeta al máximo la soberanía de los Estados que la componen y se limita a tener, mediante sus órganos, una determinada competencia sobre los Estados–miembros; pero jamás directamente sobre los nacionales de éstos{68}. Cada nación europea debería decidir con absoluta libertad su entrada o no en la Confederación y el cómo habría ésta de organizarse. Pero para nosotros no es nación cualquier grupo social. La nación, según nuestra opinión, no se caracteriza –objetivamente– como una comunidad de descendencia y de sangre, ni de idioma, ni de territorio, ni de clima, ni de Estado, ni de religión, ni de historia, ni –subjetivamente– como una comunidad de conciencia o de voluntad (plebiscito cotidiano, profecía creadora o proyecto de empresa futura en común), porque ni uno, ni todos estos caracteres reunidos, aunque logren formar una unidad, bastan para convertirla en persona histórica; ya que lo que distingue a ésta del mero sujeto natural sobre el que se inserta, es el moverse ideológicamente para cumplir su destino. Destino que no es fatalidad, porque para cumplirlo ha de tener la facultad de prever y predeterminarse –providencia y predestinación–, ha de poder cumplirlo con libre necesidad. Pero este destino para que justifique la individualidad histórica ha de ser unívoco e irreemplazable y servir universalmente. Para la Falange, a partir de la genial definición de José Antonio, sólo merece el nombre de nación “la unidad de destino en lo universal”. Con ello cesa la razón de existir de los nacionalismos anárquicos que fueron la “locura de Europa”; lo meramente local y folklórico debe resignarse a ser provincia de una auténtica nación{69}.
Jerárquica, porque esta Confederación no tendría nada que ver con los proyectos democráticos de unos “Estados Unidos de Europa”. Estos, al servicio de una hegemonía más o menos indirecta, están basados en una igualdad formal de los” Estados para poder explotar más injustamente las desigualdades de hecho. Aquélla, precisamente, por ser una organización jerárquica, al dar con justicia a cada unidad política lo suyo (“suum cuique” no es “idem cuique” ni en lo internacional ni en lo interno) hará posible la creación de una gran comunidad europea. Mediante la forma de una Confederación jerárquica todos los pueblos europeos participarían en la formación de una voluntad común de Europa; no de un modo igual, sino proporcional a su grandeza espiritual y material. El poder político europeo ha de ser común, no monopolio de un solo pueblo. Ni siquiera es admisible que en Europa se establezcan tres o cuatro centros de polarización del poder, porque con ello caeríamos otra vez en la política del equilibrio.
El nacionalismo español pudiera pensar, por un momento, que lo que más conviene a España es la vuelta a una política del equilibrio, porque es aquélla que más libertad concede y menos sacrificios exige. Pues bien; aunque esto fuera posible, que no lo es, España jamás adoptaría semejante orientación, “cum dañino orbis aut Christianitatis puto hoc esse injustum”. No en vano España, a pesar de haber fundado gracias al genio político de los Reyes Católicos el primer Estado nacional, está exenta del pecado de herejía individualista. La gran alegría de la historia de España es que nunca, entre nosotros, se ha planteado un dilema entre lo nacional y lo universal{70}. Ya Alfonso X, en pleno siglo XIII, junto a su ideal nacional de España tiene él sobreideal de la sobrenacionalidad: el de una “internacional germanorrománica, y aspira a ser Emperador de Alemania para mejor servir al Dios de Roma”{71}.
En parte alguna queda esto más claro que en las ideas imperiales de nuestro César Carlos, quien frente a la tesis de su Canciller Mercurino Gatinara, que concebía el Imperio como una expansión ininterrumpida hasta establecer una Monarquía universal, se adhiere a la idea española de un Doctor Mota o de un Fray Antonio de Guevara de un “Imperio cristiano, que no es ambición de conquista, sino cumplimiento de un alto deber moral de armonía entre los príncipes católicos. La efectividad principal de tal imperio no es someter a los demás Reyes, sino coordinar y dirigir los esfuerzos de todos ellos contra los infieles para lograr la universalidad de la cultura europea”. Por ello Carlos se sentía “trascendentalmente responsable de un orden universal y eterno cuando la unidad europea pontificio imperial era atacada o rota”{72}. Los españoles fuimos los cruzados de la defensa de la unidad de la Cristiandad y de la conservación de una comunidad política occidental, en un doble frente: exterior, árabes y turcos; interior, Francia e Inglaterra, los protestantes y aun a veces el mismo Papado.
Los españoles, al ser nacionales, somos, pues, ecuménicos. No nos asustan, por consiguiente, los sacrificios que la restauración de una Europa unida y cristiana exija. Con la peculiaridad que le imprimen su misión africana y su pertenencia a esa gran comunidad de los “homines Hispani” que se asienta en tres continentes{73}, España está dispuesta a formar parte de la futura Confederación jerárquica europea que, sobre la base del respeto de la ley moral natural, prepare el terreno de una nueva “Christianitas”. A España, en esta nueva Europa, le está reservado un gran puesto; porque España es una de las pocas naciones auténticas; tres destinos universales tuvo ya en la Historia: defender a la Cristiandad del Islam, descubrir y civilizar América, luchar por la unidad de Europa. Triunfó en los dos primeros, fracasó en el último, no porque decayera, sino porque España fue derrotada, vencida por imperios rivales{74}. No es decaer sacrificar el instinto de propia conservación en aras de un alto ideal de comunidad europea. Al fin y al cabo, esto es lo que España hizo en lugar de vender su alma a la técnica. Esta no es más que la mera esfera de unos instrumentos que fácilmente se convierten en antihumanos si no se ponen al servicio de una idea de salvación. Pero el español, ni individual ni colectivamente, tuvo jamás miedo a la muerte temporal; ya de ellos decía el galo Trogo Pompeyo: “¡Semper ad mortem paratos!"
Quizá España no aporte a Europa grandes bienes materiales, ni una técnica deshumanizada, de la que –como hemos dicho– voluntariamente se apartó mientras dicha técnica fue el motor de un capitalismo liberal que nuestra Patria no sentía. En cambio, España le hace don de sus reservas morales, de más valor aún para el nuevo orden europeo. Con orgullo podemos afirmar que constituimos, no un pueblo de mercaderes, sino de caballeros cristianos{75}, de hidalgos{76}. No en balde, un anglosajón, nada sospechoso, Sommerset Maugham{77}, dijo de nosotros, los españoles: “Su preeminencia fue grande. Fue una preeminencia de carácter. En esto, pienso, que no han. sido superados por nadie ni igualados más que por los antiguos romanos. Parece como si toda la energía, toda la originalidad de esta vigorosa raza estuviese ordenada a un solo fin: la creación de hombres”.
¡Es preciso que se oiga en Europa la voz de la Hispanidad!
Antonio de Luna
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{1} Discurso pronunciado por S. S. Pío XII el 24 de diciembre de 1940 en contestación al mensaje de felicitación que le dirigió el Cardenal Decano en nombre del Colegio Cardenalicio y de los Prelados romanos.
{2} Ante todo, una precisión terminológica. En discursos y documentos oficiales y aun en la publicística suelen confundirse fines de guerra y fines de paz que son, sin embargo, dos cosas harto diferentes. Una excepción fue Chamberlain, que ya en su discurso radiado de 26 de noviembre de 1939 (The Times, 27 de noviembre de 1939) decía: “In my own mind I make a distiction between war aims and peace aims. Our war can be stated very shortly. It is to defeat our enemy.” En efecto, fin de guerra es aquella clase y medida de despliegue de fuerza política–militar necesaria para quebrantar la voluntad del enemigo y someterlo a la nuestra. Fin de paz es aquella nueva ordenación político–jurídica que el beligerante piensa establecer si consigue la victoria. Ahora bien, como quiera que la resistencia del enemigo depende de factores psicológicos, cuanto menos exijamos de él para llegar a la paz, menor resistencia opondrá a que le impongamos nuestra voluntad, por lo que la intensidad del fin de guerra está en razón inversa del fin de paz; he aquí por qué, a la postre, los fines de paz se convierten en importantes, quizás decisivos, fines de guerra. Cfr. Berber (Friedrich): “Kiregsziele und Friedenszicle” (Monatshefte für Auswärtige Politik, VIII/12, dicbre 1941, 987–991); Duggan (S.): “War aims and peace aims” (News Bulletin, XVI, marzo 1941, 3–5); Goblet (Y. M.): “Buts de guerrer et buts de paix britanniques” (Revue politique et parlamentaire, XLVI, dicbre. 1939, 297–312); Lidell (H.): “War and peace aims” (International Affairs, supl. XIX, 1940, 11–21,81–93; 1941, 163–74, 241–254); McFadyean (A.): “War aims and peace terms” (Contemporary Review, CLVI, novbre. 1939, 524–532).
{3} Cfr. “Los proyectos de la postguerra”, discurso pronunciado por radio el 21 de marzo de 1943 (The Times Weekly edition, 24–III–43, pág. 8); y Ya (23–III–43). No hay que olvidar que Churchill perteneció, antes de su entrada en el Gabinete de guerra, a la “New Commonwealth Society”, fundada en 1932 por el rico minero Lord Davies, autor del conocido libro The Problem of the Twentieth Century. A Study in international Relationships (Londres, 1930), para propagar la tesis mantenida por esta obra de crear una fuerza de policía internacional. Antes del actual conflicto, el programa de este movimiento era el establecimiento de una Federación europea bajo la hegemonía inglesa, con un tribunal europeo, un ejército europeo, una dirección centralizada de política exterior y una explotación em común de algunas colonias insignificantes. (Cfr. Kaiser (Hans): “Die Vereinigten Staaten von Europa in der englischen Kriegszielpropaganda” (Monatshefte für Auswärtige Politik, VII/9, sepbre. 1940, 671–685). El ex embajador norteamericano en Francia, Bullit, comentando el discurso de Churchill, manifestó: “Ha llegado la hora de estudiar detenidamente no sólo la idea de un Consejo europeo, sino el concepto de una Federación europea.” (Cfr. Ya, 30–III–43.) Desde luego, Churchill no va más allá de formas confedereales.
Antes de Churchill hicieron manifestaciones favorables a una Europa federal: Anthony Eden, en su discurso radiado el 11 de septiembre de 1939 (Cfr. Geneva Research Centre, Official Statements of War and Peace Aims, I–II, Ginebra, 1940–1941, I, 12); Sir Edward Grigg, secretario parlamentario del Ministerio de Información, en una delcaración del 11 de noviembre de 1939 (Official Statements, I, 13); Sir William Beveridge, en una investigación dirigida por el “Royal Institute of International Affairs”, de Londres, en que, descartando una Federación mundial, proponía reunir a los Estados europeos, excepto a Rusia –esto era antes de que la U.R.S.S. fuese aliada de Inglaterra– con los cuatro Dominios británicos de Canadá, Australia, Nueva Zelanda y África del sur, en una Federación de 253 millones de habitantes (Cfr. Kaiser, I. c., pág. 679); Lord Lothian, embajador inglés en los Estados Unidos, en un discurso pronunciado el 3 de enero de 1940, en Chicago (cfr. Kaiser, I. c. pág 682); Sikorski, primer ministro del Gobierno de emigrados polacos, en una entrevista de 30 de agosto de 1940, indicó que no bastaba con la resurrección de Polonia, sino que había que crear una base de colaboración en Europa para el mantenimiento de la paz, tomando como modelo el “British Commonwealth of Nations” (Official Statements, I, 33); Ripka, subsecretario de Negocios Extranjeros del Gobierno fantasma checoslovaco, en un discurso radiado desde Londres el I de enero de 1941, sostiene que surgirán en Europa diversas Federaciones regionales para dar después paso a una Federación Pan–europea (Official Statements, II. 38); el Rey Pedro de Yugoslavia, en audiencia concedida a Miss F. L. Josephy, presidenta del “Federal Union Movement”, dijo que “para el mantenimiento de una paz en el futuro debe existir una Federación de toda Europa” (Daily Telegraph, 3–II–1942); Harold Nicholson, subsecretario del Ministerio de Información, que ya en el año 1939 se había declarado partidario de una resurrección de la S. de N., para que ésta, paulatinamente, crease unos “Estados Unidos de Europa” (“Causes and Purposes”, The Nineteenth Century, octubre 1939), el 27 de enero de 1942 no cree ya necesario demorar tanto la organización de una Europa federal, y en el banquete anual de la Sociedad Anglo–Sueca de Londres declara que en Europa “solo habrá una comunidad de pueblos, cada uno de los cuales resolverá libremente sus propios problemas. Estos pueblos estarán unidos, y todos sacrificarán parte de su independencia política y económica en pro del bienestar y de la defensa de la comunidad internacional (Informaciones, 28–I–42).
También la publicística de las “Naciones Unidas” (hasta donde nos ha sido posible comprobar, dadas las actuales dificultades para recibir publicaciones de dichos países) se muestra partidaria en concreto (remitimos, para las obras que se ocupan de la Federación europea sólo como una parte de una Federación extraeuropea, a la nota 7, que trata de la organización federal fuera del ámbito europeo) de una Federación europea: el contenido propagandista de Pan–Europa, Coudenhove–Kalergi, con su nuevo libro adaptado a las necesidades de las “Naciones Unidas”, Europe must unite, en que toma como modelo al “British Commonwealth of Nations”; Bishop (W. R.), en su folleto A Commonwealth of European States (Londres, 1939); Alfred M. Bingham, en The United States of Europe (2ª, Nueva York, 1940, pág. 245): “En la actualidad se reconoce generalmente que son necesarios ambos, unos Estados Unidos de Europa –una federación política a la que los Estados europeos cedan ciertas notas esenciales de su soberanía nacional– y una serie de instituciones de ámbito mundial, para finalidades económicas principalmente.” La competencia de estos Estados Unidos de Europa abarcaría el Ejército, la dirección de la política exterior, el establecimiento de determinados impuestos, una ciudadanía federal y la administración de mandatos y colonias; sus órganos serían, un Consejo de Estados, un Consejo de Nacionalidades y tres cuerpos legislativos, representando a los grupos étnicos y culturales, a los Estados y a la población en general, respectivamente; estableciéndose su capital a orillas del Rhin, al norte de Basilea, donde convergen las fronteras de Alemania, Francia y Suiza; Inglaterra formaría parte de esta Federación, que sería compatible, de un lado, con una S. de N. y de otro con Federaciones regionales; Young (George), en su artículo “Federalism, a Hook for Leviathan” (Contemporary Review, mayo 1940, 513–524), planea una “Federación europea de Estados iguales e igualmente armados con población de menos de 10 y más de 5 millones de habitantes, lo que significaría una división de Italia, Alemania, Francia, España, &c.; Saerchinger (César), en The way Out of War (Nueva York, 1940), una federación europea para conseguir “a peace with justice in a cooperative world”; Lord Cecil, al hacer historia de la actuación de la S. de N. y de las causas de su fracaso en A Great Experiment (Londres, 1941) y proponer una nueva S. de N., cree que para corregir sus defectos sería necesario crear dentro de la misma Confederaciones regionales, de las cuales la más necesaria sería una “Confederación europea”, con un Secretariado, un Estado Mayor Internacional europeo, del que dependería una fuerza aérea internacional, bandera y moneda confederales, &c.; Weinfeld (Abraham C.), en su folleto Towards a United States of Europe (Washington, 1942); Ranshofen–Wertheimer (Egon), Victory is not Enough. The Strategy for a lasting peace (Nueva York, 1942), en que mantiene que la cesación de hostilidades no es idéntica con la paz, debiéndonos preparar para “un prolongado” período de inseguridad” (pág. 310), durante el cual “la vigilancia y no es el desarme será la consigna” (pág. 313), no pudiendo haber en muchos años una organización mundial basada en el Derecho internacional, sino que, por su contrario, “la paz del mundo debe apoyarse abiertamente, una vez más, en la política del equilibrio” (pág. 290), excepto en Europa, en que existirá “a loose unit in wich the whole military power of the Continent is pooled into a Confederation” (pág. 266); el conocido profesor Carr (Edward Hallett), en Conditions of Peace (Londres, 1942), una de las mejores obras sobre este tema –después de repetir ideas que ya había desarrollado en The Twenty Years’s Crisis. 1919–1939. An introduction to the Study of International Relations (Londres, 1939)– anunciando el fin del viejo orden internacional y político basado en la equivocada creencia racionalista de que lo que era bueno para unos lo era para todos, de que lo que era económicamente acertado no podía ser moralmente malo y que existía una armonía natural de los intereses, siendo los conflictos internacionales producto tan solo del error o de la mala voluntad y, por tanto, evitables; superando este error, la Nación como unidad de poder no sobrevivirá a esta guerra y después de ella no se hará mucho caso de la noción de soberanía y en The future of Nations: Independence or Interdependence (Londres, 1941) declara que esta guerra, como guerra revolucionaria, acabará con la democracia liberal en su fórmula decimonónica de autodeterminación de las naciones y “laissez–faire” económico; no simpatiza con ningún esquema formal de organización europea previamente elaborado, debiéndose dejar obrar a los acontecimientos, limitándose a constituir una “European Planning Authority” con los anglosajones y Rusia como núcleo; Wright (Quincy), en Political Conditions of the Period of Transition, trabajo presentado a la “Commisssion to study the Organization of Peace”, de Norteamérica (International Conciliation, núm. 379, abril 1942, pág. 276), cree que el mantenimiento de la seguridad exigirá el establecimiento de una “Unión europea” con poderes para organizar una fuera aérea, limitar los armamentos nacionales, eliminando quizás toda aviación militar de cada uno de los Estados, resolver los conflictos de fronteras y dirigir las comunicaciones. Sus órganos serían una Asamblea de representantes y un Consejo ejecutivo. “El funcionamiento efectivo parece exigir que la Unión se apoye más bien sobre una amplia base de opinión europea que sobre tratados entre los Gobiernos nacionales. Es posible que pueda organizarse una Asamblea constitucional de Europa, cuyos delegados serían elegidos por las distintas regiones del continente. La Constitución europea que dicha Asamblea estatuyera sería ratificada formalmente por los respectivos Gobiernos nacionales, una vez que éstos hubieran sido reconocidos, pero tendría primacía, desde el punto de vista jurídico, sobre las Constituciones nacionales. Toda legislación nacional que violase la Constitución europea, sería nula y sin fuerza de obligar.”
{4} Podríamos clasificar dichos planes en los siguientes grupos:
1) Continuación del sistema de equilibro (“balance of power”)
2) Renovación del “concierto europeo”.
3) Nueva Sociedad de Naciones, con o sin poder militar para imponer la paz.
4) Confederación o Federación mundial, según que se propugne una unión permanente para fines concretos entre Estados independientes, o que dichos Estados cedan su competencia –principalmente en materia de política exterior, defensa y finanzas– a un Gobierno y parlamento federales.
5) Confederaciones o Federaciones regionales: Atlántica, del hemisferio occidental, europea, danubiana, balcánica, de Europa occidental; unión anglo–americana, unión greco–yugoslava, &c.
6) El plan de la “Buena vecindad”.
7) El plan de la “Buena voluntad”.
8) Consejo de las Naciones Unidas.
9) “Pax Americana” (hegemonía mundial de los Estados Unidos).
{5} En diversas ocasiones han manifestado que no era conveniente ni posible definir los fines de la paz, a pesar de las constantes excitaciones de la opinión pública y de parlamentarios para que lo hicieran. Así, Lord Halifax, en la Cámara de los Lores, en 2 de noviembre de 1939 (Official Statements, I, 12); Chamberlain, discurso radiado del 26 de noviembre de 1939 (The Times, 27 de noviembre de 1939) y discurso ante la Cámara de los Lores del 28 de noviembre de 1939 (Official Statements, I, 15); Churchill, en la Cámara de los Comunes, el 20 de agosto de 1940, el 15 de octubre de 1940 y el 12 de febrero de 1941 (Official Statements, I, 32, II, 13 y 54). Attlee, en los debates de la Cámara de los Comunes, de 5 de diciembre de 1940 y 12 de febrero de 1941 (Official Statements, II, 26 y 54), &c.
Pese a la “Carta del Atlántico”, la opinión pública consideraba que los Gobiernos de las “Naciones Unidas” habían fracasado en señalar los objetivos por los que se luchaba; típico a este respecto es el editorial del Times del 13 de marzo de 1942, “The Mood of the Nation": “¿Cabe alguna duda de que el poder combativo de nuestros enemigos ha sido estimulado por la doctrina de sus respectivas “misiones"? Ciertamente luchan por un orden innoble y cruel, pero es tan orden perfectamente definido, un orden que ejerce atracción sobre cierto idealismo pervertido y sobre todo lo consideran como algo que ven crecer al compás de sus conquistas y no como una vaga aspiración propuesta para “cuando termine la guerra”. Las “Naciones Unidas” necesitan la inspiración de un plan propio, formulado no menos concretamente, más fino y elevado en su concepción, pero igualmente inmediato en su aplicación práctica... The Atlantic Charter was never want to be a programme, but a plan of continuous interpretaron and action in which the phase of armed struggle will some day merge into one of peaceful change.”
Sería interesante profundizar en los motivos de la diferente actitud del Eje y de las Naciones Unidas respecto a la formulación de sus respectivos fines de paz, pero ello nos llevaría muy lejos y convertiría este artículo en una pura nota.
{6} En esta dirección: Butler, subsecretario de Negocios Extranjeros, en la Cámara de los Comunes, el 30 de noviembre de 1940 (Official Statements, I, 15), y en su libro The Lost Peace (Londres, 1941), en que dice que “even a partial federation of Europe is beyond the horizon of practical politics”, no porque sea enemigo de una organización internacional, sino porque su creación prematura “antes de que hayan quedado establecidos los fundamentos de un orden nuevo” será una repetición del error inicial de la S. de N.; Lord Halifax, en la Cámara de los Lores, el 5 de diciembre de 1940 (Official Statements, I, 16); Lord Cranborne, ministro para los Dominios, en su discurso al “National Defence Public Interest Committee” de Londres, de 30 de octubre de 1940 (Official Statements, II, 18).
Nada tiene de extraño que los políticos ingleses, sobre todo los conservadores, ante las consecuencias funestas para Inglaterra que, de aplicarse, produciría el excesivo individualismo democrático de la mayoría de los planes federativos (véase, por ejemplo, el Union Now, de Streit, en la nota siguiente), ya que consagraría constitucionalmente la hegemonía de los Estados Unidos, reaccionasen en un primer momento ante ellos con bastante desconfianza y escepticismo, y únicamente, cuando en el transcurso de la guerra se convencieran de qué dicha supremacía americana era inevitable, modificaran su actitud, para ver de sacar el mejor partido posible de la superioridad de los cuadros de mando político ingleses sobre los americanos. Pero sobre esto volveremos en otra ocasión.
Son favorables a una organización federal del mundo, aparte de los políticos ya mencionados al hablar de una Europa federal: el Partido Laborista, que ha llegado a exigir que “the peace settlementshall stablish a new association or Commonwealth of States, the collective authority of which must transcend, over a proper sphere, the sovereign rights of separate States. This authority must control such military and economic power as will enable it to enforce peaceful behavior as between its members” (Cfr. Labour's Aims in War and Peace, Londres, 1941, pág. 93); aparte de la organización del “New Commonwealth”, ya citada, las “League of Nations Union” americana y británica, los “Inter–Democracy Federal Unionists” de Norteamérica y la “Federal Union” británica, con su órgano mensual World Review (Cfr. Kaiser (Hans): “Pax Britannica und Pax Americana. Angefsächsisches Weltherrscliaftsstreben gegen Europa”, Zeitschrift für Politik, XXXI/7, 1941, 389–410); el ministro de Negocios Extranjeros del Gobierno noruego de Londres, Trygve Lie, en su artículo “A Community of Nations. Plans for a lasting peace after victory. The bankruptcy of Neutrality” (The Times, 4 novbre. 1941), opina que, en bancarrota la neutralidad, en el primer período después de la guerra debe funcionar provisionalmente un “Comité interaliado”, hasta que voluntariamente se cree una organización federal o una nueva S. de N., tesis a la que se adhiere Philip Noel Baker en carta al Times de 8 de noviembre de 1941; el ministro de Negocios Extranjeros de los Estados Unidos, Cordell Hull, en un discurso radiado desde Washington el 23 de julio de 1942, declara que “es evidente que alguna organización internacional debe ser creada, la cual –incluso por la fuerza, si es necesario– mantenga la paz entre las naciones en el futuro. Debe haber una acción cooperativa internacional para montar el mecanismo que pueda entonces asegurar la paz” (International Conciliation, núm. 382, septre. 1942, pág: 390); pero sin precisar la forma que debería adoptar dicha organización internacional, ideas que ya habían sido expresadas por su subsecretario Sumner Welles en su discurso de Arlington (Virginia), de 30 de mayo de 1942 (International Conciliation, núm. 382, sepbre. 1942, 394–400), en el que por cierto ofende gravemente a nuestra Patria con éstas palabras inoportunas: “Forty–four years ago the United States went to war to help the gallant people of Cuba to free themselves from the imposition by a nation of the Old World of a brutal tyranny which could not be tolerated in a New World dedicated to the cause of liberty”; en el mismo sentido, Anthony Eden, en el discurso de Annapolis (Maryland), de 26 de marzo de 1943 (The Times Weekly, 31–III–43), dijo: “Únicamente con un sistema internacional que esté respaldado por fuerza” suficiente podrá la iniciativa y la libertad individual encontrar protección... Cualquier nueva autoridad internacional que podamos establecer sólo podrá triunfar si cuenta con” suficiente poderío”. Esta fuerza para mantener la paz en el inundo de la postguerra consistirá, según Edén, en la cooperación de los Estados Unidos, el Imperio Británico, China y la Unión Soviética. El ministro inglés de Asuntos Extranjeros volvió a repetir dichas ideas acentuando la necesidad del desarme de los vencidos, en su discurso al Parlamento canadiense, del 1 de abril de 1943 (Times Weekly. 7–IV–43).
{7} En 1938, el periodista norteamericano Clarence K. Streit, un antiguo becario de la Fundación Rhodes, en Oxford, publica su libro Union Now. A Proposal for a Federal Union of the Leading Democracies, con un éxito extraordinario que la guerra actual iba aún a incrementar. El espíritu de Cecil Rhodes –que quería hacer de la raza anglosajona un único Imperio, para imponer al mundo la “misión civilizadora” de una nueva “Pax romana” y que a la propagación de esta idea, incluso por vía secreta, destinó grandes sumas– debió contagiar a sus becarios, ya que, además de Streit, disfrutaron también de sus becas personalidades tan conocidas en la campaña pro federación anglo–sajona como núcleo de una organización de hegemonía mundial como W. P. Maddox, Clyde Eagleton, George H. Curtis, L. A. Post y Félix Morley. A pesar de la extensión que van adquiriendo estas notas (que sinceramente creemos útiles para el lector español), dada la repercusión de dicha obra –que motivó la creación de un “Federal Unión Movement” con más de medio millar de centros en los Estados Unidos y en Inglaterra–, nos creemos en la necesidad de exponer su plan un poco más detenidamente que los demás.
El punto de partida de Streit (utilizo la 14ª edición de su libro) es la democracia, en la fórmula de Lincoln, “gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo” y por ello su Unión Federal tiene corno unidad al individuo, no a las Naciones o los Estados. Los males de la anarquía internacional son indudables, pero no pueden remediarse ni mediante la “balance of power” ni las alianzas, ni el aislamiento y la neutralidad, ni con remiendos de patrón oro, pactos regionales o nueva S. de N.; porque, aparte de que todos estos remedios son inoperantes e ineficaces para hacer cumplir el Derecho, son antidemocráticos. Su forma es la que él denomina “Liga”, que consiste en ser un gobierno de gobiernos, al servicio del Estado, que es su última unidad; así como la igualdad entre los mismos es su principio; en cambio la “Unión”, que es un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, está al servicio del hombre –que.es su unidad irreductible– y sustituye la igualdad entre los Estados por la igualdad entre los hombres. Es absurdo que 130 millones fie norteamericanos tengan en una “Liga” un solo voto, igual que 4 millones de suizos. Como se requiere unanimidad y poner en movimiento el lento mecanismo de cada uno de los Gobiernos, este sistema fracasará siempre frente a la movilidad que tiene una “Unión” en que un número reducido de representantes del pueblo decide por mayoría. Los conflictos entre los Estados que componen la “Unión” no son imposibles, pero sí una excepción, al revés que en las “Ligas”, porque en aquélla los Estados han cedido a la “Unión” tales competencias que el margen de poder para aplastar a quien viole las normas constitucionales de la “Unión” es inmensamente mayor que en una “Liga”. Las “Ligas” han fracasado siempre, como por ejemplo: la “League of Friendship” de los 13 Estados “libres e independientes” de Norteamérica antes de 1787 y las Confederaciones holandesa, germánica y helvética; en cambio, la “Unión” como forma de Gobierno interestatal ha. triunfado siempre donde las democracias la han ensayado, cualesquiera que fueran las condiciones: Estados Unidos, alemanes, franceses e italianos en Suiza, ingleses y franceses en el Canadá y holandeses e ingleses en la “Unión Surafricana” (como se ve, los términos de “Liga” y “Unión” que usa Streit equivalen casi a los clásicos de “Confederación” y “Federación”). Respecto a qué Estados deben formar la “Unión” en sus comienzos, sostiene que, aunque su tendencia es universal, su. éxito depende de que su punto de partida constituya un núcleo homogéneo. Esta condición se da en un grupo de 15 Estados democráticos, a saber: Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Australia, Bélgica, Canadá, Dinamarca, Finlandia, Holanda, Irlanda, Nueva Zelanda, Noruega, Suecia, Suiza y la Unión Surafricana. La mayor parte de ellos tiene la base geopolítica, en el Atlántico (el Mediterráneo de nuestros días); proceden de sólo dos razas: la germánica y la latina; la lengua las separa en cinco grupos, prácticamente en dos: inglés y francés; sólo tienen dos religiones: protestante y católica; una ideología política: la democracia; la mayor parte de su comercio se desarrolla dentro del grupo; tienen una historia común y hace más de cien años que ninguna de estas naciones ha guerreado entre sí. Su potencial es enorme: 300 millones de ciudadanos (900 si se incluyen las colonias). Las 15 naciones juntas son dueñas, de la mitad de la tierra, dominan todos los océanos, gobiernan a la mitad del género humano, llevan a cabo los dos tercios del comercio mundial, controlan el 60 por 100 de las materias primas, todo el oro del mundo y la mayor parte de su riqueza bancaria. Este grupo 110 debe ser menor (por ejemplo, no cabe reducirlo al mundo anglo–sajón), porque resultaría agresivo al ser tan homogéneo y no habría equilibrio entre las islas británicas y Ultramar: 49 millones de votantes frente a 145. Ni tampoco debe ser mayor, por los conflictos que plantearía, por ejemplo, la adhesión de las Repúblicas española y checoslovaca, aunque (pág. 108) “their great services to democracy and their magnificent struggle for it against terrifying odds make me desire keenly to include them in the nucleus”. O la de Rusia, a pesar de que “los fundamentos de la política, marxista puedan llegar a ser fácilmente compatibles con la democracia” (pág. 111). Conviene incluir pequeñas democracias europeas en el núcleo fundacional, del mismo modo que “para mantener firmemente grandes sillares, a veces es útil el relleno de les huecos con piedras pequeñas” (pág. 107).
¿Cuál sería la Constitución de esta Unión Federal? Streit toma como modelo la Constitución norteamericana y prevé un poder legislativo ejercido por un Congreso compuesto de una Cámara de diputados y de un Senado; cada Estado elegirá por sufragio directo un diputado por cada millón de habitantes, y su mandato durará tres años, y al menos dos senadores, número que se aumentará a razón de dos más por cada 25 millones de habitantes o fracción en exceso, su mandato durará ocho años. De este modo los Estados Unidos tendrían 126 diputados y 16 senadores, frente a 47 y 4 respectivamente de la Gran Bretaña. (Se comprende ahora la frialdad con que los políticos ingleses acogieron en ciertos momentos los planes de organización federal.) El poder ejecutivo será colegiado, con un Consejo compuesto de cinco miembros, tres elegidos directamente por los ciudadanos de la Unión, uno por el Senado y uno por el Congreso; su mandato durará cinco años, pero, aparte el primer Consejo, se elegirá por turno un consejero, anualmente. El Consejo decide por mayoría y se establece un turno de rotación anual para la presidencia. Los poderes del Consejo son idénticos a los del Presidente de los Estados Unidos, excepto que designará un presidente del Consejo de ministros, quien a su vez designará a éstos, debiendo designar otro presidente cuando el anterior no gozase de la confianza del Congreso o del Senado. Son materias de competencia exclusiva de la Unión (pág. 179): 1) la ciudadanía federal; 2) declarar la guerra y hacer la paz, negociar los tratados y, en general, todas las relaciones exteriores, reclutar y mantener el Ejército; 3) regular el comercio; 4) acuñar y emitir moneda; 5) regular las comunicaciones. De competencia mixta con los Estados miembros: 1) dictar y ejecutar las leyes; 2) establecer y percibir impuestos, tasas, etc; El poder judicial reside en un Tribunal Supremo y en los inferiores que se estiman necesarios. El número de los jueces de aquél no será menor de once, serán designados de por vida, y la competencia de este Tribunal. Supremo será análoga al de los Estados Unidos, incluso el examen de constitucionalidad de las leyes. Streit no se decide por concretar dónde se establecería la capitalidad de la “Unión”.
Streit, en su última obra, Union Now with Britain (Nueva York, 1941), cambia de criterio respecto a qué Estados deben constituir, el núcleo fundacional de la Unión, por lo visto por creer a Inglaterra, debilitada por esta guerra, más propicia a aceptar la hegemonía norteamericana: “En estos momentos, concebimos este primer paso de la Unión federal entre la Gran Bretaña, los seis Dominios autónomos y los Estados Unidos como el núcleo de una más amplia federación de pueblos democráticos, a la–que se llegaría lo antes posible.”
Son también partidarios de una organización federal' del mundo: el conocido publicista Sir Norman Angell, del Comité Ejecutivo del “The Next Five Years Group”, en su obra For what do we fight? (Nueva York, 1939). Curry (W. B.): The case for Federal Union (Nueva York, 1939). El director del “New Commonwealth”, Keeton (George W.), en National sovereignity and international order (Londres, 1939), y en la obra en colaboración con Schwarzenberger (Georg), Making International Law Work (Londres, 1939). Oscar Newfang, que ya en 1930, en su “The United States of the World. A comparison between the League of Nations and the United States of America”, había utilizado antes que Streit la argumentación de comparar los resultados de la Confederación de 1777 con la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica de 1787, para proponer la conversión de la S. de N. en unos “Estados Unidos del Mundo”, insiste en su nueva obra World Federation (Nueva York, 1939, con doble texto inglés y francés), después de ocuparse de sus fundamentos históricos, en una Federación de naciones. Del mismo modo que en los espacios nacionales de Inglaterra, Alemania, Italia, &c., se ha conseguido la paz, porque en ellos existe una autoridad efectiva y libertad de movimientos de personas, bienes y monedas, se conseguiría en la esfera internacional con una autoridad mundial capaz de “enforcing its laws and decisions by an effective force”; el Derecho internacional, los tratados y las conferencias internacionales son inútiles y no evitan la guerra; por ello propone convertir la Asamblea de la S. de N. en un “Parlamento mundial”, el Tribunal Permanente de Justicia Internacional en el “Tribunal Supremo del Mundo”, con jurisdicción obligatoria en todos los conflictos internacionales, el Consejo en un “World Executive Cabinet”, provisto de fuerzas terrestres, navales y aéreas irresistibles para asegurar el cumplimiento de las leyes del Parlamento Mundial y las decisiones del T. S. del Mundo, y con la facultad para el establecimiento y percepción directa e independiente de impuestos, &c. Edward Mosley, en Man or Leviathan (Londres, 1939), sostiene que el Estado nacional moderno con su soberanía hace inevitable la guerra, siendo la única solución un Estado sobrenacional. Wickhan Steed, en Our War Aims (Londres, 1939), predica el aniquilamiento de Alemania y una Federación de pueblos libres, en la que los Estados nacionales entreguen parte de su soberanía. H. G. Wells, que ya había publicado un artículo, “World Order. Whether it is attainable, how it can'he attained, and what sort of world a world at peace have to be” (The Fortnightly, noviembre 1939, 473–496), en su obra The New World Order (Londres, 1940), critica a Streit diciendo que sus 15 democracias fundadoras de un nuevo orden no son democráticas. En su lugar propone (pág. 138) una “Paz Mundial” dirigida por los anglosajones y construida sobre sus “Declaraciones de los derechos del hombre”, con tal atomismo liberal–individualista que en la misma Inglaterra se retrocede ante sus consecuencias; opina que es mucho más fácil lograr el objetivo de Streit de los “Estados Unidos del Mundo” que introducir una unidad de cualquier clase en el continente europeo, ya que él no se siente europeo, y cree que a la mayoría le pasa igual; combina su individualismo con el socialismo,y así, en un trabajo presentado en la sesión sobre “Science and the World Mind” de la Conferencia internacional de hombres de ciencia para discutir la función de ésta en la reconstrucción de la postguerra (The Times, 29–IX–41), insiste en que el “Horno sapiens” se extinguirá como especie si no existe un control federal del aire y del material de transporte aéreo, de las primeras materias y de los derechos del hombre; si no se llega a un “common language, a common medium for political, scientific, philosophical, and religious intercomunication, and a world encyclopaedia”, y según dijo en otra ocasión presidiendo el banquete de la “English–Speaking Union”, en Grosvenor House, este idioma mundial debe serlo el inglés, una vez depurado de sus dificultades fonéticas. Howard Graeme (K.): America and a New World Order (Nueva York, 1940). Harley (J. Eugene): “Post–War International Organization” (Proceedings of the American Society of International Law, mayo 1940, 104–115). Maxwell Garnett, en A Lasting Peace (Londres, 1940), rechaza tina paz cartaginesa y propone un “Commonwealth”, constituido principalmente por Inglaterra, Francia y Alemania. Chaning–Pearce (M.) M.): Federal Union. A Symposium (Londres, 1940). El hermano del embajador norteamericano en Londres, Clinton D. Winant, en sus Observations sur l’Union Mondiale, publicada en Ginebra en francés e inglés, propugna una nueva S. de N. en la forma de una “Comunidad mundial de uniones regionales de Estados”, como, por ejemplo, la “American North Union”, que comprendería Canadá, los Estados Unidos y Méjico. Dean (Vera Micheles): Toward a New World Order (New York, 1941). Lionel Curtis, que colaboró con Lord Milner en la creación de la “Unión Surafricana” después de la guerra angloboer, había ya hace tiempo publicado una obra en tres volúmenes, titulada Civitas Dei, en que se declaraba partidario ríe la transformación de la “British Commonwealth” en una “World Commonwealth”, que se llamaría “Commonwealth of God”; al comienzo de la guerra, en su artículo “World Order” (International Affairs, mayo 1939), en que, continuando con su anterior sentido místico, indicaba que la lealtad y el espíritu de cooperación eran las únicas bases posibles para la paz del mundo cuando la religión, la política y la economía se dedicasen a traducir a la práctica el Sermón de la–Montaña, proponía una solución concreta mucho más modesta, la Federación de Australia con Nueva Zelanda; pero en su último folleto Decision (Londres, 1941) prevé nuevamente una organización más ambiciosa. Frente a la mayoría de los planes de Federación internacional, Curtis trata de reducir al mínimo las cesiones por parte de las soberanías nacionales. El Gobierno federal debe poseer competencia exclusiva en todo aquello relacionado con la política exterior y la guerra, dependiendo de él el Ejército, mientras que los Estados miembros serán exclusivamente competentes en lo que respecta a su estructura social. Además de las instituciones federales usuales, propone la creación de una “Comisión Financiera Federal”, compuesta de técnicos no políticos y disfrutando de la mayor independencia, correspondiéndole determinar la capacidad de imposición de cada Estado. Porque Curtis, a diferencia, por ejemplo, de Streit, opina que la hacienda federal, para aplicar el presupuesto acordado por el Parlamento de la Federación, no debe nutrirse de impuestos que ésta perciba directamente del contribuyente, sino de cuotas proporcionales a la capacidad contributiva de cada Estado y que éstos están obligados a entregar, y de esta manera los Parlamentos nacionales podrán, a su vez, distribuir dichas cargas dentro de los varios grupos y clases sociales de su respectivo Estado del modo, que estimen más oportuno. Pick (Frank): Paths to Peace (Londres, 1941), se ocupa de los fundamentos políticos, éticos y económicos de toda sociedad después de la guerra. Hambro (Carl J.): How to win the Peace (Filadelfia–Nueva York, 1942). El destacado socialista G. D. H. Cole, que ya en–el folleto War Aims (Londres, 1939) no se satisfacía con filies meramente negativos de destrucción del “hitlerismo”, sino que exigía una reorganización federal y auténticamente democrática del mundo, en Europe, Russia and the future (Nueva York, 1942), cree que la restauración del antiguo sistema de Estados sobre bases capitalistas ha sido definitivamente descartada desde el ataque de Hitler a Rusia. Las únicas alternativas para Europa son nazismo o socialismo, y él se decide por éste. Prevé una Europa y un mundo en que los antiguos Estados, cediendo mucho de su soberanía política y libres de estrechos nacionalismos, se agrupen en Estados sobrenacionales organizados, preferentemente, según el modelo soviético, por creer que el sistema soviético responde mejor a las necesidades de Europa, oriental y suroriental que el parlamentarismo. Prevé complacido la formación de una U. R. S. S. que abarque Alemania, India, China y Japón. En los Estados Unidos ve una amenaza para el progreso del socialismo mundial y una fuerza para la restauración del “feudalismo capitalista internacional” en el caso de que el “big business” recobre su control sobre el Gobierno, aunque está convencido que la influencia americana “may, if Roosevelt’s leadership holds, take quite a different turn”.
Aunque su autor no tiene personalidad científica ni política, la obra de Nicholas Doman, The Corning Age of World Control. The transition to a Organizad, World Society (Nueva York–Londres, 1942) es de las mejores en su género. Según él, nos encontramos ante un dilema: o anarquía u organización del mundo; ésta, a su vez, puede consistir en un universalismo totalitario o en un Gobierno mundial sobrenacional y democrático. “The logical form of the political structure of this century is a political universal organization: either a world empire or a federation, a commonwealth or a combination of these” (pág. 30). Otro buen libro es el de P. E. Corbett: Post–War Worlds (Nueva York, 1942), siendo su federalismo menos místico que el de Lionel Curtis y menos fantástico que el de Streit. Johnson (Melvin M.) y Haven (Charles T.): For Permanent Victory. The Case for an American Arsenal of Peace (Nueva York, 1942). Desea también un Estado federal mundial, aunque dudan pueda ser logrado hoy día, Hans Kelsen, en Law and Peace in International Relations (Cambridge, 1942), obra casi exclusivamente jurídica.
Menudean las organizaciones, ciclos de conferencias y reuniones para estudiar y exponer los problemas de la organización del mundo de la postguerra. Así es interesante ver cómo los católicos norteamericanos, que hasta ahora se habían organizado en grupos raciales –irlandeses o alemanes– y que por oposición al elemento anglosajón eran aislacionistas, comienzan a evolucionar (Cfr. “America and the European Future”, The Tablet, CLXXXI, 17 de abril de 1943, 183–184), y “The Catliolic Association for International Peace” publica America's Peace Aims y The World Society ocupándose de la ayuda americana, principalmente de los Estados Unidos, para asegurar una unión libre de Europa y la. constitución de una “World Commonwealth of Nations”. Un grupo socialista inglés: H. J. Laski, Harold Nicolson, Herbert Read, W. M. Macmillan. Ellen Wilkinson y G. D. H. Cole edita Programme for Victory. Essays (Londres, 1941). La “Harris Foundation” de la Universidad de Chicago organiza un cursillo por Ferdinand Schevill, Jacob Viner, Charles Colby, Quincy Wright, J. Fred Rippy y Walter II. C. Laves, que recoge en Foundations of a More Stable World Order (Chicago, 1941), y que es interesante porque demuestra que la democracia tiene poca contribución que aportar a en nuevo orden del mundo desde un punto de vista meramente defensivo. “The National Peace Conference” publica To Prevent a Third World War–World Government (Nueva York, 1941). Los resultados de la discusión de una conferencia de 28 especialistas, convocada en abril de 1941 por la “World Citizens Association”, son reunidos en The World's Destiny and the United States. A Conference of Experts in International Relations (Chicago, 1941); no hay que decir que se muestran partidarios de una solución federal del mundo al estilo de “Union Now”. La “League of Nations Union” publicó en julio de 1941 su programa– con el título World Settlement After the War y un Commentary al mismo. “The Campaign for World Government” publicó numerosas ediciones de Chaos, War or a New World Order? A plan for an all –inclusive, democratic, non– mititary Federation of Nations, que es un plan para la reorganización del mundo en una Federación no militar de todas las naciones, que fue formulado en 1924 por Lola Maverich Lloyd y Rosihe Schwimmer y reformado en 1937. A partir del actual conflicto modificaron su política respecto al primer estadio de realización de su plan, considerando esencial una acción conjunta de los no beligerantes para que cesen las hostilidades sin reconocimiento de conquistas ni ocupaciones. Pero la más importante de dichas organizaciones por el número y calidad de quienes en ella intervienen es la “Commission to Study the Organization of Peace”, que, presidida por James T. Shotwell, cuenta con 86 especialistas. Comenzó a funcionar a fines de 1939 “para considerar y establecer los principios sobre los cuales las relaciones internacionales deben reorganizarse tras el presente conflicto, si se quiere que la paz prevalezca”. Llega a la conclusión en su Preliminary Report (Nueva York, 1940, reproducido en International Conciliation, núm. 369, abril 1941) de que la técnica actual ha producido la guerra total, que no podrá ser evitada sino mediante una nueva organización internacional, ya que la antigua no sirve, pues el aislamiento, la neutralidad o la política del equilibrio producían más bien que evitaban la guerra. Y es que la paz no es tan sólo ausencia de guerra, sino algo dinámico, y hay que tener en cuenta el precio que hay que pagar para evitar la guerra, y este precio es una organización adecuada de la comunidad internacional. Las alternativas frente a las que se encuentra hoy el mundo son: o imperio mundial, establecido por la fuerza, o federación mundial, basada en el libre consentimiento. Pero únicamente esta última preserva la libertad, porque “Federation organizes consent on the international scale while empire organizes coercion on that scale”. No cabe otra solución que la del monopolio del uso de la fuerza por la organización internacional. Después de esta guerra, la Nación–estado continuará siendo la unidad de la sociedad mundial, aun cuando es dudoso que llegue a haber en Europa 27 soberanías nacionales independientes. Pero estas naciones tendrán que limitar su soberanía renunciando a: a) ser jueces supremos de sus propios conflictos; b) emplear la fuerza al servicio de su propia política; c) armamentos, ofensivos; d) destruir los derechos del hombre en sus ordenamientos jurídicos internos; e) regular ilimitadamente las actividades económicas. La Comisión no presenta un esquema detallado de organización internacional, sino que se limita a indicar las instituciones que cree necesarias: a) un Tribunal Internacional; b) un Parlamento internacional; c) suficientes fuerzas de policía internacional, mundiales o regionales y sanciones económicas mundiales para evitar la agresión y hacer cumplir los tratados; d) organismos internacionales que regulen las comunicaciones y transportes, el comercio, las finanzas, la higiene y el trabajo internacionales; e) autoridades competentes para administrar las regiones, atrasadas que habrán de cederse a la Federación mundial. Todo ello, habría de conseguirse mediante un método evolutivo y no revolucionario, como propugnaba Streit, y estas instituciones mundiales 110 serían obstáculo para que se organizaran otras regionales: Europa continental, Imperio Británico, hemisferio occidental, Unión Soviética, próximo Oriente y lejano Oriente. Dicha Comisión publicó un Comment on the eight Point Declaration of President Roosevelt and Prime Minister Churchill, August 14, 1941 (Nueva York, 1941), cuyo contenido cae fuera de estas notas, y un Second Report. The Transitional Period (Nueva York, 1942, reimpreso en International Conciliation, núm. 379, abril 1942, y al que aludimos más adelante (nota 9), y el folleto Toward Greater Freedom. Problems of War and Peace (Nueva York, 1942). (Acerca de los trabajos de esta Comisión puede consultarse: Kuhn (Arthurr K.): “The organization of peace” (American Journal of International Law, XXXV, 1941, 132–135, y Eagleton (Clyde): “Organization of tlie Community of Nations” (American Journal of International Law, XXXVI/2, abril 1942, 229–241).
Hay quienes proponen como núcleo inicial para llegar a la organización federal mundial partir del grupo de las “Naciones Unidas” organizadas permanentemente: Ante todo, Sumner Welles, en su discurso de Arlington (Virginia), de 30 de mayo de 1942 (International Conciliation, núm. 382, sepbre. 1942, 394–400. Después Peaslee (Amos J.): A Permanent United Nations (Nueva York, 1942), y Henri Bonnet, antiguo director del “Institut International de Cooperation Intellectuelle” de la S. de N,, en The United Nations on the Way. Principies and Policies (Chicago, 1942). Bonnet pide una organización efectiva de las “30 Naciones Unidas” en la guerra y para la paz, junto a un Consejo político, un Consejo económico y financiero, y, en un segando momento, un Banco internacional, un Fondo internacional de estabilización monetaria y una Agencia de Socorro de las Naciones Unidas.
Finalmente, hay quienes, reverdeciendo antiguos propósitos de unión de Inglaterra con los Estados Unidos, formulados ya por Cecil Rhodes, el almirante Mahan, el embajador norteamericano en Londres, Walter Hine Page, cuando decía en 1913 que realizada esta unión, “I think the World would take notice to whom it belongs and be quiet”, &c., y los más recientes de Baldwin, en su discurso del Albert Hall, de mayo de 1935, y Hore Belisha, en su discurso al partido liberal, en que solicitaba una ciudadanía común para ingleses y norteamericanos, y que éstos “reemplacen la declaración de la independencia por una declaración de interdependencia” (Arriba, 19–IX–41), creen que la mejor manera de llegar a la organización del mundo es partir de una Unión Anglo–Norteamericana, aunque con ello aparezca muy al descubierto su 'intención de obtener la hegemonía mundial. Así, Douglas Johnson: “The Next Armistice. And After” (International Conciliation, núm. 375, dicbre. 1941, 715–720), considera que, aun siendo la fuerza esencial para el orden y la paz, no basta, sin embargo, con la fuerza de una nación aislada, por grande que sea, necesitándose una cooperación, que no es necesario consista en una nueva y más poderosa S. de N. ni en un Gobierno federal del mundo. Bastaría la extensión de la doctrina de Monroe al “British Commonwealth of Nations”, y recíprocamente. Propugna, pues, la alianza de los Estados Unidos con el Imperio Británico. Hall (H. Duncan): The Anglo–American Nucleus of World Order (Universidad de Virgina, 1941). Hermann Rauschnigg –que quiso desprestigiar a Hitler en su libro Hitler Speaks, y ha sido, sin embargo, una apología del mismo–, en The Redemptíon of Democracy: The Coming Atlantic Empire (Nueva York, 1941.), sostiene que Europa ha dejado de ser el centro político e intelectual del mundo (pág. 237): “Around the Atlantic Ocean some sort of new Empire of peace may grow up. The power nucleus of the new order is springing from a union of the Anglo–Saxon peoples. Europe will become a hinterland”. Se aboga también por una unión angloamericana en “Lands of the common law. Blue prints for world federation” (Times literary supplement, núm. 40, 6–IX–41, 438–440).
Entre los trabajos de planes bancarios y económicos coronados por los planes Morgenthau y Keynes, conviene mencionar a Hans Heymann: Plan for Permanent Peace, que propone la creación en lo económico de un “Banco de las Naciones”, que en lo–político cooperaría con una “Autoridad federal mundial” y en lo social con una “Organización internacional del trabajo”. El Banco de las Naciones tiene como función la de unificar y coordinar las actividades económicas de la comunidad mundial; tendría poder para emitir moneda y conceder créditos, coordinaría las actividades del “Banco del Hemisferio Occidental”, del “Banco Europeo” y del “Banco Oriental”, y cada país estaría afiliado al Banco de su respectivo hemisferio; el mismo autor, en Justice for All (Nueva York, 1942), continúa desarrollando sus ideas. Por último, Otto Tod Mallery: Economic Union and Durable Peace (Nueva York, 1942), no propone mía organización política determinada, pero tiende desde luego a una solución federal y prevé para la postguerra la creación de diversas Federaciones políticas, regionales, económicas, &c. Propone crear, en una primera etapa, una “Unión Económica” de naciones afines –no de los Estados de todo el mundo–, que sirva de modelo, a otras que pudieran crearse en lo sucesivo hasta constituir con todas un “World Trade Board”. En cada “Unión Económica” habría un “Consejo directivo”, compuesto, a imitación de la O. I. T., de representantes obreros, patronales y de los Gobiernos. Junto a cada “Unión Económica” funcionaría un Banco. La finalidad de esta “Unión Económica” sería la introducción gradual en el tiempo y en el espacio del libre–cambio. En una segunda etapa se crearía, además del “World Trade Board” que hemos mencionado, una “Comisión de Administración Territorial” para facilitar un igual acceso de todos sus miembros a las colonias y materias primas.
Finalmente, para quienes deseen una mayor información, remitimos a: Donington (Robert): Summary of Unofficial British Opinion, since the War (Londres, 1940), Maddox (William P.): European Plans for World Order (Filadelfia, 1940). Geneva Research Centre: Preliminary Report on Study Projects undertaken by Research Agencies on Post War Problems (Ginebra, 1940), y el Second Report (Ginebra, 1941) Should America join a move for Federal Union of the world's democracies? (Congressional Digest XX (junio–julio 1941, 163–192). “The Commission to Study the Organization of Peace”. Statement of American Propasals for a New World Order (Nueva York, 1941). Brodie (Fawn M.): Peace Aims and Post–War Planning. A Bibliography Selected and Annotated (Boston, 1942). Pero sobre todo, consultarán con mucho fruto la excelente obra de Herbert Hoover y Hugh Gibson: The Problems of Lasting Peace (Garden City, Nueva York, 1942), que, aunque no propone un plan determinado, examina las ventajas e inconvenientes de los ocho planes principales para la organización del mundo de la postguerra.
{8} Pocos tienen la franqueza de Lord Eustace Percy en Spectator (novbre. 1939) de mostrarse partidario de la continuación del “balance of power system”, ya que para él los pequeños Estados no son sujetos, sino objetos de la política exterior. Lo que ocurre es que las condiciones del equilibrio político, por lo que a Europa respecta, se han modificado; como acabamos de indicar, e Inglaterra cree que ya no tiene nada que temer ante una Europa unida, como todavía temiese Austen Chamberlain en 1935 en su libro Through the Years, porque piensa utilizar esta unión en el servicio de una hegemonía anglosajona. Pero para servirse de una Europa unida tiene previamente que dividirla aún más, y no es paradoja. Así The Times, en su editorial' “Great and Small Nations” (The Times Weekly, 24–III–43), para calmar el revuelo que había producido su anterior editorial “Security in Europe”, después de indicar que “la política del equilibrio está tan muerta en este sentido como la política de estricta neutralidad (que únicamente sería posible para Estados geográficamente privilegiados, como la Península Ibérica y Suiza). Ambas pertenecen a un período de la historia europea que terminó en el funesto verano de 1940”, añade: “esto no implica que tenga que haber menos naciones separadas e independientes. Podría haber más, incluso en Europa; porque no hay razón alguna para que el proceso de autodeterminación, tan fecundo durante los últimos setenta a ochenta años, en despertar la conciencia política de nuevas naciones se detenga precisamente en el estadio que alcanzó en 1919”.
Linder A. Mander, en Foundations of Modem World Society (Stanford–Londres, 1941), sostiene que el “balance of power” no puede continuar en la postguerra, so pena de conducir a un desastre, por lo que las naciones tienen que abandonar su soberanía e independencia para establecer nuevas unidades políticas. Quincy Wright, en su editorial del American Journal of International Law (XXXVII/I, 1943, 97–103), “International Law and the Balance of Power”, no cree en la posibilidad de. una vuelta a la política del equilibrio, sino que el dilema se plantea entre un imperio mundial o una Federación libre del mundo,” porque la revolución industrial, la democracia, los nacionalismos y la guerra total han hecho imposible el retorno a la política del equilibrio del siglo XIX. Esta fue posible porque Inglaterra podía por su fuerza actuar de fiel en la balanza, pero “Gran Bretaña ya no está en condiciones de influir decisivamente en uno u otro sentido para mantener el equilibrio sin perder ella misma su invulnerabilidad. Se ha sugerido que los Estados Unidos podrían ocupar esta función de guardianes del equilibrio. Si también es verdad que son menos vulnerables que la Gran Bretaña a los ataques militares o económicos, en cambio, políticamente, los Estados Unidos son menos aptos para llevar a cabo aquellas rápidas y secretas maniobras de las que depende el éxito de una política, del equilibrio”.
Pero, precisamente esta última argumentación de que Inglaterra ya no es suficientemente fuerte y los Estados Unidos no son todavía suficientemente ágiles para manejar la política del equilibrio, nos indican que, excepto algún federalista excesivamente utópico, los anglosajones prevén el uso de una Europa más o menos unida, como pieza de una nueva política de equilibrio, contra la única gran potencia inmune a toda “thalassocratia": Rusia. A pesar de que Wright, por ejemplo, ni siquiera la menciona: Lo demás son cuentos... chinos.
{9} Es interesantísima la lectura del “Second Report. The Transitional period” (International Conciliation, núm. 379, abril 1942), de la “Commission to Study the Organization of Peace”, a que ya aludimos, cuyas conclusiones son que no se puede pasar bruscamente de la guerra a la paz sin que un directorio político, a cargo principalmente del Imperio Británico y de los Estados Unidos, en menor grado de Rusia y China, ponga orden (pág. 160) durante un período más o menos largo: “Al término de las hostilidades, la responsabilidad de la reconstrucción del mundo será de la exclusiva competencia de los vencedores, sea o no del agrado de éstos, guste o no a los demás”, ya que si no los desórdenes internos, el hambre, las epidemias y el colapso económico serían inevitables (pág. 161): “En este nuevo sistema, la tarea estará en su mayor parte a cargo de tres grandes naciones. Dejando, a un lado los méritos alegados por cada nación y prescindiendo de la justicia del caso, el hecho inevitable es que el poder será ejercido por aquellos que queden con fuerza suficiente para ejercerlo... La realidad es que allí donde esté el poder, allí exclusivamente habrá que buscar la decisión final.” Únicamente cuando hayan transcurrido algunos años y sea posible consultar la opinión de los distintos países, podrán constituirse “gobiernos estables, aptos para tomar parte en la construcción del orden mundial permanente”. Ahora bien, la ponencia del Quincy Wright dice (1. c, pág. 274): “Sin duda, en los países escandinavos, en los Países Bajos, en Francia y España, los nuevos gobiernos podrían ser reconocidos provisionalmente, con anterioridad a los del Centro y Este de Europa. El reconocimiento provisional de los gobiernos en Alemania y en Italia tendría lugar, probablemente, en último término. Estos reconocimientos provisionales no se convertirán en definitivos hasta que los propios súbditos interesados hayan tenido oportunidad de discutir y modificar sus regímenes y hayan dado su consentimiento a los mismos. El Directorio tendrá que continuar hasta que el reconocimiento definitivo de ambos gobiernos, el nacional y el sobrenacional, sea posible en las diversas regiones.”
Respecto a las colonias, sostiene la Comisión (pág. 158): “Al final de la guerra nos encontraremos con que muchas de las colonias cuya dirección política y económica depende de la metrópoli necesitarán una continua asistencia del exterior. Esto será especialmente exacto en el caso de las islas del Pacífico, hasta entonces gobernadas por el Tapón. Igualmente ocurrirá con los restos del Imperio italiano en África. De un modo semejante, Francia no estará en condiciones de gobernar muchas de sus colonias lejanas y ni siquiera, quizá, los territorios del África ecuatorial francesa, Madagascar o las posesiones francesas del hemisferio occidental. También, constituirán un problema el Congo belga y quizás las colonias españolas y portuguesas de África.” Y en la ponencia de Benjamín Gerig (1. c, pág. 211) se dice: “En primer lugar, tenemos aquellos pueblos y territorios que ya casi pueden valerse por sí misinos, por ejemplo, Filipinas, Siria, Etiopía, Algeria, Marruecos, Java y otros.”
Aunque esta Comisión no es oficial, por lo que sus componentes significan en la formación de una opinión pública en los Estados Unidos, no tiene nada de extraño que un grupo de senadores de ambos partidos se hayan identificado con sus planes y se hayan dirigido recientemente al Presidente Roosevelt solicitando urgentemente la creación de una organización de las “United Nations”, “to establish temporary administrations for the Axis controlled areas of the world as these are occupied by United Nations forces, until such time as permanent governments can be stablished”. (Cfr. The Times Weekly, “Sovereignties in Trust. An obligation of the United Nations”, 31–III–43.)
Sumner Welles, en su recientísimo discurso de Durham (Carolina del Norte) ante los alumnos del Colegio para negros, después de referirse a principios cardinales en que debe basarse la organización de las “Naciones Unidas” en la postguerra: fuerza armada internacional, Tribunal internacional y organismo técnico para cuestiones económicas, cree probable un período de transición después de la guerra “en el cual ha de corresponder a ciertas Naciones Unidas el mantenimiento del orden”. (Cfr. Ya. I–VI–43.) Ya Cordell Hull, en su discurso radiad desde Washington el 23 de julio de 1942 (International Conciliation, núm. 382, sepbre. 1942, pág. 388), indicó: “During this period of transition, the United Nations must continue to act in the spirit of cooperation wich now underlines their war effort –to supplement and make more effective the action of countries individually in reestablishing public order, in providing swift relief, in meeting the manifold problems of readjustement."
{10} Gran eco tuvo la irónica carta al Times del ministro de Negocios Extranjeros del Gobierno holandés emigrado en Londres, van Kleffens, en que les indicaba a Inglaterra y Estados Unidos que no era precisamente democrático el pretender dirigir ellos solos el mundo (“Great and Small Nations. Shares in Shaping of Policy”, The Times Weekly, 31–III–43): “There is at present a strong (fortunately not a general) tendency in Britain and the United States to vindicate a dominant position in matters of more or less general concern for the two anglo–saxon Commonwealths plus Russia and, though less generaly, China; the largest political unit in the world, with the exeption, of course, of Germany, Italy and Japan in their present morbid and criminal mood, and of France. The views of the lesser States are by no means ignored, but, according to speakers and writers of that school, would carry less weight, the decisive criterion appearing to be size and power. I venture to submit that, in a world dedicating itself anew to democracy, this is an antiquated conception. In national affairs we have advanced well beyond the stage when wealth gave political power. The poor worker has good a voice and a vote as the rich man. It is difficult to see how, in things international, democratically minded people can feel justified in attaching more weight to the voice of the greater powers than to that of the smaller ones –not necessarily small ones. The great Powers, according to the “big four” theory, seem desirous of beningly ruling the community of nations: the lesser Powers (whose very lives depend on wise international cooperation) wish to serve the common good, and I venture to suggest that this is a more valuable –because a more unselfish– approach to claiming a vote at the council table.”
Todo comentario huelga. En realidad, tampoco salen bien parados ante los Estados Unidos los otros “big three”, ya que por boca de Sumner Welles se declaran crudamente sus propósitos hegemónicos (discurso de Arlington, 1. c, pág. 393): “When the war ends, with the resultant exhaustation which will then beset so many of the nations who are joined with us, only the United States will have the strength and the resources to lead the world out of the slough in which it has struggled so long, to lead the way toward a world order in which there can be freedom from want."
{11} Cfr. el reciente libro de Calmette (Joseph), L'effondrement d’un empire et la naissance d'une Europe (París, 1942), tan claro y sustancioso como sucinto, y que nos muestra cómo en los siglos IX y X surge del resquebrajamiento de la concepción imperial carolingia el sistema de equilibrio de las nacionalidades que va a ser, por desgracia, la característica de Europa durante un milenio.
{12} Cfr. para ello y para toda la historia cíe la idea de comunidad occidental: Fritzemayer (Werper), Christenheit und Europa. Zur Geschichte des europüischen Gemeinschaftsgefüls von Dante bis Leibniz (München–Berlín, 1931).
{13} Cfr. Pío XII: Summi Pontificatus (Acción Católica Española, “Colección de Encíclicas y Cartas Pontificias”, Madrid, 1942, páginas 389–390).
{14} Prólogo a Reivindicaciones de España, de José Mª de Areilza y Fernando Mª Castiella (Madrid. 1941, pág. 14).
{15} “Cuestiones de Oriente” (Obras completas, II, Madrid, 1854, págs. 221 a 223).
{16} Balmes (Jaime): “Alianzas de España. Artículo 2.°: Alianza con Francia” (La Sociedad. Revista religiosa, filosófica, política y literaria, I, 1843, 304).
{17} Balmes (Jaime): “Más sobre la situación de España” (Escritos políticos, Madrid, 1847, pág. 87).
{18} Ganivet (Ángel): Idearium español (6.ª, Madrid, 1933, pág. 151).
{19} Cfr. Vázquez de Mella (Juan): ¿Puede ser anglófilo un español? (Obras completas, XXIII: Temas internacionales, pág. 196); El ejemplo de guerra, ibid, pág. 118, y Antología (Selección de J. Beneyto Pérez, Madrid, 1930, pág. 74).
{20} Unamuno (Miguel): Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos (Buenos Aires. 1937, pág. 228).
{21} Costa (Joaquín): Los siete criterios de gobierno (Madrid, 1914, pág. 76).
{22} Costa (Joaquín): 1. c, pág. 58; Crisis política (Doble llave al sepulcro del Cid) (3.ª, Madrid, 1914, pág. 63); Reconstitución y europeización de España (Programa para un partido nacional) (Madrid, 1900, pág. 160). En el mismo sentido, Giner de los Ríos, Azcárate, Zulueta.
{23} Castelar (Emilio): Sesión de las Cortes de 20 de mayo de 1869.
{24} España invertebrada (en Obras completas, 2.ª, II, Madrid, 1936» pág. 824).
{25} La rebelión de las masas (3.ª, Buenos Aires, 1939, pág. 281). Es éste un gran libro, empañado, sin embargo, por su ceguera para lo católico.
{26} Cfr. Maeztu (Ramiro de): Defensa de la Hispanidad (Madrid, 1934).
{27} Sobre la política internacional española (2–X–1935). (Obras completas, II, Madrid, 1939, págs. 243–254.)
{28} “Ante una encrucijada en la historia política económica del mundo” (Discursos, I, Burgos, págs. 90–91).
{29} El Estado Nacional (Burgos, 1938, págs. 58, 59, 87, 103 y 104); “Castilla en España” (Jons, junio 1933).
{30} La firmeza revolucionaria. La Conquista del Estado (núm. II, de 23 de mayo de 1931, Antología, Madrid, 1939, pág. 119); Nuestra revolución (junio 1933) (Antología, Madrid, 1939, pág. 17).
{31} España puede intervenir en Europa (en Obras completas). (Madrid, 1939, págs. 198–199).
{32} Vid. en Palabras del Caudillo (Madrid, 1939) los siguientes discursos y declaraciones: 19–IV–1937, pág. 9; 18–VII–1937, pág. 27; 2–VIII–1937, págs. 31 y 32; 24–VI–1938, pág. 59; 24–VI–1939, pág. 63; 1–X–38, pág. 7; 1–X–1937, pág. 97; 25–XI–1937, pág. 127; 18–VII–1938, págs. 131 y 134; 7–VIII–1937, pág. –178; 16–XI–1937, pág. 211; 26–XII–1937, pág. 221; 18–VIII–1938, pág. 260; 2–XI–1938, pág. 276. Cfr. en Arriba: 27–IX–1939, pág. 1; 13–V–1939, pág. 1; 17–V–I939, pág. 8; 2–I–1940, págs. 1–3; 7–IX–1940, pág. 4; 18–VII–1941, pág. 16; 18–IV–1941, págs. 1–4; 14–VII–1941, pág. 1; en el mismo sentido, Serrano Suñer: Arriba, 12–V–1939, pág. 1; 1–VI–1939, pág. 1; 1–XI–1939, pág. 4.
{33} Cfr. Serrano Suñer: La victoria y la postguerra (Discursos) (Madrid, 1941, págs. 118 y 179); Arriba, 1–XI–1939, pág. 4; 12–I–1941, págs. 1–3; 13–111–1941, pág. 1; 3–XV–1941, págs. 1–4.
{34} Discurso del Caudillo en Sevilla (Cfr. Ya, 8–V–43, pág. 1).
{35} Cfr. Aunós, discurso con ocasión de la constitución del Consejo Asesor de Justicia (Ya, 28–V–43, pág. 1).
{36} Conde de Jordana, discurso en la sesión del Consejo de la Hispanidad, celebrada en Barcelona con motivo del 450 aniversario del regreso de Colón (Barcelona, 1943, pág. 19).
{37} Del discurso del Caudillo en la constitución del III Consejo Nacional en 7 de diciembre de 1942 (Palabras del Caudillo, Madrid, 1943, pág. 527).
{38} Para ver las consecuencias que ello implica, cfr., entre otros muchos, Alfonso García Valdecasas: “Los Estados totalitarios y el Estado español”, en esta revista, II–5 (enero 1942), 5–32.
{39} “Discurso del Caudillo ante el Consejo Nacional de la Falange” (Arriba, 18–VII–1941, pág. 5).
{40} Cfr. Goetz (Walther) en Die Propyläen–Weligeschichte (VI, Berlín, 1931, pág. 136).
{41} Obras completas de Gabino Tejado (Madrid, 1854, II, páginas 251–252, III, 166).
{42} El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea (3.ª, Barcelona, 1849, I, pág. 186).
{43} Para convencerse de cómo la U. R. S. S. se preparaba para aniquilar por medio de las armas el cristianismo europeo, coronando la labor que mediante su agitación llevaba a cabo en el interior de los Estados basta leer el artículo publicado hace once años en Cività Cattolica (20 junio 1931), Il bolscevismo distruttore di ogni civiltà cristiana.
{44} Donoso Cortés (Juan), 1. c., III, pág. 320.
{45} Palabras del Caudillo (Madrid, 1939, 2–VTX–1937, pág. 32; 27–VII–1937, pág. 94; 1–X–1937, pág. 97; 18–VXXX–1938, pág. 260; VII–I937, pág. 163; 7–VIII–1937, págs. 17–178; 1–X–1938, pág. 73; 15–VIII–1937, páginas 180 y 186; X–1937, pág. 192; XI–I937, págs. 195–196; XI–1937, página 203; 25–XI–1937, págs. 213–214; 26–XII–1937, pág. 221; 1–1938, página 229; II–1938, pág. 231; V–1938, pág. 244; 10–VII–1938, págs. 251–252; 4–XI–1938, pág. 281. Discursos reproducidos en Arriba: 23–V–1939, pág. 1; 6–VI–1939, pág. 2; 3–X–1939, pág. 1; 12–IV–1939, pág. 1; 15–II–1942. Palabras del Caudillo (Madrid, 1943: 14–IX–1042, pág. 203; 7–XII–1942, pág. 523. Discursos reproducidos en A B C: 9–V–1943, pág. 17; II–V–1943, pág. 8).
{46} En Siete discursos (Burgos, 1938): 2–IV–1938, pág. 20; 19–VI–1938, págs. 55–56; 17–VII–1938, pág. 75; y en Arriba: 12–V–1939, pág. I; 1–VI–1939, pág. 1; 25–VI–1941, pág. 1; 3–VII–1941, pág. 1, y 5–VII–1941, pág. 4.
{47} “Circular del Secretario General a todos los Jefes Provinciales del Movimiento” (Arriba, 27–VT–41, 1). Discurso de Sevilla (Ya, 10–II–1943, pág. 1).
{48} 1. c, pág. 21.
{49} Que Rusia nos paga en la misma moneda, desde su intervención durante nuestra guerra, lo demuestran las recientes, declaraciones de Litvinoff en La Habana.
{50} Nadie que no sea filocomunista puede dejarse engañar por tal gesto de enmascaramiento –entre Stalin y Trotzky no hay más que diferencias de táctica, no de principio– y menos que nadie los españoles que, cautivos en la zona roja, contemplamos un día estupefactos el impudor de Negrín –uno de tantos caballos de Troya comunistas– al proclamar, por orden de Moscú, sus 13 puntos. Incluso en Inglaterra hay quienes con más serenidad creen que es “to treat –people “with intellectual contempt to tell them one thing between 1918 and 1941, and something very different now (The Tablet, CLXXXI (1 de mayo de 1943), 207–208; CLXXX (18 de julio de 1942), 31–32, y CLXXXI (10 de abril de 1943), 170).
{51} Todavía, antes de que resultara evidente para todos la importancia extraordinaria del factor aéreo, incluso en el mar, en los trabajos de 1942 de la “Commission to study the Organization of Peace” se distribuían los poderes militares, reservando el poder naval al orden mundial, el poder aéreo a los órdenes continentales y el poder terrestre a los gobiernos nacionales: “A careful examination of the technical differences between land, air, and sea power might provide the basis for an adeqttate equilibrium. The world order as whole will probably rest for a long time on sea power; European and other continental orders will rest on air power; and national governments will rest on land power” (Quincy “Wright: “Political conditions oí the period of transition”, en International Conciliation, núm. 379 (abril 1942).
{52} Un botón de muestra. Cuando Henry Wallace, en su discurso de Delaware de 8 de marzo de 1943, se refería a la posibilidad de una “tercera guerra mundial” indicaba que había que evitarla absteniéndose de toda oposición a los Soviets y de toda actividad anti–rusa.
{53} Véase texto en Ramón Sierra: ¿Muere o renace Europa? (Madrid, 1943, 130–133).
{54} Firmado en Washington el 11 de junio de 1942. (Véase texto en International Conciliation, núm. 382, septiembre 1942, 401–406.)
{55} Acerca de las revelaciones del “Goteborgs Morgenpost .cfr. Sierra, o. c., págs. 138 y 139. Para la versión suiza véase la crónica desde Vichy, de J. R Alonso, en Arriba, (21–VI–42).
{56} Acuerdo de Washington de I de enero de 1942 (Cfr. International Conciliation, núm. 377, febrero de 1942, 79–80).
{57} Lamentamos no poder hacer en esta ocasión un estudio de la misma.
{58} Spectator (5 de febrero de 1943): ¿Quién podría negar que la Unión Soviética ejercería un poderoso influjo en la Europa de la postguerra? El ejército ruso representará entonces a la mayor potencia terrestre del continente europeo. A su espalda se apoyará en gigantescas fábricas de armamentos que conjuntamente con las fuerzas combatientes constituirán un terrible instrumento de poder en manos de sus jefes. Teniendo esto en cuenta es muy importante que Inglaterra cultive una inteligencia permanente con la Unión Soviética; su base se encuentra ya en el tratado de alianza por veinte años. Por ello es conveniente constituir ya una estrecha comunidad de intereses entre Gran Bretaña y la Unión Soviética. Los pequeños vecinos de la Unión Soviética temen que sus países sean considerados por el Kremlin como un glacis militar y por ello que sus asuntos internos sean dirigidos constantemente desde Moscú. Semejante situación estaría en contradicción con los principios de la declaración del Atlántico. Pero al mismo tiempo hay que tener en mente que la Unión Soviética, atendido el alto precio que habría tenido que pagar para alcanzar la victoria, tendría que preocuparse poco de la Carta del Atlántico y decidir con independencia acerca de su seguridad estatal. El Times, en un editorial del 10 de marzo de 1943 (Cfr. Ya, 13–III–43, crónica de Augusto Assía, '"Inglaterra quiere dejar mano libre a Rusia en Europa oriental”), sostiene que es necesario que Inglaterra reconozca de plano y a priori el derecho que le asiste a Rusia de determinar la configuración de sus fronteras del Oeste, así como procurar que las naciones que habrán de surgir entre Rusia y Alemania sigan una política favorable a los rusos; “todo indica hoy que, después de la guerra, Rusia estará en condiciones de determinar sus fronteras de acuerdo con la concepción de lo que su seguridad exige; pero el futuro de las relaciones anglo–rusas dependerá totalmente de que dicha determinación sea aprobada por Gran Bretaña a priori, o bien aceptada a regañadientes como un hecho consumado”. El ex embajador norteamericano en Moscú, Josepha E. Davies –que en otoño de 1941 publicó Mission to Moscow y es actualmente portador de una carta de Roosevelt a Stalin–, en unas declaraciones de este año a la revista Life, manifestó, respecto a las exigencias territoriales de los Soviets que, desde luego, recobrarán cuanto perdieron en la última, guerra, más aquellos otros territorios que la U. R. S. S. juzgue necesarios para la seguridad de su frontera occidental.
{59} El ejemplo de Lituania, Letonia y Estonia, que después de la firma de unos “tratados de amistad” fueron obligadas por el terror a solicitar “voluntariamente” su incorporación a la U. R. S. S, es bastante elocuente. Los que deseen una información, que no pueda ser acusada de parcial, lean la publicación citada por The Tablet (núm. 5370, pág. 170). “Latvia: 1939 to 1942” (Washington, 1943), editada por la Legación letona.
{60} Si los católicos ingleses se han dado ya cuenta de esta posibilidad y naturalmente se oponen a ella (Cfr. “The Soviet and the West”, The Tablet, núm. 5373), en cambio, personalidades políticas, incluso norteamericanas, llegan a declarar como Joseph E. Davies (ex embajador y consejero del Presidente Roosevelt en asuntos de Rusia) que “si Estados que limitan con la Unión Soviética solicitan voluntariamente ser admitidos en la U. R. S. S., dicha unión no puede impedirse en absoluto. Según mi opinión, esto no nos interesa y no amenazaría en nada nuestra seguridad” (declaraciones a Life).
{61} The Times (10–III–43), en que se propugna la división de Europa en dos esferas de influencia de acuerdo con los intereses vitales, de Inglaterra en el Oeste y de Rusia en el Este de nuestro continente. Walter Lipmann, en New York Herald Tribune, les da el consejo, en febrero de este año, a los pequeños Estados de Europa oriental, de coordinar la política exterior con las exigencias de los Soviets, abandonando la esperanza ilusoria de que los Estados Unidos puedan o quieran garantizarlos política o militarmente. En el editorial “Great and Small Nations” (The Times Weekly, 24–III–43) se dice que en la Europa oriental “el núcleo del poder militar y económico, que es el único instrumento efectivo de seguridad, tiene que ser proporcionado principalmente por Rusia, que es el único país al Este de Alemania que posee recursos y explotaciones industriales en una escala igual en absoluto a su misión. Esto es un riguroso hecho que no puede ser descartado por meros deseos o pasado por alto, sin que se corra un terrible peligro. Este es un hecho del que los pueblos británico y americano se han dado cada vez más cuenta en los últimos meses. Reconocer su contextura y consecuencias es condición esencial para el establecimiento de buenas relaciones con Rusia, y tiene que constituir una pieza esencial de la política británica y de la americana”. Creo que con esto basta, sin que sea necesario participar en la polémica que se entabló en tomo de un editorial del Times del 9 de marzo pasado, sobre cuál era el alcance de la afirmación de que las fronteras estratégicas de Rusia estaban en el Oder.
{62} Discurso de Bristol de 9 de febrero de 1942 (Cfr. “Sir S. Cripps and Soviet Aims, en el Daily Telegraph, 10–II–42).
{63} The Times, “Mr. Eden's Mission” (29–XII–41). H. Foster Anderson, que conoce bien a Rusia, en Formightly Review (abril 1942), sostiene que Rusia, en la Conferencia de la Paz, tiene, por lo que respecta a Europa, todos los triunfos «i la mano y decidirá del nuevo orden europeo. De aquí que sea necesaria una colaboración de Inglaterra con Rusia, cosa perfectamente posible, dado que ambas son imperialistas. Voigt, del Manchester Guardian, indica en la Nineteenth Century (abril 1942) que, según los planes anglo–sajones, los Soviets ocuparían Alemania después de la guerra, lo que no es ninguna novedad ya que Cripps, en su discurso de Bristol y en unas declaraciones a Life; indicó lo mismo; esta ocupación sería necesaria no tan sólo para la destrucción del sistema nazi, sino para impedir, de acuerdo con el deseo de la U. R– S. S., el establecimiento dé ningún otro sistema en su lugar. Ciertamente que otros prevén otra modalidad: gobierno militar de Alemania por Rusia, Inglaterra y Estados Unidos durante todo el “período de transición”. Edén, en su discurso del 2 de diciembre de 1942 en la Cámara de los Comunes, dijo que Rusia tendría en Europa él monopolio de la fuerza armada. “No es sorprendente –declara Constantine Brown en el Washington Star (1–II–43)– que el Gobierno soviético tenga el deseo de corregir, sus fronteras en Europa central y meridional y de incorporarse partes de Polonia, Besarabia, Moldavia y Dobrudja. En Washington nadie se asombraría si Moscú insistiera en la extensión de su zona de influencia en el Irán hasta el Golfo Pérsico. Posiblemente, el pueblo yugoeslavo exigirá su unión con Rusia, la gran potencia eslava, con lo que ésta obtendría una salida al Mediterráneo. Después de la guerra, la Unión Soviética podría afirmar con razón que es necesario para el mantenimiento de la paz que Rusia ejerza una influencia dominante en Europa, mientras que ésta se encuentre dividida en muchos Estados débiles e independientes”. La revista de Nueva York United States News (25–III–43) presta su conformidad a que los Soviets, una vez vencida Alemania, dominen en el hemisferio oriental (entiéndase Europa) al modo como lo harán los Estados Unidos en el hemisferio occidental. Eduardo Benes, en Images (junio 1942), pide la intervención de la U. R. S. S. en todos, los asuntos europeos.
Se podrían acumular, a pesar, de la escasez de información, muchos más testimonios; no lo creemos necesario, si tenemos en cuenta que en diciembre de 1941, ya a raíz de las negociaciones de Anthony Eden, en Moscú, el redactor diplomático del Daily Telegraph, que está en estrecha conexión con el Foreing Office, comentó dichas negociaciones diciendo que “Stalin ha intentado hacerse pagar el máximo posible por la ayuda que la U. R. S. S. presta a los aliados. Cada vez se ve con mayor claridad que pretende concesiones que afectan profundamente a la situación de Europa central y occidental”.
{64} Dos botones de muestra: la obra de G. P. H. Cole, Europe, Russia and the Future (Nueva York, 1942), a la que nos referimos en la nota 7, en la que propone extender el sistema soviético a Alemania, Europa oriental, India, China y Japón; y el hecho de que del folleto de A. J. Ferris, When Russia bombs Germany –en que se pronostica, con complacencia la “salida de Babilonia” de los católicos cuando Rusia saquee el Vaticano y publique su archivos– se hayan vendido, según The Tablet, 100.000 ejemplares en dos años.
{65} Left Wings over Europe.
{66} No disponemos ya de espacio para dar, siquiera en síntesis, las directrices pontificias de un orden internacional cristiano. No lo lamentamos porque ello nos obligará a estudiarlas en otra ocasión con la debida calma.
{67} Ya en 1925 el alemán Walther Vogel, cuya personalidad desconozco, en su obra Das Neue Europa und seine historisch–geographischen Grundlagen (Bonn–Leipzig, 1925, pág. 423), decía: “Vemos dos grandes posibilidades: de un lado, una Europa igual al Imperio romano en su decadencia; monstruosas masas de populacho heterogéneo y desarraigado, oscilando de un lado a otro, con algún resto de civilización externa, pero llenas de “barbarie en su interior, haciendo frente difícilmente a los enemigos en acecho a su alrededor, y bajo una dictadura –de cuño americano–occidental o semi–asiático– de Césares anglosajones, rusos o quizás judíos. De otro, una Europa cristiana o –digamos más prudentemente– religiosa, articulada nacionalmente y al mismo tiempo federal “y predominantemente campesino–agraria e industrial–córporativista, con menos “civilización” que en el siglo XIX, pero probablemente con una profunda, interna y creciente moralidad."
{68} Como se ve, exactamente lo contrario de lo que propugna Streit, cuyo individualismo democrático nos llevaría al absurdo de que, si se admitiese en su Federación a China, por ejemplo, ésta pesaría más que todos los pueblos europeos reunidos, ya que para él un hombre es un voto y no reconoce personalidad histórica a las naciones. Estas quedarían disueltas en meros agregados de electores.
{69} Las fuerzas separatistas europeas que– en un proceso de división infinito podrían pulverizar Europa, ya que siempre se encuentra un hecho diferencial que separe Aldea de Arriba de Aldea de Abajo, deben tener en cuenta lo que ya dijera Eugenio d'Ors en su Glosario de 1932: “Es urgente la vindicación del término “provincia” de la desconsideración en que ha venido envolviendo, desde hace más de un siglo, el nacimiento romántico, con su doble corolario de absolutismo democrático y de uniformista centralización. Aquel demérito respondía a la misma tendencia, hija de Babel –del Babel cuyo “eon” se opone constantemente al de Roma– que hacía decir, en lo privado, al individualismo anárquico: “Vale más ser cabeza de ratón que cola de león”. Pero la fórmula de las almas auténticas, nobles, es lo contrario. Saben ellas que aun la cola en el león participa de la dignidad leonina, mientras que en el ratón sobre la misma cabeza cae la infamia de la bajeza ratonil.
Nobleza igual fue la de los pueblos y gentes que de Roma, un día, recibieron el honor de ser llamados “provincia” y lo aprovecharon para participar en la superior vida romana. De aquellos entre los cuales nacía con Trajano, un Emperador; con Séneca, un filósofo romano; y hasta las puertas mismas de la Edad Media, con San Agustín, una figura definitivamente metropolitana en el Catolicismo. ¡Quisiera Dios que muchos pueblos sintiesen ya en Europa moderna esta vocación de unidad, la vocación de ser provincia de Europa! ¡Quisiera Dios que el número de los mismos fuese creciendo cada día!
Lo que a mí me importa es no ser excluido del Banquete o Simposio de la Cultura. El lugar de la mesa me importa menos. Tal vez, comiendo yo solo en otro comedor los manjares fueran mejores y yo me sintiera con más libertad. Pero no cambiaré nunca la primogenitura por un plato de lentejas. Y en cualquier Imperio la condición de provincia tiene valor de primogénita.”
{70} Montes (Eugenio): Discurso a la Catolidad española (“Acción Española”. Antología. Burgos, marzo 1937, pág. 193).
{71} Giménez Caballero (Ernesto): Genio de España (4.ª, Burgos, 1939, Pág. 30).
{72} Cfr. Menéndez Pidal: Idea imperial de Carlos V (Madrid, 1940, págs. 9–35). Que éste era el espíritu de quienes rodeaban al Emperador puede verse en la oración pública que a petición de la Universidad de Colonia y para consuelo de las muchas calamidades que padecían todas las potencias de Europa y por su desunión pronunció el segoviano Andrés Laguna, médico de Carlos V y del Pontífice Julio III, con el título: Europa, que a sí misma se atormenta, y en los esfuerzos de Luis Vives para evitar la destrucción de la unidad europea reconciliando a Carlos V con Francisco I y Enrique VIII, para lo que publica De Europa statu ac tumultibus, carta escrita al Papa Adriano VI en 12 de octubre de 1522 solicitando su colaboración para evitar la anarquía europea proponiendo como remedio a la misma en su tratado De concordia la reunión de un concilio general. Sobre Vives y Europa vid. Beneyto (Juan): “Juan Luis Vives y el problema de Europa” (Valencia, t. a. de los Anales de la Universidad, 1941); también debe Consultarse sobre la Idea del Imperio y Europa el libro del mismo autor: España y el problema de Europa. Contribución a la historia de la idea del Imperio (Madrid, 1942).
{73} No podemos abordar siquiera el tema africano y el de la Hispanidad. Cfr. Ramón Sierra: ¿Muere o renace Europa? (Madrid, 1943), con cuyas conclusiones estoy conforme.
{74} Ledesma Ramos (Ramiro): Discurso a las juventudes de España (3.ª, Madrid, 1939, pág. 38).
{75} Cfr. García Morente (Manuel): Idea de la Hispanidad (2.ª Buenos Aires, 1939, págs. 39–123).
{76} Cfr. García Valdecasas (Alfonso) “Wesen und Bedeutung des Spanischen Hidalgo” (Ibero–Amerikanisches Archiv, XIV–4 (1941).
{77} Además de una conocida personalidad literaria, fue agente del ''Intelligence Service” en Francia durante la guerra de 1914–18.