Filosofía en español 
Filosofía en español


Sección de Instrucción Pública

Antonio María García Blanco

Manuales de Educación e Instrucción primarias

Entre los muchos libros que echamos de menos, en medio del inmenso cúmulo de libros que diariamente se publican, que asolvan los mercados y hunden nuestras bibliotecas, son los manuales de primera y segunda educación e instrucción, y las buenas Instituciones, u obras elementales para la enseñanza, lo que más falta está haciendo en el sistema de instrucción pública. Por tanto vamos a entablar una serie de artículos consagrados a este asunto, en que procuraremos trazar, siquiera sea a grandes rasgos y con la pequeñez y cortedad de fuerzas que nos es natural, la marcha que en nuestro concepto debieran llevar estos libros y las materias que debieran abrazar.

Los primeros, cuya falta se palpa diariamente, son los manuales de primera educación. Bien se haya de dar esta por los padres, como parecía más conveniente y natural, bien por los maestros o pedagogos destinados al efecto, unos libritos serían de desear, unas cartillas se desconocen, que aprendiera la madre o el padre y a falta de ellos el maestro de escuela, el modo de educar o sacar de los peligros y torpeza naturales a los instintos, a los sentimientos o afectos, y a las facultades intelectuales perceptivas o reflexivas del infante: del cultivo de estos tenues filamentos físicos, morales, e intelectuales penden la justificación del hombre, su felicidad o infelicidad futuras, la cultura y progreso de la humanidad y de la civilización y de las ciencias, o su atraso y la inmoralidad pública y general que deploramos.

Esta educación debe dirigirse primero a los instintos, después a los afectos y sentimientos y últimamente a la inteligencia y razón; porque con este orden se presentan en el infante, se desarrollan y crecen, y con este mismo dejan sus huellas, en el delicado cuerpo, en el tierno ánimo, en el corazón y mente de la criatura; y fíjese bien en esto la atención, y entiéndalo el Gobierno, y sépanlo los padres y maestros; que la más precoz de aquellas facultades y el más precoz de aquellos tres órdenes, es lo que más tarde muere o se deteriora en el hombre lo que más predominio tiene sobre el organismo y el espíritu en todo el discurso de la vida. El instinto, v. gr., de la propia conservación, el amor propio, la amistad o afeccionividad, la adquisividad, que son los primeros que se presentan en el infante ¿no son los que acompañan por lo común al hombre hasta el sepulcro? La circunspección, veneración o respeto, y teofilia, primeros y más urgentes afectos de la infancia ¿no son los últimos a decaer en el anciano o los que mejor conserva hasta la muerte? La tactilidad o facultad de percibir por el tacto y la causalidad o prurito de inquirir la causa de todo cuanto se ve, que son las primeras de las perceptivas y reflexivas que se presentan en el infante ¿no son las últimas o con que termina un viejo su existencia? He aquí por qué dijimos que debe dirigirse la educación en el mismo orden con que se presentan y van desarrollándose las facultades humanas.

Esto, si se quiere, es lo que ha venido diciéndose de antiguo; aunque, a decir verdad, no lo hemos oído a nadie, ni leído en ningún arte, cartilla o libro de primera educación tal como acabamos de proponerlo y razonarlo: oímos, sí, que Horacio decía:

Quo semel est imbuta recens servabit odorem testa diu;

pero ni se dijo nunca qué parte de la vasija (el hombre) retenía el olor, ni cuál se imbuía primero, ni qué olor era el que convenía que retuviera y cuál debía hacérsele perder, ni finalmente cómo se le había de hacer retener el uno y perder el otro o no adquirirlo, que es lo interesante y que conduce a nuestro intento. Sábese que el niño es una máquina complicadísima, de resortes inmensos y sumamente delicados; que la educación, como segunda naturaleza, corrige los defectos que aquella saca, y fomenta las buenas cualidades de la criatura; pero ¿cómo se hace esto? ¿Cuándo y cómo se han de empezar a poner en juego aquellos resortes? Hoc opus, hic labor.

Un manual de educación advertiría a la madre o padre y después o a falta de estos al maestro, acerca de las señales y primeros esbozos de la glotonería, v. gr., del orgullo, de la avaricia, ambición, envidia, pereza y otros vicios capitales que denigran a quien los lleva y entorpecen la marcha de la civilización y de la humanidad. Lo mismo decimos de los afectos y sentimientos y de las facultades intelectuales que más tarde comienzan a presentarse en el infante: el manual diría cuando empieza el noble y natural amor propio a degenerar en soberbia; el amor materno y fraternal en celos o en despego e inconsideración; la benevolencia en capricho; la veneración y respeto en miedo o temor servil; la circunspección en cobardía; la conciencia en farisaicos escrúpulos; la fe y esperanza religiosas y civiles en credulidad o vanas creencias; la caridad en despilfarro; la mímica en burla; la percepción en imaginación; la filosofía o deseo de saber en curiosidad impertinente; en dos palabras, el hombre en hembra o mono; el humano en diabólico; el niño en tigre o leño; la criatura en espada de destrucción.

En tales manuales encontrarían los padres y maestros los contraestímulos eficacísimos que hay en el físico, moral e intelectual del infante, para excitar aquellos instintos, afectos, sentimientos o facultades que sacara débiles del vientre de su madre o que se entorpecieran por enfermedad; para contener los que por las mismas causas fueran haciéndose predominantes o excesivamente intensos; para equilibrarlos todos y hacer que guardasen aquella santa armonía que hace las delicias de la vida y la felicidad humana. ¿Quién no sabe por ejemplo, que la excesiva alimentividad, la gula, tiene su correctivo en la necesidad de movimiento y juego, jococidad de todo niño; que la pereza lo tiene en el amor propio o estimación de sí y en la curiosidad; que el miedo se extingue por estos mismos medios; que la conciencia tiene su estímulo en la reflexión y una y otra en la razón y todas tres en la circunspección, veneración o teofilia? ¿Quién duda que un niño es blanda cera de cuyo cuerpo y alma se hace lo que se quiere? Pero ¿qué se ha de hacer, si cuando se debería tirar se afloja, cuando aflojar, se tira? ¿Qué ha de hacer un pobre padre o maestro que no sabe más que leer y escribir medianamente, ajustar cuentas y un poco de historia o física, cuando más? Pues con eso solo bastaba, si se le enseñara y tuviera a mano su arte o cartilla de primera educación, en que leyera el alumno y encontrara el maestro, con claridad y concisión, cuanto fuera menester para entender y educar los varios fenómenos físicos y morales que el uno observa en sí, el otro tiene que manejar, como partes del sagrado ministerio que se le confía.

En otro artículo diremos las cualidades que, a nuestro parecer, deberían tener los manuales de instrucción primaria, las materias que deben comprender, el orden con que debe comenzarse a instruir a un niño, y las nociones de moral y religión de que es capaz, para que, como hemos dicho en el periódico La Justicia, no se perviertan con la primera enseñanza las mejores disposiciones o facultades físicas y morales del infante.

A. M. García Blanco.



La Revista Universitaria
Madrid, jueves 15 de mayo de 1856
año I, número 9
páginas 1-3

Sección de Instrucción Pública

Manuales de primera enseñanza

Además de los manuales de primera educación que deseamos, y propusimos en el número anterior, convendría formar otros, que nosotros denominaríamos de primera enseñanza, en los cuales encontrasen los padres, y después los maestros, todas aquellas nociones que deben comunicar a sus hijos o discípulos, para el cultivo de sus facultades físicas, intelectuales y morales, ya conocidas por ellos y desarrolladas, o al desarrollarse convenientemente. En tales libros deberían hallarse, para la parte física, los nombres de los padres y maestros, del niño y de todas las partes externas e internas más notables de su cuerpo, de la casa y sus distintos departamentos, del pueblo y sus barrios y calles, de la escuela o colegio, su director, ayudantes y adornos, y muebles, con los de todos los demás objetos que le rodean, con que juega o de que se alimenta: por la físico-intelectual, la razón de estos nombres, las relaciones, proporciones y usos de aquellas partes, objetos y sujetos; y por todo ello empezaría el padre, la madre o el maestro a hacerle atender, a enseñarle a comparar, a guiarle en el juicio que de todas aquellas cosas debe ir principiando a formar el nuevo hombre: por lo moral, las primeras verdades o máximas de este orden, no abstractas y complicadas, sino sencillas, fáciles y breves, tomadas de las mismas partes de su cuerpo, de los mismos objetos, de las mismas personas y lugares que ya nombra con atención y reflexión, que ya conoce, compara y califica, sobre que ya juzga con precisión y verdad.

Por la primera parte de este manual sabría la madre, el padre o maestro, y le enseñaría a su chico, todo cuanto cabe en aquella tierna edad, para el manejo y conveniente desarrollo de su cuerpo, para la gimnasia natural o enseñada que tiene que comenzar, para la conservación e higiene física de su salud, para el conveniente caudal de palabras y cosas que tanto necesita la criatura, naturalmente curiosa, habladora y pensativa. Por la segunda, comenzaría el niño a saber darse razón de muchas cosas que ahora, o no sabe nunca, o aprende muy tarde, o le quebrantan su tierna inteligencia de un modo lamentable: aprendería a pensar, a dudar, a contenerse en lo que fuera digno y capaz de hacer contenerse, dudar y pensar a cualquier hombre: entraría en la vida de relación, en la sociedad, en familia, con un caudal de conocimientos que hoy, aun hombres provectos no tienen, y envidiarían para muchos trances de su existencia privada y pública. Por la tercera, finalmente, se echarían en el infante las primeras semillas de moralidad, comenzaría a discernir lo bueno de lo malo, aprendería a querer, no por capricho e instinto, sino con razón y por convencimiento propio: amaría y aborrecería, desearía y temería, esperaría y tendría por quimera lo que hoy ama o aborrece, desea o teme, espera o desprecia porque se lo dicen, porque lo ve en otros, pero que no alcanza su razón de ser.

En esta primera edad la educación e instrucción casi se confunden; porque no se tiene en cuenta que aquella saca o libra de los peligros, perplejidades e ignorancia que natural o artificialmente rodean al hombre en el primer periodo de su existencia, mientras que esta edifica en todo género de necesidades lo que va conviniendo al individuo para su perfectibilidad, para su felicidad, para su bien propio y el de la familia, sociedad, religión y universo a que pertenece: por la educación se dispone el hombre para instruirse, y ya instruyéndose sirve para sacarle de los escollos a que la misma instrucción da lugar, ora por defecto de la preparación conveniente, ora por el mal método con que se enseña, ora en fin por la condición o perversidad humana que necesita guiarse, ser conducida y salir (educare) de un estado a otro estado, de una edad a otra edad, de cierta consideración a otra consideración. He aquí por qué nosotros habremos de ir acompañando a todo periodo de enseñanza, cierta parte de educación que predisponga, facilite y modere las facultades físicas, intelectuales y morales del que aprende: he aquí una de las partes que faltan en nuestros planes y reglamentos de instrucción pública, que en vano se afanan los mejores profesores por subsanar: he aquí la principal causa de las dificultades pedagógicas que se presiente, pero que no se atina a remover. En todas las edades de la vida, y en todos los periodos de la instrucción hace falta educación.

Sobre esta base quisiéramos nosotros que se edificara en lo literario, así como en lo político y religioso, pues que en todo ello hay su parte de educación al lado de la instrucción conveniente; y concretándonos a la primera enseñanza, que es de la que por hoy nos ocupamos, repetimos que el manual de ella haría al niño conocedor de su cuerpo, entendedor de su posición, de sus relaciones y destino, y admirador de los medios que tiene para llenarlo, aun en aquel primer periodo de su tierna existencia. Con tal libro aprendería a estudiarse y a estudiar el mundo exterior, sabría cuanto necesita entonces, y aquello que se le enseñara podría retenerlo, y mucho convendría que lo retuviera, todo el discurso de su vida. Este es el buen olor que dijo Horacio, conservará la vasija una vez impregnada; este buen olor de verdadero saber, de bien pensar, de querer con conocimiento y conciencia; estos primeros estambres de atención, de intuición, de reflexión, de comparación, de orden y moralidad que jamás deben quebrarse, que siempre interesan al hombre, lo mismo niño que viejo. Pero por desgracia este es el mayor defecto de nuestros planes de instrucción; que lo que se enseña en la niñez, casi no tiene aplicación en la juventud; que lo que aprendemos en la escuela o colegio de muy poco nos sirve en la Universidad mucho menos para las ulteriores necesidades de la vida intelectual, social y moral que emprendemos después de concluida una carrera. ¿Qué le queda al hombre consistente ya o anciano, de todo lo que aprendió en la escuela? ¿Qué hábitos de atención, de intuición, de reflexión, comparación u orden? ¿Qué conocimientos físicos, intelectuales o morales? Nada.

Palillos de Gramática, dicen, de Filosofía, y aun de Teología, Jurisprudencia o Medicina... ¡Qué error! ¡Qué improcedencia de los planes y reglamentos de estudio! Hacer gastar el tiempo en lo que nada ha de servir más adelante!... He aquí la principal ventaja de nuestro proyecto de manuales de primera enseñanza, así como posteriormente de los de segunda educación e instrucción, y por último, de los necesarios libros de texto, como vulgarmente se dice, para la filosofía y los estudios facultativos: el que jamás hubiera que desbaratar lo que antes se edificara o construyera: el que se mirara al niño, como un hombre verdadero, aunque pequeño; así como ya hombre o viejo no es más que un niño grande, cuyas necesidades toman mayores proporciones, cuya atención, intuición, reflexión, comparación, discreción y orden tienen objetos más grandiosos.

Los conocimientos que pudieran por este medio adquirirse en la escuela, son de absoluta necesidad en todo el discurso de la vida: decimos más, son imposibles de adquirirse más adelante; se echan de menos aun en nuestros más graves magistrados, en nuestros altos dignatarios, en nuestros hombres de estado: y quien crea que exageramos, que recuerde en qué se diferencia el informe de uno de estos hombres de letras, del que pudiera dar a su médico, a su abogado, a su confesor o director espiritual, el más rudo artesano de la plebe. No sabe, dice el adagio vulgar, donde tiene las narices si no se las tienta: en efecto, nada más sabe acerca de su cuerpo, de su espíritu, de sus afectos un magistrado, que un maestro de coches o de obra prima: testigo el médico, testigo el confesor... Aquí me duele, dice el uno; aquí me duele, dice el otro, aplicándose la mano ambos hacia el costado, como pudiera hacerlo un indio, como lo hace el gañán que jamás entró en escuela. ¿De qué proviene esta igualdad, tan aflictiva para un facultativo que necesita saber si el dolor es interno o externo, más arriba o más abajo, muscular o nervioso, intenso o débil, fijo o variable, intermitente o constante, para formar su juicio y apreciar el síntoma como conviene? Pequé dice el ministro; pequé, dice el menestral a un confesor que a fuerza de preguntas y repreguntas tiene que venir en conocimiento de si hubo en ambos igual deliberación, voluntariedad, ignorancia o malicia; si fue solo acto aislado o hay hábito de cometer aquel pecado; si produjo escándalo o fue solo contra producentem; si necesita medicina o basta solo satisfacción; si podrá en fin dar, tuta conscientia, la absolución o convendrá dilatarla. Esto y nada más o poco menos es lo que pone en continua ansiedad a un médico espiritual o corporal que, lo mismo en el culto que en el ignorante, en el de buena que en el de mala educación, echa de menos unas nociones de sí y del mundo exterior que son independientes, hasta cierto punto, de la ciencia fisiológica o psicológica, de la medicina o de la moral; pero que con ellas procedería el moralista, procedería el médico con exacto conocimiento de causa y afirmación, a formar su juicio de otro modo que hoy se hace.

Dijérase por el contrario a su tiempo al niño donde tiene las narices, entendiera él y aprendiera, ya que por casualidad tocamos con este refrán, que son una parte de la cara suya, que están en medio de ella, entre las dos mejillas, debajo de la frente, sobre la boca y sus labios, más próximas a los ojos que al pelo, sobresalientes, distantes igualmente de las orejas, diametralmente opuestas al cerebelo, tercera parte del rostro, que sirven para oler y respirar, ternillosas, con moco interiormente, partidas en dos ventanas o agujeros, que dan sangre cuando se aprietan o golpean, &c., he aquí un modo de acostumbrar al niño a atender, reflexionar y pensar, a describir, medir, contar y palpar, a sentir y tener conciencia de que siente y de lo que siente, a hablar y nombrar con conocimiento de las partes de su cuerpo, de ese yo que más adelante ha de ser el punto de partida para los grandes sistemas filosóficos, para la explicación de los fenómenos psicológicos más importantes. He aquí unas nociones que siempre han de ser útiles; que más adelante hasta sería ridículo el entretenerse en adquirirlas; que por su falta se dice no sabe donde tiene las narices si no se las tienta; que ejercitan a un mismo tiempo la atención, la razón, la memoria, la curiosidad, todas las facultades intelectuales del niño, y predisponen para cultivarlas más adelante, con gran provecho, al joven, al hombre de toda condición y circunstancias. Estos son los libros que debían manejarse en la primera época de la escuela, y no esos compendios de Gramática, de Historia, Geografía o Aritmética inútiles del todo, para el niño porque no los entiende, para el mayor porque no le bastan, para el joven porque son pueriles, para el hombre porque no tienen ciencia: estos son los palillos que se olvidan, que conviene olvidar, cuanto se sale de la escuela, que pervierten las mejores disposiciones humanas.

A. M. García Blanco.



La Revista Universitaria
Madrid, jueves 22 de mayo de 1856
año I, número 10
páginas 1-3

Sección de Instrucción Pública

Artes de segunda educación

Lo mismo que hemos dicho de los Manuales de primera educación y enseñanza, decimos de los artes o libros que, en nuestro concepto, se necesitan para la segunda. Hay muchos escritos con este objeto, así como con aquel; pero lo mismo unos que otros solo han conseguido aumentar el número de volúmenes de nuestras bibliotecas, y los gastos de los padres o de las municipalidades para proveerse de ellos. Da grima de leer tanto librito, acomodado a la capacidad de los niños; da asco de ver salir a estos de una triste escuela, de un colegio o instituto, cargados de librejos tan despreciables por dentro como por fuera; tan sucios en su exterior, como incomprensibles en su contenido: el Catecismo, el de Historia, el de Geografía, la Aritmética, Pesos y medidas, las Fábulas, la Gramática castellana, y más adelante la latina, la Mitología, otra Historia, otra Geografía, otra Aritmética, otro Catecismo, y que sé yo cuantos más libros, y cuantos más enredos, y cuantos más obstáculos para la buena educación e instrucción primera y segunda. Mas esto mismo prueba que el arte de enseñar y educar no se ha fijado todavía; que la educación y enseñanza de la infancia tienen mucho que estudiar; que la bibliografía de la primera edad es asunto de gran importancia; y por eso vamos nosotros a emitir nuestro juicio sobre ello, con la parquedad que exigen un artículo y las condiciones de un periódico; quisiéramos empero no ofender a los autores que hasta ahora publicaron obras de aquel género, ni dejar nada que desear sobre este punto.

Entre la escuela y lo que hoy se llama colegio o instituto, entre la primera y segunda educación e instrucción tal como hoy se reconocen, quisiéramos nosotros un intersticio, una enseñanza que desgastando ciertos resabios de la primera educación e infancia, predispusiera para entrar en la segunda, sin olvidar las doctrinas de aquella, y sin ser menester olvidarla para pasar a la siguiente y siguientes, propias del Instituto o Universidad. Este espacio intermedio, en que ni somos niños ni jóvenes; en que ni pensamos, ni dejamos de pensar cuanto nos conviene; en que queremos todavía como infantes, y no tememos las ilusiones ni pasiones juveniles; debería invertirse en perfeccionar la educación y ampliar la instrucción que se recibieran en la escuela o al lado de los padres; y para ello serían necesarios unos artes o libros adecuados, no llenos de palillos, como dicen, de Gramática, Retórica, Poética, Geografía, Historia o Aritmética; no esos libros con que vemos cargados a los chicos, abrumando sus cabezas y dejando exhaustos los bolsillos de sus padres; no, sino unos tratados breves, claros y precisos en que siguieran desenvolviéndose aquellas mismas nociones que se dieron al escolar, sobre su cuerpo, su casa, sus padres, &c., sobre sus instintos, sentimientos, afectos y facultades, sobre su origen o principio, su vocación, ocupaciones y término, con todo lo demás anejo a esto, perteneciente a su físico, moral e intelectual, y propio de un ser que siente ya, quiere y piensa de un modo más racional que antes. Un niño de diez o doce años, por ejemplo, no se contenta con leer y saber los nombres de las cosas, quiere pensar sobre ellas, quiere oír pensar, y que le ayuden a razonar; y esto es lo que debe encontrar en los artes o libros de que vamos tratando.

Amor propio, estimación de sí, aversión a la servidumbre. Este natural instinto de todo hombre para procurar su conservación, fomentarse, creer, ser libre y estimado de sus semejantes, que ya desde la cuna tuvo ocasión la madre de observar; que desde entonces debió comenzar a educarse; que en la escuela ha podido ser objeto de serias meditaciones del maestro y un resorte admirable para contener o estimular convenientemente a la criatura, merece ya una educación más esmerada: instinto ciego, como todos los de su clase, así en racionales como en irracionales, y propio de los pueblos cultos como de los salvajes, necesita contenerse en unos, excitarse en otros, equilibrarse en todos con los demás instintos, sentimientos, afectos y facultades intelectuales perceptivas o reflexivas. Bueno es que el niño venga ya de la escuela y de su casa, acostumbrado a sufrir cuanto sea necesario, física, moral e intelectualmente: bueno es que sepa ya ejercitarse y procurarse su desarrollo, y exponer su vida y dar lugar a sus iguales, sin ese egoísmo obstinado, sin esas exageradas pretensiones de lucir, dominar, y ser singular en todo; sin esa abyección o sollastronería que por el contrario suele descubrirse en niños bien y mal criados; pero conviene tener presente que ya en la pubertad o al llegar el hombre a ella, sus exigencias, viscerales, afectivas e intelectuales son de otro orden y pueden degenerar muy fácilmente en pasiones o al menos en afectos menos nobles y dignos de un ser racional, imagen perfecta de su criador y objeto predilecto de su benéfica providencia.

Amor físico, amor materno, afecto a los semejantes: lo mismo decimos de este gran instinto social, que con el tiempo ha de degenerar en filogenitura, amor al bello sexo y a la prole, amistad y espíritu de asociación. Su educación a tiempo evita el embrutecimiento, la indolencia, la refinada misantropía en que por defecto cae aquel maravilloso resorte, o la inmoralidad, la pasión ciega, la nimia confianza que produce su exceso. Un muchacho sin amor a sus padres, hermanos e iguales, o sin el debido respeto al otro sexo, es un monstruo doméstico, social y religioso; por el contrario con demasiado apego a tan tiernos y caros objetos es un ser parásito que ni vivirá, ni querrá, ni pensará fuera de lo que piense, quiera o haga su padre, su madre, su familia, su amigo, su querida, en quien con el tiempo depositará su liviano amor. Si carece de tan tiernos sentimientos, o no los desarrolla convenientemente, es una fiera; si se dejan desplegar más de lo justo y no se le corrigen a tiempo, el individuo enferma, la familia pierde uno de sus más sagrados vínculos, la sociedad se barrena por su cimiento, hácese un caos, y la religión no hallará medios para procurar la felicidad terrena de quien solo ve en la tierra el campo de sus propias satisfacciones; ni sabrá proponerle la eterna al que todo lo hace material y cuestión del momento, todo para sí y los suyos, nada para Dios, nada para el prójimo.

Lo que hemos dicho del amor propio y amor materno, de la estimación de sí y estimación fraternal (afectividad de los frenologistas) pudiéramos decir de los demás instintos humanos, adquisividad o deseo de adquirir, secretividad o prurito por disimular, habitatividad y constructividad o inclinación a edificar y habitar en un punto mejor que en otro, combatividad y destructividad o propensión a pelear y destruir, &c., cuya segunda educación haría un muchacho estimable, tanto física, como moral y socialmente hablando. Y si tal sucedería con los instintos, parte la más tosca, por decirlo así, de la economía humana, ¿qué no puede prometerse la segunda educación de los tiernos afectos de la infancia y de sus delicados sentimientos? ¿Y qué deberemos decir de las facultades intelectuales perceptivas y reflexivas, educadas convenientemente desde antes o al mismo tiempo que comienzan a funcionar? ¿Qué partido no pudiera sacarse, acudiendo a tiempo, de aquellas percepciones, reflexiones, comparaciones y aligaciones que nos ponen en relación con el mundo exterior, y con los medios de satisfacer todas nuestras necesidades físicas, intelectuales y morales? Sin duda por conocerlo o sospecharlo así en todos tiempos, se fundió y refundió toda la educación infantil en la cultura de las facultades mentales, y se decía y aun se dice que de ella pende la morigeración de las costumbres, la educación de los ciegos y brutales instintos, de los tiernos afectos y sentimientos naturales: verdad eterna que, lejos de desconocer, adoptamos como base de moralización; pero antes y al mismo tiempo de intentar este cultivo intelectual que más propiamente se llama instrucción, reclamamos nosotros la conveniente educación de aquellos afectos y facultades.

Si antes de comenzar a funcionar la inteligencia en grande escala, se examinasen sus facultades, se excitasen las débiles, se contuviesen las predominantes, se armonizasen todas; si no se dejase tomar el predominio que comúnmente se concede a la memoria, a la imaginación, a la frivolidad del niño, ¿cómo había de hacérsele después tan difícil el estudio de las ciencias? He aquí el origen de verse con tanta frecuencia la idealidad confusa, la reflexión abatida, la comparación y aligación sin uso, la causalidad y curiosidad mortificadas, el raciocinio pervertido, la inducción y deducción caprichosas, la analogía, la opinión propia y el error canonizados, los sofismas y la mentira al dedillo, y el orden y el método y el análisis y la síntesis en un completo desuso. ¿Qué extraño es que más adelante las artes, las ciencias, la civilización y la humanidad marchen tan lentamente o queden reducidas al estrecho círculo de rutinas, opiniones y sistemas que se chocan y se sobreponen y se destruyen y se agitan y mueren y resucitan y vuelven a caer en el olvido, sin provecho de la ciencia y con mengua del hombre y de su dignidad sobre la tierra? He aquí lo que quisiéramos nosotros que previniese un arte de segunda educación en la manera posible, en la forma que diremos en el artículo siguiente.

A. M. García Blanco.



La Revista Universitaria
Madrid, domingo 1 de junio de 1856
año I, número 11
páginas 3-4

Sección de Instrucción Pública

Artes de segunda educación

Los libros que nosotros quisiéramos para el periodo intermedio de instrucción o enseñanza, entre la casa paterna y el colegio, o entre la escuela y el instituto, deberían ser unas colecciones de verdades prácticas instintivas, afectivas e intelectuales que avisaran e instruyeran al niño en aquellas cosas que entonces le interesan, que siempre le han de servir, que más adelante ni pueden enseñársele, ni acaso tenga él ya disposición para aprenderlas. Por esto repudiamos en el artículo anterior los artes de Gramática, los compendios de Historia, de Geografía, Aritmética, Doctrina cristiana, &c., y mucho mas, se supone, el catecismo político, las fábulas, y otras cosas que ni entiende ni puede digerir una capacidad tan limitada, como es generalmente la que concurre a las escuelas y colegios llamados hoy de primera enseñanza. Aquello sirve solo para ostentar el autor del libro y maestro su erudición, sus conocimientos y piedad, sus principios políticos y demás buenas cualidades de recta razón, clara inteligencia, de preocupación y moralidad, propias de un autor que escribe para niños, de un maestro que los enseña; pero si bien estos pueden ostentar allí sus facultades, sus sentimientos y buenos principios científicos o morales, los niños, al leer en ellos, no encuentran nada que satisfaga su curiosidad, que se adapte a su capacidad, que sirva de otra cosa más que de pábulo a su memoria por entonces, de ofuscación a su mente más adelante, de inútil recuerdo durante su vida. ¿Qué entiende un muchacho de todo el relato que hace a estilo de loro, de misterios, de sacramentos, mandamientos, oraciones de Geografía, de Historia antigua sagrada, profana o moderna, de pesos, medidas y Astronomía? ¿Qué le queda de todo aquello; qué le sirve para los estudios universitarios y para el discurso de su vida? Nada o menos que nada; cantidades negativas para el porvenir intelectual, moral y físico-social del hombre.

Por el contrario, pusiéranse en manos del niño, salido de la escuela o del lado de su madre, unos artes breves, claros e instructivos, en que se razonara ya sobre los objetos a que el Manual de primera enseñanza le hizo atender, nombrar, entender; encontraran allí pábulo su inteligencia tierna todavía, su voluntad inconstante, sus sentimientos e instintos infantiles, su imaginación fecunda; prosiguiérase educando y enseñando a un mismo tiempo cuerpo y alma, instinto y razón, entendimiento y memoria, intuición y esperanza, fe y amor; supiera el maestro pensar con su discípulo, dudar en lo que él duda, inquirir lo que él quiere; ayudarle a salir (educare) de las dudas e inquisiciones en que se metiera, y edificar en él y con él (instruire) la casa de su sabiduría, con sus siete columnas, con sus víctimas, con su vino, y con su mesa, como dijo el sabio; y tendríamos una infancia entendida y no locuaz, una juventud robusta y no atrevida, una virilidad prudente y recta, una senectud discreta, un hombre apreciable. Pero mientras la educación y la instrucción humana no formen una sola y única casa, completa, hermosa, provista de todo, ordenada y que pueda decir a los necios: venid, comed mi pan y bebed el vino que os preparé; dejad la infancia y vivid y andad por los caminos de la prudencia, como antes había dicho: si quis est parvulus, veniat ad me; mientras la educación e instrucción del hombre no forme un todo compacto, homogéneo, escalonado, cuyas primeras gradas sirvan siempre y no haya que destruir u olvidar en la juventud lo que se aprendió en la infancia, o en la vejez lo que en la juventud, o en la muerte lo que durante toda la vida; mientras esto no se verifique, la sabiduría andará tan escasa como vemos, la ciencia progresará poco, la sociedad claudicará por el cimiento y la humanidad arrastrará una mísera existencia.

Remedio contra estos males, no perturbar el orden natural, seguir la marcha uniforme, constante de la economía física, intelectual y moral del hombre; no quebrarle sus nobles instintos, no apagarle sus tiernos sentimientos, no ofuscarle su razón, no viciarlo ya por exceso, ya por defecto de alimentación racional; y para ello poner en sus manos unos libros dignos de las divinas facultades que vayan desarrollándose en él. Primero, pues, reflexione el niño y hágasele reflexionar más y más sobre su cuerpo, sus partes componentes, sus relaciones, posición, situación, estado; nombres de estas cosas, razón de ser, comparación, descripción, causas producentes y capaces de alterarlas; condición humana, sus modificadores, norma y fin de sus acciones, pensamientos y deseos; necesidad y maneras de contar, de nombrar, describir o señalar aquellas partes y objetos, estas acciones, y cuanto tiene relación con el modo de ser, pensar, desear y obrar de un niño: todo ello hablado, escrito, pintado, cantado y entrando o sensibilizándose por cuantos más sentidos pueda ser: de aquí la perfección no solo en el pensar, atender y discurrir; sino hasta en el hablar, leer, escribir y contar: ejercicio gratísimo para un chico.

En seguida, y como parte también del arte de segunda enseñanza, la ampliación, digámoslo así, de la Historia y Geografía doméstica y familiar, ensanchando el círculo de los conocimientos hasta donde alcance la memoria en armonía con la inteligencia infantil, sin fomentar a una más que a otra, auxiliándose mutuamente en la tecnicología que ya puede empezarse a inculcar y en el orden de los lugares y de los hechos, para lo que tiene una inmensa disposición todo muchacho. Aquí hay ya un campo más ancho para la atención, la comparación, la idealidad, el juicio, cuya nomenclatura y fórmulas no serán nada difíciles para quien desea ejercitar su curiosidad, fomentar su memoria, inquirir causas, hallar nuevos resultados, y admirar prolijas e interesantes combinaciones. Al mismo tiempo puede ya empezarse el estudio de la Gramática, no por definiciones ni reglas descarnadas; sino por las mismas palabras, relaciones y propiedades que ya sabe el alumno de escuela o el hijo bien educado e instruido por su madre. Estos elementos gramaticales son los que él puede comprender, sobre los que puede empezar a declinar, conjugar y hacer oraciones, con buenas concordancias, variedad de régimen, elipsis, pleonasmos y demás figuras gramaticales: todo leído, escrito y referido con la mayor perfección, no causando con las repeticiones, facilidades y charlatanería de memoria; sino precisión y frecuencia de discurrir, de combinar y pensar: no acumulando voces y reglas; sino ideas y observaciones que con el tiempo le harán consumado gramático, no empírico o descarnado preceptista.

Y he aquí tenemos insensiblemente entrado el muchacho en los estudios de colegio o instituto, habituado a pensar, sin predominio de la imaginación o de la memoria, atento, dócil y benévolo: he aquí el exordio de la educación e instrucción científicas que va a empezar: he aquí unas propiedades y unos conocimientos que le harán apreciable todo el discurso de sus estudios, y de su vida, aunque no siga carrera de estudios. Un niño que piensa, atiende y compara, es un hombre hecho y derecho; es un estudiante no un loro; es capaz de cualquier instrucción moral o religiosa; este es el verdaderamente piadoso, no hipócrita o fanático despreciable; este es el que ya puede formar idea de Dios y del deber; reconocer en aquel suma grandeza y majestad universal, y en este su felicidad y bienestar: ya puede empezar a saber quién es Dios; ya lo empieza a reconocer en sus obras; ya analiza esta palabra y siente la necesidad de conocerlo más y más, adorarlo y bendecirlo. Por la idea que ya tiene de su padre, lo llamará PADRE a boca llena; por la de números que conoce le dirá UNO, por la de cielos y tierra que ya admira y por la de su propio cuerpo, cuyas partes y relaciones denomina, dirá CRIADOR del cielo y de la tierra; como sabe que él es hijo, concebirá fácilmente que en Dios también hay un HIJO, único, Dios verdadero también; en fin, por los mismos conocimientos o ideas que ya tiene puede conducírsele hasta las verdades más sublimes de la RELIGIÓN y del CULTO. He aquí la materia de los artes o libros de segunda enseñanza.

A. M. García Blanco.



La Revista Universitaria
Madrid, lunes 9 de junio de 1856
año I, número 12
páginas 1-3

Sección de Instrucción Pública

Artes de Gramática

Sentadas ya las bases que quisiéramos nosotros ver regir en los libros de educación e instrucción primera y segunda, procede que digamos también algo sobre los artes de Gramática, dignos, bajo más de un concepto, de la consideración y vigilancia de un Gobierno ilustrado. El estudio de Gramática es acaso el primero que se ofrece a la mente y facultades intelectivas del infante; las lenguas son y se han dicho siempre la puerta de las ciencias; y he aquí dos consideraciones que debieran haber hecho mirar a los libros o artes de Gramática con otro cuidado, que el que generalmente se tuvo de ellos. Sabios verdaderos los gramáticos, o reputados por tales en Grecia y Roma, desde la invención del nombre, ni supieron ni enseñaron de otro modo, que al estilo de Grecia y Roma, esto es, con pensamientos y formas y categorías y accidentes aristotélicos o platónicos: las generalizaciones fueron su prurito; el árbol porfiriano escondía todo el arte de pensar, de hablar y de escribir; las Gramáticas: libros de los gramáticos eran, fueron, son y serán un cúmulo indigesto de reglas, definiciones, divisiones, generalidades y casos que ofuscan la mente más experta, que tiranizan el espíritu y dan lugar solo a la memoria fresca, lozana y virgen de un muchacho: solo éste puede aprender Gramática por los libros y el método que hoy se sigue generalmente para enseñar lenguas.

Mientras las enseñanzas fueron todas aristotélicas, escolásticas en mal sentido, las aulas de Gramática marchaban bien; mientras las cabezas eran griegas o latinas, peripatéticas, el estudio de aquellas lenguas se hacía medianamente; pero cuando ya se piensa de otro modo, se sabe de otro modo, se estudia y se desea saber por el método analítico cartesiano de Locke o de Bacon, los libros o artes de Gramática se caen de las manos; las lenguas, principalmente las sabias o cultas, y más todavía las orientales, yacen en el estado más deplorable de abandono. ¿Qué remedio para atajar este mal? Nuevos métodos, libros nuevos, artes analíticos, científicos propiamente dichos; no escolásticos, o menos que escolásticos y peripatéticos, pues que son el producto de hombres que no son aristotélicos, ni conocen los procedimientos modernos, ni tienen ellos ni cuentan con cabezas griegas o latinas, per modum habitus, como diría un Goudin, un Villalpando, Tosca, o Santo Tomás. Menos definiciones, menos reglas, excepciones y contraexcepciones, menos casos raros de vicios y virtudes, menos perder el tiempo, menos caprichos; y más razón y más verdad y más orden y claridad en las doctrinas. No hay lengua que no pueda aprenderse en un año de estudio bien hecho; así como no hay lengua que pueda aprenderse en la vida por el método y con los libros y bajo los preceptores que generalmente se usan: algunas honoríficas excepciones, así por parte de maestros aventajados y pensadores, como por la de discípulos particularmente organizados, no invalida nuestro aserto.

Es verdad que no todas las lenguas se prestan igualmente al análisis filosófico; verdad es que los alumnos vienen al estudio de ellas desprevenidos, sin las nociones preliminares de la suya propia que facilitarían muchísimo el camino de las otras, así modernas como antiguas; verdad es que la primera educación está tan descuidada, que apenas alcanza el tiempo de Colegio o Instituto para corregir los vicios o resabios anteriormente contraídos: todo esto es verdad; pero aun así y con todo, el estudio de lenguas pudiera simplificarse mucho y ser, como ya hemos dicho, el palenque intermedio entre la escuela y la Universidad o entre la casa paterna y el Instituto, en que se desgastaran aquellos resabios, en que se subsanaran los desperfectos y defectos de la primera educación y enseñanza, y se predispusiese el muchacho para entrar con provecho y sin violencia al estudio de la Filosofía.

Para esto deberían formarse unos artes de Gramática, reducidos a la menor expresión, esto es, que no contuvieran más de lo necesario, y eso en orden, sin infracciones del buen método cartesiano; sin definiciones abstractas, tomadas de la Ideología, de la Psicología, de la Ontología o Gramática general; sin empezar por aquella indigesta definición de Gramática arte que enseña a hablar y escribir rectamente y con propiedad; ni aquella división de Analogía, Sintaxis Prosodia y Ortografía; ni aquella clasificación de partes de la oración, &c.; porque ni el muchacho sabe lo que es oración y por consiguiente no puede formar idea de sus partes, ni comprende aquella nomenclatura griega, y más que griega para él; ni es capaz de entender lo que es leer y escribir rectamente, ni sabe lo que es propiedad, ni distingue entre enseñar la madre y enseñar el arte, ni su razón encuentra allí pábulo, sino ejercicios bárbaros de memoria, y todo ello pervierte sus facultades, quebranta su inteligencia y lo deja incapacitado para aprender racionalmente: el niño con un arte en la mano es la representación viva de un loro, cuando está aprendiendo sus monsergas: él come, mira a todas partes, atiende a cuanto pasa, y balbute al mismo tiempo unas palabras que a fuerza de volverlas a leer y repetirlas, se le graban en la memoria y ya dice que se las sabe. ¡Torpe engaño! ¡Trascendental error! Así creerá con el tiempo que sabe Filosofía, Jurisprudencia, Teología, Farmacia o Medicina. ¡Así se predispone un niño para tan graves estudios!

Por el contrario empezarasele a enseñar Gramática, donde acabó su madre o el maestro de escuela; esto es, continuarase la instrucción y educación en unos libros que ampliasen las materias mismas de los artes de segunda enseñanza y de las cartillas o manuales de las madres, y se verían los resultados. Aquellos mismos nombres de las partes de su cuerpo, de sus padres y su casa con todas las cualidades que ya el niño sabe al dedillo, serían el mejor ejercicio de nombres sustantivos y adjetivos de artículos y numerales, posesivos, distributivos y relativos: aquellas acciones propias y oficios de sus miembros y de los instrumentos útiles o muebles de su casa o del colegio, darían copia suficientísima de verbos activos, pasivos, transitivos, intransitivos, de movimiento, afectivos, reflexivos y recíprocos, personales, impersonales, simples, compuestos, naturales y metafóricos, &c.: aquellas relaciones y proporciones prácticas que conoce ya en su cuerpo, en su casa, en su pueblo y familia, le suministrarán caudal de preposiciones, adverbios, interjecciones y conjunciones; y cuando vinieran a dársele las definiciones y explicación de todas estas cosas, las entendería perfectamente, las repetiría y hablaría con sentido y conciencia, las escribiría recta y correctamente: he aquí la Gramática práctica, la Ortografía verdadera y fácil, la Analogía sencilla y completa, la Prosodia en fin, y al mismo tiempo que todo ello, sin cansar la memoria, sin turbar el espíritu, fomentando la curiosidad y la inteligencia, rellenando los vacíos que dejara la primera enseñanza y predisponiendo para cualesquiera otros estudios que tengan que emprenderse con el tiempo.

Con libros o artes así, el estudio de una lengua para cualquier muchacho no pasaría de un año; de modo que empezando este segundo periodo de instrucción a los 10 años v. gr., para los 14 estaba ya instruido medianamente en castellano, francés, italiano, inglés, alemán, latín, griego, hebreo y árabe, y predispuesto para entrar con provecho y sin violencia alguna y sin resabios de escuela, a la Filosofía o sea Psicología, Lógica, Gramática general, Matemáticas, Física, Historia natural y Química, Geografía, Cronología e Historia en toda su extensión y comprensión científica, Moral teórica y práctica, Religión, y cuanto con el nombre de Filosofía, o amor al saber, quisiera enseñársele. La distribución de aquellas lenguas podría hacerse, en mi concepto, del modo siguiente: primer año de Filología, (así llamaría yo a este periodo intermedio de educación e instrucción) lengua castellana con perfección, en cuanto cabe en un muchacho y sin conocimientos de otras lenguas ni de latín o griego, simultaneando el francés por el mismo método y mediante los temas de Ollendorff, Jacototh o Hamilton; 2.º año, lengua latina e italiana con aplicación a los ejercicios prácticos castellanos y franceses del año anterior: 3.º año, lengua griega con aplicación y ejercicios prácticos de la latina, soltándose en traducir de latín a castellano, italiano y francés, y familiarizándose con estas lenguas para hablarlas; lengua inglesa leída y traducida solamente que no ocupa más de un mes: 4.º año, la lengua hebrea y árabe, que son una misma cosa, simultaneadas con alemán; este es muy asequible para el que conoce ya el inglés, y aquel da la razón de todo lo que se halla anómalo en griego, latín, alemán, inglés, francés, italiano y español. He aquí el programa en globo del estudio filológico; quien lo crea exagerado, que se acerque a la cátedra de lengua hebrea de Madrid, a las puertas de ese gigante y fantasma de los idiomas antiguos, que pone miedo a cualquiera, y lo verá reducido a un juguete filológico, que se enseña jugando, que se aprende sin gana, sin trabajo, sin estudio, sin libros y en medio de otras gravísimas ocupaciones. ¿Qué sería, si se estudiase en otra edad, sin cuidados, ni más ocupación que hebraizar? El método en las lenguas y los libros y el maestro son el todo.

A. M. García Blanco.



La Revista Universitaria
Madrid, lunes 16 de junio de 1856
año I, número 13
páginas 1-3

Sección de Instrucción Pública

Libros de texto

Después de indicar en globo las condiciones que, a nuestro parecer, debieran tener los libros o Artes de primera y segunda enseñanza o educación, y la necesidad de unos Manuales de las madres, a estilo de los que dejó trazados Pestalozzi, conviene que digamos nuestra opinión sobre los libros de texto que se llaman, o sean las Institutiones de Filosofía, Teología, Jurisprudencia, Medicina y demás ciencias que se cultivan. Necesidad ha sido, reconocida desde el restablecimiento, la de unas buenas Instituciones para enseñar y aprender con más facilidad cualquier ciencia: un libro en que se recopilen sus principios e inmediatas y naturales consecuencias; en que se definan sus términos técnicos; en que se establezcan la clasificación y distribución más convenientes de sus partes, o de los fenómenos físicos, morales o científicos que forman su objeto, ha sido, es y será siempre el mejor medio de conducir a un joven, desde las primeras y más palpables nociones que le diera su madre o que aprendiera en la escuela, colegio e instituto, hasta las más profundas o sublimes verdades que constituyen cualquiera de los ramos del saber humano.

En tesis general, estos libros no deben apreciarse por el mayor o menor número de conocimientos que contengan; sino por el orden, la claridad y concisión con que están escritos: no son la ciencia, sino los Elementos de la ciencia: no son los libros por donde se han de completar los estudios, sino por donde se han de empezar: y a la manera que para la nutrición y en la alimentación física, no convendría empezar por viandas suculentas o de difícil y complicado condimento, así también en la intelectual y para la nutrición moral del hombre deben escogerse manjares sencillos, fáciles de digerir y ligeros, que no ofusquen la capacidad perceptiva, ni aun graven la memoria del que aprende. Un libro elemental es obra más delicada, y aun de más mérito, que el más respetable y grueso volumen científico: aquí la misma abundancia de doctrina disculpa cualquiera falta de método u oscuridad necesaria; allí el orden es todo, la claridad es indispensable: en el uno busco los principios; en el otro las aplicaciones y consecuencias de aquellos; el libro del discípulo no es el libro del maestro: Institutiones juris civilis no es el Corpus juris civilis: Institutiones philosoficæ es cosa distinta de la Filosofía, Lógica, Moral, Física, Metafísica trascendental en toda su latitud: los prolegómenos del Derecho no son el Derecho; el Aparato bíblico no es la Biblia, las súmulas no eran la Lógica de Aristóteles.

Conociendo estas verdades el Gobierno, desde los tiempos del Sr. Rey D. Carlos III, procuró animar con todo género de premios a que se escribieran libros de texto, originales, propios para la enseñanza en España, libres del yugo peripatético, exentos de teorías y cuestiones inútiles, puros en sus doctrinas científicas, y capaces de conducir a los jóvenes en los principios y rudimentos de la ciencia a que pertenecieran. Algunos sabios y celosos maestros acudieron a la invitación, escribieron Elementos: en Teología, por ejemplo, conocemos los Institutiones que con tal motivo escribió el P. Juan Facundo Sidro Villarrog, del orden de San Agustín; en Moral, en Lógica, en Medicina y otras ciencias también se escribieron Elementos, Compendios, Instituciones, Sinopsis y Tratados más o menos acomodados a la capacidad escolástica: hoy convendría rehacerlos todos, fundiéndolos en una misma turquesa, y completar el número de los que se necesitan para la enseñanza de todas las ciencias que se cultivan. Obra grande ciertamente; ardua; pero no tanto como la ignorancia la pondera: Profesores conocemos de todas ciencias, no es decir en Madrid solo, sino en todas las Universidades de España, capaces de sacar a la instrucción pública de este no pequeño embarazo: excitáranse por el Gobierno; diérales éste la plantilla universitaria, por decirlo así; premiáranse los trabajos hechos; no se viera la anomalía de distribuirse premios y categorías entre profesores sin otro mérito que la antigüedad o el favor; y se vencería el obstáculo.

Pero como el Gobierno en general es incompetente para trazar camino alguno científico a los verdaderos profesores, que es la misión más sublime del supremo Gobierno; como los premios que se proponen para tan colosal empresa, son tan pequeños; mientras subsista en el Reglamento de Estudios el raquítico e indecoroso artículo 161; v. gr., el mérito premiado con una categoría «no podrá alegarse de nuevo para otra,» como si el mérito literario fuese alguna obra mecánica que, una vez pagada, y lucida la pieza, ya lo que se espera de ella es su deterioro o su inutilidad, desuso y fastidio: mientras se imiten los planes y reglamentos de Estudios a las obras del arte, y se busque en ellos la simetría, el colorido francés, alemán, inglés, romano, los contornos, el dibujo; mientras se crea que un poeta, un pintor, un maestro de escuela, un cualquiera, ha de poder calificar las obras del genio científico, ha de quilatar a los sabios, y los ha de regir, y los ha de dirigir en la enseñanza de sus respectivas ciencias, estas seguirán como están, abyectas, estacionadas, monopolizadas, incapaces de ostentarse en el suelo predilecto y especialmente favorecido de los genios, relegadas a los climas y entre los hombres más fríos de la Europa.

Y no se crea que declamamos o exageramos, cuando acusamos al Gobierno de poco generoso, poco solícito, poco apto para la grande e importante empresa de formar libros de texto: los casos prácticos, la triste experiencia, la simple lectura del Reglamento en esta parte hablan muy alto. Sucede ya con nuestra plana mayor académica, lo que con la militar: ¡cuántos oficiales generales para tan poco ejército y para tan pocas guerras como tenemos y hemos tenido y hemos de tener con el favor de Dios! ¡Cuántos catedráticos de término y de ascenso! ¡Cuántos directores, decanos, inspectores, vicerrectores y rectores! Y ¡qué pocas obras de texto! Y las que hay ¡qué medianas! Ciertamente da grima de leer la mayor parte de las que sirven para rudimentos, y sin que se agravien sus autores vamos a emprender un serio y crítico análisis de las principales, comenzando por las de Filosofía elemental, y terminando por las de Jurisprudencia, Historia y alta Filosofía trascendental o Teología, en todas sus asignaturas; pues a fe que en todas estas Facultades hallamos catedráticos de término y de ascenso, para todo hay plana mayor ¿dónde están los ejércitos de escolares expeditos, adiestrados en el manejo de las armas científicas, avezados al análisis y a la síntesis, al orden y a la verdad que son nuestra táctica, y la garantía más segura de victoria y prosperidad literaria? ¡Qué risa seria si llegase el caso de medir nuestras armas con huestes francesas, inglesas o alemanas! No nos hagamos ilusión: estamos en punto a estudios, como estábamos en el de milicia, cuando se presentaron en nuestro suelo las tropas del primer Napoleón: la misma vieja estrategia, los mismos canículos, caniculares o jefes, las mismas pesadas armas, los mismos ridículos coletos y hasta los peines y las medias botas del tiempo de Wamba. ¿Qué extraño es que nuestras batallas literarias suenen tan poco, que los nombres de los insignes campeones Arias Montano, Sánchez Brocense, Nebrija, Sotos, Rivera, Salas, Maldonado, Martín Martínez (no Cantalapiedra) y tantos y tantos otros consigan suscitar tan pocos émulos?

Los libros de texto o elementales son a las ciencias lo que los de táctica militar a la estrategia y al arte de pelear: ni sin ellos podrá formarse jamás un buen campeón, ni con ellos solos basta para conocer todos los casos, dificultades, precauciones, teorías, o sistemas que puedan darse sobre fortificación, armamento, proyectiles, mecánicas y administración económica en tiempos de paz o campaña. Las instituciones o elementos deben abrir la puerta al joven que ha de cultivar una ciencia, sin hacerle entender que no hay que saber más que aquello, ni atenderlo con todo el aparato científico, con las graves cuestiones que son objeto de estudios ulteriores, de la vida acaso del sabio que cultiva este o el otro ramo del saber humano... Institutio, instituo, propone, descerno, incipio, doceo instruo, ordino, dijo Ambrosio Calepino, comprobando cada una de estas acepciones con autoridades clásicas muy respetables; statuo in, establezco, hago estar a uno en los primeros rudimentos de la ciencia; empiezo a enseñar, ordeno las materias que la ciencia abraza, allano el camino por donde tiene que andar todo el discurso de su vida el sabio que a ella se dedica. He aquí la nación de elementos, instituciones, obras de texto, que conviene explanar en artículos prácticos y con aplicación a los libros que se conocen con estos nombres.

A. M. García Blanco.