Internacional de los Trabajadores de la Enseñanza
Pedagogía Proletaria. Jornadas Pedagógicas de Leipzig 1928
IV. Programas y métodos
B) En la escuela elemental
por Llopis (España)
TESIS
¿Qué orientación, en general, han de tener estas tesis? El Secretario pedagógico de nuestra Internacional ha tenido buen cuidado de advertir en momento oportuno que las discusiones que con motivo de este tema han de producirse en las “Jornadas pedagógicas” no deben entrar nunca en los detalles de su aplicación práctica, ya que esa aplicación está determinada por toda una serie de factores que cambian según los países. “Se aspira tan sólo –dice el Secretario– a establecer algunos principios generales que puedan servir de marco a nuestra actividad, a determinar nuestra posición ante esos problemas en orden a la Sociedad actual y a sus necesidades para el porvenir. Más que una recopilación de documentos ajenos y más que una información de lo que hacen hoy los pedagogos más representativos –viene a decir el secretario, para terminar– las “Jornadas pedagógicas han de ser, en la medida de lo posible, el punto de partida de nuevos estudios técnicos, de nuevos trabajos y de nuevas actividades”.
Ya conocemos, pues, los límites de nuestro trabajo, pues las instrucciones transcriptas no pueden ser más expresivas. Entremos ya en el tema concreto de nuestras tesis: Programas y métodos, es decir, contenido de la educación y procedimientos técnicos que han de emplearse en ella. No es posible establecerlos sin que se concreten previamente los fines de la educación, ya que, en función de esos fines, se señala el contenido de la misma. Eso ha sido motivo de otras tesis que han discutido ampliamente otros camaradas; por lo tanto, nada tenemos que decir aquí a ese respecto. Pero, sin entrar en el fondo de la cuestión, nosotros tenemos que afirmar que, fundamentalmente, la escuela tiene ante todo la misión de “educar” al niño, es decir, hacerle vivir de tal forma que ese mundo de posibilidades que es todo niño, que hay en todo niño, encuentre las máximas facilidades para llegar a su plenitud de realización. Para ello, la primera de nuestras obligaciones como educadores será la de conocer y respetar la personalidad del niño, esa personalidad que, no obstante los progresos que diariamente se advierten en los estudios de psicología de los niños, todavía, en gran parte, constituye un secreto y un misterio para nosotros. La escuela, pues, debe al niño la máxima reverencia. La escuela y los educadores, hasta ahora, más o menos conscientemente, se han servido del niño. De ahora en adelante, por el contrario, la escuela y los educadores deben estar al servicio de los niños.
Es evidente que, ese niño de hoy, más adelante tendrá que ser hombre, es decir, tendrá que ser capaz de concebir un ideal y de poner a contribución del mismo lo mejor de su espíritu; tendrá que ser capaz de gobernar con sustantividad su propia vida. Y, al mismo tiempo, ese niño de hoy tendrá que ser, en su día, un productor, un trabajador, un creador de riqueza, ya que no podemos concebir en una sociedad medianamente organizada la existencia de parásitos sociales. Como hombre y como trabajador y como ciudadano necesita realizar su preparación, su aprendizaje. Aquí surge la primera cuestión. Ese aprendizaje, esa preparación, ¿tendrá que hacerse desde el primer momento, desde la escuela primaria o escuela de primer grado, que es la que aquí me ocupa? Nosotros estimamos que la escuela primaria no debe preparar especialmente, concretamente, para nada. En la escuela primaria no debe aprenderse ningún oficio, ni siquiera el de “hombre”, como pedía Rousseau, si ello supone introducir prematuramente en la conciencia de los niños las preocupaciones de los hombres. Eso equivaldría a matar antes de tiempo la infancia, cuando precisamente la verdadera misión de la escuela debería consistir en cultivar la puericia de los niños, hacer que vivan plenamente su vida infantil, evitando toda perturbadora anticipación. El niño, ante todo y sobre todo, tiene que ser niño. Ese será su mejor aprendizaje para la vida futura, pues sólo cuando se ha sido niño, verdaderamente niño, se está en disposición de ser hombre, verdaderamente hombre.
Para nosotros, la escuela tiene que ser el hogar de los niños, “su” casa. La vida de la escuela debe traducir el mundo de los niños, “su” mundo. ¿Pero cuál es ese mundo? En realidad, poco sabemos, siquiera nuestro orgullo profesional nos haga decir más de una vez todo lo contrario. Precisamente porque lo ignoramos resulta dificilísimo hacer un programa escolar capaz de interesar al niño y que contenga lo que el niño necesita. Siempre que se ha redactado un programa escolar se ha caído forzosamente en una construcción artificial. Incluso en aquellos casos como en el del Dr. Decroly que significa un verdadero progreso en relación con el pasado. El Dr. Decroly, que afirma haber redactado su programa teniendo en cuenta las leyes biogenéticas de la infancia, como igualmente afirma responder a las necesidades de la infancia, adolece en el fondo de cierto artificio a fuerza de querer ser sistemático. Y cuando se habla de llevar vida a la escuela, de hacer en la escuela como en la vida, &c., creemos que se comete el error de ofrecer al niño la experiencia, el modelo y el ejemplo de la vida de los adultos, cosa que no sabemos hasta qué punto podrá interesarles.
¿Cuál ha de ser entonces el contenido de los programas escolares...? A parte esos conocimientos que hemos dado en llamar instrumentales –leer, escribir, contar– necesitamos dar a los niños –nosotros nos referimos siempre a la escuela primaria– los fundamentos de una cultura general que pueda servirles de sólida base para estudios posteriores, para cuando polaricen en un sentido determinado su actividad.
¿Qué límites ha de tener esa cultura general...? ¿Con qué criterio habrán de seleccionarse esos conocimientos...? Para responder a esas preguntas existen diversas fórmulas ya consagradas y que en realidad son expresiones hueras, sin sentido. Se ha dicho que el programa debe estar integrado por aquella serie de conocimientos que nadie puede ignorar. Otros afirman que el programa debe estar integrado por la suma de conocimientos que son patrimonio de la humanidad... Y así sucesivamente. Por eso los programas al uso adolecen, entre otros, del grave defecto de ser enciclopédicos sin medida, a fuerza de querer ansiosamente enseñarlo todo. Las consecuencias no pueden ser más funestas para los niños: hay, por lo menos, una deformación mental.
Para nosotros, la norma nos la ha de dar la propia curiosidad de los niños. El contenido de la educación del primer grado lo determinará el paisaje que vive el niño: de un lado, el paisaje que le rodea, el ambiente que le circunda, la atmósfera que le envuelve; es decir, la escuela, la familia y la sociedad; de otro lado, el paisaje interior, su vida espiritual. Lo que está más cerca de él en el espacio, en el tiempo o en el espíritu.
Pero tanto uno como otro nos lo ha de revelar el propio niño. El maestro se ha de limitar a seguir la curiosidad del niño y a poner a su alcance los medios para que pueda satisfacer esa curiosidad, realizando un trabajo personal, ya que el trabajo personal, el “hacer con reflexión” debe ser el centro de toda actividad escolar.
Pero la labor de la escuela no puede consistir solamente en ver la realidad, en estudiarla, en comprenderla. Si la escuela no hiciera más que eso, en el fondo perpetuaría las injusticias del régimen capitalista y burgués. La escuela tiene que completar su labor haciendo ver que el momento actual de nuestra civilización no es sino un estadio de la misma, que es posible una mayor perfección, que la vida de los hombres, como la vida de las sociedades, es un constante devenir y que es obligación nuestra facilitar ese dinamismo.
Todo ello significa transformar profundamente la escuela actual: acabar con esas escuelas monumentales, verdaderos cuarteles donde se almacenan niños; como supone acabar con ese tipo de enseñanza dogmática y libresca; como supone acabar con esa absurda distribución del tiempo y del trabajo y esa no menos absurda división del saber humano en asignaturas, como supone acabar con el material escolar que, sólo irónicamente, puede llamarse “pedagógico”.
Todo ello supone tener escuelas pequeñitas, verdaderas casas de niños donde éstos, reunidos en pequeños grupos homogéneos, se consagren discretamente, ayudados por sus educadores, al estudio de los diversos problemas que les plantee un hecho concreto arrancado a la realidad circundante. Y utilizando cuanto les ofrece la naturaleza, los niños irán poco a poco, personalmente, con su propio esfuerzo, iluminando su espíritu, formando su conciencia que, después de todo, ese es el término del largo y quizá interminable proceso liberador que es la obra educativa. Todo ello supone, en primer término, la existencia de buenos maestros. Esa es para nosotros la piedra fundamental de la cuestión. Mientras los maestros no estén plenamente convencidos de cuál es su intervención en ese proceso educativo, mientras no se les prepare adecuadamente para esa labor, todo lo demás que se haga encontrará profundamente disminuida su eficacia.
Y como la influencia que la escuela ejerce sobre el niño apenas si tiene importancia con la que sobre el niño ejercen la familia, la calle y la sociedad, hay que plantearse el problema de lo que el maestro y la escuela pueden hacer para modificar y perfeccionar ese ambiente. Hay que organizar los diversos factores que influyen en el desenvolvimiento del niño. Por eso el problema más serio que hoy tiene planteado la pedagogía es cómo unir la escuela a la vida sin que resulte una ficción artificiosa.
Volviendo al contenido de los programas, podrían señalarse sus grandes líneas. El propio programa de las escuelas rusas podría servirnos. Lo que necesitamos saber ahora es el resultado de su aplicación en los años que lleva de existencia. Lo que necesitamos saber es si los niños han seguido con interés ese programa, si ha dado los resultados apetecidos. Con esa experiencia, juntamente con las experiencias de algunas de las escuelas nuevas o de ensayo existentes en la actualidad, podría procederse a la redacción de las líneas generales de un programa capaz de convenir a todos los pueblos.
En cuanto a los métodos, no tenemos que añadir nada más a lo que ya queda incorporado lo que llevamos dicho, es decir, que el trabajo personal del niño, su propia actividad, ha de ser centro de toda la labor escolar; que ese trabajo ha de realizarse en comunidad con un grupo de compañeros que trabajen la misma cuestión y que toda la obra escolar ha de girar alrededor de unos temas centrales, es decir, alrededor de los llamados “centros de interés” o “complejos”, que dicen los rusos.
[Pedagogía Proletaria, París 1930, páginas 159-162]