Zeferino González (1831-1894)
Obras del Cardenal González

Historia de la Filosofía
Primer periodo de la filosofía griega

§ 46

Los sofistas

En su origen, el nombre de sofista no llevaba consigo la idea desfavorable que hoy le atribuimos, puesto que solía darse esta denominación a los que hacía profesión de enseñar la sabiduría o la elocuencia. Sólo a contar desde la época de Sócrates y Platón, el sofista se convirtió en un hombre que hace gala y profesión de engañar a los demás por medio de argucias y sofismas; que considera y practica la elocuencia como un medio de lucro; que hace alarde de defender todas las causas, y que procede en sus discursos y en sus actos como si la verdad y el error, el bien y el mal, la virtud y el vicio, fueran cosas, o inasequibles, o convencionales, o indiferentes. Tales fueron los que en la época socrática se presentaron en Atenas, después de recorrer pueblo y ciudades, haciendo alarde de su profesión y de su habilidad sofística.

Por un concurso de circunstancias especiales, Atenas vino a ser el punto de reunión y como la patria adoptiva de los sofistas. La forma solemne, pública y ruidosa en que estos exponían sus teorías, el brillo de su elocuencia, los aplausos que por todas partes les seguían, las máximas morales, o, mejor dicho, inmorales que profesaban, todo se hallaba en perfecta armonía y relación con el estado social, religioso y moral de la ciudad de Minerva. La lucha heroica que había sostenido en defensa de la libertad de los [175] griegos, los nombres de Milciades y Temístocles, las jornadas de Maratón y de Platea, el triunfo de Salamina, excitando maravillosamente el entusiasmo de los atenienses, desarrollando su actividad en todos sentidos, despertando y avivando el genio de la ciencia, de la industria y de las artes, habían hecho de la patria de Solón la patria común y como la capital intelectual y moral de toda la Grecia. A ella afluían las riquezas y tesoros del Asia y la Persia, del continente helénico, de las islas confederadas, derramando en su seno la opulencia y con ella el lujo, la molicie y la relajación de las costumbres públicas y privadas; a ella afluían también los últimos representantes de la escuela fundada por Tales, abandonando la Jonia, amenazada a la vez por el despotismo persa y por las exacciones de los mismos griegos. Afluían igualmente a Atenas los sucesores de Demócrito, los de Parménides y los últimos restos del pitagorismo, atraídos unos por el brillo y cultura de la metrópoli intelectual de la Grecia, y obligados otros por las discordias civiles de su patria. Añádase a esto la supremacía política ejercida por Atenas, el prestigio de la victoria que por todas partes acompañaba sus armas, el brillo esplendoroso que sobre su frente derramaron historiadores como Heredoto y Tucídides, poetas como Sófocles y Eurípides, artistas como Fidias y Praxíteles, y sobre todo téngase en cuenta que era el foco de todas las intrigas políticas, y se reconocerá que aquella ciudad estaba en condiciones las más favorables para ser visitada y explotada por los sofistas, y para servir de teatro a sus empresas.

Entre las causas principales que contribuyeron a [176] la aparición de los sofistas en aquella época, puede contarse también el estado de la Filosofía por aquel entonces. La lucha entre la escuela jónica y la pitagórica, entre la eleática y la atomística; la contradicción y oposición de sus doctrinas, direcciones y tendencias; las fórmulas matemáticas, el esoterismo y las doctrinas simbólicas de la escuela de Pitágoras; las especulaciones abstractas y apriorísticas de los eleáticos, a la vez que su negación radical de la experiencia y de los sentidos; la doctrina diametralmente opuesta de los atomistas y Heráclito, junto con las sutilezas dialécticas de Zenón, debían conducir, y condujeron naturalmente al escepticismo a los espíritus en una sociedad predispuesta a prescindir de la verdad y de la virtud, en fuerza de las diferentes causas que dejamos apuntadas. Así sucedió, en efecto, y todavía no se había apagado el estruendo de las luchas entre pitagóricos y jónicos, entre eleáticos y atomistas, cuando ya resonaba en Atenas la voz de Protágoras, la de Gorgias y la de otros varios sofistas que paseaban las calles de la ciudad de Solón, seguidos de numerosa y brillante juventud, ávida de escuchar sus pomposos discursos, y más todavía de escuchar y aplaudir sus máximas morales {55}, las cuales se hallaban muy en armonía [177] con los gustos y costumbres de la sociedad ateniense por aquel tiempo.

Sabido es que, a contar desde Platón, el nombre de sofista venía representando para todos los escritores y a través de todas las edades y escuelas filosóficas, inmoralidad sistemática, carácter venal, charlatanismo filosófico, dialéctica y teorías falaces. En nuestro siglo, Hegel, a quien no sin alguna razón se ha llamado por algunos el gran sofista de nuestra época, trató de rehabilitar el nombre y la memoria de los antiguos sofistas, tarea en la cual ha sido imitado y seguido por muchos de sus partidarios y también por algunos otros críticos e historiadores, entre los cuales se distinguen Grote en su Historia de Grecia y Lewes en su Historia de la Filosofía. Posible es que la austera gravedad de Platón, sobreexcitada por la muerte injusta de su maestro, haya recargado algo el cuadro al hablar de los sofistas en sus diálogos, y principalmente al ocuparse de las luchas de Sócrates contra ellos; pero de aquí no se sigue en manera alguna que deban ser considerados casi como modelos y como genuinos representantes de la Filosofía, de su método y de sus principios morales, según pretenden Hegel, Lewes y Grote.

Demás de esto, aun suponiendo alguna exageración contra los sofistas en la pintura que de ellos hace el [178] discípulo de Sócrates, no es creíble que esta exageración degenerara en calumnia, especialmente cuando los presenta como corruptores de las costumbres públicas y privadas, toda vez que cuando Platón publicaba sus diálogos, todavía vivían muchas personas que habían conocido y tratado a los sofistas acusados.


{55} En uno de sus diálogos, Platón nos presenta al sofista Protágoras, poniendo en conmoción a toda la ciudad con su llegada. Calias, uno de los principales ciudadanos de Atenas, le recibe y obsequia en su casa, la cual se ve llena de huéspedes que acompañan al renombrado sofista. Rodéanle y síguenle a todas horas y por todas partes otros varios sofistas, y entre ellos Hipias de Elea y Prodico de Ceos; no pocos extranjeros venidos con él o atraídos por la fama; multitud de ciudadanos, los más distinguidos de Atenas, entre los cuales se ven dos hijos de Pericles y el joven Alcibiades. «Detrás de ellos, [177] añade Platón, marchaba un tropel de gente, cuya mayor parte eran extranjeros que Protágoras lleva siempre consigo, y que, cual otro Orfeo, arrastra con el encanto de su voz a su paso por las ciudades. Al divisar aquella muchedumbre, experimenté especial placer, observando con qué discreción y respeto marchaba siempre hacia atrás: cuando Protágoras daba la vuelta en el paseo, veíase a éstos abrirse en ala con religioso silencio, esperando que hubiera pasado para seguir en pos de él.» Opera Plat. Protag. seu de Soph.

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Zeferino González
historias de la filosofía

Historia de la Filosofía (2ª ed.)
1886, tomo 1, páginas 174-178