Filosofía en español 
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Armando Palacio Valdés

El problema religioso

Doctrinas religiosas del racionalismo contemporáneo, por Don Francisco de Paula Canalejas

I

Que el problema religioso es el más imponente de cuantos conmueven la sociedad en los tiempos presentes, no hay para qué entretenerse en demostrarlo. No sólo la prensa nos trasmite diariamente y con pasmosa solicitud, las múltiples vibraciones del pensamiento al ser herido en esta delicadísima cuerda; no sólo forma cuantitativamente esta cuestión el fondo y el objeto, directa o indirectamente expresado, de la mayor parte de las recientes publicaciones. Todavía con mayor claridad se observa su extraordinario influjo en nuestra razón ante esas crueles y sangrientas luchas, efectivas unas, próximas a trabarse otras, donde con todo el fuego de la pasión y el entusiasmo de la idea, contiende cada cual por su fe, renovando, con asombro de ciertos espíritus despojados de toda prevención religiosa, tiempos y sucesos que creían sepultados para siempre en el abismo de la historia. La ortodoxia sigue con loable, aunque exagerado ardor, sustentando la [467] verdad eterna de sus dogmas. El racionalismo, en sus más insignes representantes, preocúpase con el tema, y emancipado de prevenciones y rencores, con la lealtad y elevación que comunica al pensamiento el goce de la libertad, trata de asentar, con bases firmísimas, el porvenir de la Religión. Hasta el nuevo positivismo, que en los primeros momentos de su existencia, remedando la amarga crítica de la Enciclopedia, miraba con soberano desdén este problema, arrojando a la Religión en el más oscuro y tenebroso rincón de la historia, abórdalo hoy con decisión y franqueza por boca del más ilustre de sus apóstoles, M. Herbert Spencer, cuya doctrina en este punto dista bastante de la que, con más elocuencia que alteza de miras, predicaba el fundador de la escuela. Y no será aspiración engañosa del corazón, ni vano deseo de la fantasía, suponer en la dirección positivista uno de esos momentos en que el espíritu, hostigado por un dogmatismo estrecho y por una ciencia sin valor, huye al campo de la realidad tangible, comulga allí en íntimo contacto con los secretos de la naturaleza, para volver enriquecido con preciosas ofrendas al templo de la ciencia, donde conciertan los elementos todos de la realidad del espíritu y la materia. No quiero hablar de aquellos seres que, sin arrojar en la vida una sola mirada a su conciencia para escrutar los profundos misterios del alma, vegetan encenagados en un estéril indiferentismo.

La humanidad no puede ni debe preocuparse de tales miembros, que en presencia de la lucha y de la penosa elaboración de las creencias en nuestro siglo, abandonan cobardemente a sus hermanos. Día llegará, desertores de la razón, en que avergonzados por la miseria de vuestro origen y destino, caigáis ante los altares que las almas de mejor temple os levanten.

Si tal es la magnitud del tema y tan profundamente nos interesa, veamos en qué términos se ha planteado en lo que llevamos de siglo.

En esta brevísima excursión histórica nos sirven de guías los datos suministrados por Lichtenberger, Rougemont, Laurent y Reville, a cuyas obras remitimos al que desee ver en cuadro completo sus vicisitudes y evoluciones.

La tarea de destrucción que se habían impuesto los espíritus penetrantes, pero irreflexivos, del siglo XVIII, tocara ya a su término, y ya los ecos de sus carcajadas estridentes, ni conmovían, ni alteraban a los hombres que asistían a los albores de este siglo. De aquella fatigosa lucha entre las creencias religiosas y una falsa filosofía, no quedó otra cosa que un total y nefasto divorcio entre la razón y la fe, sin que las arrogantes profecías de Diderot al afirmar que «el siglo se ha ilustrado, la razón se ha depurado, sus preceptos llenan las obras de la nación...,» ni las de D'Alembert cuando dice: «nuestro siglo se cree llamado a renovar las leyes de todos géneros y a hacer justicia,» tuvieran por ningún modo exacto cumplimiento en el nuestro.

Sin tanta soberbia, pero con una penetración que el mundo no conociera desde la muerte de Sócrates, el ilustre Kant, en Alemania, arrancando la Religión de la razón pura y vaciándola en la razón práctica, hizo de ella una aspiración nobilísima del sentimiento, muy conveniente para los espíritus femeninos y aún para el gobierno de las sociedades, pero sin que por desgracia contenga el más ligero sostén en la realidad. La borrasca que este desconsolador criticismo produjo en la patria del filósofo, fue grande y temerosa. Jóvenes poetas, animados de un entusiasmo bastardo, cantaron con lúbrica inspiración y con un lenguaje enfático, sublime y ridículo, la naturaleza, la voluptuosidad, la patria, la libertad, la virtud heroica y el vicio monstruoso. Sus acentos eran infernales y gigantescos. Ya no existía para ellos la Religión, y la aspiración del poeta al infinito expresábanla por un amor insaciable y rabioso hacia los objetos terrestres. El alma, después de haber roto el yugo de la piedad religiosa, saboreaba frenéticamente aquella triste libertad. No se hizo esperar el remedio a tanta impiedad y a tanto orgullo. En la Alemania del Norte, Novalis, Tieck y Augusto Schlegel imprimían a la literatura una dirección muy distinta a la de Goethe y Schiller. –Fichte, el gran Fichte, con una filosofía calificada con justicia de atea, hacía, no obstante, una llamada vigorosa y ardiente a la energía moral de la juventud alemana para restaurar la Prusia aniquilada.

Después se inicia la serie de grandes filósofos que, inspirados en un sentimiento religioso más o menos vago y a vueltas con las mil lucubraciones de su razón, elevaban la Religión a símbolo de las etapas que la evolución de la idea experimenta, explicando con un racionalismo atrevido los profundos misterios de la revelación. Schelling es el que inaugura este movimiento portentoso de la razón humana. Para Schelling, Jesucristo no es el honrado moralista de Kant, sino el Hijo de Dios que ha cerrado el mundo pagano (período de la naturaleza), y fundado el reino del espíritu. «El Hijo, dice, es lo finito tal como Dios lo contempla por toda eternidad: en los últimos tiempos del paganismo, ha venido aquí abajo a expiar la caída primordial de las almas; y Dios infinito del finito, ha ofrecido con su propia persona en sacrificio, lo finito al Padre infinito, para operar su reconciliación.» La verdad absoluta, a pesar de esto, nadie la conocía sino el mismo Schelling, según propia confesión. El verdadero y más insigne apóstol de la idea religiosa en Alemania es, sin embargo, Schleiermacher. El fue quien asentó con una elocuencia y una unción que conmovió las [468] últimas fibras del corazón de aquella sociedad vacilante, la realidad del sentimiento religioso en la conciencia humana.

«Existe en todo hombre una facultad superior, el sentimiento religioso, que tiene su dominio propio, y que no es ni la moral, ni la metafísica, ni la poesía. Este sentimiento es el de la dependencia en que estamos de lo absoluto. Nosotros no podemos saber lo que es la Divinidad, pero la admiramos en la naturaleza y en la historia, y la Religión consiste en identificarse con ella; ponerse en armonía con la vida divina; hallarse suspendido en el seno del mundo infinito.» Estas palabras, acaso las más bellas que hayan salido de la pluma de ningún filósofo, nos revelan, al mismo tiempo que la piedad del creyente, ese sabor panteísta, que ni se desprende ni puede desprenderse de la especulación del filósofo. El cristianismo de Schleiermacher era anti bíblico; pero aún así, la Iglesia le ha mirado siempre con particular cariño, sin duda por la profunda veneración que profesaba a la persona histórica de Jesucristo, y por la vida verdaderamente edificante de aquel gran pensador, que vivió predicando la fe y murió pronunciando estas sublimes palabras: «yo no puedo entrar en el cielo sino con la sangre de Jesucristo.»

Sabido de todos es, que al llegar Hegel a la cátedra, su filosofía pasó, para la multitud que le escuchaba, por la última palabra del espíritu humano, por la conciliación definitiva de la razón y la fe. El resuelto y desconsolador alejamiento de la Religión histórica que esta filosofía engendraba, se ocultó a las miradas del público por medio de velos muy espesos y porque Hegel ponía particular empeño en hacer creer que su filosofía no era más que la traducción al lenguaje científico de los dogmas populares de la revelación. Casi simultáneamente en Francia echaba Cousin los gérmenes del eclecticismo, y bien conocido es el singular prurito de esta escuela, por componer los más opuestos principios, particularmente los dogmas y la filosofía. Al llegar aquí, parece cerrarse este período en que cada filósofo llevaba a cabo supremos y maravillosos esfuerzos de la razón, para que el océano de su filosofía no cubriera por completo la ortodoxia cristiana, católica y protestante. En 1830 esta filosofía se hallaba ya bastante desacreditada, y apenas Hegel fue arrebatado de este mundo, cuando estalló el cisma dentro de su escuela, que al poco tiempo se declaraba en completa disolución. Algunos de sus discípulos, como Goeschel, Erdmann y Gabler, siguieron con tenacidad trabajando por el concierto entre la fe evangélica y el panteísmo del maestro, pero fueron los menos. Los más, y los realmente temibles, dieron comienzo a ese período crítico que aún se prolonga en nuestros días, produciendo unas veces sabrosos, y otras dañados frutos. Strauss, Vatke, Bruno Bauer y otros, hicieron pasar los textos evangélicos, el Antiguo y Nuevo Testamento, bajo la cuchilla de su crítica. Feuerbach escribía: «Nada existe, nada es verdad, sino lo que cae bajo los sentidos.» Los detalles, las filiaciones históricas, los orígenes se estudiaron desde entonces con ansia. Multiplicáronse las obras sobre los orígenes del cristianismo y la crítica exegética se enseñoreó de toda la Europa científica. ¿Cuál fue el resultado de este movimiento? Por una parte, los que siguiendo las huellas de los filósofos pretendían aliar la Religión con sus sistemas, desengañados y defraudados por una crítica inflexible, fueron a engrosar en su mayoría las filas del materialismo, que acababa de surgir en Alemania, tocando de cerca al darwinismo. La Iglesia, probando también a dónde conducían aquellos elevadísimos vuelos de la razón, y las imposibles alianzas entre un panteísmo oscuro y un dogmatismo claro, rechazó y condenó desde entonces, con mayor fuerza cada vez, todo racionalismo y toda filosofía. Del mismo modo señaláronse en el seno de la iglesia protestante dos tendencias bien opuestas y encontradas. Es una la seguida por los protestantes llamados evangélicos, que, apegados al sentido tradicional de la reforma, creyentes de buena fe, defienden y cantan su fe personal con unión y firmeza.

Son sus más genuinos representantes los distinguidos escritores Dittmar, Eyth y Cristian Hoffmann, cuyos escritos versan principalmente sobre la filosofía de la historia.

Es otra la de los protestantes libre-pensadores. Parando poca atención en la integridad dogmática e inspirada en un sentido racionalista, comprende esta escuela a todos los que sin abandonar la dirección cristiana, huyen de fórmulas históricas para expresarla. Apenas es necesario decir que esta tendencia es la que sigue, casi en absoluto, el racionalismo contemporáneo, si bien despojado del título de protestante, que significa hecho o controversia de la historia simplemente. Los hombres que militan en este racionalismo cristiano son los más ilustres pensadores de la Europa, y los nombres de Bunsen, Shenkel, Otto Pfleiderer, Tiberghien, Laurent, Baader, Renan, Ahrens, Bluntschli, Dorner y Leonardi, son bien conocidos de todos para que yo me ocupe en demostrarlo. Llegamos al período de las síntesis, y estos escritores, con otros muchísimos, sin darse apenas cuenta de ello, en el pleno goce de una libertad laboriosamente adquirida, marchan unidos por el espacioso cauce de la doctrina cristiana. Jesús, dice Ernesto Renan, fundó la religión absoluta; y, en efecto, su divina enseñanza inspira hoy e inspirará por siempre a los más ardientes adoradores de la razón humana. [469]

II

La corriente cristiano-racionalista ha recogido ya entre nosotros a lo más selecto de nuestros pensadores y los lleva suavemente, fecundando los yermos campos del indiferentismo, a engrosar y purificar los mares de la futura idea religiosa. España es quizá de todas las naciones la que con más amor guarda en el fondo de su pecho los preciosos gérmenes y el sentido de la Religión cristiana, cuyo paso por nuestra historia señálase mediante gloriosas y venerandas etapas que no llegan a oscurecer algunos, en verdad funestos, extravíos de este sentimiento nobilísimo.

Contra tales errores es necesario, sin embargo, prevenirse, y urge que acendremos y depuremos este sentimiento, a fin de que jamás vuelva a caer en los oscuros limbos de un ciego fanatismo. El libro que acaba de dar a luz el Sr. Canalejas, sobre la religión del racionalismo contemporáneo, viene a secundar poderosamente esta misión civilizadora, dando a conocer lo que un espíritu, amante antes que nada de la verdad, piensa sobre una cuestión de supremo interés para la sociedad. No forma la obra del Sr. Canalejas una exposición ordenada y sistemática de su modo de ver y pensar, donde desenvolviendo el asunto en una serie de capítulos íntimamente enlazados entre sí, saliera la demostración de la tesis bajo esta forma usual de los libros, sino una colección de artículos que el autor denomina estudios críticos, y publicados ya hace algún tiempo o leídos como discursos académicos en otras ocasiones. La identidad, pues, de la materia es lo que mantiene el orden, y no otra cosa, en el libro de que hoy damos sucinta cuenta al público. A pesar de que opinamos que esta suerte de publicaciones, cuando se hacen en la forma que el Sr. Canalejas ha dado a su libro, producen un resultado inferior al que tendrían si se escribieran bajo otro plan y condiciones, no es posible desconocer en él un pensamiento único y trascendental que anima y sostiene la variedad de puntos que se tocan. Un ligero examen de sus doctrinas bastará quizá a probarlo. Comienza sus estudios el autor, con la reproducción de un discurso leído ante la Academia española, en que sostiene la unidad gramatical en el desarrollo y en la historia de las razas indo-europeas, cuya pertinencia al asunto no se ve con toda precisión y de un modo directo, aunque pueda encontrarse verificando un largo rodeo en el curso de nuestras ideas. A propósito de la Ciencia de las religiones, de Emilio Burnouf, diserta con toda extensión y muestra ya el pensamiento que preferentemente le solicita. Esta Ciencia de las religiones no es un libro que pueda justificar el pomposo título con que se anuncia, pues M. Bournouf, al tenor de otros sabios indianistas, no hace otra cosa que crítica histórica, aunque en algunos rasgos o lineamentos sintéticos, trazados principalmente en el último capítulo, avance algunos juicios sobre las bases fundamentales de la Religión y de su porvenir. Repugna el señor Canalejas este método histórico-comparativo puramente, para tratar problema tan interesante, y exclama: «No diré yo que no sea curioso y hasta consolador, saber cómo adoraban y qué adoraban nuestros mayores y nuestros ascendientes; pero cuando se escriben las frases las religiones se han ido, Dios se va, creo más del caso pugnar por abrazarme en conciencia y verdad con Dios, que no entretenerme eruditamente en averiguar cómo era el Dios que se fue y quedó olvidado en los abismos de la historia.»

Razón tiene el distinguido escritor; esa metafísica que con tan injustificada prevención mira M. Burnouf, es la única que nos puede dar la clave de la verdadera ciencia de la Religión. Si en ella no existe un principio real y efectivo donde aposentemos nuestras creencias religiosas, en vano es que luchéis, hombres doctos, por mostrarnos la filiación y origen históricos de las religiones, para desprender de aquí la unidad que en ellas vive, pues la humanidad, aunque agradezca vuestros esfuerzos, no podrá mitigar los acerbos dolores que la duda le produce. Viene a seguida de esto un discurso académico sobre los autos sacramentales de D. Pedro Calderón de la Barca. En una carta que después se encuentra, dirigida a D. Ramón de Campoamor, hace el autor observaciones muy oportunas sobre el estudio de la Teología en estos tiempos, y penetrado de un profundo amor a la ciencia de Dios, racionalmente estudiada, que es, como dije antes, la única que nos puede abrir las puertas del futuro templo de la humanidad, hace una justa llamada a los poderes públicos para que vuelvan los ojos a este asunto: «No tengo autoridad, dice, ni la pretendo para aconsejar al clero; pero como ciudadano, sí la tengo para dirigirme al Estado, al ministro que dirige la instrucción pública. Yo abogo franca y resueltamente por el establecimiento de una facultad laica y libre de Teología. Si el clero no cree que sus doctores deban pisar las aulas universitarias, y que la Teología debe quedar recluida en los seminarios y casas de corrección espiritual, respete el Estado su creencia; pero la sociedad, la vida moral e intelectual reclaman enseñanzas teológicas y religiosas, y si el Estado, como debe, acude a esta necesidad de la enseñanza pública, no es menos Dios que el espíritu, ni menos que la naturaleza, y no es inferior la religión a la moral y al arte.»

Así creemos nosotros; pero no suponemos bajo ningún concepto que la expulsión de las facultades de Teología del claustro de nuestras Universidades [470] deba considerarse como una medida funesta para los estudios hacia los que se siente el autor tan inclinado; antes nos parece que la salida de Charmes y Perrone de nuestros centros literarios debe regocijarnos sobre manera, y aplaudimos de todo corazón al gobierno que la ha llevado a cabo. Teología, sí; pero Teología racional, y no estudiada por textos que son ya verdaderos anacronismos de la Filosofía. Por eso el autor vuelve más tarde por los derechos de hombre de los actuales tiempos, y dice: «A V. y a mí nos aflige la lucha; pero es necesario que nos resolvamos, porque la Religión es necesidad suprema para el espíritu humano. –Soy hijo del siglo, y por fortuna o por desgracia, no puedo sustraerme a mi patria temporal. No puedo emigrar al siglo XIII, y vivir en paz a la sombra de gótico monasterio, releyendo los misterios y ejemplos de libros piadosos, gozando éxtasis perdurables... Si el católico, el protestante, el judío, encierran en el seno de sus seminarios o escuelas la ciencia de Dios y de la Religión, y no quieren comunicarla sino a los fieles de sus respectivos credos congregados en la Iglesia, en el templo o en la sinagoga, yo no creo que hacen bien, pero están en su derecho. El Estado tiene entonces el deber de secularizar la enseñanza religiosa, dándola a manos llenas en aulas e institutos, difundiéndola a todos vientos para provecho y mejoramiento general, sin escrúpulos ni prevenciones.» El artículo-carta que a ésta sucede, dedícalo el autor a discurrir sobre la Historia de las religiones, y justifica con mayor copia de ideas esa invencible y secreta repugnancia que le aleja del método histórico cuando se aplica a la Religión. «La escuela histórica, dice, no conseguirá fruto, porque se limita a contarnos la historia de un algo desconocido, los accidentes de una realidad no vista, los modos de una sustancia ignorada, quedando sólo de sus afanes, vestidos y ropajes, pompas y atavíos del no ser.» Esto es bien cierto; los sabios que con mayor fortuna cultivaron de este modo el interesante estudio de la Religión, han venido a caer en una mal disimulada incredulidad acerca de la realidad del principio que impulsa y agita esos gérmenes religiosos, lucientes chispas a veces que brillan en el fondo del alma humana.

En el estudio rapidísimo que hace de las manifestaciones religiosas, hiere su razón un fenómeno bien singular que se presenta en el Oriente. El Budhismo, religión que cuenta más adeptos que todas las iglesias cristianas reunidas, es una religión sin Dios. «¡Una religión sin Dios! exclama el Sr. Canalejas. Una religión que presenta como salud el aniquilamiento absoluto, es cosa que mi flaca razón no alcanza; y de aquí que siguiera confiadamente a los que afirman que el ateísmo búdhico y la interpretación de la nirvana budhista eran errores de indinistas.» No hallamos del todo buena esa confianza, pues si bien el ateísmo de Budha puede originar sólida controversia del lado de quien lo niegue, no es menos cierto que una buena parte de las sectas religiosas que constituyen el Budhismo, en la actualidad lo aceptan, y aún en aquellas que, al parecer, se separan de sus hermanas en este punto, la idea de Dios se encuentra tan velada, tan tenue, tan dilatada, que bien podemos decir de su Dios que es una sombra que apenas si se dibuja con rayas vacilantes en los más recónditos laberintos de su metafísica. Y si esto no fuera así, si el Budhismo tuviera a la par de su moral pura y severa, una metafísica bien definida y racional, ¿creería el Sr. Canalejas tan decididamente como lo hace en su próxima destrucción, bajo la influencia de la idea cristiana que penetra cada día más en su seno? Termina el autor su estudio concibiendo la halagüeña esperanza de que esta idea campeará por si sola en el mundo religioso en un porvenir no muy lejano.

Hace después una sumaria exposición de la idea religiosa de Schleiermacher, y bien se echa de ver en ella las profundas simpatías que por la razón y el sentimiento le unen al gran teólogo de la edad presente. Schleiermacher tocó con un pensamiento maravillosamente potente y calentado por el fuego de un sentimiento purísimo, en el punto que con mayor ansiedad quería el Sr. Canalejas ver esclarecido: el asiento de la vida religiosa en el espíritu humano. Porque de esta afirmación, primera y capital, fluye el manantial de límpidas aguas, que serpeando desde la aparición del hombre por la historia, fertiliza y sosiega el corazón humano y le pone en comunicación directa con Dios. Señala también la doctrina de Schleiermacher un cambio radical en la Teología, porque lejos de considerarla como una serie de razonamientos que tejen la enmarañada urdimbre de los dogmas eclesiásticos, va derecha a la conciencia y la interroga por su fe. «Tomaba la filosofía, dice el autor, efectos por causas, al hablar desde la antigüedad de la natural curiosidad y avidez de inquirir que acompaña al hombre. Llamábamos curiosidad a la constante resonancia de ese hecho de conciencia, que nos impulsa a inquirir de quién o de qué dependemos. Señalaban otros la religiosidad como virtud secreta o propiedad unida a todas las propiedades del hombre, y era el simple efecto de la voz incesante, del testimonio perenne de nuestra conciencia, gritándonos, en el examen de operaciones y propiedades, que éramos un ser dependiente.»

El autor, sin embargo, prestando a Schleiermacher mayor admiración y respeto que a ningún otro teólogo del siglo, ve en su doctrina la fase más importante, pero una sola fase al fin, del problema religioso. [471] Hace después un examen de las doctrinas religiosas de Schelling, un tanto rápido y algo incoherente, lo cual da por resultado que cuando llega a omitir algunos juicios sobre el sistema, se muestre harto ligero y duro al calificar el pensamiento del gran filósofo.

Pasando por Wronsky, entra últimamente a estudiar la profunda divergencia que en la cuestión religiosa se señala entre Strauss y Vera, partiendo ambos de la enseñanza de Hegel, aunque realmente el primero se haya emancipado temprano de la influencia escolástica. En esta controversia, inútil parecerá advertir que el autor se inclina a la parte del ilustre filósofo italiano, el cual sostiene que la Religión cristiana es la Religión absoluta; y si esto es así, no se debe, dice, a lo inescrutable de sus misterios, sino al contrario, a que en sus misterios Dios se ha revelado de manera más cumplida y perfecta que en todos los antecedentes religiosos del mundo; más aún, porque Dios se ha revelado en ella en toda su plenitud. Estas profundas y bellas palabras de Vera, se las asimila el autor cuyo pensamiento tiende constantemente a ver la religión en su pura realidad. Así puede terminar diciendo: «Reconozcamos y confesemos que no es filósofo el que niega la verdad religiosa, ni es religioso el que niega el alcance y la fecundidad de la razón humana.»

III

Existe una escuela, que pretende despojar a la Religión de atavíos puramente históricos, sacándola salva de los moldes en que el accidente y las circunstancias la han sumergido. Esta escuela, o mejor, dirección del pensamiento, inspirada en un sentido profundamente religioso, como lo demuestran los nombres de Schleiermacher y Bunsen, no quiere vivir como secta religiosa o filosófica, porque aspira a la inmortalidad. Siembra a manos llenas los gérmenes de la Religión en el valle de las conciencias y no espera que las flores que de ellos broten tengan el mismo color y fragancia.

En los misteriosos recintos del alma se esfuerza por reanimar el fuego que tiene medio apagado la crisis contemporánea, y en el tejido enmarañado de la historia de las religiones busca el hilo redentor que guía la humanidad al infinito.

Ahora bien; el Sr. Canalejas en su último libro se declara franco y resuelto soldado de estas generosas ideas. Su pensamiento no yace desmayado en la cárcel sombría de una creencia irracional, pero no quiere cegar para siempre en su alma la cristalina fuente de las creencias. Le felicitamos sinceramente por ello. Nuestra misión de críticos, sin embargo, y no un desmedido afán de hallar vacíos y defectos, nos impele ahora señalar los que en esta obra se contienen. No aplaudimos al Sr. Canalejas la idea de formar, como ya dijimos, un libro en que se ventila asunto tan serio y delicado, dentro de algunos artículos un tanto heterogéneos y descosidos.

Merece bien el tema y también merece el público, que acaso por vez primera recibe un pensamiento esparcido tiempo hace por la Europa científica, que este pensamiento se le exprese de un modo claro y sistemático, bien definido y bien razonado. Advertimos además de esto, que el Sr. Canalejas no ha meditado lo bastante el interesante problema que agita en su obra, y lo decimos porque le vemos excesivamente impresionado por la lectura de ciertas obras, principalmente por la del profesor Lichtenberger, sobre la Historia de las ideas religiosas en Alemania, desde el siglo XVIII hasta nuestros días. El Sr. Canalejas, que es un pensador sagaz y profundo, ¿por qué contribuye de este modo a alimentar la creencia proverbial allende los Pirineos, de que nuestra ciencia no es más que un pálido reflejo de la suya?

Y si se hallara conforme con el juicio y la opinión de Lichtenberger, ¿por qué no funde este juicio y esta opinión en el crisol de su vigorosa inteligencia, prestándole el sello original del pensador y la galanura de la frase que tanto le distingue? El comercio de las ideas, libre se halla para todos, pero a condición de que la mercancía conserve la etiqueta del fabricante. Sólo nos explicamos la omisión del Sr. Canalejas en este caso por una pereza intelectual, a la cual debe sobreponerse el que intente convencer a los otros, y por un olvido involuntario que debe evitar cuidadosamente el escritor concienzudo. Por lo demás, excusado parecerá añadir que la obra se halla tan primorosamente escrita en lo que al lenguaje se refiere, como todo lo que antes de ahora ha salido de la pluma del Sr. Canalejas. Siguiendo las tradiciones gloriosas de nuestros inmortales escritores, sabe agregar a una frase severamente castiza esa fluidez y armonía que encantan y regalan el oído.

Armando Palacio Valdés