
Ernesto Quesada
C. de la R. Academia Española; Presidente del Ateneo de Buenos Aires
Nuestra raza
Discurso pronunciado en el Teatro Odeón el 12 de Octubre de 1900
Buenos Aires
Librería Bredahl
615 - Rivadavia – 615
1900
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Advertencia
La Asociación Patriótica Española organizó una fiesta literario-musical, en el teatro Odeón, para conmemorar el 12 de octubre, aniversario del descubrimiento de América. En dicha fiesta fue pronunciado el presente discurso, respecto del cual dijo El Correo Español, del siguiente día: “Ningún español debe pasar por alto la lectura de ese discurso notabilísimo”.{1} Pero interesa tanto a los españoles como a los hispano-americanos, por su contenido: de ahí que haya creído útil publicarlo en forma de opúsculo.
Nuestra raza
Señoras:
Señores:
El memorable aniversario del descubrimiento de América nos congrega nuevamente, a españoles y americanos, para celebrar unidos fecha tan gloriosa. ¿No es natural, entonces, que, inspirándonos en el recuerdo de aquel hecho y de sus trascendentales consecuencias, nos ocupemos con criterio sereno de la hora presente, crítica en sumo grado para los destinos de nuestra raza, que realizó la hazaña sin igual del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo? El momento es quizá auspicioso para examen semejante: fenece un siglo; y se dibujan ya, en los contornos indecisos de la alborada de los tiempos que vienen, las pretensiones arrogantes de otras razas, enriquecidas y ensoberbecidas, con sus garras clavadas en los rincones más apartados del globo, sin más fe que en el éxito y el dinero…
España, al descubrir la América, nacía precisamente a la vida de las grandes potencias con un vigor tan estupendo, que, antes de un siglo, llegó al pináculo de la grandeza, del imperio y de la fama, extendiendo sus dominios por todas partes del orbe. Hoy, cuatro siglos después, acaba de desprenderse hasta de la última pulgada de tierra en el hemisferio que descubrió y pobló; concentrada dentro de sus fronteras peninsulares, ha renunciado a intervenir siquiera en la marcha de la política general, que otrora gobernara su gran Carlos con una simple mueca desdeñosa; y pública, y aun oficialmente, hombres dirigentes de otra raza han creído expresar el consenso universal al proclamar terminada la misión histórica de la gente hispana, vaticinando su fatal transformación en nuevas entidades que respondan a la época venidera, mientras que aquella parece ensimismada en la contemplación de acontecimientos que pasaron y de ideales que desaparecieron.
Los pueblos sajones, de suyo emprendedores y poseídos de lo que llaman su “destino manifiesto”, están persuadidos de la exactitud de aquel fallo: para ellos nuestra casta, tanto en la península como en el continente americano, va lentamente a su ocaso; es, pues, presa segura, cuyos despojos se preparan tranquilamente a repartirse. En la vida diaria nos tratan individualmente, es cierto, con toda la consideración o la simpatía que las personas puedan inspirar; pero, del punto de vista colectivo, nos miran con un desdén profundo y sincero… No hay por qué ocultar lo que es un hecho fuera de discusión, tanto más cuanto que cabalmente es esa convicción, franca y clara, lo que explica la razón de ser de su política respecto de nuestra raza. Ahora bien: ¿es acaso fundada pretensión tamaña? ¿Qué grado de verdad encierra? He ahí, señores, preguntas sencillas que no es tan fácil contestar en los breves instantes concedidos a una alocución; si bien no es quizá imposible trazar las grandes líneas del conjunto: vosotros llenaréis el resto sin esfuerzo.
Por de pronto, paréceme que no hay jactancia en suscribir el juicio que los pensadores de todas las razas han emitido acerca de la nuestra: España renovó, en la época moderna, la homérica empresa que en los tiempos antiguos realizara Roma, cuando dominó ésta el universo conocido, personificó su civilización, y llevó por doquier su lengua y su religión. El
Tu regere imperio populos, Romane, memento
del poeta clásico, lo tuvo tan presente la España de Carlos V, como la Roma de Augusto. Y dejó aquélla muy atrás la fama del ilustre precedente, añadiendo al orbe conocido otro nuevo, lleno de riquezas, poblado por gentes no sospechadas, y el cual, abriendo un campo inconmensurable a la actividad humana, ha desviado el curso de la historia. Roma no hizo tanto: ni antes ni después nación alguna ha podido repetir hazaña igual; y puede honestamente afirmarse, sin temor a ser desmentido por el porvenir, que jamás por jamás otra nación podrá alcanzar lo que España… Ya no existen ni pueden existir hemisferios ignotos en el globo terráqueo –cruzado en todas direcciones por la avidez del sabio y la avaricia del mercader– de modo que desaparece la más remota posibilidad de poder imitar el fenómeno único del descubrimiento de un mundo nuevo. Y no fue eso sino el preludio de la hazaña misma, porque nada hay en la historia de los tiempos viejos ni coetáneos que pueda igualar la epopeya admirable de la conquista, el coraje singular de aquellos hombres esforzados que se lanzaron, en grupos diminutos, a conquistar pueblos organizados, ricos y llenos de ejércitos aguerridos. Nuestros abuelos dieron entonces a la humanidad entera un ejemplo sin par: fiados en su fe religiosa y persuadidos de la superioridad de su ralea, no repararon en la disparidad del número, sino que acometieron con denuedo y con sublime audacia: todo lo arrollaron, todo lo conquistaron, lo poseyeron todo. Tan sólo un siglo duró aquella titánica contienda: la raza indígena no discutió siquiera la supremacía de la conquistadora, y se entregó resignada a la fatalidad de su destino.
Nobilísima mostróse entonces la madre patria: acogió como hijos propios a los que de tal guisa se sometieron, y los protegió por medio de una de las legislaciones más sabias, y que fue, sin asomo de duda, la más adelantada de su época. Esas “leyes de Indias” son tanto más admirables cuanto que representan un esfuerzo sin precedente: imbuida Europa en las máximas romanas, que consideraban ingenuamente como bárbaros –y fuera, por lo tanto, del derecho común– a todos los pueblos que escapaban a la civilización latina, nada era más natural que considerar así a los indígenas de América, y hacer con ellos lo mismísimo que hiciera Roma con los germanos y sajones de su tiempo: sus esclavos o sus siervos. La sublime revolución moral del cristianismo no había logrado todavía, ni con mucho, extirpar aquel concepto, que se imponía con la fuerza irresistible que da la tradición de veinte siglos. Pues bien: es gloria inmarcesible de la monarquía española haber reaccionado contra tal prejuicio; y si a las veces, en algunas regiones apartadas de América, se cometieron abusos por hombres sin piedad, convirtiendo el yanaconazgo, la mita y la encomienda, en verdaderas servidumbres de la gleba, no es menos cierto que jamás fue ello tolerado o dejado sin castigo, y que se hizo cuanto fue posible por atraer a la civilización cristiana a las innumerables tribus indígenas. No han obrado así quienes se precian de superiores: en otras partes se ha preferido sencillamente exterminar a los indios, por las armas o por el triste veneno del alcohol.
Tres siglos estuvo España en posesión indiscutible de este continente: lo pobló, lo organizó y lo gobernó, con arreglo al criterio de la época, por y para la metrópoli. Ha sido tema socorrido criticar el régimen colonial de la América española: nada más fácil, aplicando el criterio del siglo XIX; pero coloquémonos dentro de las ideas de los siglos XVI, XVII y XVIII, y desafío al detractor más malévolo a que demuestre discordancias, en las líneas generales, entre aquella legislación ultramarina y la que tenían las demás naciones. Más todavía: gloria es de la dinastía borbónica haberse adelantado a su época, con las iniciativas fecundas del reinado de Carlos III.
Llegó el momento de la emancipación: los hijos núbiles se desprendieron del regazo de la madre, antes soberbia, entonces desmedrada por las debilidades de un Carlos IV o los desvaríos de un Fernando VII. Principió para España la via crucis que le ha tocado en suerte en el siglo XIX, con la invasión brutal e injustificada de los invencibles batallones napoleónicos: el pueblo español reaccionó con un vigor admirable, que prometía una era nueva de gloria, pero que fue desgraciadamente obscurecida por las cruentas guerras civiles. Tenemos todos demasiado presente esa dolorosísima página de historia contemporánea, para que sea necesario recapitularla nuevamente… Y cosa análoga pasó en las nuevas naciones hispanoamericanas: el esfuerzo épico de la guerra de la independencia fue casi neutralizado por revoluciones constantes o por tiranías menguadas. Durante este siglo, americanos y españoles hemos estado, por lo general, alejados unos de otros con perjuicio recíproco: sólo hemos rivalizado en dar al mundo el ejemplo peligroso de ser díscolos y cuasi ingobernables.
Y ello no ha contribuido poco a formar la convicción sajona respecto de la inferioridad de nuestra raza. La guerra hispano-yanqui no ha obedecido a otro criterio, y sus resultados han servido sólo para dar mayor autoridad a creencia semejante. La acción lenta, pero eficaz, de los Estados Unidos en las naciones íberoamericanas es ya visible: la doctrina monroista no es sino la tutela disfrazada de los que se consideran superiores por la energía, la riqueza y la conciencia de su propio valer. Si en parte alguna de Sud América puede hablarse con altivez de estas cosas, es, sin duda, en esta región del Rio de la Plata, cuyo desarrollo vigoroso le señala un puesto de vanguardia en el conjunto de naciones de origen español.
No debemos, con todo, desconocer nuestros defectos: nos corresponde corregirlos. Todo se nos ha enrostrado: pasamos, a los ojos de los estadistas de otras agrupaciones, como gentes corrompidas en lo político y social; atribuyéndose a los gobernantes de nuestra raza ausencia manifiesta de ideales, sensualismo vulgar, y desconfianza absoluta en la virilidad y en el espíritu cívico de estos pueblos. Se arguye, por otra parte, que nos falta moralidad y que carecemos de fe, revelándonos impotentes para administrar e incapaces para prever. Se sostiene, por último, que los pueblos ibéricos no tienen energía para triunfar en la lucha por la vida, dejando que las industrias y el comercio pasen a manos de gente de otra calaña; y que se contentan cuando más con remedar los excesos tumultuosos de la plebe romana y su exigencia de “pan y diversiones”; o las luchas de la sangrienta politiquería de las turbas bizantinas, destrozándose en los circos por los bandos estériles de los azules y los verdes…
Y bien, señores: tengamos la entereza de confesar que hay algo de verdad en esos cargos, por más exagerados que parezcan. Preciso es reaccionar: es menester levantar en alto los corazones. Tenemos una herencia sagrada que enaltecer: la tradición de nuestros mayores. Y no es en vanas palabras que se debe cimentar la confraternidad de sus descendientes, impuesta por la historia y por la sangre: urge extirpar el cáncer de la frase con el cauterio de la acción.
Necesitan nuestros pueblos una fuerte sacudida moral. No sólo hay que reformar su educación, sino que despertar sus energías adormecidas y retemplar el carácter. Es indispensable descollar en el comercio y las industrias, pero brillando por la cultura científica: y sin olvidar que debemos disputar anhelosos la primacía en las artes y las letras, manteniendo siempre alta, muy alta, la religión del ideal, que ha caracterizado a nuestro abolengo. Hay, pues, que poner manos a la obra: desarrollemos sin descanso las riquezas naturales y aunemos sus intereses, cuyo intercambio, entre pueblos de linaje castellano, es visiblemente precario. Abrigo la convicción de que nos bastará desear la reacción, para producirla.
El momento es propicio. La pérdida de sus últimas colonias ha hecho afluir a la madre patria caudales ingentes, antes radicados en las posesiones ultramarinas, y ha regresado a la península una categoría de hombres habituados a soportar con éxito la competencia con los de otros pueblos. ¿No significa esto acaso que está próximo el renacimiento industrial y comercial de España? Podremos entonces estrechar más íntima y proficuamente nuestras relaciones, pues la antigua metrópoli, –ahora nuestra hermana, como parte de la familia ibérica cobijada por el panhispanismo,– debería convertirse en el mercado donde fueran a venderse los productos sudamericanos, en su mayor parte materias primas que, elaboradas por las fábricas peninsulares, nos retornarían como productos manufacturados. Hoy todo ello se vende en mercados de otras razas, y allí están las fábricas que los utilizan y los capitales que facilitan su circulación: ese sólo hecho ha desviado fatalmente el comercio de América hacia aquellos países, pues es natural que donde se vende, a la vez se compra, y tras las relaciones comerciales e industriales, vienen las intelectuales y sociales, lo que explica el hecho original de que los hispano americanos estén más ligados con cualquier nación europea que con España. El sentimentalismo está de más en esto: es asunto puramente de intereses de los pueblos. Un simple esfuerzo de España bastará sin embargo para hacer desviar la corriente: y pronto desaparecerá el fenómeno incongruente de que, malgrado la lengua común, la inteligencia americana se nutra todavía en libros de toda procedencia, salvo quizá los españoles.
En poco tiempo más, iniciada que sea esa regeneración, podrán las naciones de origen hispano celebrar con doble orgullo aniversarios como el presente; ¡pues es ensalzar las glorias del pasado, justificando las hazañas del descubrimiento y la conquista, presentarse ante el universo como países prósperos e ilustrados, de probado civismo y sensatamente gobernados, amplios en sus miras y generosos en su conducta!
Señores:
Cuando concentro mi recuerdo en las glorias pasadas de nuestra estirpe hidalga, y, ante mis ojos apasionados, se yergue aquélla, dominadora del orbe, con Carlos V; descubridora de un mundo, con Colón y Pinzón: conquistadora de un hemisferio, con Cortés, Pizarro y tantos otros héroes legendarios; regeneradora del arte, con Murillo y Velázquez; renovadora de la cultura literaria, con Cervantes, Calderón y otros incomparables ingenios; cuando leo en las páginas imparciales de la historia que esta progenie extraordinaria ha descollado en las ciencias, como ha brillado en la guerra y ha sido conspicua en el comercio y las industrias; cuando reflexiono que, por momentáneamente fatigada que se encuentre después de tantos siglos de gigantesca labor, hoy, en fuerza misma de los hechos y de su elocuencia brutal pero saludable, ha despertado ya del pasajero sopor: mi espíritu, entonces, no puede admitir ni en hipótesis la duda de que nuestra egregia raza ha de levantarse airada y majestuosa, rebosantes de ardor las propias venas, fuerte con la tradición hermosa que le corresponde honrar, y rejuvenecida por el connubio vigoroso con esta tierra virgen del continente americano! Más todavía: estoy íntimamente convencido de que el mismo gloriosísimo pasado ha de servirla sólo para aguijonear su actividad, y que ha de cifrar su orgullo en justificar que fue digna de lo que hizo, haciendo hoy más aún: ¡luchando y venciendo a las demás razas en la brega terrible de estos tiempos novísimos, en los cuales parecen prevalecer más bien los ardides de fenicios y cartagineses, que el noble arrojo de los impróvidos romanos!
Al renacimiento de la raza hispana, señores; a la gloria futura de la madre patria y de las naciones iberoamericanas –que son sangre de su sangre, a pesar de la mezcla generosa de otras procedencias: –a la confraternidad, no sólo de sentimientos, sino de intereses, de los pueblos de nuestro común origen: esos son los votos sinceros que formulo y que estoy seguro compartiréis de corazón.
Apéndice
Por la atingencia evidente que tiene con la cuestión tratada en el anterior discurso, se ha creído conveniente reproducir a continuación una entrevista publicada en el diario La Correspondencia de España, de Madrid, fecha enero 22 y 24 de 1896. Se verá, pues, que las mismas ideas de ahora fueron sustentadas entonces, de modo que la solución de la cuestión cubana –si puede llamarse “solución” a la casi segura anexión de aquel país hispano americano por su vecino anglo-sajón– no ha hecho sino confirmar la necesidad de abogar por el pan iberismo, hoy más necesario que nunca. La raza española corre grave peligro en las naciones hispanoamericanas; no sólo el cosmopolitismo de estos países, por razón de la afluencia inmigratoria, tiende a quitar a aquella su carácter típico, sino que del norte para el sud viene poco a poco efectuando una pacífica conquista la enérgica raza sajona de los Estados Unidos: es preciso analizar lo que pasa en las naciones de nuestra raza, vecinas del coloso del norte. Ese drama, silencioso y terrible, de la lucha desesperada entre ambas razas, ha sido puesto de relieve, respecta de mexicanos y yanquis, por el soberbio libro: Ramona, de Helen Hunt Jackson; recientemente lo ha expresado, refiriéndose a su patria, con una elocuencia vivísima y dolorosa, el costarricense Máximo Soto Hall, en su novela El Problema (San José, 1899): es menester leer aquellas páginas emocionantes y llenas de tristeza, para darse cuenta de cómo la raza sajona va dominando primero, y desalojando después, metódicamente, a la raza española en aquellas repúblicas centro americanas. Y si en las naciones del sud no se reacciona, levantando el espíritu de raza a la altura envidiable del que anima a los yanquis, es fatal el triunfo de éstos; es cuestión de tiempo. De ahí la necesidad de predicar y practicar el sursum corda; en efecto: los Estados Unidos, con una habilidad y un tesón admirables, no cejan en su trabajo de extensión de influencia, y el nuevo congreso pan americano, que próximamente se reunirá en México, es tan sólo un paso adelante en aquel camino.
Mientras tanto, los pueblos de origen español se reunieron en 1892 en un congreso, celebrado en Madrid: ¿qué rastros prácticos dejó? Verba, verba… la grandilocuencia lo absorbió por completo. Ahora debe celebrarse (1900) otro nuevo congreso de la misma índole: ¿acertará a encarar el problema de la raza, en la hora presente, en su faz positiva? Hay que desearlo; de lo contrario, la declamación retórica servirá sólo para justificar, siquiera en apariencia, la tesis de los que proclaman nuestra decadencia. Hasta escritores latinos parecen haber perdido la fe en la gente hispana; “si se quiere, –dice un novel hierofante francés{2},– comprobar la diferencia entre los hombres formados por el nuevo método y los del antiguo, compárese lo que los primeros han realizado en Norte América, y lo que los segundos han hecho en Sud América. Es el día y es la noche; es lo blanco y lo negro; de una parte, la sociedad lanzada hacia adelante, hacia el mayor desarrollo conocido de la agricultura, la industria y el comercio; de la otra, la sociedad retenida por detrás, maniatada, estancada en la ociosidad de vida urbana, del funcionarismo, o de los pronunciamientos políticos. En el norte, es el porvenir que se levanta; en el sud, es el pasado que desaparece. Y tan bien se va ese pasado, que ya la desgraciada Sud América ha sido invadida por los vigorosos retoños del norte, los que principian a adueñarse de las más proficuas explotaciones rurales, abandonadas por la incuria española o portuguesa, y acaparan las ferrovías, los bancos, la gran industria, el comercio”. Y agrega el crítico mordaz: “Con motivo de la última exposición universal, hablaba de aquel fenómeno con el presidente de la sección argentina. Reconocía el hecho de esa invasión del inglés y de su hermano el yanqui; y se lamentaba, y se desesperaba, y recriminaba… como lo hacen siempre los débiles, porque eso es más fácil que someterse al régimen de los fuertes”. No se diga, para esquivar el reproche, que en América la raza ya no es puramente española, o que, en algunas regiones, –como en el Río de la Plata,– su mezcla con las otras es tan evidente, que no existe todavía un tipo nacional definido. Es un error: la mezcla con otras razas debe, en las naciones hispano- americanas, surtir el mismo efecto que el fenómeno análogo en Estados Unidos: vigorizar el tipo originario, pero sin borrarlo, y si la absorción fuera posible, querría ello decir que la sangre vieja es más débil que la nueva, y que, por ende, ha merecido desaparecer, lo que importaría justificar precisamente la prédica sajona sobre la inferioridad de nuestra raza.
Por último, es interesante reproducir aquí lo que el autor decía, acerca del problema de la raza en la América Latina, en un artículo publicado en la Revista de Chile (Santiago, 1899, vol. III):
“La América, al finalizar el siglo, está preñada de gravísimos problemas. El brusco cambio de la política tradicional de los Estados Unidos, en la actual tendencia imperialista, ensoberbecida con los éxitos fáciles de la última guerra, ha de consolidar en la gran república del norte la pretensión arrogante de los políticos de la escuela de Blaine, que consideran como “destino manifiesto” de aquel país, ejercer la hegemonía comercial y la tutela política en las demás repúblicas del continente. Acaso las únicas naciones íbero americanas que pudieran contrapesar las exageraciones a que probablemente arrastrará aquella errada doctrina, son Brasil, Argentina y Chile, pero a condición de marchar unidas, sin recelos, sin “retención mental,” y de ayudarse recíprocamente en la magna tarea de poblar y enriquecer cuanto antes sus vastos y casi inconmensurables territorios: demasiado feraces para no despertar alguna codicia inoportuna, demasiado descuidados para no dar sombra de pretexto a injerencias, más o menos desenfadadas, como la que, en el primer tercio del siglo, nos arrebató las islas Malvinas y las mantiene hasta ahora usurpadas, con mengua del derecho, de la lógica de la geografía y de la historia. Pero los países débiles, anarquizados o corrompidos, jamás tienen razón… ¡mientras que se la apropian siempre los pueblos fuertes y ricos!
“La América del Sur, por otra parte, tiene problemas de alcance trascendental y de no menor gravedad. El equilibrio internacional de sus naciones es asunto que requiere reposada meditación: el uti possidetis de 1810, única regla salvadora que permita solucionar el problema de poseer nominalmente medio continente, puede ofrecer inconvenientes serios, si, al finalizar el primer siglo de su independencia, las repúblicas americanas continúan en el estado desesperante de anarquía más o menos crónica, o sumidas en un letargo y marasmo sin esperanza de próxima reacción. Puede ser que en ciertos países del viejo mundo, –pletóricos de población y recursos, ahogados por exuberancia de poder militar, y aguijoneados por las necesidades derivadas del exceso de producción–, se suscite la cuestión de saber hasta qué punto tienen derecho para monopolizar jurídicamente un continente, manteniendo desiertos sus territorios y sustraídas sus riquísimas comarcas a la civilización, naciones que, después de un siglo de vida precaria, persisten en querer probar que no tienen en su seno elementos de gobierno… Equiparadas en el hecho a factorías ultramarinas, naciones semejantes mantienen su independencia como una simple tolerancia de las grandes potencias, las que pueden fatigarse alguna vez de un desorden endémico que perjudica el comercio, hace insegura la vida y parece un escarnio de la civilización. No sería esto, en el fondo, sino acentuar la vaga indicación que al respecto se intentó en la célebre conferencia africana de Berlín. Y la sola posibilidad de ese punto interrogante, tiene que preocupar profundamente a los hijos de este continente.
“Es indispensable convencerse de lo contraproducente de la política egoísta del aislamiento soberbio, y de que, en todo caso, sólo pueden practicarla –con éxito discutible– las potencias que están apopléticas de riquezas, como la Gran Bretaña. Imitar en América aquella política sin poseer las condiciones que la garantizan, es ir derecho a un fracaso, el menor de cuyos males es la pérdida de tiempo, vale decir, la estagnación del desarrollo de estos países nuevos, cuyo ideal político está encarnado, hoy como hace medio siglo, en la máxima lapidaria: gobernar es poblar. Ha sido aspiración utópica de los grandes espíritus hispanoamericanos escapar al aislamiento y a los recelos recíprocos, predicando una confederación o unión americana: ese desiderátum nobilísimo era poco sensato, porque era poco práctico, basándose tan sólo en la confraternidad de origen, raza, lengua y religión, pero olvidando que eso sólo no basta; apelaba al sentimentalismo y desconocía los intereses o las necesidades de los pueblos, que varían por la diversidad de su ubicación geográfica y por mil otras razones. Por otro camino puede llegarse a una provechosa entente cordiale entre países sudamericanos, para garantizar el equilibrio continental al mismo tiempo que el libérrimo desenvolvimiento individual, cimentando la paz interna y poniéndose a cubierto de eventuales asechanzas externas. Hay cierta solaridad fatal entre las naciones de South America, las cuales, divididas y aisladas, serán fácil presa de la ambición de los más fuertes, y continuarán devoradas por la anarquía, –a veces fomentada por inconsultas rivalidades de vecindad,– olvidando que la debilidad de las unas, por más que quiera evitárselo, influye sobre las otras, las expone constantemente al desorden, y las desacredita, entorpeciendo así su mismo progreso. L’union fait la force, y en este fin de siglo, la federación de las comarcas inglesas de Australia y África es un ejemplo elocuente y sugestivo. La cuestión está en tender a análogo resultado por medios diferentes.
“Tienen estos países de Sud-América una gran misión histórica que llenar: están destinados a ser la cuna de grandes y poderosas naciones que permitan a la humanidad desenvolverse en ellas, sin trabar su crecimiento y sin el reato de los insolubles problemas sociales que atormentan a los países viejos. En el terreno político, económico y filosófico, las futuras grandes naciones de este continente están llamadas a ser la tierra de promisión de la humanidad doliente. Pero, para ponernos en aptitud de realizar misión semejante, es preciso que nos despojemos de miras estrechas, de recelos de aldea, de rivalidades mezquinas, que no son sino la triste caricatura de las dificultades de otros países, víctimas de atavismos seculares. Sólo así, despejado el horizonte internacional, podremos con tranquilidad dedicarnos a nuestro progreso material, haciendo prácticas las hermosísimas constituciones políticas que nos hemos apresurado a otorgarnos; y vindicando de esa manera a la raza latina, a que pertenecemos, del reproche despreciativo de encontrarse en plena decadencia e inapta, por lo tanto, para practicar honestamente el gobierno libre, y competir, por ende, con los anglo sajones, cuyas virtudes es hoy moda exagerar, sin duda porque el éxito todo lo bonifica.”
He aquí ahora la entrevista aludida:
La doctrina de Monroe y las Repúblicas hispano-americanas
Cuando a mediados de diciembre (1895) el presidente Cleveland pasó al congreso de los Estados Unidos su famoso mensaje sobre la doctrina de Monroe, con motivo de la cuestión de límites anglo-venezolana, la prensa europea se ocupó extensamente de aquel documento, que parecía un reto lanzado a Europa por América.
El mensaje decía: “Es un deber de los Estados Unidos resistir por todos los medios que estén a su alcance, como a una deliberada agresión contra sus derechos e intereses, a que la Gran Bretaña se apropie cualquier porción de territorio que hayamos nosotros resuelto que pertenece de derecho a Venezuela, o a que ejerza jurisdicción gubernativa sobre esos territorios.” Equivalía esa declaración a la tutela de la América entera por los Estados Unidos, y a un reto formal de parte de aquella nación a las de Europa para que no resuelvan sus cuestiones presentes o futuras en cualquier punto del continente americano, sin previa anuencia del Capitolio de Washington.
Sabido es lo que ha pasado después. Ha resultado que el famoso mensaje de Cleveland era sencillamente un petardo electoral para influir en la inminente campaña presidencial; y, ante la actitud tranquila de Inglaterra, quedaron en silencio los clásicos guardianes del Capitolio de la Roma democrática.
Para España aquel documento tenía especialísima importancia, por las deducciones que eventualmente pudieran hacerse con motivo de la cuestión de Cuba, en cuya agitación han tomado parte tan activa una gran parte de la población de los Estados Unidos y sus más fuertes capitalistas. No era del todo imposible la presunción de que alguna vez el interés de estos últimos, y las simpatías, más o menos inconscientes de la otra, pudieran ejercer presión sobre el gobierno de la Casa Blanca, y lo llevaran a aplicar a la cuestión hispano-cubana las mismas arrogantes doctrinas enunciadas con motivo de las diferencias surgidas entre Inglaterra y Venezuela.
Nos asaltó, desde un principio, la duda de si las repúblicas latinoamericanas consentirían en cobijarse bajo el ala protectora de la doctrina yanqui, y deseábamos conocer la manera cómo había sido recibido aquel ruidoso documento en aquellos países de la América española.
Encontrándose accidentalmente en esta corte un periodista argentino, el señor don Ernesto Quesada, escritor conocido, individuo correspondiente de la Academia Española y una de las personalidades de más relieve de aquella república, creímos que podría darnos algunos datos, sobre todo relativos a la opinión pública en su país acerca de este delicado asunto.
Le hemos hecho una visita con ese propósito, y se ha prestado gustoso a someterse a la molestia de una interrogación minuciosa, por cuyo favor le quedamos reconocidos.
Enterado del objeto que nos llevaba, nos dijo:
—No tengo inconveniente en satisfacer la curiosidad de usted. Deseo, si, hacer constar que lo hago en mi exclusiva calidad de periodista argentino, pues nada tiene, ni puede tener que ver con lo que diga, el hecho de ser mi padre ministro de mi país en esta corte. Carezco en absoluto de vinculaciones oficiales con la legación, y es notorio en mi país que he sido redactor en jefe de uno de los diarios de oposición, El Tiempo, de Buenos Aires. De modo que mis palabras serán la expresión neta de mi manera de pensar, y nada más.
—Justamente lo que nos interesa conocer es la opinión del periodista, y no la del gobierno argentino, pues creeríamos impropio imitar la conducta del New-York Herald, que encargó a sus corresponsales recabaran la opinión de los presidentes de las repúblicas sudamericanas. Para eso están las cancillerías y los cuerpos diplomáticos. Nuestro diario lo que desea es saber lo que opinan los periódicos argentinos que tienen allí mayor autoridad.
—Pues bien, le complaceré gustoso, tanto más cuanto que mis opiniones al respecto no son de ahora, sino que fueron publicadas en 1887 en el opúsculo La política americana y las tendencias yankees. Excúseme usted si principio por citarle la opinión de El Tiempo; es natural que tenga por ese periódico mayor cariño.
Hé aqui como se expresó aquel diario en su artículo editorial de 21 de diciembre:
“Los Estados Unidos del Norte son víctimas en este momento de la arrogancia e imprudencia del presidente Cleveland, que, sin calcular las consecuencias, pretende aplicar en un caso especial de límites y de indemnización entre Venezuela e Inglaterra, lo que irónicamente se ha llamado doctrina Monroe durante los 72 años que lleva de inventada. En esos 72 años jamás ha tenido aplicación práctica la famosa doctrina, a pesar de que en América se han cometido verdaderos atentados contra la independencia y la integridad de algunas de las naciones que forman parte de este continente. Los espíritus impresionables y las imaginaciones soñadoras se han dejado seducir por esa frase demasiado eufónica, la América para los americanos, creyendo que ella representa una grande y noble conquista para garantizar la vida de los pueblos de esta América, considerada como rival de la vieja Europa, cuando sólo envuelve una verdadera artería para declararse el pueblo más fuerte, tutor obligado del más débil. No es la justicia la que sirve de consejera al presidente Cleveland. Es el interés de partido, tal vez la conveniencia personal la que, en mal hora para el pueblo norteamericano, ha servido de móvil en el deplorable y desgraciado incidente que se ventila con Inglaterra. El partido democrático, a que pertenece el actual presidente de Norte América, ha sido derrotado dos veces en elecciones recientes, siendo probable que lo sea en las futuras, hasta quedar hundido para un buen número de años. Ante este peligro inminente, forzoso ha sido inventar algo que forme una aureola de popularidad a ese partido, para salvarlo de la catástrofe que lo amenaza de una manera terrible. ¿Y la doctrina Monroe? Pero esto ni está definido, ni nada significa. En el derecho de gentes, en el derecho público, en la diplomacia, no se conoce la doctrina Monroe. Es una invención norteamericana que, en 72 años, no ha tenido aplicación práctica. “La América para los americanos”, se dice, pero se agrega flemáticamente, “del norte”, significando que los filibusteros salidos de territorio americano para invadir Nicaragua y México, obraban con perfecto derecho. La cuestión de las islas Malvinas en la Argentina, la del territorio de Belice en Méjico, han presentado oportunidad a Norte América para haberle dicho hace muchos años a Inglaterra: “América para los americanos”, obligándola a la restitución inmediata. ¿Cómo ha procedido Norte América? Pero hay algo más concluyente y que de una manera histórica se puede demostrar: la invasión francesa en México y la monarquía de Maximiliano. Según la famosa doctrina Monroe, no se puede permitir que Europa intervenga en la política de los estados americanos, teniéndose como acto hostil toda intervención para oprimirlos, posesionarse de su territorio, o contrariando el sistema republicano adoptado. Todo, absolutamente, era aplicable al caso de México. ¡Sin embargo, la gran nación norteamericana permaneció impasible ante la inmensa desgracia de su infortunada vecina, como si no existiera esa flamante doctrina de Monroe! La doctrina Monroe no existe. Es una farsa. Los que se entusiasman con ella corren tras una quimera, o un imposible. “La América para los americanos del norte”, ésta es la genuina interpretación, lo cual quiere decir un tutor de orden supremo, que jamás un pueblo libre puede aceptar.”
Hasta aquí el artículo. Como usted ve, es bien claro y terminante, a pesar de que ha dejado en la penumbra precisamente la más chillona violación de la doctrina monroista: el sonado tratado Clayton-Bullver… ¿Significa ello, acaso, animadversión para con los Estados Unidos? En manera alguna: por mi parte, he vivido en aquel gran país, por el que tengo verdadera admiración, cuyo progreso me maravilla, y desearía con toda mi alma que mi patria siguiera su ejemplo y alcanzara los mismos resultados. Pero he aprendido en Norte América que la política internacional no es cuestión de sentimentalismo, sino de simples y claros intereses bien entendidos. El pan-americanismo me deja frío, como frío me deja el llamado literario a la confraternidad de todos los países americanos, desde que somos de origen distinto, estamos poblados por razas diferentes, y tenemos intereses económicos a veces diametralmente opuestos.
Comprendo perfectamente que los Estados Unidos quieran desempeñar el papel de tutor de “sus hermanas menores” –our sister republics, como suelen llamarnos a los de Latino América, cuando quieren sernos simpáticos– como he comprendido también con claridad que convocaran el famoso congreso panamericano de Washington en 1889, para proponer un Zollverein continental, unión aduanera que habría resultado en exclusivo provecho de ellos y en exclusivo daño nuestro. En ese proceder son lógicos y de una franqueza que impone respeto: no ocultan que obran por sus conveniencias, y dejan a los otros que campeen por las suyas.
Pero las repúblicas hispano-americanas tienen intereses económicos opuestos: todo lo que producen es también producido en Estados Unidos, y en unos como en otros países sirve para el comercio de exportación. Los Estados Unidos no son, ni serán jamás, compradores de nuestros frutos, de nuestros granos, cereales, de nuestras lanas, &c.; en Europa están nuestros mercados, con Europa tenemos nuestras relaciones financieras; en Europa compramos los productos manufacturados, porque aquí vendemos nuestros frutos naturales. Nuestra población aumenta con la inmigración europea, y son los capitales europeos los que hacen producir a nuestras tierras.
Además, pertenecemos a la raza latina, que tiene quizá otros ideales y otro criterio que la raza anglo-sajona. Nuestros vínculos de sangre son estrechos con una parte importante de Europa, ¿a qué los renegaríamos en provecho de una nación poderosísima, es cierto, pero que no tiene con nosotros más punto de contacto que el hecho casual de existir en el mismo continente?
Comprendo el pan-germanismo o el pan-eslavismo, porque se trata de una solidaridad de raza, de lengua o de religión, pero el pan-americanismo es ilógico si ha de cobijar por igual a naciones sajonas y latinas, a regiones de intereses antagónicos y que no podrían estar supeditados a una hegemonía cualquiera sin evidente detrimento propio. Los pueblos tienen el derecho de vivir, y los estadistas que los dirigen no pueden cometer el error injustificable de cortarles las alas, por la mera prosecución de un ideal lírico y fantástico.
He generalizado la cuestión a todas las repúblicas hispano-americanas, porque tengo la convicción de que los intereses de todas ellas son en esto similares. Respecto de la República Argentina, es ello de toda evidencia. Y se lo demuestra a usted el hecho de que los diarios argentinos más serios han opinado, en el incidente del mensaje de Cleveland, de la misma manera que el citado artículo de El Tiempo.
Así, La Prensa –que es el diario de mayor circulación en mi patria– ha dicho en su número de diciembre 22:
“La idea de un congreso pan-americano y de alianzas políticas, que pueden degenerar en nuevos tratados de reciprocidad comercial, nos parece prematura. Lo es, sin duda, para la República Argentina. Nuestro país no tiene queja de la Europa. Mientras los extranjeros gocen en la República Argentina de la justicia, libertad y bienestar de que hoy gozan, al amparo de leyes liberales y del carácter hospitalario del pueblo, no tendremos conflictos que temer. La Europa nos respeta, porque nuestras relaciones con ella se fundan en recíprocos intereses fundamentales y en la recíproca justicia… La República Argentina no debe apoyar ningún movimiento en aquel sentido, mientras no esté comprometido algún interés fundamental de soberanía, de independencia o de comercio, y debe cultivar sus relaciones diplomáticas sin exaltación ni imaginación, abriendo sus mercados a la competencia de americanos y europeos, en bien del pueblo argentino y para mayor baratura de su vida. Eso no obsta para confesar sinceras simpatías a la doctrina monroista, que se traduce en el credo político de la más grande de las naciones americanas. La América tiene forzosamente que adherirse a todo principio que rinda homenaje y ofrezca garantías a la integridad de su soberanía territorial. La doctrina de Monroe tendrá importancia porque los Estados Unidos la adoptan como principio de un derecho público internacional, y valdrá en razón de su fuerza material para hacerla respetar en el mundo. Por lo demás, es la doctrina de todas las demás nacionalidades, lo que no impide que en nuestro suelo disfruten de iguales garantías y consideraciones todos los hombres de la tierra.”
Y La Nación, que es el diario argentino que ha sido quizá menos hostil a la doctrina monroista, no pudo menos de decir en su número de diciembre 22:
“Tiene sus pelos el protectorado que los Estados Unidos nos brindan, o, si se encuentra la expresión demasiado trivial, esta situación nos impone deberes de seriedad y de cordura especiales, para que no haya disparidad material y moral demasiado profundas, entre el protector y los protegidos. La protección surte benéficos efectos, sobre todo entre iguales. Cuando la ejerce uno muy grande sobre uno muy chico, puede fácilmente tomar otro carácter. Sabido es lo que significa la palabra: protectorado, en la lengua diplomática de las naciones fuertes. Para evitar este peligro, que señalamos de paso, hay que procurar ser organismos políticos vigorosos, lo que es independiente de la potencia militar o económica.”
De manera que usted puede aseverar, sin temor de equivocarse, que la opinión pública en la República Argentina es adversa al protectorado americano de los Estados Unidos, y a ser sometida al lecho de Procusto de la doctrina monroista.
—Serán sin duda muy bien recibidas en toda España estas declaraciones. Pero le he oído a usted hablar de la solidaridad internacional de las repúblicas latino-americanas, y no me parece esto muy exacto, por lo menos respecto de la república del Brasil, pues allí el congreso sancionó una moción de adhesión al gobierno de Washington con motivo de las doctrinas del mensaje de Cleveland, y el telégrafo ha comunicado que quizá el gabinete de Río tomaría la iniciativa de convocar un nuevo congreso pan-americano, para que los gobiernos se declararan solidarios de la doctrina monroista y confirieran al de Estados Unidos la misión de hablar en nombre de todo el continente, en los casos futuros que se presentaran.
—Quizá pudo ser más concreta mi afirmación, limitándola a las repúblicas de origen español. La del Brasil es de origen portugués, pero hace parte del grupo de naciones iberoamericanas.
Efectivamente, es exacto que en el Brasil hay una manifiesta corriente yanqui, lo que se explica porque ambas naciones han vivido últimamente bajo el régimen de una especie de unión aduanera sui generis. Pero si es también exacto el hecho del voto de adhesión del parlamento brasileño, no me parece que ha sido confirmada la idea de la convocatoria de esa especie de congreso monroista a que usted se refiere, ni creo que el actual gabinete de San Cristóbal tomará esa iniciativa, que repugnaría a la opinión unánime de todas las repúblicas hispano-americanas.
Aquellos países no sólo desean sino que deben vivir independientes de toda tutela, más o menos simulada, y no pueden atarse las manos para sellar la unión del lobo y del cordero de la fábula. Si se apelara al sentimiento, predominaría el que arranca de la comunidad indisoluble de raza, lengua y religión, que nos hace históricamente solidarios con España, la madre patria, con la cual deben estrecharse las vinculaciones de intereses, para hacer que en el porvenir marchen de consumo, en el destino de los pueblos de habla castellana, el interés y el sentimiento.
Ninguna nación de Europa tiene más expedito el camino que esta gran nación, que en otros siglos conquistó un mundo y dominó a la mayor parte de los pueblos del orbe; hoy mismo la raza española es la más numerosa que existe, y su idioma es el hablado por mayor número de habitantes civilizados en las cinco partes del mundo. Y debo decir con franqueza que quien mayor interés tiene en estrechar los vínculos de raza, es España: si lograra acaparar honestamente el comercio sudamericano, tendría en perspectiva el más grandioso porvenir, con millones de consumidores seguros para un sinnúmero de fábricas. Ese renacimiento económico de la península debería ser la preocupación dominante de todos los estadistas españoles: nada importan los restos efímeros del imperio colonial; aun cuando se perdieran –y sabe usted que más de un español piensa en esto como Pi y Margall– nada perdería España, si de ahí surgiera su regeneración industrial y comercial. Esa es la orientación racional de su futuro. Esta raza hispana, que tantas cosas grandiosas ha producido antes, está todavía llamada a destinos gigantescos, y sus retoños en tierra americana serán en el siglo próximo el núcleo de las naciones más ricas y poderosas que existan.
Tengo fe profunda en el porvenir de nuestra raza, pero creo que necesitamos establecer una estrecha solidaridad entre los diversos pueblos que la forman. Me parece tarea fácil, porque en España y en Hispano-América se ha comprendido que, por más independientes que sean entre sí las naciones del habla de Castilla, es necesario, es conveniente y es factible, constituir un pan-iberismo, que puede hacer invencible a nuestra raza, realizando el lema histórico: “la unión hace la fuerza”.
…Había pasado ya largo rato desde que comenzamos la entrevista. Era el momento de retirarnos, y agradecemos al altivo periodista argentino la franca manifestación de sus ideas. Hemos tratado de verterlas con fidelidad, si bien hemos omitido, en lo que cabe, la forma dialogada, para no interrumpir la unidad de la expresión.
Librería Bredahl
615 - Rivadavia – 615
(extracto del catálogo)
Publicaciones del mismo autor
(En colaboración con el Dr. Nicolás Massa)
Memoria de la Biblioteca Pública, correspondiente al año 1876, Buenos Aires, 1877. 1 vol. en 8º, de 222 páginas.
Memoria de la Biblioteca Pública de la Provincia, correspondiente al año 1877. Buenos Aires, 1878. 1 vol. en 8º, de 389 páginas.
Informe sobre las colecciones de obras argentinas que se envían a la Exposición Universal de París, 1878. 1 vol. en 4º, de XIX-77 páginas.
(En colaboración con el Dr. Adolfo Mitre)
Derecho internacional privado, 1878. 2 vol. en 8º, de 111 p.
Del Autor
La sociedad romana en el primer siglo de nuestra era. Estudio crítico sobre Persio y Juvenal. Buenos Aires, 1878. 1 vol. en 8º, de XII-280 páginas.
L’imprimerie et les livres dans l'Amérique espagnole aux XVIe, XVIIe et XVIIIe siécles. Discours prononcé au Congrés International des Américanistes. Bruxelles, 1879. 1 vol. en 8º, de 30 páginas.
La recepción de Henri Martin en la Academia francesa. Buenos Aires, 1880. 1 vol. en 8º, de 39 páginas.
Goethe: sus amores. De la influencia de la mujer en sus obras literarias. Buenos Aires, 1881. 1 vol. en 8º, de 66 p.
Disraeli: su última novela. De la influencia de la política en sus obras literarias. Buenos Aires, 1881. 1 vol. en 8º, de 33 páginas.
La quiebra de las sociedades anónimas en el derecho argentino y extranjero. Buenos Aires, 1881. 1 vol. en 8º, de 63 p.
La abogada en la República. Discurso pronunciado en la colación de grados de 1882. Buenos Aires, 1882. 1 vol. en 8º.
Contribución al estudio del libro IV del Código de Comercio. Buenos Aires, 1882. 1 vol. en 8º, de 374 páginas.
Estudios sobre quiebras. Con un prefacio del doctor Amancio Alcorta. Buenos Aires. 1882. 1 vol. en 8º, de XXXII-374 p.
Las reformas del Código Civil. Buenos Aires, 1883. 1 vol. en 8º.
Discurso pronunciado con motivo de fundarse la “Asociación de hombres de letras del Brasil”. Rio de Janeiro, 1883. 1 vol. en 8º.
La Nueva Revista de Buenos Aires (Director de la). Publicación mensual, 1881-83. 13 vol. en 8º.
La política americana y las tendencias yankees. Buenos Aires, 1887. 1 vol. en 8º, de 34 páginas.
Un invierno en Rusia. Buenos Aires, 1888. 2 vol. en 8º.
Las finanzas municipales. Buenos Aires, 1889. 1 vol. en 8º, de 350 páginas.
Dos novelas sociológicas. Buenos Aires, 1892. 1 vol. en 8º de 283 páginas.
La municipalidad de General Sarmiento y el ferrocarril de Buenos Aires al Pacífico. San Miguel, 1893. 1 vol. de 53 páginas.
Reseñas y Criticas. Buenos Aires, 1893. 1 vol. de 528 pág.
La decapitación de Acha. El historiador Saldias y el general Pacheco. Buenos Aires, 1893. 1 vol. de 68 páginas.
La batalla de Ituzaingó (febrero 20 de 1827). Estudio histórico. Buenos Aires, 1894. 1 vol. de 121 páginas.
Reorganización del sistema rentístico federal. El impuesto sobre la renta. Buenos Aires, 1894. 1 vol. de 47 páginas.
Alocución patriótica. Discurso pronunciado en la fiesta del Ateneo, el 25 de mayo de 1895. Buenos Aires, 1895. 1 vol.
La deuda argentina: su unificación. Buenos Aires, 1895. 1 vol. en 8º, de 145 páginas.
La política chilena en el Plata. Buenos Aires, 1895. 1 vol. en 8º de 382 páginas, con 6 mapas y planos.
La iglesia católica y la cuestión social. Buenos Aires, 1893. 1 vol. en 8º de 105 páginas.
Los privilegios parlamentarios y la libertad de la prensa. Buenos Aires, 1896. 1 vol. en 8º de 115 páginas.
El museo histórico nacional y su importancia patriótica. Buenos Aires, 1897. 1 vol. de 37 páginas.
Quiebra de las sociedades anónimas: responsabilidad personal de los directores. Buenos Aires, 1897. 1 vol. en 8º de 103 páginas.
La época de Rosas: su verdadero carácter histórico. Buenos Aires, 1898. 1 vol. en 8º de 392 páginas.
La política argentina respecto de Chile (1895-1898). Buenos Aires, 1898. 1 vol. en 8º de 240 páginas.
Bismarck y su época. Conferencia leída en los salones del Ateneo, el 16 de agosto de 1898. 1 vol. de 46 páginas.
La cuestión femenina. Discurso pronunciado en el acto de clausura de la exposición femenina, el 20 de noviembre de 1898. Buenos Aires, 1899. 1 vol. de 48 páginas.
El derecho de gracia. Necesidad de reformar la justicia criminal y correccional. Buenos Aires, 1899. 1 vol. de 64 páginas.
La reforma judicial. Deficiencias del procedimiento e independencia del ministerio fiscal. Buenos Aires, 1899. 1 vol. de 80 páginas.
Las reliquias de San Martin. Estudio de las colecciones del Museo Histórico Nacional. Buenos Aires, 1900. 1 vol. de 79 páginas.
La palabra “valija”. Su ortografía. Informe presentado al Ateneo. Buenos Aires, 1900. 1 vol. de 22 páginas.
Las reliquias de San Martin. Segunda edición aumentada con la iconografía y la poesía san-martinianas. Buenos Aires, 1900. 1 vol. de 178 páginas.
La reincidencia y el servicio antropométrico. Buenos Aires, 1900. 1 vol. de 33 páginas.
El problema del idioma nacional. ¿Debe propenderse en Hispano-América a conservar la unidad de la lengua castellana, o es acaso preferible favorecer la formación de dialectos o idiomas nacionales en cada república? Buenos Aires, 1900. 1 vol. de 157 páginas.
Nota del editor
La precedente lista tiene más bien un interés bibliográfico, que no de librero-editor, pues muchas de esas publicaciones se encuentran agotadas. Se ha creído, por ello, curioso completar aquella lista con la reproducción de la silueta del autor, trazada por la Revista Nacional (t. XXVIII, números de julio y agosto de 1889), al ocuparse de la serie de sus colaboradores. Dicha serie va precedida de estas líneas: “Apartándonos del criterio adoptado por otros periódicos de la índole del nuestro, creemos que las referencias biográficas de los colaboradores de la Revista Nacional deben ser sintéticas, sin que la crítica, aún desapasionada, se pronuncie sobre las condiciones intelectuales del biografiado”. La silueta dice así:
Publica hoy la Revista Nacional el retrato del doctor E. Quesada, uno de sus asiduos colaboradores. Su biografía, propiamente, la compone la lista de sus obras; pero, en el deseo de conocer algunos datos sobre esta intelectualidad, hemos registrado en las colecciones de periódicos las referencias del caso.
Respecto de su vida de estudiante, encontramos las noticias necesarias en un artículo que, conjuntamente con su retrato, le dedicó el semanario El Estudiante (Buenos Aires, julio 9 de 1882), con motivo de la terminación de su carrera de abogado. Extractaremos brevemente aquel artículo, donde se encuentra la lista de las clasificaciones de todos sus exámenes, tanto en los cursos secundarios como en los académicos.
Quesada nació en esta ciudad el 1º de junio de 1858; su padre es el actual ministro argentino en España, doctor Vicente G. Quesada. En 1869 entró al colegio San José, donde cursó hasta tercer año de preparatorios, siendo sus clasificaciones universitarias las de “distinguido por unanimidad, con felicitación de la mesa examinadora”. En febrero de 1873 –dice el semanario citado– su padre lo llevó a Europa, dejándolo en Dresde bajo la dirección del profesor Niegolewski. Allí aprendió el alemán, rehaciendo sus demás estudios, principalmente el latín. En las épocas de vacaciones, su padre, que viajaba por el resto de Europa, iba a buscarle para recorrer juntos algún país del viejo continente: así viajó por Alemania, Suiza, Francia, Bélgica e Inglaterra. Además, en las pequeñas vacaciones, siguiendo la saludable costumbre de los estudiantes alemanes, recorrió a pie con algunos compañeros la Sajonia y la Bohemia. Cuando hubo terminado su curso de gimnasio en Dresde, volvió a ésta, porque su padre deseaba rindiera aquí, por separado, los exámenes restantes de preparatorios: tocóle hacerlo en la Facultad de Humanidades, y, en sus clasificaciones, obtuvo siempre la nota elevada de 10 puntos. Se matriculó entonces (1878) en la Facultad de Derecho; pero, al poco tiempo, su padre le envió a cursar jurisprudencia a la Universidad de París, donde permaneció varios años, siguiendo, –dice el aludido periódico,– los cursos más afamados, no sólo de la Facultad de Derecho, sino de la Sorbona, del “Colegio de Francia” y de otros institutos de enseñanza superior. En la Facultad oyó asiduamente a Duvergier, Demante, Glasson, Bathie, Boistel, Renault, Lyon-Caen y otros; en el “Colegio de Francia” escuchó a Frank, Laboulaye, Levasseur, Renán, Blanc, Boissier, Levéque, Berthelot y Brown Sequart; en la Sorbona, siguió las lecciones de Caro, Janet, Martha, Fustel de Coulanges, Mezières, Darmesteter y Lavisse. Aprovechaba las vacaciones para asistir a congresos internacionales; y en el de americanistas, reunido en Bruselas en septiembre de 1879, pronunció un ruidoso discurso (L'imprimerie et les livres dans l'Amérique Espagnole aux XVIe, XVIIe et XVIIIe siécles. Bruxelles, 1879. 30 páginas), que le valió una ardiente polémica con el erudito español Jiménez de la Espada, que acaba de fallecer en Madrid. Seguía con asiduidad el movimiento intelectual contemporáneo, y asistía a todas las ceremonias de ese carácter que tuvieron lugar en París durante su larga permanencia, como lo demuestra, entre otros trabajos, su opúsculo: La recepción de Henri Martin en la Academia Francesa (1880).
Antes de volver a seguir sus estudios en Europa, había desempeñado en 1877-1878 el cargo de director interino de la hoy Biblioteca Nacional, en esta capital; con ese motivo, publicó entonces su primer libro: La sociedad romana en el primer siglo de nuestra era. Estudio crítico sobre Persio y Juvenal (Buenos Aires, 1878, in 8º de XII-240 páginas). Ese libro está agotado años hace, y su aparición provocó una avalancha de artículos y críticas en nuestro periodismo. El general Mitre, en un largo y detenido artículo, muy elogioso para el libro (La Nación, junio 26 de 1878), explicaba el génesis de éste, diciendo: «El joven Quesada es actualmente encargado de la Biblioteca de Buenos Aires. Viviendo entre libros y en comercio diario con los clásicos de la antigüedad, ha oído preguntar más de una vez: ¿quién es este jovencito? Él ha querido, sin duda, dar la respuesta a los preguntones, de modo que en adelante pueda decirse: “ese jovencito es autor de un libro de erudición sobre literatura clásica”. Desde luego, ha demostrado que tiene dentro de su cabeza los elementos fecundantes de los libros que maneja, y en las circunvoluciones de su cerebro la potencia que los crea. Muy joven aún –pues sólo cuenta 20 años– ha sabido aprovechar su tiempo con inteligencia y voluntad. En tan temprana edad, es un políglota, pues posee ya cinco idiomas, y entre ellos el alemán y el latín, que valen por cuatro; es un bibliógrafo, un estudiante aventajado de derecho, y puede presentar como título literario, un libro que le señala un puesto entre nuestros escritores notables.»
Después de tan honrosas palabras, parece excusado transcribir otros juicios sobre aquel libro: el doctor Alberdi decía: “Por dos días, a ratos, me ha tenido encantado la lectura de su interesante libro sobre Persio y Juvenal: rara vez un libro de Sud América me ha hecho decir otro tanto”; y el doctor Navarro Viola escribió entonces en la Biblioteca Popular de Buenos Aires: “Empezar como usted lo ha hecho, es empezar matando serpientes en la cuna, y ni la mitología, cuya imaginación todo lo podía, ha dado otra niñez a la misma encarnación de la fuerza”.
De su paso por la dirección de la Biblioteca Pública –a que alude el general Mitre en aquellas palabras– ha dejado Quesada tres libros de interés, a pesar de su índole administrativa: 1º Memoria de la Biblioteca Pública (1876); 2º Memoria de la Biblioteca Pública (1877); 3º Informe sobre las colecciones de obras argentinas que se envían a la Exposición Universal de París (1878). Estos trabajos, que pertenecen a la técnica especial de la biblioteconomía, fueron juzgados muy favorablemente en Europa: Julius Petzholdt les dedicó un largo artículo en el Neuer Anzeiger für Bibliographie (Dresde, núm. 12, diciembre 1879); y Ch. Wiener les hace cumplida justicia en su libro: L'Amérique Méridionale a ´’Exposition Universelle de Paris (1878). Quesada, con posterioridad, ha visitado la mayor parte de las Bibliotecas Públicas de Europa, estudiando su organización técnica, de lo que da prueba una serie de artículos suyos sobre ese tema en la Nueva Revista de Buenos Aires.
Regresó a Buenos Aires con el objeto de rendir aquí íntegros, como estudiante libre, todos los exámenes correspondientes a los seis años de la Facultad; y en 1881-1882 lo hizo con tal éxito que –dice El Estudiante—“el rector de la Universidad, doctor Nicolás Avellaneda, concedió a Quesada sus diplomas académicos gratuitamente, de acuerdo con la ordenanza de 28 de julio de 1881, que lo hace como un premio a los alumnos que se distinguen en todos sus exámenes. Quesada era, de su curso, el que se encontraba en esas condiciones y es el único a quien se le ha hecho este año ese honor; además, el decano de la Facultad de Derecho, doctor Leopoldo Basavilbaso, en virtud del reglamento, encargó a Quesada pronunciara, en la fiesta de colación de grados, el discurso académico en nombre de los nuevos doctores» (La abogacía en la República. discurso pronunciado en la colación de grados de 1882. Buenos Aires, 1882, in 8, de 32 páginas).
Desde su vuelta a esta capital, su padre lo había asociado a la dirección de la Nueva Revista de Buenos Aires, con cuyo motivo ha publicado, en tirada aparte, varias monografías de carácter literario (Goethe: sus amores. De la influencia de la mujer en sus obras literarias, in 8, de 66 páginas. Disraeli: su última novela. De la influencia de la política en sus obras literarias. in 8, de 33 páginas). Su tesis, precedida de una “introducción” del doctor Amancio Alcorta, hoy ministro de relaciones exteriores, era un libro que versaba sobre Quiebras (Estudio sobre quiebras, Buenos Aires, 1882, vol. de 32, 374 páginas); mereció los juicios más lisonjeros dentro y fuera del país; en París, una revista afamada dijo: “El congreso de la República Argentina está llamado a ocuparse próximamente de la legislación comercial en materia de quiebras. Un abogado de Buenos Aires, Ernesto Quesada, ha encontrado que la ocasión era buena para someter la legislación nacional a un examen crítico severo. El plan que se ha trazado el autor era verdaderamente científico; no tenía más que un defecto: era el de imponer a su autor una tarea considerable. Quesada la ha realizado con valentía y ha desplegado tanto acierto como sólida erudición… Señalamos este libro como un excelente trabajo de derecho comparado: él demuestra que la ciencia del derecho es satisfactoriamente cultivada en la República Argentina, y también cómo los jurisconsultos hispano- americanos se tornan cada vez más los dignos émulos de los del antiguo continente”.{3}
Es curioso observar que, durante el tiempo en que Quesada, al preparar sus exámenes en la Facultad, frecuentaba los cursos de la misma, tuvo oportunidad de publicar, en compañía de Adolfo Mitre, dos volúmenes de Derecho Internacional Privado, (curso del profesor Alcorta); obra que mereció ser mencionada en el Traite de Droit International (4ª edición), de Calvo.
Al terminar su carrera, El Diario le dedicó estas líneas: “Ernesto Quesada ha conseguido, como ninguno, hacer imperar su voluntad sobre sí mismo; quizá es el único estudiante que puede presentarse como ejemplo de haber realizado todos los proyectos que se propusiera. De inteligencia despejada, incansable en el estudio, erudito insaciable de nuevos conocimientos, ha dejado una huella luminosa de su paso, y promete, en sus nuevos rumbos, aumentar su creciente fama, realizando las esperanzas que sus amigos cifran en su porvenir” (El Diario, diciembre 16 de 1881). El Estudiante, por su parte, termina el artículo que nos viene sirviendo de guía, con estas palabras: “Él ha consagrado su juventud a los libros. En medio de una copiosa biblioteca, y que ha ido adquiriendo cuidadosamente, pasa lo que él mismo llama sus mejores horas, emprendiendo siempre algún nuevo trabajo… Y, no en vano consagra un hombre su espíritu al estudio y al saber que dignifica. Para ellos está el respeto de todos, la noble satisfacción de la conciencia, premios que pocos alcanzan y que desgraciadamente no todos valoran”.
Habiéndole dejado su padre su estudio de abogado y la Nueva Revista de Buenos Aires, con motivo de ser nombrado plenipotenciario argentino en el Brasil,{4} Quesada se dedicó a sus tareas, aumentándolas con el ejercicio de varias cátedras en el Colegio Nacional, y con la secretaría de la comisión de códigos militares. En esta última calidad, le ha tocado figurar entre los codificadores argentinos.
Entre los diversos trabajos que publicó en esa época, se encuentra un estudio de legislación comparada sobre la quiebra de las sociedades anónimas,{5} que ha sido después citado en las sentencias de tribunales de varios países de América (El tiempo, Potosí, 1895, a propósito de la quiebra del Banco de Potosí), y acogido con aplauso por la crítica. Una revista europea, después de analizar detenidamente la monografía, dijo: “Nos es imposible entrar aquí en el examen y la crítica de las múltiples cuestiones promovidas y discutidas por el doctor Quesada con una autoridad incontestable; pero lo que podemos afirmar es que su trabajo deberá ser consultado por cualquiera que deba estudiar esta difícil cuestión de las quiebras de las sociedades anónimas” (La France judiciaire, Paris, núm, 6, VII, 1883). Otra de las monografías publicadas entonces versó sobre el Código Civil, con motivo de la necesidad de ciertas reformas, que después han sido practicadas (Las reformas del Código Civil, 1883).
Habiéndose casado Quesada en 1883, fue a pasar un invierno en Río de Janeiro, como secretario honorario de legación, cerca de su padre, que era el ministro. Allí fue objeto de especiales demostraciones, pronunciando delante del emperador un discurso (pronunciado en Río de Janeiro, 1883) que mereció, en plena asociación de hombres de letras del Brasil, ser objeto de una alocución del secretario, quien, después de analizar sus trabajos, dijo: “El espíritu que, a los 25 años, ha dado semejantes frutos, revela una fecundidad vigorosa tanto más digna de consideración, cuanto que no se limita al fresco y ubérrimo suelo de las letras, sino que llega al árido campo de la jurisprudencia: tiene, pues, derecho a distinciones de una asociación de hombres de letras”.{6}
De ahí emprendió una serie de viajes por Europa, Asia y Norte América, estudiando detenidamente las manifestaciones sociológicas de las diversas naciones, como lo demuestra la obra que a su regreso publicó, titulada Un invierno en Rusia (Buenos Aires, 1888, 2 volúmenes). Este libro, hoy agotado, ha sido objeto de estudios numerosos en toda América. La Revista ilustrada, de Nueva York, hizo del libro un detenido análisis: “Un invierno en Rusia es el resultado de la observación y del estudio, –dijo– vasto arsenal de datos nuevos y curiosos. Al lado de sus personales impresiones, consigna estudios y episodios sobre la historia del país que recorre, investiga vastos problemas sociales, estudia religión, artes, letras y costumbres, describe la naturaleza, hace cálculos e indaga la riqueza y el poderío de la nación que visita, recoge datos diversos, y, con laboriosidad que pasma, amontona cifras sobre cifras, hasta darle a uno, mediante la estadística, cabal idea de lo que vale, en el progreso universal, aquella nación inmensa y poderosa… Viajaba con su mujer, y bien se adivina que no podía dejar olvidadas la belleza y la poesía. De ahí, sin duda, que con inspiración describa diferentes encantadoras escenas de la naturaleza, que alumbre con luces de su fantasía paisajes invernales, y que se eche a volar por los espacios nebulosos con las mismas divinidades que ha creado e inmortalizado la triste, pero fecunda, mitología del norte” (Revista ilustrada, Nueva York, núm. 103, vol. 8, julio de 1889, artículo del señor Román Mayorga Rivas). Y otro reputado escritor americano, juzgando esta misma obra, dice: “Es tal obra como uno de esos templos bizantinos, en que los rayos de luz, al través de los vidrios de colores, dan más brillo a las facetas de las preciosas piedras que recaman los magníficos cuadros de las escuelas orientales. Y no se crea que al hacer esta comparación insinúo, por modo alguno, hallar espíritu o dicción arcaica en el trabajo literario que analizo. Por el contrario, uno que otro neologismo, uno que otro provincialismo y uno que otro giro peculiar al Río de la Plata, he encontrado en esas preciosas páginas, que, como el autor mismo lo dice, escritas al correr de la pluma, no podían dejar de resentirse alguna vez de la premura con que se trazaron; pero creo de justicia apuntar, al propio tiempo, que don Ernesto Quesada maneja, en mi sentir, el castellano con gallarda soltura, como puede notarse en su obra sobre la antigua sociedad romana. Sobrio en la dicción, es elegante y pintoresco en sus descripciones…” (Antonio Batres Jauregui, Revista ilustrada, Nueva York, núm. 4, vol. XI, abril de 1892). Estos dos juicios coinciden, confirmándolo, con el que al respecto emitió en estas mismas páginas{7} don Mariano de Vedia: “El cúmulo de las serias observaciones que matizan la descripción en esta obra, cuyo carácter es esencialmente descriptivo, acusa por sí sólo una rara laboriosidad y una actividad extraordinaria, hasta el punto de que pudiéramos creernos en presencia del último trabajo de un hombre que, antes de entregarse al descanso, se hubiera propuesto fijar en un libro, con cualquier motivo dado, todos sus viejos recuerdos y todas las reflexiones que su experiencia le sugiriese. Cuando el doctor Quesada estudia obras de arte, revela inmediatamente una educación esmeradísima y un gusto delicado; cuando se ocupa de ciertos agentes de progreso o de cualesquiera otros productos de una civilización adelantada, pone en evidencia su sentido práctico y su espíritu de profunda observación; cuando se detiene frente a la naturaleza misma, no vencida ni hollada, descubre un alma accesible a todos los encantos de una poesía melancólica y a todos los arrebatos de una pasión enérgica. A priori, hubiéramos juzgado al doctor Quesada con esta frase severa: es una erudición. Después de leerle detenidamente en una obra de estudio, casi esencialmente descriptiva, agregamos: es una erudición al servicio de un talento.”
Quesada, mientras publicaba su libro, atendía a su profesión de abogado y se hacía conspicuo en el movimiento febril de negocios de la época que precedió a la última crisis. Elegido concejal por la Capital, desempeñó ese cargo con contracción, habiéndose distinguido su acción en la ruidosa discusión sobre pavimentación de madera, con motivo del contrato Andrieux; y en lo relativo a la situación financiera del municipio, como consta en el libro Las finanzas mnicipales (1889).{8} Su experiencia en el movimiento financiero de la época, ya que ejercía la presidencia de varias compañías anónimas, le hizo designar por el gobierno para formar parte de la comisión encargada de estudiar la reglamentación de la Bolsa con relación a la cotización de la moneda nacional; en ese carácter redactó el informe elevado al gobierno en julio 15 de 1890.
La crisis económica le obligó a contraer su actividad a trabajos más rudos, –es curioso que, al mismo tiempo que liquidaba su cabaña de raza holandesa, por requerirlo así los tiempos, se convirtiera en invernador, acarreando él mismo sus tropas de novillos a los corrales y llegando hasta buscar la solución de la cuestión carne en el municipio, con el establecimiento de un puesto especial de carnicería, abastecida por su invernada, en uno de los mercados de la capital: experiencia interesante en los negocios rurales, que tienen tanta importancia en nuestro país– sin por eso descuidar, en sus ratos de ocio, los trabajos intelectuales. En 1892 publicó su libro: Dos novelas sociológicas, en el que estudia la época de la inflación de valores, que fue cómicamente denominada “crisis de progreso”.{9} Al año siguiente dio a luz sus Reseñas \ Críticas, obra que ha sido también objeto de atención por parte de la crítica europea. La XouveHc Revue, de París, le dedicó un largo estudio; “el autor –dice el crítico (E. Masseras, Nouvelle Revue. París, enero 13 de 1894)– es uno de esos espíritus estudiosos que asombra encontrar en un medio hispano-americano, y que, sin embargo, suelen encontrarse con frecuencia. Sus ideas revelan a un observador de espíritu culto y sensato, que no sólo juzga con el criterio del centro en que se encuentra, sino que ha leído y viajado mucho, y en sus viajes ha aprendido a saber comparar. Es a más, un políglota…” Y la Ilustración Española y Americana, en un detenido análisis de aquel libro, dice: “Prestan gran amenidad y atractivo al libro los capítulos dedicados a la crítica de varias obras modernas de novelistas y poetas argentinos. Hombre de mucho estudio y de múltiples conocimientos, el señor Quesada es, sin duda, porque eso se nota al través de sus páginas, amante entusiasta de la literatura, y a su vez, por lo que vislumbra en su manera de sentir y decir, un corazón sano y bondadoso. Siendo, pues, muy entendido idólatra de las letras, y muy bueno, no puede ser, y no es, crítico al uso… Las críticas de Quesada son obsequios para los escritores de quienes se ocupa. En vez de émulo envidioso, es nuncio de los méritos de sus compañeros; y lejos de derribarlos a golpes, les empuja y anima para que se levanten más y más”.{10} En Alemania el libro fue acogido con simpatía: “Quesada tiene un amplio horizonte, –decía la revista Die Gesellschaft,– su mirada crítica domina tanto la literatura francesa como la española. Como exalumno del gimnasio de Dresden, posee a fondo la alemana… Su libro es notable y muy patriótico… No se puede escribir con espíritu más germánico que como lo hace el doctor Quesada respecto de las universidades alemanas, que ha podido frecuentar” (Die Gesellschaft, Leipzig, nº 3, año XI, 1895). Sólo citaremos otra opinión europea, que La Prensa publicó:{11} “Domina en todos los ensayos que contiene el tomo –escribía el ilustre corresponsal de aquel diario, Núñez de Arce– tan amplio e independiente espíritu y tal serenidad de juicio, que no le es fácil al lector substraerse a su influencia, ni abandonar la lectura después de comenzada. Es además, permítaseme la frase, un libro bien educado, cosa, en verdad, poco común en los trabajos de crítica, que frecuentemente degeneran en amarga sátira, y sobre todo en pueblos de nuestra raza, demasiado vehementes para resistirse a los estímulos de la pasión.”
De nuevo haremos notar la coincidencia de que estos juicios europeos no han hecho sino confirmar la crítica nacional: “El señor Quesada demuestra en este libro, como ya lo había demostrado en los anteriores, –escribió el malogrado Gabriel Cantilo (La Nueva Revista, Buenos Aires, septiembre 2 de 1893)– que tiene preparación y erudición sólidas, estilo fácil y sencillo, y dotes de observador que le ponen en condición de tratar las cuestiones más arduas. Desde luego, debe hacerse constar en su honor que no es pretencioso, que sabe, a lo menos, dominarse, que habla de sí mismo lo menos posible, y que no se nota en sus escritos esa petulancia, esa arrogancia, esas manifestaciones de la propia importancia y suficiencia, a que tan fácilmente se dejan arrastrar otros.”
Después de aquel libro contrajo Quesada su atención a los estudios históricos, publicando en 1894 su monografía: La batalla de Ituzaingo, febrero 20 de 1827, que es, probablemente, el trabajo más completo sobre aquel episodio de la guerra del Brasil. Desde entonces acá, ha venido dando a nuestras revistas principales una serie de estudios sobre la historia de la época de Rosas, que culminaron en un reciente libro.
Entregado nuevamente a sus tareas profesionales como abogado, en 1894 entró de lleno al periodismo, encargándose de la redacción de El Tiempo. Apreciando su actitud en esa posición, decía la revista Lectura Selecta (nº 41, año III, Buenos Aires, septiembre 5 de 1895): “El doctor Ernesto Quesada es suficientemente conocido. Literato y erudito, sus artículos nutridos sobre la debatida cuestión chilena son hoy de interés americano, y se ha dicho por algunos periódicos del continente que son ellos de lo mejor y más importante que se ha escrito al respecto en estos últimos tiempos. Son conocidas las condiciones personales de Quesada, su infatigable laboriosidad y el escrupuloso cuidado de sus citas, la abundante erudición y lo autorizado de las fuentes en que apoya sus asertos; aparte de su estilo y la fuerza y vehemencia con que ha sabido sostener la polémica, sin salir de la elevación del concepto, demostrando una vez más los méritos de escritor y polemista que siempre se le han reconocido en su país. Es también un infatigable soldado de su causa y era el hombre necesario en su puesto, dentro de los fines que habíanse propuesto los fundadores del diario.” Justamente en la época en que apareció esa silueta, dejaba Quesada la redacción de El Tiempo, para ausentarse nuevamente a Europa, con el objeto de visitar a su padre, a la sazón ministro argentino en Madrid.
De su actuación en el periodismo, sacó Quesada, entre otros trabajos, su ruidoso libro: La política chilena en el Plata, que aquende y allende los Andes fue considerado como contribución valiosa a la histórica cuestión de límites: el autor, al iniciar la campaña periodística sobre aquella cuestión, en contra de la opinión reinante que consideraba inoportuno traer a la prensa debate semejante, indudablemente prestó un servicio de verdadero patriotismo, que contribuyó a despertar la opinión general y a entrar en la serie de preparativos militares que, a la larga, han hecho imposible la guerra.
La política chilena en el Plata fue materia de extensos juicios en los periódicos europeos: La Revue de droit international et de législation comparée (nº 5, tomo XXIX), de Bruselas; la Vita italiana (nº 2), de Roma; El Eco del comercio (octubre 16 de 1898), de Barcelona, entre muchos otros, se ocuparon de aquel trabajo. En América, como era natural, el libro fue objeto de ardientes comentarios en la prensa argentina, chilena, peruana, boliviana y uruguaya: sería fastidioso citar la lista de los diarios y periódicos que en esos países discutieron la obra del autor, destinada, por su naturaleza misma, a suscitar polémicas.
Por otra parte, análogo fenómeno tuvo lugar con el reciente libro de Quesada: La política argentina respecto de Chile, publicado en 1898. Ambos libros se complementan, y el juicio sintético sobre aquella campaña internacional, lo expresan las siguientes líneas de un periodista uruguayo, publicadas en el diario El Plata: “El doctor Quesada viene estudiando desde hace algunos años las dificultades del negocio de límites, y ha llegado a empaparse de tal modo en la materia, que hoy en día su opinión se reputa una de las más valiosas y mejor fundadas en el asunto. Ya en 1895 lanzó a la circulación un libro que fue leído con sumo interés, titulado La política chilena en el Plata. En esa obra, el autor hizo un estudio concienzudo de la cuestión, y tuvo previsiones que han resultado verdaderas profecías. En el libro que tenemos a la vista, La política argentina respecto de Chile, hace un análisis prolijo de la cuestión andina, y extendiendo sus vistas a todo el continente americano, emite fórmulas precisas y exactas sobre las principales nacionalidades. De todas las obras sobre la palpitante cuestión internacional, que conmueve hoy a cuatro o cinco naciones, ninguna alcanza el grado de interés que reviste el libro de que nos ocupamos. Llamamos sobre él la atención de cuantos se interesan por conocer el verdadero estado del litigio y enviamos nuestros parabienes al autor, que ha levantado con su libro un monumento al país.” Y en Europa los periódicos dijeron: “Las previsiones del señor Quesada han venido cumpliéndose de tal modo, que no vacilamos en recomendar sus escritos como obra de texto para los que deseen estudiar la política argentina. La lectura de esta obra, al desarrollar ante nuestros ojos el complicado engranaje de una política en que figuran combinaciones verdaderamente bismarckianas, y se debaten problemas políticos de los más altos vuelos y de transcendencia decisiva para el porvenir de América, produce en el ánimo de los profanos en los secretos diplomáticos, verdadera sorpresa, acompañada de sincera admiración ante la clarividencia y patriótica previsión con que juzga el señor Quesada problemas tan complejos, y que por hallarse, en su mayor parte, velados por el misterio indesentrañable de las cancillerías, representan y requieren una inteligencia, una penetración y una aptitud poco comunes en quien los desentraña y resuelve como el autor” (reproducción de Tribuna, noviembre 14 de 1895).
Entre uno y otro libro, el autor dio a luz varios otros trabajos. Dedicado de tiempo atrás al estudio detenido de los asuntos económicos, desde el volumen publicado en 1889 sobre Finanzas municipales, y el de 1892, sobre la crisis financiera, bajo el título de Dos novelas sociológicas, en 1894 pronunció una conferencia en el Ateneo, sobre la Reorganización del sistema rentístico federal: el impuesto sobre la renta,{12} y en 1895, publicó su opúsculo: La deuda pública argentina: su unificación.
Ese mismo año (1895) pronunció en los salones del Ateneo otra conferencia sobre La iglesia católica y la cuestión social, que mereció que La Nación dijera: “necesitarán de ella cuantos quieran conocer a fondo las relaciones de la Iglesia y el socialismo a fines del siglo”.{13}
Al mismo tiempo, la actividad forense del autor dio mérito a la publicación de varios opúsculos: en 1895, el titulado Partido general Sarmiento: La municipalidad y el ferrocarril de Buenos Aires al Pacífico; en 1896, Los privilegios parlamentarios y la libertad de la prensa, con motivo de la prisión del señor Vega Belgrano{14}; en 1897, Quiebras de las sociedades anónimas: responsabilidad personal de los directores.
Por fin, el año anterior publicó un ruidoso libro: La época de Rosas, que ha sido objeto de tan numerosos juicios, entre ellos dos insertos en esta misma Revista,{15} que consideramos innecesario volver sobre el particular.
La tribuna del Ateneo reclamó su contingente intelectual al doctor Quesada, pronunciando en agosto próximo pasado una conferencia: Bismarck y su época, sobre cuya importancia la crítica alemana se ha pronunciado en términos elogiosos. La revista Internationale Litteraturberichte{16} decía al respecto: “Quesada ha estudiado la vida de Bismarck con la minuciosidad de un alemán; ha conocido de 1873 a 1879 al gigante teutón, y lo ha presentado de cuerpo entero en un entusiasta discurso.”
Para terminar, mencionaremos su discurso: La cuestión femenina, pronunciado por encargo de las señoras de la comisión del Patronato de la Infancia; y su folleto El derecho de gracia. La colección de discursos del señor Quesada y artículos por él publicados en la prensa diaria y periódica, nacional y extranjera, formaría varios volúmenes, pues a su fecundidad y laboriosidad asombrosa únese la benevolencia con que acoge las solicitudes de colaboración.{17} A casi todas las revistas argentinas ha prestado su valioso contingente intelectual, y particularmente en los 13 tomos de la Nueva Revista de Buenos Aires, de que fue director, se registran numerosos trabajos del autor.
En sus diversos viajes por el extranjero ha dejado también escritos suyos. En 1883, en La Gazeta de Noticias, de Rio Janeiro; en 1885, en The Public Ledger, de Philadelphia; en 1889, en la de Chile; y en 1896 en La Correspondencia de Madrid.
Durante su permanencia en Madrid fue objeto de distinciones por parte de varias corporaciones académicas; y la misma soberana le agració con la cruz de una de sus órdenes y con la encomienda de Isabel la Católica.
¿Qué juicio podríamos emitir sobre las producciones del doctor Quesada? Si lo formuláramos, desvirtuaríamos el plan que nos hemos trazado; por eso nos hemos limitado a transcribir el que mereciera a otros críticos. Además, antes de ahora, la Revista Nacional, incidentalmente, debatió este punto, en una polémica sostenida en sus páginas por los señores Quesada y Ebelot, ambos colaboradores de esta publicación:{18} “El doctor Quesada, –dijo Mr. Ebelot,– no es un literato de ocasión y de capricho. Ha hecho todo lo necesario para tener derecho al título de maestro. Además de la sólida preparación, sin la cual no se es siquiera aficionado; de haber estudiado las literaturas extranjeras y observado el mundo, se ha sometido a las tareas de tenaz labor y de largo aliento, de que se sale hombre del oficio, hecho y derecho. Ha dirigido una revista durante cuatro años, y, además del trabajo de dirección, que es considerable y muy propio para ejercitar y aguzar el criterio literario, la participación activísima que tomó en la redacción de su periódico, abarcaba todo el movimiento intelectual de este y del otro continente. Ha acreditado la ilustrada curiosidad de su espíritu en las materias más diversas, en publicaciones marcadas todas con un sello de saber y de conciencia literaria. He ahí unidas una porción de las cualidades, y ciertamente las principales, que responden a la definición de hombre de letras, y más aún, de hombre de talento. Sin embargo el doctor Quesada se ha quedado hasta aquí en el umbral de la perfección, sin franquear el límite que separa las obras distinguidas de las que pueden llamarse maestras.”
Como se ve por esta reseña, más bien bibliográfica que biográfica, el doctor Quesada ha desarrollado su actividad como escritor, en diversos géneros, comenzando por la literatura clásica, primero; con la crítica literaria y con estudios jurídicos, después; continuando con el género periodístico y de polémica, para abordar las grandes cuestiones internacionales y especializarse en trabajos históricos.{19}
Su escasa figuración en la vida pública se explica quizá porque el doctor Quesada ha desdeñado la política; sin embargo es de abolengo alsinista y autonomista nacional, por convicción, como lo demuestran sus estudios históricos, en los que resalta su credo federal doctrinario.
Este alejamiento de la vida política quizá redunde en beneficio de las letras nacionales. El mismo doctor Quesada lo ha dicho: “La política es la gran culpable en la vida americana: fascina a los talentos jóvenes, los seduce y los esteriliza para la producción intelectual serena y elevada; los embriaga con la acción efímera, los gasta y los deja desencantados, imposibilitándolos para volver al culto de las letras, esclavizados por la fascinación de la vida pública”.{20} No es otro el secreto de la actividad intelectual de Quesada. Groussac, en una silueta que trazó del autor decía: “Alejado casi por completo de la vida pública, ha seguido las huellas paternas, dedicándose al estudio, principalmente del derecho público y de la historia americana, con una eficacia de que dan pruebas sus numerosas publicaciones” (La Biblioteca, año II, nº 8, enero de 1897.)
El doctor Quesada es miembro correspondiente de la Academia Española, de la Real Academia de Historia, y de numerosas asociaciones importantes, nacionales y extranjeras. Actualmente ocupa un puesto en la magistratura de la Capital.{21}
* * *
Con posterioridad a la silueta literaria que acabamos de reproducir, Quesada ha publicado varios otros trabajos. El opúsculo sobre El derecho de gracia: Necesidad de reformarla justicia criminal y correccional, provocó una ruidosa acordada de los tribunales de justicia; lo que dio mérito al autor para replicar con otro panfleto, La reforma judicial: Deficiencias del procedimiento e independencia del ministerio fiscal.{22}
A fines de 1899 publicó su monografía: Las reliquias de San Martín. Estudio de las colecciones del museo histórico nacional, en 1 vol. de 79 páginas. Este opúsculo fue recibido con tal aceptación, que se agotó en poco tiempo, apareciendo a principios del año corriente una segunda edición, aumentada con la poesía y la iconografía sanmartinianas, en 1 vol. de 178 páginas, con varias láminas.{23}
Poco después, con motivo de una consulta hecha al Ateneo de esta ciudad, sobre cuál debía ser la ortografía correcta de la palabra Valija, publicó este autor un opúsculo de 21 páginas estudiando la cuestión.{24}
Por último, después de un rápido estudio sobre la reincidencia y el sistema antropométrico,{25} provocado por la reciente discusión de las reformas a la legislación penal, publicó Quesada su último libro, titulado: El problema del idioma nacional.{26}
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Tanto de los libros editados por esta casa, como de los demás del autor, excepto los agotados, tenemos ejemplares a disposición de nuestra clientela.
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{1} He aquí la comunicación pasada al autor por la Asociación Patriótica, con fecha octubre 15: “Distinguido señor. El satisfactorio resultado obtenido en la fiesta celebrada en el teatro Odeón el día 12 del actual, para conmemorar el descubrimiento de América, se debe en principal parte al valioso concurso de usted; y reconociéndolo así la Junta Ejecutiva, que me honro de presidir, ha resuelto hacer constar en acta su profundo agradecimiento al eminente literato que de manera tan brillante disertó sobre tema tan simpático para españoles y argentinos. Reciba usted, pues, la expresión de nuestra más sincera gratitud y las seguridades de la mayor consideración y respeto de su atento S.S. Ángel Anido, presidente, R. Aranda, secretario.
{2} E. Demolins, A quoi tient la supériorité des anglo-saxons, París 1897.
{3} Journal de Droit International Privé, núm. 9, 1882, artículo de M. E. Clunet.
Es curiosa la siguiente reminiscencia persona que hizo el doctor Emilio Daireaux, en Le Courrier de la Plata (número de abril 24 de 1898): “Ernesto Quesada es una personalidad de primera fila en su generación. Como su padre, es un publicista de la buena escuela. Ha hecho sus estudios de derecho en París, y recordamos un incidente personal que tiene su importancia. Cuando en 1889 el doctor Alcorta llegó a París, fue presentado a la sociedad de legislación comparada, que dio en su honor una reunión, en la cual el doctor Daireaux pronunció una conferencia sobre los principios del derecho internacional en la República Argentina. Después de la conferencia se conversó, y los principales abogados allí presentes recordaron al doctor Alcorta sus relaciones con el doctor Ernesto Quesada, cuyos variados y extensos conocimientos habían sido para ellos causa de la más agradable sorpresa, y les habían dado ya una alta idea de los estudiantes y del foro joven argentino. Esa apreciación era muy justa: lo que distingue a Quesada es la variedad de su saber, la práctica de los idiomas y de todas las literaturas. En la época en que así se hablaba de él en París, hacia justamente en invierno un viaje en briska de Moscou a Tiflis, con su joven señora”…
{4} Martín García Mérou, Recuerdos literarios (Buenos Aires, 1801), página 224 dice a este respecto: “Director durante mucho tiempo de la Nueva Revista de Buenos Aires, donde al principio estuvo acompañado por su ilustre padre, las letras argentinas deben a Ernesto Quesada largos y fieles servicios, y nuestra generación tiene en él uno de sus miembros más ardientemente trabajador y erudito, llamado a producir obras notables y siempre dignas de su inteligencia y su contracción.”
{5} La quiebra de las sociedades anónimas en el derecho argentino y extranjero. Estudio de legislación comparada con motivo de la reforma del Código de Comercio (1882).
{6} F. Tavora, A festa litteraria por occasiáo de fundar-se na capital do imperio a Associaçao dos homens de lettras do Brazil. Rio de Janeiro, 1883.
{7} Revista Nacional, VII, 266. El juicio de aquel crítico fue el de toda la prensa argentina. “Esta obra, –decía la Tribuna Nacional, de diciembre 5 de 1888– como composición literaria, es animada, bellísima, llena de color y de fuego: como obra de estudio, es metódica, minuciosa, verdadera e interesante. Pero ¿de dónde nos viene este libro? ¿quién es su autor? ¿quién su editor? Por su elegancia, por cierta atracción misteriosa que ejerce su exterioridad, por su oportuna relación con el pueblo francés que tiene puesta toda su atención en la Rusia literaria como en la Rusia política, parecería esta una obra recién llegada de París, escrita por Paul Bourget y editada por Lemerre. Por lo del croquis; por el arrojo de los viajeros, siendo uno de ellos una joven señora: por la minuciosidad del detalle, y alguna otra particularidad, supondríase que nos referimos a la obra de un inglés, que ha viajado en trineo, como nosotros en tramway, y que ha tenido la bendita idea de atravesar la Rusia en pleno invierno. Pero, no señor… Es la obra original de un joven pero renombrado literato argentino, de una de nuestras más vastas ilustraciones, de uno de nuestros espíritus más cultivados, del doctor Ernesto Quesada.”
{8} Referente a este libro dice Gomes Ribeiro: Um polygrapho argentino (Sao Paulo, 1900): “En los debates que tuvieron lugar en el concejo municipal, destácase un discurso de Quesada, en el cual, analizando el conflicto entre la presidencia y la minoría del concejo, dice aquel las siguientes palabras, que deben ser recordadas, pues dan testimonio vibrante de la rectitud e independencia de su carácter: “Señores, nos encontramos gobernando al municipio en plena bancarrota, y se quiere que continuemos en ella, so color de consecuencia política, engañando al pueblo acerca del estado de las finanzas! ¿En qué situación nos encontraríamos mañana, si otro partido político se hiciera dueño del poder y dijera: entre los hombres que han estado gobernando al país durante 20 años, no ha habido uno solo que haya tenido el coraje de decir: gobernemos bien, gobernemos honradamente?” ¡Nobles palabras esas, poco después confirmadas por la renuncia colectiva de la minoría, como protesta contra el plan de encubrimiento de actos incorrectos, bajo el pretexto inmoral de coherencia partidista!”
{9} “Comparando las condiciones mesológicas y sociológicas de la Argentina con las de la América del Norte, en páginas admirablemente cinceladas, aduce –dice Gomes Ribeiro: Um polygrapho argentino, loc. cit.– observaciones y hechos que explican el fenómeno económico en su país. Respondiendo a las conclusiones exageradas de los dos novelistas, cuando estigmatizan y execran en absoluto a la Bolsa, como origen de los males que describen, Quesada reivindica para esta su verdadero papel en el comercio. Sobre las palpitantes cuestiones sociales que corroen al mundo europeo y que ya se hacen sentir en la vida económica y financiera de la vecina república, Quesada emite ideas y consideraciones meditadas, que merecen ser leídas por todos aquellos que no se adormecen con la calma ilusoria del día de hoy, despreocupados del porvenir de sus hijos, sordos y ciegos ante la situación deprimente de las clases proletarias y de los desastres de las crisis comerciales.”
{10} Artículo de Ricardo Becerro de Bengoa, Ilustración Española y Americana, Madrid, septiembre 8 de 1894. Otra revista española: Pro Patria, año I (Madrid, enero de 1894), dijo a su vez: “Leyendo este libro del señor Quesada, se puede formar una idea cabal del movimiento de las letras y de las artes en aquellos lejanos países, tan queridos y tan añorados de España.”
{11} Buenos Aires, abril 4 de 1894. Coincide con este juicio, el hecho recientemente en O Estado de Sao Paulo, agosto 3 de 1900, donde, juzgando este libro, se lee lo siguiente: “En estilo siempre armonioso y fluido, con observaciones desapasionadas, pero justas y concluyentes, con un ribete de humorismo, delicado e irresistible (como en la crítica del libro de Ocantos), con un criterio superior e independiente, critica Quesada todas aquellas obras (Monsalve, Cané, García Mérou. Mitre, Ocantos y Gamboa), muchas de ellas de principiantes, sin las arrogancias del magister que reprueba, sin piedad, el tema del alumno bisoño, y también sin las complacencias del afiliado a la cofradía del elogio mutuo.”
{12} “Este opúsculo –decía The Times, agosto 16 de 1894– tiene una originalidad propia que lo hace sumamente recomendable: demuestra, de una manera práctica y elocuente, la absoluta podredumbre de un sistema tributario que se basa casi exclusivamente en el impuesto aduanero, y que, por ello, aplasta y consume a las clases menos ricas hasta un grado increíble, y alienta al comercio de contrabando bajo el manto de un proteccionismo excesivamente pernicioso. Nuestras columnas han criticado con frecuencia lo pernicioso –the utter rotenness– de semejante sistema, que gradualmente lleva al país a un caos económico y financiero: por ello esperamos que la conferencia del señor Quesada ganará los necesarios prosélitos en esta materia, para formar una corriente contraria a la escuela financiera actual predominante en la República.” Esta conferencia tuvo repercusión parlamentaria, sirviendo de poderoso argumento al diputado brasileño Serzedello Correia, en el discurso que pronunció en la sesión de octubre 29 de 1895, en el congreso nacional del Brasil. “Acabo de leer –dijo aquel diputado: Diario do Congreso Nacional (Río de Janeiro, noviembre 13 de 1895, página 9)– una conferencia del señor Ernesto Quesada sobre el impuesto a la renta. Dice ese notable estadista, refiriéndose a su país, palabras que se pueden aplicar al Brasil: el sistema tributario sigue un camino deplorable; el fisco es de una rapacidad enorme, eleva los impuestos, crea otros nuevos, pero nunca lo hace obedeciendo a un sistema científico. Todo le es poco: moderno tonel de las Danaides, nada lo puede llenar. Poco importa que el sistema fiscal sea injusto, desigual, y que las clases trabajadoras y el funcionarismo soporten casi todo el peso. Y no se ve que la depreciación del papel moneda va en camino de convertirlo en asignados, de modo que la vida se torna imposible para las clases medias. Mientras tanto hace resaltar el señor Quesada “la tendencia universal a aliviar las clases pobres y recargar algo a las ricas, mientras que entre nosotros recargamos a las pobres para exonerar a las ricas”. Estas palabras tienen absoluta aplicación al Brasil. Es así que no se explica de otra manera que saquemos nuestra renta casi toda de los impuestos indirectos, especialmente del de importación, abandonando el impuesto sobre la renta, que puede y debe procurar una elevada cuota…” El orador brasileño siguió comentando las doctrinas del conferenciante argentino, y aplicándolas a las cosas de su país.
{13} Octubre 5 de 1895. “En esta bellísima conferencia –dice Gomes Ribeiro: Um polygrapho argentino, ed. cit.– brilla, a la par de la más persuasiva y arrebatadora elocuencia, el ardiente espíritu de solidaridad con las clases desheredadas de la fortuna, apuntando con criterio y franqueza, a los responsables del estado actual, los peligros y los remedios de la crisis social que ya se entrevé… Esta conferencia, por sí sola, constituye un título de consideración para cualquier patriota en un país culto.”
{14} “A propósito de hechos tan extraños –dice Gomes Ribeiro: Um polygrapho argentino, ed. cit.– que amenazaban implantar un precedente peligrosísimo contra la libertad de imprenta, Quesada sustentó brillantemente la verdadera teoría de las prerrogativas parlamentarias, apoyado, en la Cámara, por los distinguidos diputados Mansilla, Bermejo y Barroetaveña, conquistando la más espléndida victoria con la retractación lastimosa de la mayoría reaccionaria, ante la intervención del poder judicial. Esa campaña gloriosa merece, con todo, ser equiparada a las análogas sostenidas ante la justicia federal brasilera por el eminente publicista y abogado Ruy Barbosa: Quesada lo iguala a las veces.”
{15} Tomo XXVI, pág. 206, artículo de Luis de Vargas; y tomo XXVI, pág. 378, artículo de R. W. Carranza. Largo sería transcribir algunos de los juicios, siquiera, que este libro mereció a la prensa argentina: pero, por su alto significado, dada la serena imparcialidad que revela, haremos una excepción con La Nación (mayo 14 de 1898): “A las obras aparecidas recientemente sobre la tiranía de Rosas –dice el diario del general Mitre– se agrega una nueva, de autor tan reputado como el doctor Ernesto Quesada. En conjunto, la obra forma un estudio sintético de la época de Rosas, basado en las fuentes de información, contenidas en las publicaciones de aquel tiempo y en los documentos que sobre ella figuran en varios archivos públicos y particulares… Ha sido debidamente apreciada en nuestros circuitos literarios, y ha valido a su autor elogiosos juicios de los críticos más autorizados.”
En Europa el libro fue recibido con general aplauso: “Felicito a usted –decíale al autor, desde Colonia, en carta publicada, el reputado escritor alemán Johannes Fastenrath– por su gran obra, que ha de hacer época en la historia de la República Argentina. Parece que Rosas ha resucitado en sus páginas de oro. Merced a usted cambia radicalmente la concepción que se tenía de aquel.” Otro juicio de un académico (publicado en Tribuna, agosto 9 de 1898) decía: “Todos se sorprenden del coraje de atacar las preocupaciones y deshacer con sólidos fundamentos y alto criterio la historia convencional formada por los partidos. Ese libro tendrá por ello grande resonancia, y es ya una victoria imponer el respeto a quienes con sorpresa se ven obligados a desvanecer lo que aceptaban como verdad tradicional. Los que no hayan leído el libro, serán atraídos por la natural fascinación que produce la arrogancia de defender sin miedo la verdad que la conciencia reconoce”. Y un estadista tan erudito y discreto como Sivela, decía de este libro: “Trabajo escrito con las modestas pretensiones que se consignan en la introducción, pero que resulta interesantísimo por referirse a una época tan importante de la historia de aquel país, y a un personaje tan calumniado por sus adversarios, pero con tan altos dotes de hombre de Estado, y a quien el autor compara con razón, con Luis XI y Felipe II.” La Ilustración Española y Americana (Madrid, julio 8 de 1898) dijo: “El señor Quesada es un pensador serio, y ha escrito su obra sujetándose a todas las condiciones que puede demandar la crítica moderna más culta y exigente. No es una relación de hechos, de esas que dan amenidad más o menos dramática e interesante a las exposiciones históricas, sino una labor de análisis razonado, digna de un estadista que tiene tan bien probados como el señor Quesada sus envidiables dotes de profundo conocedor del estado social, político y económico de la nación que lo vio nacer… Para llegar a sus conclusiones, ha realizado el señor Quesada una labor cuya ejecución requiere mucho tiempo, gran constancia, enorme fuerza de voluntad y vocación verdadera, ya que no en vano se lanza al público argentino, al americano entero y al mundo culto, en general, un libro que asegura todo lo contrario de lo que hasta aquí se ha venido sosteniendo. Resulta una obra de positivo mérito e importancia, que no se desdeñarían de firmar los historiadores críticos más reputados de nuestro continente, y que tan bien considerado deja el crédito de hombre de valía, del estudioso académico correspondiente de nuestra real academia de la historia.”
En el mismo sentido se expresaron otras revistas de Europa y América. En México escribió el reputado crítico Francisco Sosa: “Con franqueza declaro que el libro sobre Rosas me ha causado honda impresión, pues ha venido a colocar ante mis ojos esa figura, iluminada por muy distinta luz de la que hasta el presente me había guiado. Como Taine, en sus Orígenes de la Francia contemporánea, acomete el autor una empresa para la cual se necesita verdadero valor: no ha temido sublevar los espíritus, ni ponerse frente a frente de los autores que lo han precedido. Su libro es una brillantísima defensa de un hombre a quien el mundo ha tenido por espantosa fiera”. Y el escritor Alberto Membreño, escribía en Tegucigalpa: “Hace mucho tiempo que esperaba una obra como ésta, que nos hiciera conocer a Rosas tal como él fue, y con gusto he visto realizados mis deseos. Siempre creí que el Rosas de la Amalia, de Alberdi, y de otros escritores de aquella época, y aun de la posterior, no podía ser el Rosas de la historia imparcial. Para mí, Rosas, defendiendo a su patria, casi solo, de las invasiones de ingleses y franceses, fue más grande que todos los rebeldes unitarios juntos. Además, había un hecho que no me lo podía explicar antes de leer este libro: y era ¿cómo desaparecieron, o resultaron federales, los unitarios que combatían a Rosas? Luego Rosas estaba en lo cierto. Recuerdo que en un estudio de Quesada, publicado en la Nueva Revista de Buenos Aires, se demostró con la historia, que en las provincias argentinas, durante la colonia, se veían ya los lineamientos generales de las futuras provincias de la federación actual; y siendo esto cierto, como lo es, las vistas de Rosas como político son superiores a las de Rivadavia… Vaya un abrazo fraternal al historiador imparcial y verídico, que con plena conciencia de su deber ha tenido el valor suficiente para decir la verdad a toda una generación, a quien se le ha enseñado a repetir siempre que Rosas es un tirano.” La revista limeña El Ateneo (I, nº 8, noviembre 1899) decía: “Nos inclinamos a considerar como el más notable de los libros del señor Quesada el que, con el lema La época de Rosas, contiene un extenso y por todo extremo interesante estudio acerca de aquel largo período de la historia argentina, en que, bajo el yugo férreo de una sangrienta dictadura, se preparaba el advenimiento de la constitución federal, vigente hoy en la noble patria de Moreno, de Mitre y de Sarmiento. Revela ese libro histórico de señor Quesada, una labor paciente de erudito, que bastaría por sí sola a darle poderoso atractivo a los ojos de cuantos se interesan en que se nos presenten, iluminada por la luz que arrojan documentos auténticos, las figuras de los principales hombres de Estado de la América independiente. Pero a ese mérito incuestionable de dicha obra, se une el no menos trascendental, debido a las enseñanzas político-filosóficas, dimanadas del criterio modernísimo y libérrimo que aplica al estudiar los hechos culminantes de la historia argentina en la más accidentada y dramática de sus épocas.”
{16} Leipzig, octubre 5 de 1895. La prensa nacional opinó de idéntica manera: “El doctor Quesada –dijo Tribuna, agosto 11 de 1898– hizo a grandes rasgos, con profunda erudición, un esbozo de la alta personalidad del gran canciller, considerando con criterio acertado y frases oportunas, su acción en la política europea; anotando con acierto sus condiciones de carácter, y poniendo de relieve, con datos históricos de interés, el rol de Bismarck en la unificación alemana, citando los hechos de la vida del célebre príncipe, que concurren a perfilar su silueta gigantesca de hombre público eminente y diplomático sagaz”.
{17} “Es verdaderamente deplorable –decía Martín García Mérou: Recuerdos literarios, ed. cit., pág. 224– que la indiferencia general que existe entre nosotros, para todo lo que se refiere a las letras, haya impedido a Quesada reunir sus escritos dispersos en multitud de diarios y revistas. Ellos hubieran dado varios tomos de sabrosa y buena lectura: obra interesante bajo todos aspectos, llena de observaciones sagaces, de reflexiones nuevas y personales, y de estudios históricos y políticos, expuestos en un estilo fácil, corriente y verboso, como es la palabra de su autor.”
{18} A. Ebelot: sobre Reseñas y críticas, tomo XXIX, pág, 47; E. Quesada: ¿Tiene razón Mr. Ebelot?, tomo XXIX, pág. 55; A. Ebelot: Carta abierta, tomo XXIX, pág. 226; E. Quesada: Las letras argentinas y la cuestión del dinero, tomo XXIX, pág. 247.
{19} Confirma ese juicio el opúsculo recientemente publicado en el Brasil por el doctor Joáo Coelho Gomes Ribeiro: Um polygrapho argentino, Ernesto Quesada. Perfil litterario (Sáo Paulo, 1900, 1 vol. de 45 págs.). El crítico brasileño estudia la obra de este autor, de quien dice: “le corresponde de derecho el título nobilísimo de polígrafo”, inspirándose sin duda en las palabras con que Sainte-Beuve (Portraits littéraires, I, 439) califica a Nodier: “la palabra literato –dice aquel maestro– tiene algo de vago, y es la única, sin embargo, que defina con exactitud ciertos espíritus y ciertos escritores. Se puede ser literato sin ser absolutamente historiador, sin ser precisamente poeta, sin ser un caracterizado novelista. El historiador es como el funcionario oficial y grave, que sigue o frecuenta las grandes calzadas, y ocupa el centro del país. El poeta prefiere los senderos perdidos, generalmente; el novelista permanece en el radio del hogar o en el banco de la casa delante la cual describe. Los libros y las bellas letras pueden quizá ser para ellos cosa secundaria, y el mismo historiador, que con más dificultad puede prescindir de ellas, lo que allí busca es sobre todo su empleo positivo y severo. Se puede ser también literato, sin convertirse en un erudito crítico, propiamente hablando; el oficio y el talento de erudito presentan rasgos propios, precisos, consecutivos y vigorosos. Un literato, en el sentido vago y flotante en que lo coloco, sería en caso necesario o cuando a ello lo lleve su propio placer, algo de todo, poco o mucho, pero por intervalos, y sin nada de exclusivo ni de único. El literato puro ama los libros, quizá la poesía, se ensaya en la novela, se solaza con la crítica, a veces roza la historia, casi sin cesar lo pica la tarántula de la erudición: abunda sobre todo en las particularidades, en las circunstancias de los autores y de sus obras: una nota, por el estilo de las de Bayle, es su triunfo. Puede vivir en medio de esas diversidades, y en una biblioteca escogida, sin fijar él mismo su elección y ocupándose de todo: he ahí sus delicias. Más aún: poeta, novelista, comentador, biógrafo, el literato es a la vez aficionado y sabio. Su vida intelectual, pues, por su variedad y su renovación diaria, es el polo opuesto de la especialidad, y de la vía estrecha y definida. Su vocación consiste en abordar todas las materias y estudiar todos los libros; hasta que, por fin, este literato vagabundo, por la multiplicidad de sus incursiones, por el conjunto de datos recogidos, la flexibilidad de su pluma, la riqueza y la fertilidad de sus misceláneas, conquista un nombre, una posición, no diré más útil pero si más considerable que la de las tres cuartas partes de los especialistas: y entonces es a su turno una potencia, tiene curso y crédito entre todos, –está reconocido.” Polígrafo era Bayle; polígrafo, Nodier: así califica el crítico brasileño a Quesada, y añade: “realmente, es casi fenomenal la brillantez, unida a la profundidad, con que trata, en sus obras minuciosas, de toda clase de manifestaciones del arte, y de las más variadas concepciones de las ciencias sociales y jurídicas, manteniéndose siempre en una esfera de calma consciente y de singular ecuanimidad de criterio, por más que cuide la forma, con la pureza de los conceptos y las lozanías del estilo, imaginativo y espontáneo siempre.”
{20} Estudio sobre el doctor Cané, publicado en “Reseñas y Críticas”. Y agrega el autor: “Es lástima grande que con tan brillantes cualidades no sea el señor Cané más que un dilettante en las letras; se nota que no siente en sí la vocación del escritor: escribe como un pis aller. Dotado como pocos para ello, jamás ha considerado a las letras sino como un accesorio; y, en el fondo, se me ocurre que es el hombre más desprovisto de vanidad literaria. Las letras son para él queridas pasajeras, que se toman y se dejan rehuyendo compromisos, y a las que no se pide sino el placer del momento, sin la preocupación del mañana. Su temperamento, sus más vehementes inclinaciones lo llevan a la vida política, a la acción; es hombre de parlamento, orador nato, a quien el ejercicio del poder, sea en ministerios o a la cabeza de cualquier administración, parece producir una satisfacción que degenera en dulce embriaguez. Es un literato que desdeña las letras, y a quien la política, como Minotauro implacable, ha devorado sin remedio. Escribirá aún de vez en cuando, quizá, pero lo hará con la sonrisa de escepticismo en los labios, y como calaverada de gran señor.”
El crítico brasilero antes citado –Gomes Ribeiro: Um polygrapho argentino– coincide con esta opinión: “Querríamos precisar, dice, la característica literaria de Quesada, por un paralelo con algún escritor nuestro, si fácilmente lo encontráramos en condiciones de comparación. No lo hallamos, sin embargo. Ruy Barbosa y Alencar, las dos vocaciones literarias más brillantes y completas del Brasil, en este fin de siglo, dos intelectualidades que honrarían a cualquier país de Europa o de América, no son propiamente polígrafos, esto es, no aplicaron su talento y estudio a una generalidad tal de materias diversas, que implique aquel título literario. La política militante, la sirena engañadora que atrae y subyuga nuestros mejores talentos, dominó el espíritu privilegiado de esos dos príncipes de las letras, orientándolos definitivamente en la trayectoria de su ideal. Quesada fue, y será siempre, un hombre de letras, y por su vocación tradicional, revelóse fatalmente un polígrafo consciente e infatigable. Honrado con la elección de miembro de la Real Academia Española, su nombre es acatado y prestigiado en Europa y en la América del Sud, como merece.”
{21} He aquí lo que dijo La Prensa, de entonces: “El nombramiento del doctor Ernesto Quesada para fiscal del crimen, sin haber pertenecido jamás a la magistratura, fue bien recibido por la prensa y mejor acogido por el público, pues reúne todas las condiciones requeridas para el puesto: vastísima preparación, revelada en diarios, revistas y libros; honradez acrisolada y carácter de una sola pieza.” Respecto de la manera cómo es apreciada su acción en este foro, bastará citar esta referencia, hecha por un abogado conspicuo, el doctor Rodolfo Rivarola, en un informe in voce pronunciado ante la Cámara de Apelaciones en lo criminal: “…Pasaron los autos –se lee en la página 35: Causa de don Mamerto Bustos y otros, por supuesta usurpación de estado civil (Buenos Aires, 1900)– al señor agente fiscal, doctor Quesada, tan activo y fecundo en el desempeño de su cargo, tan rápido en la concepción y tan fácil en la expresión de sus dictámenes. Dos circunstancias parecían acordar al doctor Quesada el tiempo suficiente… Fue la primera, que a los tres días hábiles del término se agregaran dos festivos, que para el doctor Quesada, trabajador verdaderamente infatigable, nunca son tales. Fue la segunda, que un accidente deplorable (la fractura de una pierna), pero que no interrumpió su labor, le tenía, como es notorio, reducido a no salir de su casa, utilizando así el mayor tiempo en el despacho de los asuntos que se le remitían…”
{22} Buenos Aires, 1899, 1 v. de 80 p. “El espíritu de independencia y de rectitud que campea en todas las páginas, –dijo la revista: Criminología moderna, II, 10 agosto de 1899– asociado a una probada competencia, hacen simpático este trabajo y le conquistan el aplauso de todos los que crean necesaria la higienización de nuestro sistema judicial”. Y la Revista de Policía (III, 133, octubre 1º de 1899), añadió: “El trabajo que nos ocupa es verdaderamente notable, no sólo por la doctrina que lo informa, sino también por la sobriedad y la valentía de su exposición, respetuosa para con el alto tribunal cuyos procedimientos censura, pero a la vez firme y enérgica”.
{23} La República, de Guatemala, abril 10 de 1900, decía lo siguiente: “San Martín, la figura quizá más preeminente y sin duda la más simpática de la independencia latino-americana, es una especie de ídolo para el señor Quesada, y el modo de rendirle culto es dedicándole todos sus entusiasmos y energías de escritor joven y sano. El libro se lee con gusto, pues está escrito con estilo fácil y con descripciones interesantes, sobre todo lo concerniente al ilustre argentino.”
{24} He aquí cómo se expresa al respecto el ilustre estadista y académico español Silvela (Madrid, abril 16 de 1900: “… el folleto sobre la ortografía de la palabra valija, estudio que leí con muchísimo gusto, no sólo por ser de quien era, sino por la positiva erudición que revela y por el acendrado amor a nuestra lengua, que con tan peregrino éxito cultiva.”
{25} Folleto de 33 páginas. “Las páginas del doctor Quesada –dice la revista El siglo XX (nº 2, septiembre 22 de 1900)– contienen indicaciones atinadas que necesariamente tendrán que ser tomadas en consideración por el Poder Ejecutivo, cuando se promueva la reforma del indeciso sistema antropométrico actual y se dicte una ley que faculte a la policía para practicar la mensuración de los delincuentes.” La Revista de Policía, IV, 127 (septiembre 16 de 1900) dijo: “El estudio que nos ocupa es el más completo y el más exacto de cuantos se han hecho hasta ahora sobre la debatida cuestión legal de la identificación de los encausados.”
{26} Un volumen de 157 páginas. “La solución a que llega –escribe La Nación, agosto 29 de 1900– es resueltamente contraria a la formación de dialectos nacionales, actitud que cuadra al doctor Quesada como uno de los escritores más castizos y correctos de nuestro país. El estudio está desarrollado con la erudición que nadie desconoce al autor, y no obstante el carácter un tanto restringido del tema, está revestido en su exposición de un interés que se sostiene sin esfuerzo. Su obra está escrita en vigorosa y robusta lengua castellana, con una claridad y elegancia de estilo que es la mejor defensa del libro en favor de la tesis que sustenta.” Y autoridad tan conspicua como la de Daniel Granada –en Tribuna, octubre 4 de 1900– dice: “Me ha llamado la atención desde luego la hidalguía de sentimientos, al par que la independencia de criterio que guía su pluma elocuente: siempre discreto y benévolo, ajeno de pasión, amigo de la verdad, austero en este punto. Eso enamora.”
En Europa ha tenido este libro especialísima resonancia, por el hecho de llegar allí en los momentos mismos en que estaba por reunirse en Madrid el congreso hispano-americano. “La cooperación aportada a tan nobilísimo pensamiento –ha dicho Bencerro de Bengoa, en La Ilustración española y americana (Madrid, octubre 22 de 1900)– consiste en un trabajo serio, culto, hondamente pensado, concienzudo y escrito con magistral galanura, debido a la pluma de uno de los hombres más entendidos y brillantes de aquel mundo, don Ernesto Quesada. Bien cimentado estaba su crédito de publicista de primer orden, por los muchos y notables libros que ha compuesto, y que son justamente apreciados en América y Europa; pero, por la publicación de éste, nuestra patria deberá inmensa gratitud al autor de La época de Rosas… He aquí, pues, como no siendo el hermoso trabajo de don Ernesto Quesada hecho para el próximo congreso, viene a contribuir a sus fines con un empuje tal, que no habrá de seguro congresista alguno que con elemento más valioso y trascendente contribuya. Bien merece la obra El problema del idioma nacional que nuestros hombres distinguidos la estudien, y aprendan en ella cómo se sostienen las buenas causas… El concienzudo trabajo del doctor don Ernesto Quesada, con cuyas doctrinas y hasta con cuyas censuras a ciertas lamentables ligerezas estamos conformes, es positivo lazo de concordia de las inteligencias hispanoamericanas y españolas, y será leído con tanto interés como gratitud en España entre el mundo culto. Llega la obra al dominio del público con toda oportunidad, como modelo de aspiraciones y de táctica de combate, cuando se van a abrir las puertas del congreso social y económico hispano-americano.”
{Transcripción íntegra, renumerando las notas, del texto contenido en un opúsculo de 85 páginas impresas sobre papel.}