José Vasconcelos
Poetas y bufones
La diferencia es tan antigua como la simulación. Los verdaderos poetas, los grandes trágicos, Esquilo y Sófocles, fueron hombres y fueron rebeldes, y ¿para qué hacer una lista muy larga si en todas las literaturas ha habido poetas sinceros al mismo tiempo que bufones y retóricos, simuladores de la poesía? Nuestra América ha dado también los dos géneros de poetas: unos cuantos poetas de verdad y varios centenares de retóricos en verso. De los huecos lugares comunes elegantes de esta última casta, no quedará en veinte años ni el recuerdo; pero en el instante presente todavía pueden causar daño y esto hay que evitarlo mediante un saneamiento rápido, severo, inmisericorde. Nos referimos en particular a Lugones, porque ya de Chocano no es menester ocuparse. Chocano dejó en Méjico las páginas más brillantes de su vida; aquí se hizo verbo de la nobilísima revolución contra Victoriano Huerta; sus arengas [12] se leían por la noche en los campamentos, en las esperas prolongadas del vivac; las sabía de memoria la oficialidad y se recitaban antes y después de los combates. Posteriormente se le criticó porque Villa le dio algún dinero, como si Villa y Carranza y todos los que no dan lo suyo no hubiesen colmado de dinero a otros menos merecedores que Chocano. Lo grave es que ya desde aquí comenzó Chocano a enseñar el cobre, a soltar el barniz de poeta, para dejar a descubierto el lacayo; pues Chocano, que estuvo muy bien alabando a Villa cuando vencía a los ejércitos de la dictadura, cometió después el crimen de adular a Villa asesino y tirano. Perdió la partida su amo reciente, y entonces Chocano, ya sin freno ni pudor, se fue a cortejar a Estrada Cabrera, la víspera de que se derrumbara. Después de aquel fracaso, Chocano recorrió otros caminos todavía más sucios, pues creo que estuvo en Venezuela y finalmente se ha ido a juntar con el verdugo de su patria. «Sólo dos hombres –ha dicho recientemente– sólo dos hombres de los que hoy viven, pasarán a la inmortalidad: Leguía y yo»; esto revela al bufón. El poeta ya hace tiempo que se había perdido.
¿Pero qué tiene que hacer en toda esta triste farsa el bueno de Lugones, el honrado Lugones, el delicado poeta Lugones? Está bien que los [13] hijos de las barbaries militares claudiquen desde antes de nacer y se sometan al yugo y alaben la espada asesina que los priva del hermano, pero que aún puede cortar también la otra cabeza, la cabeza cantora; ¿pero Lugones, el poeta de la Argentina, el poeta de la civilización, contagiado a última hora de los pavores de la cafrería?
Si las noticias no estuvieran plenamente confirmadas, si no hubiésemos leído en La Nación el texto aprobado por Lugones, todavía estaríamos negando, por lealtad al amigo y admiración al poeta, la exactitud de sus declaraciones. Pero delante de la verdad, no hay más que un deber: proclamarla. También Lugones, que ha podido ser poeta, se ha convertido en bufón. Su caso es más grave porque no le asiste ni la excusa de la necesidad. Lugones es hombre honesto que no tiene trampas que cubrir, ni dilapida fortunas en vanidades tontas, ni depende de un país esclavizado. Lugones tiene su presupuesto cómodamente cubierto y disfruta de toda la consideración de un pueblo que respeta y recompensa el pensamiento libre. Lugones no procede, como Chocano, impulsado por el afán de placeres; su caso es tal vez más lamentable, porque sólo lo explica una predisposición del temperamento; quizá ya estaba en su sangre no ser de los que se irguen para lanzar el rayo, [14] sino de los que se abaten desde que el relámpago tiembla en la altura.
Hemos perdido un poeta y hemos ganado un bufón; eso es todo, y no hay de qué alarmarse, jóvenes amigos de la Argentina que me pedís unas palabras de censura para «el mal hombre». Vosotros sabéis, mejor que yo, que Lugones es un buen hombre, cultísimo, de trato fino y agradable y dotado de una inteligencia que cautiva cuando no deslumbra. No es un mal hombre; lo que pasa es que no es un hombre; es un retórico, y el retórico, a semejanza del bufón, es capaz de sacrificar una situación o una tesis por darse el gusto de hacer una frase, tal como el bufón arriesga a veces el puntapié a cambio de un chiste. Lugones se ha puesto así porque ustedes han querido tomarlo en serio, en actividades ajenas a su don de retórica con musiquita. A Lugones lo han llamado genio congéneres suyos que se emborrachan de rima y se dejan subyugar del mero ritmo como los osos alrededor del organillero. Cuando se pretende que eso es el arte, las sociedades se encogen de hombros y ríen. En cambio, cuando aparece un artista de verdad, un poeta auténtico, generalmente lo cuelgan, porque estorba el funcionamiento normal de la iniquidad. La suerte de Lugones y la suerte de Chocano nos confirman que ambos son del género divertido, [15] no del género trágico. Son nada más que bufones; no llegan a ser, según escribe desde Buenos Aires un amigo indignado: «traidores a la humanidad». No son mas que los bufones de la sangrienta mascarada de América. Atended a lo que dice el bufón más reciente, el ex poeta Lugones, que, no pudiendo hallar eco en su noble y civilizada patria, se ha tenido que ir a las cortes de Caín, para ganar aplausos de esclavos y favores de dictadorzuelos; hombrecillos poderosos en su región, pero que no tienen ni nombre, porque hasta sus nombres se olvidan en el mismo instante en que otro golpe de fortuna los despoja del mando: «El pacifismo –declara Lugones– no es más que el culto del miedo o la añagaza de la conquista roja»; «sólo hay cuatro valores fundamentales y todos ellos proceden de la fuerza que se manifiesta en el arrojo y el valor». Muy valientes todos estos caudillos de espada, pero nunca caminan si no van rodeados de escoltas, pues lo que ellos practican no es el valor, sino el derecho de «madrugar», es decir, de matar primero al contrario. Lugones tiene la excusa de que no sabe de estos valores, porque siempre ha vivido en la civilizada Argentina. Él conoce los episodios de fuerza sólo en los poemas de Homero. Si viese a su gente subyugada por los degolladores, quizá no sería tan vil como Chocano, que ayudó con [16] sus consejos a los asesinos de Guatemala para que las ametralladoras hicieran más efecto en la ciudad que se rebelaba después de veinte años de ignominia. Lugones conoce la guerra en los libros y sólo porque no la ha visto de cerca puede afirmar eso de que «ha sonado para bien del mundo la hora de la espada». Podría decírsele que no opinaba de esa manera cuando se sumó a las filas aliadófilas para combatir la espada conquistadora de Guillermo II, pero no vale discutir esta clase de afirmaciones que los hechos mismos se encargan de echar por tierra. La respuesta inexorable de los hechos se la han dado a Lugones los mismos militares de Chile, que, convencidos de su error, en vez de seguir blandiendo la espada, han devuelto el poder al civil Alessandri, al hombre de pensamiento, no al hombre de instinto. Lugones habló en Chile seducido por el éxito momentáneo de una asonada militar; le pagarían nada más con un banquete; pero él llegó a Buenos Aires muy ufano a proclamar en las columnas de La Nación que los militares de Chile eran mejor que los civiles. Sin embargo, los militares de Chile opinaron al revés de Lugones, volviendo a instalar en el poder a esos malos civiles. Cuando Lugones habló, los civiles eran lo peor de Chile, simplemente porque habían perdido y los temperamentos cobardes solamente tienen [17] delante un patrón y una idolatría: el éxito. Por eso están cambiando constantemente de señor. Afortunadamente, el mundo no es tal como lo miran los pusilánimes, el mundo marcha a veces hacia adelante, como ha sucedido en Chile, hacia la libertad y la justicia, no hacia el crimen de la espada.
Yo sé que en la Argentina se ha desarrollado toda una campaña encaminada a desmentir y contrariar el pensamiento de Lugones, pero creo que la situación se exagera. A Lugones hay que calmarle los nervios atemorizados. Convénzasele de que la revolución social no lo privará de sus goces honestos, de su ropa nueva y de su hogar tranquilo, ni de sus veraneos en Mar de Plata, ni de sus viajecitos periódicos a Europa y con eso bastará para que le pase la alarma. El ha visto desfilar, desde algún balcón, alguna de las manifestaciones obreras de Buenos Aires, en las que no faltan gritos de «¡Abajo la burguesía!», y él se ha sentido aludido y teme por su casita y sus comodidades y se ha ido por el Perú y Chile en busca de espada que contenga la demagogia, que discipline y someta a los revoltosos. Él ya disfruta de justicia, disfruta de bienestar: ¿qué le importa que los demás no lo alcancen? Vuélvanlo a su juicio diciéndole que la revolución social trae justicia para todos, aun para aquellos que no ayudaron a conquistarla. [18]
Y no tomemos en cuenta lo que dice, porque padece de susto y esto es todo. No se trata sino de un bufón asustado que se pone serio un instante y grita: «Amo mío, levante vuestra merced la espada porque andan por allí unos malandrines que intentan quitarme mi jubón y mi pandero.» Un bufón de las letras grita asustado; eso es todo. La libertad sigue bregando.
Poetas y bufones. Polémica Vasconcelos-Chocano. El asesinato de Edwin Elmore
Agencia Mundial de Librería, Madrid 1926, páginas 11-18.