Del resorte de la vida.
Ensayo fisiológico-químico del doctor López-Pinciano
Del biógeno
Tanto homines de rebus naturalibus scripsisse
verius, quo simplicius philosophati sunt.
Del resorte de la vida. Memoria fisiológico-química
de D. R. Y. López-Pinciano, Doctor en Medicina y Licenciado en Cirugía de la Facultad de Montpellier; antiguo discípulo a oposición de la Escuela-práctica de Anatomía y operaciones quirúrgicas de la misma; ex-Tesorero Archivero de la Sociedad quirúrgica de emulación de dicha ciudad; Miembro de la Real Academia del departamento del Gard, de la Sociedad Real de Medicina, Cirugía y Farmacia de Tolosa de Francia; del Círculo médico, del Círculo quirúrgico y de la Sociedad Anatómica de Montpellier; Corresponsal del Instituto Real de Ciencias de Turín, de la Real Academia médico-quirúrgica de Barcelona; ex-Médico en Jefe del Real Canal de Castilla, &c., &c.
Imprenta de D. E. Aguado
Madrid 1834
——
Del biógeno
Desde la más remota antigüedad ha merecido el calor la mayor importancia de parte de los pueblos y de los filósofos. Los caldeos, los egipcios y los griegos le adoraban bajo la imagen del sol. Casi toda la filosofía antigua le consideraba como la causa eficiente de la Naturaleza, concediéndole la significación propia de esta palabra, ex quo nata sunt omnia: en este sentido Heráclito y Aristóteles le reconocían como la causa generatriz, el principio hylárchico y el archeo universal; Zenón y los estoicos le miraban como el artífice del mundo; Demócrito y Epicuro como el alma de todas las criaturas; Pitágoras como la fuerza procreatriz y nutritiva, vim procreantem et nutrientem; últimamente, el mismo Hipócrates, este profundo y escrupuloso observador, conviene en que el desarrollo de los seres solo se verifica a medida que el fuego elemental, que el calor innato acelera más o menos su acrecentamiento.{1} Galeno, Areteo y los más ilustres médicos de la antigüedad no han pensado de otro modo.
Nada se opone, dice también el célebre Gassendi, a mirar el calor como el alma del mundo. En efecto, su ausencia arrastraría en pos de sí la existencia de todos los cuerpos organizados; los fluidos se concretarían haciéndose masas inmóviles; la misma atmósfera se replegaría sobre la superficie de la tierra, y toda la naturaleza yacería en la inercia; pues hasta las masas inorgánicas perdiendo su fluidez dejan de ser aptas a la combinación, corpora non agunt nisi soluta. De consiguiente como de un hecho negativo se sigue otro positivo, si la ausencia del calor contrae la muerte y devastación de todos los seres, su presencia debe producir la vida y generación universal. Prescindiendo de esta legítima consecuencia, con solo echar una ojeada fugitiva sobre la extensión de nuestro planeta, veremos en los Polos la silenciosa estancia de la parca, mientras el Mediodía ostenta todas las bellezas de la creación, como diariamente observamos que el cálido aliento de la Primavera todo lo vivifica, mientras el helado Invierno lo paraliza todo.
Estas consideraciones pasan ya de triviales, pues se hallan al alcance de los entendimientos más limitados; y este es sin duda el motivo de no haber merecido una seria reflexión de parte de los modernos Biologistas, que por su aplicación a la masa de conocimientos adquiridos pudieran haberlas hecho fructificar; pero lo simple y natural no lisonjea tanto la imaginación como lo complicado y difícil. El calórico es tan solo considerado en la época actual como un estimulante poderoso, proposición que se halla muy distante de expresar toda la importancia de dicho elemento, y de la cual, en medio de su mezquindad, no se ha pensado en deducir el menor corolario. Sin embargo, concretándonos por de pronto a ella, pasemos a apreciar todo su valor. ¿El calórico es un simple estimulante? ¿Se limita su acción a poner en juego la irritabilidad de los tejidos? He aquí dos cuestiones en que no es dudosa la negativa. 1.º El calórico obra en la economía animal como principio predisponente a las elaboraciones, estableciendo la indispensable fluidez en los materiales de ellas: 2.º obra como principio activo siguiendo las leyes de su naturaleza, así como diariamente favorece y determina en mano de los químicos los diferentes productos de sus laboratorios: 3.º hay lugar de creer que es el elemento mismo de la irritabilidad, pues que esta se extingue, se manifiesta y se aumenta en razón de la ausencia, presencia, o acumulación del calórico en los tejidos; hecho comprobado por todos los experimentadores Hallerianos, y que no puede ponerse en duda si se considera que es indispensable la presencia del calor para que llenen su objeto los estímulos físicos.
Ya tenemos al calórico disfrutando de alguna más importancia de la que generalmente se le concede: ¿y no podremos también considerarle como el elemento de la vida? Para esto sería necesario establecer con anticipación el sentido propio de esta palabra. Si por vida se entiende principalmente, y de una manera abstracta, el resultado de las combinaciones intelectuales, abandonaremos gustosamente la cuestión a los Psicologistas, pues que todo lo inmaterial se halla fuera del dominio de las ciencias naturales, si bien pudieran ellas ilustrarnos en este cago hasta cierto punto. Mas si por vida queremos entender simplemente la pluralidad de propiedades que distinguen los cuerpos organizados de los inorgánicos, nos veremos también obligados a convenir en llamar principio vital a aquel elemento que por su asociación a los tejidos dé lugar a dichas propiedades diferenciales. Este es el verdadero punto de vista bajo el cual debe presentarse la cuestión. Las dos grandes propiedades características de los cuerpos organizados son la irritabilidad y la bio-quimia,{2} que proceden y siguen constantemente una razón directa con la propiedad principal llamada calorificación. Esta debe por consiguiente preceder a todas las demás, ser en una palabra transmitida, hasta que la organización transformada en organismo pueda bastarse a sí, sea susceptible de entretenerla, de hacerla entrar en su círculo. Tal es seguramente lo que la observación nos enseña todos los días: los huevos vegetales (semillas) y animales no pueden desarrollarse hasta que un benéfico calor no penetre su núcleo organizado, no anime bastantemente las delicadas partes que le componen, y las dote de las propiedades que en lo sucesivo deben engendrarle a él. Este último momento constituye la verdadera independencia del nuevo ser; independencia de que por consiguiente no goza hasta que se halla en el caso de proporcionarse por sí mismo una calorificación que en los primeros instantes le había sido prestada. Multiplicando las pruebas en apoyo de nuestra aserción diremos, que los climas meridionales son también los solos que nos ofrecen seres organizados de uno y otro reino, disfrutando del máximum de la irritabilidad y de los productos bio-químicos (frutas delicadas, aromas, &c.); en una palabra, que se hallen dotados de una existencia más activa. Tales son los derechos que tiene el calórico a la esencialidad de la vida. ¿Queremos dispensar este nombre al conjunto de las propiedades vitales? Las vemos depender de la caloricidad en todos los cuerpos organizados, haciéndose también más aparentes en las plantas con el calor, como ha demostrado Juan Federico Gmelin en las familias de las orchídeas, y como lo manifiesta el hedysarum girans, cuyas foliolas se agitan continuamente sin que se las toque, bajo la influencia del sol. ¿Queremos contraer dicha palabra al fenómeno más concomitante de la organización? Nada se aventura en establecer que ningún ser animado existe sin calor. ¿Queremos reservarla al agente de la química orgánica?
Todo tiende a evidenciar que el calórico la preside, ya como principio predisponente, estableciendo la indispensable fluidez en sus materiales, ya como principio activo determinando las diferentes transformaciones de estos. De lo dicho no se debe sin embargo concluir que la vida existe esencialmente en el calórico, sino más bien que entendiendo por principio vital el elemento que mayor juego tiene en el organismo, nos creemos con el derecho de dar este nombre al calórico en virtud de la notable supremacía de que disfruta sobre las demás partes del agregado viviente. Mas este principio que llamamos vital, si bien es un simple calórico en los últimos eslabones de la cadena orgánica, sufre no obstante alguna modificación en el interior mismo de los seres de una estructura más complicada y más perfecta. Estos últimos tienen además ciertos aparatos (centros nerviosos), donde el calórico arrastrado por las considerables masas de líquidos que a ellos afluyen, sufre a su modo una especie de elaboración, y se transforma en un elemento que designaremos bajo el nombre de biógeno, elemento que ocupa un grado intermedio al calórico y fluido eléctrico, disfrutando de las propiedades de uno u otro según su mayor o menor grado de concentración. Este mecanismo transformatorio sería demasiado difícil de comprender sin el auxilio de las doctrinas químicas, que hace algunos años ensayamos desarrollar,{3} y sin las cuales la ciencia de la vida carecería del conocimiento del hecho más importante que puede ofrecer su estudio. El blanco principal de nuestros primeros trabajos fue dirigido a demostrar una verdad que diariamente enseña la Naturaleza a cualquiera que se toma la pena de observarla, esto es, que como vemos la aproximación o separación de las moléculas del agua constituir tres estados diferentes en quienes varía la pluralidad de atributos generales de la materia (gravedad, figurabilidad, volumen, &c.), del mismo modo la concentración o dilatación de los átomos de un elemento único le contraen propiedades diversas que se han querido personificar, distinguiéndolas en otros tantos principios sui generis. De aquí el embarazo de los físicos al explicar la pronta aparición de un elemento, su cuantioso desprendimiento de un cuerpo, en el cual hasta entonces no había dado el menor indicio de existir. ¿Se dirá que el lumínico y el calórico que se desarrollan al inflamar algunos granos de pólvora se hallaban ya en su interior? ¿No es esto abusar de la credulidad de los hombres? ¿Y no es vergonzoso tolerar que se profesen en la ciencia semejantes inepcias? ¡Pero de qué nos extrañamos! ¿existe por ventura en la Naturaleza un solo fenómeno que haya recibido explicaciones menos absurdas? Desengañémonos una vez; la física y la química pueden haber multiplicado sus medios de análisis, pueden haber perfeccionado su espíritu de observación, pero la verdadera ciencia no existe todavía, pero se desconoce la verdad capital que debe naturalmente enlazar los infinitos hechos que escombran una y otra. Bacon de Verulamio determinó una revolución en los conocimientos humanos: sintió toda la impotencia de los esfuerzos intelectuales cuando no se fundan en los hechos, y dio a todo género de estudios el impulso analítico que les faltaba, el solo que podía proporcionarles los abundantes materiales necesarios para construir un día la verdadera ciencia. Desde entonces el genio sintético de los primeros filósofos hizo lugar a una manía de detalles que podía muy bien ser desempeñada por hombres menos privilegiados: desde entonces los sujetos de una asidua perseverancia en el trabajo, y de una feliz memoria ocuparon en la jerarquía literaria el lugar que habían desalojado los hombres profundamente meditabundos, los talentos verdaderamente capaces de elevados conceptos. No hay duda que el ingenio a quien faltan hechos es como el arquitecto privado de materiales; pero también es cierto que los hechos no fecundados por el ingenio son como los materiales que carecen de la combinación productriz del arquitecto. Tales son, a no dudar, las dos épocas más notables que nos ofrece la historia de los conocimientos humanos; una sintética en que los hombres sin haber observado bastantemente la naturaleza fenomenal querían explicarla; otra analítica en que habiendo amalgamado un prodigioso centón de detalles, no solamente hacen consistir en éste caos una ciencia que no existe, sino que cada día continúan con más ardor embrollándose con observaciones, ya frívolas, ya falaces, o ya contradictorias. La lucha de reputación que tanta influencia tuvo en el invento de los sistemas filosóficos antiguos más aventurados, la tiene hoy día en la suplantación de especiosas observaciones, a fin de basar aparentemente cualquier mezquina originalidad, impostura la más odiosa que puede manchar a un hombre confiando en la buena fe con que reciben los demás las cosas que se dicen de pura inspección.
Tal es el estado actual de los conocimientos humanos, y tal es con particularidad el de la filosofía física. Así al publicar nuestros primeros trabajos no dudábamos que siendo mucho más progresivos que el espíritu analítico del siglo, habían de chocar con el modo de ver de aquellos hombres ignorantes y rutinarios, para quienes el hábito de creer equivale completamente a la demostración. Estábamos también penetrados de las dificultades que nuestra posición debía ofrecernos{4} para acabar de elaborar nuestras doctrinas, explanarlas convenientemente, y acostumbrar al público a oirlas glosar; pero un generoso sentimiento de emulación se hizo superior a nosotros, y nos determinó a dar una precoz publicidad a nuestras ideas, por asegurar la propiedad de un pensamiento (sistema de la concentración), que sucesivamente comentado como la ley de Newton, debe constituir un día el núcleo y el lazo común de todos los estudios que se designan colectivamente bajo el nombre de ciencias naturales. He aquí los motivos que en aquel tiempo nos determinaron a publicar un imperfecto bosquejo de nuestras ideas, y que en lo sucesivo han motivado nuestro silencio: si se pone igualmente en consideración los cinco años que después hemos viajado en Francia y en Italia, se juzgará sin dificultad que no ha sido la impertinente crítica que se nos hizo en un mal periódico la causa de haber interrumpido la continuación de nuestras tareas. Mas volviendo nuevamente a la cuestión que nos ocupa, diremos: que no existe en las ciencias físicas un solo problema que nuestra Doctrina de la concentración fácilmente no resuelva; que los casos llamados impropiamente excepcionales la sirven de comento, entran sin la menor restricción en su vasta generalidad; en una palabra, que es la sola susceptible de asimilarse los progresos ulteriores de la ciencia, cuyas vías ella misma señala y amplifica. Nos sería demasiado fácil hacer resaltar detenidamente toda la superioridad de que disfruta sobre las teorías parciales y estériles que hoy día se adoptan, si no temiéramos exceder los estrechos límites de una simple Memoria, y si no nos propusiéramos escribir un tratado ex profeso en ocasión más oportuna. Sin embargo, por satisfacer en algún modo la curiosidad de nuestros lectores, y hacerles formar una ligera idea de la actual imperfección de los conocimientos físicos, ensayaremos dirigir algunas cuestiones sueltas a los mismos Profesores de ellos. Partiendo del principio establecido en axioma, que el sol nos manda grandes sumas de calórico ya elaborado, como parece demostrarlo su presencia en el horizonte, ¿cómo se explica la glacial temperatura de las altas montañas que se hallan sin embargo más aproximadas a aquel astro? ¿No debería hacerse allí más sensible su influencia? ¿No es una contradicción manifiesta que se observe más frío a medida que uno más se acerca al foco que se supone del calor? Por otra parte, suponiendo como hemos dicho que este principio proviene directamente del sol, nos veríamos acaso más embarazados al explicar algunos fenómenos relativos a la doctrina de la evaporación. Los vapores que se elevan de la superficie de los mares, ¿no deberían perderse en el espacio, hallándose progresivamente más expuestos a la acción del calor? La diseminación de sus moléculas ¿no debería seguir una razón directa con su proximidad al agente inmediato de la volatilización? Se objetaría en vano que los vapores son retenidos a cierta altura de la atmósfera por la ley de la atracción; pues prescindiendo de que el cómodo principio newtoniano haya sido recibido con demasiada ligereza, por ser tan apto a tranquilizar a los hombres en su ignorancia, diremos que si la atracción que ejerce la tierra puede retener los vapores a una dada elevación, mayormente debería haberlos retenido cuando se hallaban en contacto con ella misma, y cuando según las teorías dominantes la acción del calórico sobre ellos era mucho menor. He aquí los bellos resultados a que nos conducen las ciencias que no existen; he aquí los hiperbólicos adelantamientos a que han hecho llegar la filosofía física nuestros ridículos adversarios. Todas estas consideraciones deberían haber tenido presentes antes de permitirse zaherir una doctrina que no entendían, y antes de intentar morder el talón a quien era demasiado fácil pisarles la cabeza. Nuestro sistema de la concentración, hemos dicho, comprende todos los hechos en su vasta unidad, y aquellos inexplicables por las demás teorías le sirven cual de comento y de prueba. Aprovechemos esta ocasión para empezarlo a evidenciar. El lumínico, según nosotros, es la sustancia elemental a su más alto grado de dilatación, y sus átomos solo necesitan concentrarse para que resulte un cuerpo, digámoslo así, más material, para que adquieran el conjunto de propiedades que se designan bajo el nombre de calórico. De aquí resulta, que el lumínico no puede recibir esta concentración sino a medida que atraviese las diferentes capas atmosféricas; y de consiguiente, que debiendo atravesar muchas menos para llegar a las altas montañas que para descender a los llanos, el calórico debe necesariamente ser más sensible en estos que en aquellas: en una palabra, que las sumas de calórico deben ser mucho menos considerables en las regiones superiores de la atmósfera, que en las inferiores, habiendo sufrido el lumínico una más débil concentración en las primeras que en las segundas; de donde se sigue, que los vapores desprendidos de la superficie de la tierra deben progresivamente condensarse a medida que se elevan. Tal es, a no dudar, lo que todos los días nos manifiesta la observación, y tal es igualmente la sola explicación satisfactoria que de este fenómeno pueda darse. Mas acabemos de confundir a nuestros detractores, prosiguiendo el examen genérico que nos hemos propuesto.
Nada más común que ver en medio de los ardientes calores del estío desaparecer de un modo casi instantáneo todo el calórico que tenía en suspensión las grandes masas de vapores existentes en la atmósfera, y caer éstas congeladas bajo la forma de granizos. Nada tampoco más incontestable que el rápido desarrollo de las cuantiosas sumas de fluido eléctrico que entonces se manifiestan y determinan las atracciones y repulsiones; en una palabra, la notable violencia con que dichos granizos se precipitan. Ahora bien, siendo estos datos ciertos, como todo el mundo conviene, nos creemos autorizados a preguntar ¿qué se ha hecho del calórico que mantenía al agua en estado de vapor? ¿y de dónde ha venido la electricidad que con tanta violencia la impele después bajo la forma sólida?... Ábranse las páginas que los diversos físicos han consagrado al fenómeno del granizo, y veamos si en alguna de ellas se encuentra la solución de este importante problema... Mas a qué cansarnos, si por todas partes solo hemos de encontrar reemplazada la ciencia por detalles fríos y prolijos, por hechos mal observados y reunidos sin discernimiento, últimamente por un corto número de explicaciones tan gratuitas como poco fundadas e incoherentes. Y en medio de tales circunstancias ¿se creerá un excesivo atrevimiento proponer una doctrina que explica y enlaza todos los fenómenos? ¿se mirará como un atentado literario concebir un sistema general, sencillo y luminoso, que encadenando naturalmente todos los hechos evite que continúen siendo como hasta aquí otros tantos arcanos, otros tantos jeroglíficos? Tal es el modo con que han considerado nuestra empresa aquellos lastimables neofísicos, en quienes la ignorancia y la presunción se disputan la preferencia.{5} Nuestra conducta ha debido probarles la importancia que damos a su opinión. Mas dejando aparte estas frivolidades, entremos nuevamente en la cuestión que nos ocupa Si el fluido eléctrico, cual hemos dicho en nuestro primer opúsculo, es el tercer grado de concentración de la sustancia elemental, ninguna dificultad hay en concebir cómo el calórico acumulado en las grandes masas de vapores pueda ser concentrado por ellas, y adquiera las propiedades que distinguen al elemento de que hablamos. En este caso desaparecerán los atributos del primero, determinándose una rápida congelación, y se manifestarán los del segundo, dando lugar a las atracciones y repulsiones que caracterizan dicho fenómeno. ¿Cómo se desarrolla la electricidad en la turmalina, los rubíes del Brasil y en tantas otras sustancias, sino exponiéndolas a la acción de un fuerte calórico que debe concentrarse en ellas para adquirir nuevas propiedades? Aun en el disco eléctrico ¿se produce por ventura la electricidad sin que la haya precedido un vigoroso calor? Sería jamás terminar si hubiéramos de transcribir todas las cuestiones con que el solo buen sentido puede embarazar aun a los físicos que disfrutan de más prestigio en la época presente. Bástenos por ahora decir que cuantos buenos observadores cuentan las ciencias físicas, otros tantos han reconocido la metamorfosis que frecuentemente se verifica de unos principios en otros.{6} Segundo, que sin hacer uso de tan respetables autoridades, la diversidad en los resultados de la análisis química debida a los diferentes procederes que en ella se emplean, y cuantos fenómenos se pasan en el gran laboratorio de la Naturaleza garantizan esta verdad. Tercero, que si dicha transformación de los elementos había ya sido en todos tiempos profesada, el sencillo mecanismo con que se verifica era en un todo desconocido hasta la publicación de nuestra doctrina. Cuarto, que esta última no es seguramente una mera abstracción como el análisis eléctrico del Sr. Coulomb, &c., y sí una consecuencia categórica de la serie de hechos más consolidados que poseen las ciencias físicas. Quinto, que las teorías generalmente recibidas en las escuelas no pueden sostener, como hemos demostrado, el más ligero examen, una sola mirada de la razón: últimamente, terminamos nuestras conclusiones insistiendo de nuevo sobre el axioma capital que constituye por sí solo nuestra profesión de fe, esto es, que el lumínico, el calórico, y el fluido eléctrico solo pueden existir en estado libre y en pleno goce de sus propiedades; que cuando estas no aparecen tampoco hay un derecho de suponer en los cuerpos la presencia de aquellos; y que si en algunos casos se desarrollan en varias sustancias, es por una verdadera atenuación y transformación de principios más ponderables. Porque la electricidad dé chispas y penachos luminosos ¿se dirá que el lumínico entra en la composición del fluido eléctrico? ¡Adonde nos conducirían tales explicaciones!
Conocidas ya las principales bases de nuestro Sistema Elementológico pasemos a hacer su aplicación a la ciencia de la vida. Grandes han sido los debates de los biologistas modernos al querer determinar la naturaleza del fluido que recorre los nervios, y que decide por su unión a los tejidos los efectos de la irritabilidad, por su acción sobre los líquidos vivientes las elaboraciones secretorias. Que el sistema nervioso es el medio de producción de todos estos fenómenos en los seres más elevados de la escala zoológica, multiplicadas pruebas tienden a demostrarlo hasta la evidencia; pero que la sustancia nerviosa sea el agente inmediato de dichos resultados no hay el menor fundamento en que poderlo apoyar. En efecto, cuando se hace la ligadura o la sección de un nervio, se suspende la vitalidad de la parteen que se ramificaba exclusivamente; si es un órgano secretorio interrumpe su tarea, si es un músculo se pone fuera del alcance de la unidad viviente. Mas en uno y otro caso las ramificaciones nerviosas existen perfectamente íntegras en el interior de los parenquimas, y el tronco de donde proceden, una vez circunscrito por la sección, tampoco pierde cosa alguna de su propia sustancia. Este hecho manifiesta bastantemente que los nervios son unos simples conductores de las propiedades que les distinguen mientras se hallan unidos a los grandes centros adonde todos convergen: en otros términos, que transmiten a los órganos un principio activo, agente inmediato de las elaboraciones bio-químicas, estímulo vital que determina en otros casos los resultados de las voliciones; últimamente, la disposición cilíndrica de los nervios, su arborización vasculiforme, su distribución en las vísceras más importantes y en los órganos activos del movimiento, en fin, hasta la misma sustancia semi-fluida depositada en el nevriloma, y que constituye la parte más esencial del parenquima nervioso, todo concurre a comprobar que se hallan destinados a dar paso a un principio imponderable elaborado en sus centros. Cuál sea la naturaleza de este principio es, como dijimos poco ha, la cuestión que más ejercita la sagacidad de los biologistas modernos. Si se considera la rapidez de sus movimientos, la energía de sus resultados, la tenuidad de su naturaleza, hay ya un motivo de sospecharle análogo al fluido eléctrico; más si se añade a esto las conmociones que producen las tremielgas, algunos iluros, &c., la electricidad puesta en acción que se nota en ciertas expansiones nerviosas, como prueban los rayos luminosos que salen de los ojos del gato, del tigre, &c., las grandes sumas eléctricas que otros mil medios hacen reconocer en el sistema nervioso, entonces pues la sospecha se convierte en realidad. Aún hay más; cuando la ligadura o la sección de un dado nervio interrumpe, como hemos dicho, las elaboraciones orgánicas de la víscera en que se distribuye, estas vuelven a restablecerse a favor de una corriente eléctrica. ¿Qué otras pruebas queremos de la naturaleza del fluido que prepara y transmite el sistema nervioso? La ablación de algunos centros de este último anula completamente las conmociones que produce el torpedo; y por el contrario la presencia del fluido eléctrico en el cadáver de varios animales le devuelve, por algunos momentos, los atributos más principales de la vida. Obsérvese lo que sucede en la cabeza de un buey en que se haya establecido convenientemente un círculo eléctrico; al instante mismo todas sus partes se ponen en movimiento, los músculos se contraen, la lengua gira, los ojos se abren, toda ella presenta un aspecto formidable, y aun parece que va a lanzarse sobre el espectador. ¿Y no podremos decir en este caso que se halla penetrada del principio vital? ¿no podremos asegurar que disfruta momentáneamente de la vida, y que si esta se extingue después es tan solo debido a que no puede continuar proporcionándose por sí misma el principio que la dio lugar como lo haría con la íntegra asociación de las demás partes del agregado viviente? Tal es seguramente nuestro modo de ver, y tal es la manera que tenemos de interpretar algunos hechos relativos a las asfixias por inmersión, &c.: en estos últimos casos los individuos se hallan real y verdaderamente muertos, si bien conservan todavía una aptitud a la vida en razón de encontrarse todos sus elementos orgánicos en un perfecto estado normal, faltándoles tan solo el principio de animación que después se les comunica por medio del calórico o la electricidad. Pero esto es entrar en cuestiones puramente accidentales: volvamos a la que nos ocupa.
Dejamos establecido con repetidas pruebas que el fluido eléctrico es el principio activo a quien se deben las propiedades eminentemente vitales que dispensan los filetes nerviosos a los órganos donde se distribuyen: réstanos únicamente averiguar su origen, esto es, el mecanismo de su desarrollo en el sistema nervioso, o el modo con que penetra en él. Algunos biologistas quieren que resulte del miscela partium: otros le hacen provenir de la atmósfera, e insinuarse en la economía a favor de la respiración; otros en fin llegan hasta comparar el eje cerebro-espinal al aparato de Volta. Nada deben extrañarnos estas explicaciones por paradojales y absurdas que parezcan; ellas son, a no dudar, la expresión sumaria del espíritu mezquino de la época presente , el resultado necesario de la falta de un sistema general de filosofía física, ¿Qué miscela partium puede haber en el embrión reducido a simple mucus? Y por el contrario, ¿cómo no desarrolla un cadáver la electricidad existiendo en él el miscela partium? ¿de qué atmósfera sustraen la electricidad los animales vertebrados que no respiran el aire? ¿se pretenderá que el aire, el agua y aun todos los alimentos se hallen impregnados de una electricidad que deben abandonar en beneficio de los cuerpos organizados que los reciben? Por otra parte, ¿qué tiene de común el eje encefalorachidiano con la pila voltaica? ¿dónde están esos pares de discos de diversa naturaleza, y ese menstruo que oxidándoles reduplica sus efectos? Vergonzoso es aún para nosotros deber entretenernos de unas teorías que el solo buen sentido bastaría a refutar; pero vivimos en una época en que se hace de este último muy poco uso, y en que hasta los errores más groseros exigen refutaciones serias. Dichas explicaciones arbitrarias han desacreditado poderosamente el grupo de hechos bien consolidados que pretendían explanar, del mismo modo que los hombres que más han proclamado ciertas verdades han sido por sus falsas interpretaciones la causa involuntaria del descrédito de ellas. Sin embargo, el haber carecido hasta aquí los precitados hechos de una solución conveniente no es un fundado motivo para desentenderse de ellos, antes bien su alta importancia debe recomendarlos particularmente a nuestro estudio, a fin de conseguir exponerlos en un orden más genuino, y de una manera más favorable y útil que se haya podido hacer en otro tiempo. El fluido eléctrico, hemos dicho, tiene la mayor afinidad con el calórico, de quien no es más que una simple concentración, como dejamos demostrado: así puede mirársele a justo título como un calórico más concentrado, más vigoroso. Cuando obra con alguna lentitud, sus propiedades son enteramente análogas a las del grado elemental que le precede, esto es, a las del calor: como éste, le vemos acelerar la evaporación y el curso de los líquidos, favorecer las emanaciones odoríferas y las agregaciones o disgregaciones de los cuerpos; del mismo modo, promueve la germinación de las plantas, su incremento y precocidad: aumenta en los animales la circulación y todas las elaboraciones orgánicas; en una palabra, todos sus resultados son poco menos que idénticos a los del calórico, circunstancia que también contribuye poderosamente a comprobar la homología o conformidad de uno y otro principio. Ahora pues, partiendo de los referidos datos, no nos parece difícil explicar la producción del fluido eléctrico en la economía animal: veamos de presentar nuestras ideas con algún método.
En todos los cuerpos orgánicos los fluidos se hallan animados de un movimiento de progresión que les dirige en todos sentidos a los diversos puntos de la economía, a fin de conducirles el calor vital, igualmente que los materiales que deben someter a sus respectivas elaboraciones. En los últimos seres de la escala biológica (los vegetales) presenta este fenómeno la mayor sencillez, y todo su mecanismo estriba en la ascensión que el calórico imprime a los líquidos dilatándolos, de esta manera se emplean estos en la función a que se hallan destinados, o son expelidos por vía de exhalación, no verificándose de modo alguno la revolución circulatoria. De aquí resulta que todas las partes se encuentran impregnadas de fluidos y calórico por igual, y poseen por lo tanto una suma idéntica de vitalidad; mas no sucede lo mismo cuando los humores son conducidos por vasos ad hoc que les dirigen de preferencia a ciertos puntos en que se aumenta de consiguiente la suma de calórico vital, adquiriendo por esta sola circunstancia una supremacía sobre los restantes tejidos. Tal es el origen de los aparatos nerviosos, y tal es también la explicación que merece su uniforme desarrollo con la vascularidad. Así se puede establecer como otras tantas verdades que los nervios son un resultado de los vasos, que faltan por consiguiente con estos, existen por su presencia, y siguen constantemente con ellos una razón directa. De aquí el considerable desarrollo del sistema nervioso en los mamíferos, que nos ofrecen también el aparato sanguíneo más perfecto; de aquí igualmente la absoluta privación de nervios en los pólipos, las madreporas, y en todos los radiarios, animales en quienes tampoco se descubre el menor vestigio de sistema vascular. Por otra parte, la vascularidad es evidente en la sustancia gris o matriz de los centros nerviosos; en los nervios esplánicos de los animales invertebrados y acéfalos, y aun en la del sistema ganglionar de los mamíferos, no siendo menos dignas de notarse las exageradas masas de sangre que a ellos afluyen. Bajo este último panto de vista nos presenta el encéfalo una observación de la mayor importancia: cuatro troncos arteriosos se ramifican y pierden en su parenquima, de los cuales el menor bastaría a entretener la nutrición de una víscera tan voluminosa como el hígado: y si son más que superabundantes a su nutrición, ¿qué otro destino puede habérseles confiado? ¿qué otro objeto puede haberse propuesto la Naturaleza en el sensible predominio de sangre arterial que se reconoce en dicho órgano? ¿No será la secreción de un principio imponderable y activo, al cual servirán de conductores los cordones nerviosos? Esta verdad es demasiado manifiesta para que haya podido ocultarse a los observadores de todos tiempos; pero si bien todos ellos la han podido sentir, no ha sido a todos dado poderla demostrar: veamos si somos más felices en nuestras investigaciones. Nada más evidente, como decíamos poco ha, que la excesiva afluencia de sangre arterial que se advierte en los centros nerviosos, y que justamente se calcula tres veces mayor a la que exigiría su simple nutrición. Si se considera además la proximidad de dichos centros al órgano principal de la circulación, se convendrá sin dificultad que la sangre dirigida a ellos llega inmediatamente al punto de su destino, hallándose todavía en este caso muy enriquecida y aun sobrecargada de calórico, lo que nos proporciona ya un primer dato para resolver el problema en cuestión. En efecto, ¿qué otro puede ser el objeto de estas grandes masas de sangre eminentemente arterializada, sino el despojarse en la sustancia nerviosa de una fracción considerable del calórico que arrastran consigo? Y este calórico acumulado en la pulpa nérvea ¿no se concentrará, adquiriendo por este mismo hecho mucha más fuerza, más vigor, más energía y más actividad? Tal es a no dudar el sencillo mecanismo de su producción: pasemos pues a comprobar su existencia. Pregúntese a los biologistas ¿cómo pueden las pasiones exaltantes desarrollar instantáneamente tan grandes sumas de calórico en la economía animal? ¿No será desalojando en gran parte las que ya existen en el sistema nervioso? ¿Qué otra explicación satisfactoria puede darse de este fenómeno? Ninguna seguramente, pues cuanto se nos pudiera decir sería tan solo propio a alejar la cuestión en vez de descifrarla. Los efectos de un frío pronto y fugitivo no son menos a propósito para suministrar una nueva prueba a nuestra aserción capital. ¿Es por ventura el frío exterior una simple sensación, o más bien una sustracción real de calórico? Y si es una verdadera sustracción de este principio, ¿cómo se hace que la masa de él se observe aumentada secundariamente? ¿Dónde se hallaba la suma de calórico que debe reparar el que ha sido sustraído, y que aun exagera su masa total? Volvemos a repetirlo, todo esto se verifica a expensas del calórico concentrado que contiene el sistema nervioso. En dicho caso el cuerpo frío no solamente roba el calórico de la parte en que obra, más atrae también el contenido en los nervios que en ella se distribuyen, y es precisamente a este movimiento atractivo a quien se debe después el superaflujo del principio flogístico-nervioso que da lugar a todos los fenómenos característicos de la reacción. De aquí la pronunciada influencia del frío sobre el sistema nervioso, que había ya notado Hipócrates, frigus nerviis inimicus. Si a lo expuesto se añade la fuerte sensación de calor y aun de fuego que en las neuralgias notan los enfermos siguiendo la dirección del cordón afectado, tendremos un suficiente número de datos para fijar nuestra opinión respecto a la naturaleza del fluido que tan sencillamente elaboran los centros nerviosos.
Ahora pues, recapitulando en general cuanto llevamos expuesto, podemos establecer, como otros tantos resultados lógicos, las siguientes conclusiones:
Primera, que el calórico es el agente universal de animación; que a él deben los cuerpos las tres formas que pueden adoptar, y la facilidad de entregarse a nuevas combinaciones.
Segunda, que dicho principio sufre un ligero movimiento concentrativo en el interior mismo de los seres organizados, cuyo efecto es en parte debido a la naturaleza de su sistema tegumentario, como también a las escamas, plumas, pelos y demás productos malos-conductores de que se hallan recubiertos algunos de ellos.
Tercera, que en los animales más perfectos, además de esta concentración general, existe otra mayormente vigorosa, que se verifica en los centros de innervación a beneficio del calórico de que se despojan en ellos las grandes masas de sangre arterializada que incesantemente les penetran.
Cuarta, que de esta concentración especial resulta un principio medio al calórico y al fluido eléctrico, de cuyas propiedades participa con preferencia según la mayor o menor impresión concentratriz que haya recibido.
Quinta, que si bien este principio (biógeno) tiene muchas propiedades de común con los precitados, pueden sin embargo considerarse en él varias otras que le son en cierto modo propias, como dar lugar á la irritabilidad por su unión á los tejidos, ofrecer una especial afinidad con estos, proteger las elaboraciones orgánicas, &c.
Sexta, que dicho principio así considerado, y atendida su naturaleza termo-eléctrica, reúne colectivamente las atribuciones del Astrum internum de Crollus, de la substantia enérgica Naturae de Glisson, y del principium vitale de Barthez, o de Duret.
Séptima y final, que nuestras doctrinas se fundan en la más severa lógica, y que si bien no añaden cantidad de estériles detalles a los que ya existen, tienen al menos por objeto metodizar y secundar los hechos por medio del raciocinio, verdadero criterium, único regulador y lazo común de todos ellos, que constituye la gran palanca del entendimiento humano, y que bien dirigido es el solo medio de investigación capaz de penetrar hasta las entrañas de la tierra, o de elevarse hasta la cúpula del firmamento.
——
{1} De viet. rat., lib. I. pág. 14.
{2} Química vital, química orgánica.
{3} Ideas químicas de R. López-Pinciano, en 8.º Madrid 1828.
{4} Los estudios académicos que entonces hacíamos.
{5} Alusivo a uno de nuestros antagonistas.
{6} Boyle dice que la Química nos priva del conocimiento de los cuerpos, alterando los principios de que se componen; y el mismo Lavoisier asegura que muchos de los principios que se obtienen por el análisis químico no se hallaban en el cuerpo analizado.
Se halla venal en las librerías de Hurtado, calle de las Carretas; Viuda de Cruz, frente a las Covachuelas, y de Sánchez, calle de la Concepción Gerónima.
{Transcripción íntegra del texto contenido en un opúsculo de papel impreso de 48 páginas más cubiertas.}