Catecismo de los filósofos,
o sistema de la felicidad,
conforme a las máximas del Espíritu de Dios y a los preceptos de la Filosofía sensata.
Segunda edición.
Madrid, 1832: Imprenta de D. M. de Burgos,
donde se hallará.
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Quis est homo qui vult vitam: diligit dies videre bonos? Prohibe linguam tuam a malo: et labia tua ne loquantur dolum. Diverte a malo, et fac bonum: inquire pacem, et persequere eam. Psalm. 33.
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Introducción
El deseo de la felicidad, grabado tan profundamente en el ánimo de las criaturas racionales, parece que no encuentra su satisfacción en la mayor parte de ellas. Corre el hombre desde que nace al término de su ventura; pero están los caminos de su vida tan llenos de obstáculos para su felicidad, que nunca llega a aquel momento en que desea fijarse, sin anhelar el tránsito a otro más dichoso. Lo pasado le entristece, lo presente le fastidia, y solo vive en la esperanza del instante futuro que todavía no posée, y que acaso no poseerá jamás. ¡Qué funesta extravagancia! ¿No sería mejor que, olvidándonos del tiempo pasado, procurásemos ser felices en el momento presente, sin confiar al tiempo venidero unas esperanzas que nunca vimos realizadas? ¡Mas ay, que la naturaleza humana es infeliz y desgraciada en la mayor parte de sus individuos! El hombre, criado señor de la naturaleza entera, es al mismo tiempo presa infeliz de cuanto le rodea; y víctima de sus propias prerrogativas, parece que está condenado a una superioridad de solo miserias. Las pasiones le tiranizan, el mundo le atolondra, la vida le es dolorosa, la muerte le asesta a todos momentos el golpe destruidor, y hasta su misma razón, que debía ser el piloto que le condujese al puerto de la tranquilidad por entre las olas del tempestuoso Océano en que navega, es muy frecuentemente la causa de su naufragio. En vano se esfuerza la Filosofía pagana en inventar especiosos sistemas de felicidad y contento; en vano el orgulloso estoico desafía valerosamente los males, y aun los sufre, con vanidad arrogante, si su corazón que padece, desmiente en secreto esta paciencia especulativa, y condena altamente la violencia de su sufrimiento engañador. Los Platones, los Aristóteles, los Cicerones y todos los demás filósofos que dieron nombre en la antigüedad a las sectas en que se hacía profesión de aspirar a la felicidad exenta de inquietudes, fueron miserables y desgraciados, a pesar de la sublimidad de su doctrina, y de la excelencia de su filosofía. Su corazón estaba en contradicción con sus mismas máximas; y mientras que su razón se felicitaba de haber encontrado la senda de la felicidad, gemía amargamente su cuerpo bajo el tirano yugo de los males con que le cercó la naturaleza. En todos tiempos fue el mundo teatro de pesadumbre; y si abrimos los anales del género humano, hallaremos tan comunes y continuadas las desgracias, que, sin la revelación, fácilmente creeríamos que el hombre había sido formado para ser juguete de un destino sanguinario, inexorable y malhechor. Mas, gracias a la augusta Religión de Jesucristo que nos manifiesta los motivos de este desconcierto. El hombre, criado para Dios eternamente, no puede hallar contento en las cosas de la tierra; y el inmenso vacío que se encuentra siempre en su corazón, es un despertador continuo que le avisa a grandes voces, y le recuerda sin cesar su glorioso destino. Además de ser la inquietud del hombre en esta vida justa pena del pecado de la naturaleza, es también el medio por donde le conduce Dios irresistiblemente al deseo de la felicidad eterna. La observancia del Evangelio, y la práctica de la Religión cristiana, son los únicos recursos que tienen los racionales para dulcificar las penalidades de la vida, y las dolorosas pensiones de su existencia. La razón por sí sola no era capaz de este secreto; y esta misma razón, si la fe no la iluminara, sería para la humanidad el más funesto don de la naturaleza; pues que, examinando las desgracias y miserias de que está rodeada la vida, y no hallando en sí misma arbitrios para remediarlas, induciría necesariamente al hombre a la desesperación más cruel, conduciéndole por fin al suicidio más detestable. Solamente la Religión nos libra de este mal, enseñándonos (para sofocar en nosotros los movimientos de la impaciencia, siempre dañosa e insensata) que somos originalmente pecadores, y que habiendo merecido por nuestros delitos todas las calamidades de que está cubierta la tierra, debemos por ellos a la Divina Justicia una expiación dolorosa y necesaria. Nos enseña igualmente que nosotros somos los artífices de nuestra infelicidad, siendo la libertad de que gozamos el verdadero autor de nuestros males: que Dios no tiene parte alguna en ellos, y que es necesario hacernos justos por la práctica de la virtud, para experimentar la propiciación de un Dios santo, que castiga el mal y premia el bien. En fuerza de estas verdades nos proporciona esta misma Religión los medios más conformes para ser felices, ilustrando nuestra débil razón, rectificando nuestras ideas, y concediéndonos el uso de las pasiones, hasta aquel punto en que son útiles al hombre, y hacen que su vida sea gustosa y deleitable. Pero ¡es cosa bien extraña, que estando esta Religión (origen de la felicidad a que se puede aspirar sobre la tierra) depositada constantemente entre los cristianos, sean sin embargo infelices, en lo que pertenece a los placeres y a la felicidad, lo mismo que las naciones que no la conocen! Examinemos, si no, la conducta de los pueblos discípulos del Evangelio, y veremos con asombro que, a excepción de un pequeño número de hombres privilegiados que viven dichosos en el retiro y abstracción cristiana, están los demás abismados en una infinidad de bagatelas, y metidos en un perenne flujo y reflujo de zozobras, que les hacen incómoda la vida, y fastidiosa su existencia. Todos se consideran desgraciados; y pasando apresuradamente de gusto en gusto y de placer en placer, no consiguen otra cosa con esta variedad que tomar las fuerzas necesarias a su constitución miserable, y dar elasticidad a los muelles del sufrimiento para padecer de nuevo. ¿Es esta la felicidad y destino de los cristianos? Ellos que, con solo observar la Religión de Jesucristo, serían los más afortunados de los hombres, gimen no obstante sin consuelo en el regazo de la aflicción, y se miran arrastrados de una multitud de infortunios que, no sabiendo ni pudiendo evitar, les inspiran frecuentemente la rabia, la desesperación y el furor más bárbaro. ¿Qué diferencia se encuentra, en lo que mira a la felicidad, entre la idólatra Asia y la Europa cristiana? ¡Qué espectáculo tan horroroso se ofrece aquí a nuestra consideración! Por ventura ¿vemos en los pueblos y ciudades cristianas más que un espíritu de frivolidad en las personas de todas edades, un amor tumultuario a los placeres que destruye nuestra felicidad, y un contraste inexplicable de vicios y de virtudes? ¡Mas ah, que este espectáculo no es tan terrible como el que nos presenta la Filosofía de nuestros días! El mundo, lleno de maldades en todos tiempos, ha sido siempre peligrosa morada de la virtud y de la inocencia; pero el espíritu filosófico del día hace su habitación insoportable. La Religión, que era el único asilo contra los males inseparables de la vida, y que contenía el furor de las pasiones, desordenadas por el pecado, es hoy para muchos un nombre sin significación, y una fantasma que solo asusta a los ánimos apocados. Todo se puede hacer impunemente en el sistema de ciertos escritores modernos. De aquí es que está en la actualidad la tierra llena de unos delitos cuya atrocidad espantaba antiguamente la razón del mundo, pagano, pero que el espíritu filosófico de nuestra edad logró hacer casi comunes en el mundo cristiano. Los adulterios, los homicidios, la perfidia, y hasta el suicidio, son muy frecuentes entre los cristianos de este tiempo; no habiéndose notado en los anteriores tanto número de estos abominables delitos, como desde que los filósofos fuertes publican por todas partes los dogmas de nueva invención. ¡Oh míseros mortales! ¿hasta cuándo pues habéis de ser insensatos, contribuyendo con vuestros delirios a aumentar las desgracias de la vida, y a llevar hasta lo sumo vuestra infelicidad? ¿Quién se podría persuadir de que siendo la Religión el único consuelo en nuestras aflicciones, y la que nos conduce después de esta vida a una bienaventuranza perdurable, había de ser objeto de nuestro menosprecio, y que no nos habíamos de aprovechar de sus luces para lograr en este mundo aquella felicidad cuyo deseo, íntimamente grabado en el corazón humano, se consumará solamente con la inefable vista de Dios en la Gloria? El mundo y la experiencia nos enseñan sin embargo esta paradoja, y vemos a la mayor parte de los hombres insensibles a su perdición, e indiferentes en el negocio de la otra vida. Los unos, creyendo el Evangelio, pasan sin embargo una vida tibia y pecadora, como, si no creyesen. Los otros, aunque no sean absolutamente incrédulos y sin Religión, vacilan no obstante y fluctúan entre mil dudas necias, que la lectura de las novedades del siglo introdujo en su ánimo; y no acertando a salir de ellas por sí mismos, viven atormentados e infelices en una peligrosa indolencia, sin determinarse nunca a fijar sus vanos pensamientos. Estos hombres (a quienes pretendo dirigir mis lecciones) inconstantes, y divididos entre el vicio y la virtud, suspiran, continuamente por la dicha, y no la encuentran. Entran a veces valerosamente en los senderos de la verdad, mas a la mitad del camino suelen andar a tientas entre las sombras con que la ofuscan el mundo y las pasiones. Fugitivos de sí mismos, y extranjeros en su propio corazón, andan errantes en la patria de sus pensamientos, sin saber a qué atenerse, ni qué partido seguir para alcanzar la felicidad y la paz. El mundo con sus prestigios fascina y seduce su razón. La vehemencia de las pasiones los excluye de la felicidad; y cuando podían ser dichosos con sola la observancia del Evangelio, nunca llegan a lograr la ventura que tienen entre sus mismas manos: semejantes en esto al Tántalo de la fábula, que pereció de hambre teniendo presente la comida y la bebida por que tanto suspiraba. Corren estos infelices en la carrera del mundo aturdidos con el ruido, sofocados con las fatigas, sin pensar nunca en el débil muro que separa la tumba del teatro de la vida. ¡Qué miserable condición la de las criaturas! ¡Qué incomprensible el entendimiento humano! Estamos empeñados en hacernos desgraciados por nosotros mismos, y efectivamente lo conseguimos. La práctica de la Religión cristiana, que es la más conforme a la felicidad del hombre, nos parece un peso insoportable; y unos preceptos tan suaves como los de Jesucristo (que, aun cuando por un imposible no se nos recomendaran, los debía guardar la razón por la tranquilidad que de su observancia resulta al hombre) son para nuestra imaginación extravagante un yugo que nos oprime. Con tan falsas ideas nunca nos resolvemos a hacer la experiencia de probar el camino de la virtud con fervor y determinación, ni a saborearnos de lleno con la dulzura de la Religión cristiana exactamente observada.
¡Oh vosotros los que buscáis por todas partes el tumulto y la disipación, lisonjeándoos de encontrar la alegría y la tranquilidad, vosotros, a quienes el mundo llama hombres de placeres, pero que sois en la realidad hombres de pesares! probad el suave imperio de la virtud, fijando por un momento vuestra inconstancia, y practicando las lecciones de la sabiduría, si queréis vivir dichosos, y pasar vuestros días tranquilos y apacibles en el seno de la Religión amable. Diligentibus Deum, omnia cooperantur in bonum. Rom. cap. 8.
Catecismo de los filósofos, o sistema de la felicidad
Lección primera
Sobre la Religión
Dios, que es el ser eterno inmutable y sin principio, exige de todas sus criaturas un reconocimiento íntimo a sus beneficios. La creación, la conservación y la existencia son dones suyos. Nuestra misma alma, que pocos años hace no existía, fue creada por su omnipotencia, e infundida en esta habitación de barro, de que tomó el cuerpo que tenemos. Por esta razón le debemos al Señor que forma los hombres una sumisión entera de nuestra alma y sus potencias, y un culto religioso exterior de nuestros cuerpos, en protestación del absoluto dominio que ejerce sobre todo lo criado. A este fin se dignó revelarnos este mismo culto, y manifestarnos su voluntad de un modo divino, constante e infalible, primero por sus Profetas, y después, y en estos últimos días, como se explica el Apóstol, por medio de su Hijo muy amado, continuando actualmente este ejercicio por el ministerio de la Iglesia católica, los concilios generales y los pastores espirituales, que sin interrupción se sucedieron desde los primeros siglos del cristianismo hasta nuestros días. En esta creencia, y conforme a estos principios, nuestros principales cuidados en esta vida no se deben reducir a otra cosa más que a conocer la voluntad de Dios declarada en las escrituras, y a estudiar la economía de nuestra sagrada Religión para obedecer y ejecutar los preceptos divinos.
Nace el hombre ignorante y miserable, y si Dios no le instruye por algún medio humano, nunca será capaz de averiguar por sí solo quién es, de dónde viene, y a dónde va a parar. Por esta razón se debe dejar conducir de la revelación, prestándose dócilmente a las instrucciones de Dios, sin pretender escudriñar atrevidamente las leyes del Altísimo, y los decretos de su sabiduría incomprensible. Las obras de la naturaleza, y los fenómenos de la tierra se ocultan enteramente a nuestra perspicacia; y ¿querríamos nosotros comprender los arcanos de la Divinidad y los consejos de la Omnipotencia?
¡Arrogante vanidad y locura es la de nuestros filósofos cuando se creen árbitros de la naturaleza, y bastante poderosos para cambiar, variar y reformar su espectáculo! Mas por fortuna, todo su poder está reducido a términos pomposos, a palabras huecas y abultadas, que solamente nos causan en el oído un ruido sonoro y momentáneo, pero que nos dejan en el fondo tan pobres e ignorantes como antes, aunque orgullosamente deslumbrados y enamorados de nuestro saber. ¡Míseros y desgraciados mortales, qué impotentes son vuestros esfuerzos contra el omnipotente brazo del Señor de los cielos! Fórmenos cualquiera hombre que presuma de sabio el pequeño cuerpo de una abeja, la delicada estructura de un lirio; prevenga los terremotos, disipe los huracanes, y evite por último el golpe fatal que destruye las generaciones; y ya tendremos entonces motivos para admirar su sabiduría y venerar su poder. Mas, por desgracia del género humano, fueron demasiado comunes desde el principio del mundo las catástrofes y las desgracias, y no son menos frecuentes en nuestros días, en que, a fuerza de un exquisito modo de pensar, no solamente se ha intentado penetrar los secretos de la naturaleza con los recursos del arte, sino que se procuran examinar en el tribunal de la razón los misterios de la misma divinidad y las disposiciones del Ser supremo. Pero, ¡oh conatos imbéciles de los hombres! La divinidad sería para nosotros sin la revelación un enigma: los males afligen hoy a la humanidad como en tiempo de Noe: las desgracias, las miserias, la corrupción y la perversidad reinan ahora como en los siglos de Roma y Atenas; y, a pesar de los pomposos renombres con que apellidamos dichosa y dorada nuestra edad, oscuros e infelices los tiempos remotos, experimentamos actualmente las mismas calamidades y miserias, sin poder evadirnos nunca de las manos del Dios de las venganzas. La ilustración de aquestos últimos siglos no nos hizo más virtuosos, ni nos proporcionó más remedios contra los males de la vida, que los que tuvieron nuestros antepasados, a quienes miramos con desprecio, y aún tenemos la osadía (mejor diré la fatuidad) de llamarlos bárbaros, porque hablaron menos que nosotros, aunque acaso hayan dicho y sabido lo mismo que los maestros de las escuelas modernas. En el perpetuo círculo de opiniones y sistemas, y en la fermentación literaria en que se halla al presente toda Europa, no se descubre un solo punto de apoyo sobre que podamos fundar el sistema de nuestra felicidad. La vida del filósofo, igualmente que la del ignorante, se consume en una multitud de acciones casi de un mismo orden, con sola la diferencia de que cuando se ocupan en ellas los llamados filósofos, las nombra el mundo negocios importantes; y necedades y fruslerías cuando las hacen los sencillos aldeanos. Pitágoras, Platón, Aristóteles, y los demás legisladores filósofos de la antigüedad, ninguna reforma considerable hicieron en el mundo, ni tampoco se hallan más mejoradas y ordenadas las pasiones del hombre después del nacimiento del gran Bacon, Neuton, Descartes y Gasendo. Ya desaparecieron de sobre la faz de la tierra y entraron en la región del silencio los famosos Epicuros, Lucrecios, Bayles, Rouseaus, Voltaires, y otros tan desgraciados reformadores como ellos, que, después de haber intentado corregir el mundo, le dejaron peor que estaba. ¿Qué es de la legislación que tanto proclamaban? ¿en dónde se encuentra la felicidad que con énfasis filosófico nos anunciaban con tanta confianza siempre que siguiésemos sus máximas? Ellos los infelices vivieron inquietos y perseguidos, metidos en un laberinto de dudas y zozobras, de que toda su vacilante sabiduría no les pudo sacar, devorados continuamente de su propia inconstancia, y cayeron por último sin remedio en las manos del Dios vivo cuyos juicios investigaron con arrogancia. ¡Ah! desgraciada y miserable toda su Filosofía si, después de haberles granjeado una vida de inquietudes, los condujo por fin a una eternidad de tormentos. Los prosélitos de su doctrina no tuvieron éxito más favorable en perfeccionar la reforma que sus maestros les dejaron dictada, y van experimentando sucesivamente y sin recurso el poder inexorable de la muerte y la certeza de la eternidad, contra la aserción de sus dogmas. ¿Quién hasta ahora fue enemigo del Altísimo y tuvo paz? El mundo cada vez está más perdido, y sus habitantes son cada día más extravagantes. En vano intenta la razón humana, defectuosa originalmente por el pecado, fabricar por sí sola la felicidad del hombre, y tomar a su cargo la legislación de las pasiones. Solamente Jesucristo era capaz de reformar el corazón humano imponiendo a las criaturas unas leyes propias para este fin, como quien conocía tan bien la naturaleza de sus pasiones. El Evangelio es, pues, la regla de los hombres y el origen de su felicidad. Únicamente aquel que practica sus máximas, y se somete con veneración a sus decisiones, es el que goza de la vida tranquila, fruto de la paz del alma. Confiado todo en Dios, y libre de las dudas y cavilaciones de que la mayor sagacidad del entendimiento humano no puede sacar al atrevido impío, se entrega apaciblemente al cumplimiento de las suaves obligaciones que le impone el Evangelio, y muere sosegadamente en el seno de la Religión fortalecido con la confianza sobrenatural y divina que le inspiran el testimonio fiel de su conciencia, y la regularidad de sus costumbres. ¿Quién podrá explicar dignamente la feliz situación de un corazón cristiano en el momento mismo en que va a experimentar el dulce efecto de las promesas de un Dios a quien sirvió y adoró toda su vida en espíritu y verdad? Toda la Filosofía antigua y moderna es incapaz de proporcionarnos este momento, sin las luces y las virtudes del cristianismo.
El medio pues más proporcionado para vivir tranquilamente en este mundo, es creer firmemente el Evangelio y cumplir con exactitud sus preceptos. Para conseguirlo debe el hombre verdaderamente filósofo desechar al punto las dudas que su fantasía le ofrezca sobre la Religión, considerando atentamente que ninguna de cuantas están extendidas por toda la tierra ofrece mayores ni mejores pruebas: que sus dogmas son metafísicamente ciertos y evidentemente creíbles: que ninguna objeción pusieron contra ella sus enemigos hasta este día que no esté ya suficiente y abundantemente desvanecida en los libros de controversia y apología{*}: y que los hombres de más talento de todos tiempos, edades, climas y condiciones la profesaron constantemente, y por solo el convencimiento en que estaban de la verdad de su doctrina, en virtud de un examen raciocinado de sus principios. Todos estos hombres llegaron a conocer que, supuesta la necesidad que esencialmente tiene el hombre de una Religión, solamente la cristiana es la más razonable, la más análoga a la felicidad del alma racional, y la más conforme a la ley natural y a la dignidad de las criaturas racionales. En consecuencia de estos motivos, la abrazaron y profesaron públicamente por sola la bondad y santidad de su doctrina, sin espíritu de partido o preocupación. Es muy propio de almas débiles y de ingenios superficiales pretender ostentar fatuamente que no tienen religión. Y cuando los impíos de nuestros días hacen alarde de sus dudas para destruir la revelación, manifiestan en esto la imbecilidad de su razón, y son convencidos de ignorantes, y arrollados con sus propias contradicciones por los sabios defensores del Cristianismo a la faz de todo el mundo literario. ¿Cuál de los modernos corifeos de la impiedad se atreverá a entrar en paralelo con los Apóstoles, los Crisóstomos, los Gerónimos, y los demás Padres griegos y latinos de la cristiana antigüedad? Sin duda alguna que saldría bien confundido en este cotejo, en juicio de los mayores sabios de Europa. Pero, hablando de los católicos modernos, ¿qué almas más grandes, ni qué ingenios habrá superiores a los Osios, Tostados, Calmets, Fenelones, Bossuets, Fleuris, Cartesios, y Malebranches? ¿Pues qué diremos de tantos Papas y Reyes católicos? Bástame oponer a los irreligionarios los Leones y los Sixtos, los Benedictos y Clementes, los Isidoros, los Alonsos y los Fernandos. Lo mismo digo de tantos sabios obispos, monjes, sacerdotes, militares y togados como actualmente siguen por principios la Religión cristiana en España, Francia, Alemania, Inglaterra y la Italia. Pues si tantos varones sabios (hasta en juicio de los mismos incrédulos) no dudaron de la doctrina de la Iglesia, y murieron tranquilos en su gremio, ¿por qué nosotros, hombres idiotas en su comparación, tendremos el atrevimiento de admitir por un solo instante las dudas que contra la fe nos proponen los modernos filósofos? ¿Serán estos mejores matemáticos, más sublimes metafísicos, más profundos naturalistas que los sabios que acabamos de nombrar? Todo el mundo literario conoce lo contrario. Pues desde este instante me es sospechosa su filosofía; y protesto renunciar a la lectura de sus libros, que no me enseñan los medios de vivir tranquilamente en este mundo; antes al contrario alteran la paz de mi conciencia, y me quitan los sagrados recursos que la Religión me ofrece para vivir feliz en esta vida, y conseguir después la bienaventuranza en la otra. ¿Seremos por ventura nosotros de mayor ingenio y capacidad que San Agustín? Buena extravagancia sería pensarlo. ¿Pues por qué no deberemos sujetar como él nuestro entendimiento a los dogmas de la revelación, escuchar con veneración la Católica Iglesia, vivir y morir tranquilamente en una fe cuyo principal motivo es la veracidad del Señor, que no puede engañarse ni engañarnos y que tiene por otra parte tantos motivos de credibilidad?
Sí, Dios mío, desde ahora creo todo cuanto tiene y cree la Santa Iglesia Católica, Apostólica Romana, porque vos lo habéis revelado, que sois verdad infalible por esencia.
Lección segunda
Sobre el estudio
El hombre que no se ocupa, pasa una vida pesada, llena de incomodidad y fastidio. Los días son para él muy dilatados, y nada puede hacer con gusto ni deleite. El verdadero filósofo piensa y obra de otro modo.
El cuerpo y el alma del hombre son dos sustancias cuyas funciones, aunque diversas, necesitan no obstante auxiliarse mutuamente, para percibir las sensaciones gratas, que resultan del ejercicio de las facultades distintas que Dios les comunicó, en virtud de las leyes del comercio que tienen entre sí. Pero esta armonía se destruye si se usa con exceso de estas facultades, o si se dejan enteramente en inacción. Por eso es necesario usarlas con moderación para que resulte en nosotros lo que llamamos salud, igualdad de temperamento, equilibrio de los humores, facultad de razonar despejadamente, y por último la vida racional. La meditación es la más digna ocupación del hombre, porque con ella ejerce el alma sus facultades, y se eleva al conocimiento de sí misma, y de su Criador. Para esto sirve el estudio; más este estudio debe ser particularmente sobre el conocimiento de Dios y de sus maravillas, para alabarle y darle culto.
Conviene pues para vivir tranquilamente en este mundo que empleemos una gran parte del día en el estudio de la Religión, y en la meditación de sus misterios, aplicándonos a saber cada uno las obligaciones de su estado: esta es la obligación esencial del hombre. Después de esto nos podremos dedicar al estudio de las ciencias humanas, en las que debemos consumir solamente aquel tiempo que es necesario para vivir entre los hombres y serles útiles. Estudiar con otro fin, y entregarse a los conocimientos filológicos por vanidad y con solo el deseo de complacer a los hombres, es querer vivir atormentado; porque, además de que este estudio es en sí mismo muy pesado, los hombres, naturalmente ingratos y soberbios, desprecian este trabajo, y la envidia y el odio suelen sucederse a las alabanzas. ¿Qué mayor prueba de esto que el olvido en que cayeron las obras de tantos autores célebres que sacrificaron su salud y su reposo a la ilustración de los hombres? No solamente no los aprecian, sino que, si alguna vez los citan, es para censurarlos, y ridiculizarlos sin compasión. Aristóteles es hoy día el juguete de los modernos: Descartes es tratado de visionario y soñador: Newton, Gasendo, y los demás Padres de la filosofía son criticados, las más veces injustamente, por sus mismos discípulos. Hasta los libertinos mismos que predicaron por todas partes con aceptación y éxito el imperio de las pasiones, son mordidos hoy por el penetrante diente de la crítica: y aun sus defectos más disimulables son publicados como delitos irremisibles. Los hombres son inexorables en sus juicios, injustos, e ingratos hasta el extremo.
El medio pues para conseguir la tranquilidad de la vida estudiosa y ocupada, es dedicarse a un estudio proporcionado al temperamento de cada uno, con el fin solamente de agradar a Dios, empleando útil y agradablemente el tiempo. Si los conocimientos que se adquirieren con este estudio así moderado sirviesen de alguna utilidad a los hombres, se los deberemos comunicar sin reserva, y sin la vanidad de parecer superiores a nuestros hermanos, esperando únicamente de Dios la recompensa y el premio. Con esta preparación de ánimo nuestro estudio será sólido y delicioso; y aunque los hombres nos critiquen, insulten, o desprecien, nada de esto nos alterará, ni será extraño, pues que nunca esperamos de ellos mejor paga.
El estudio de la física, después del de la Religión, es el que nos conduce más inmediatamente al conocimiento del Criador. Pero es necesario guardar en él una moderación escrupulosa; porque es muy fácil que, a fuerza de querer examinar el espectáculo de la naturaleza, lleguemos a persuadirnos que penetramos sus arcanos, y que ya podemos formar un nuevo mundo, o reformar el que tenemos a nuestra vista. Este fue el escollo de la física moderna. Los filósofos del día han intentado dominar la naturaleza y pretendido enmendarla; pero todos sus esfuerzos hasta aquí no pasaron más allá de la superficie de los fenómenos, sin haber podido darnos una idea clara de las sustancias primordiales de que se componen el cielo y la tierra, aunque lo pretendieron. Mas esta ciencia está solamente reservada para el que formó el mundo de la nada; y a pesar del lenguaje sublime que usan los físicos en la explicación de las causas naturales, no tienen más idea, ni conocen mejor su esencia, que un rústico ignorante que se contenta con ponerse al sol cuando tiene frío, sin pararse en cómo le alumbra, ni por qué le calienta. Lo mismo sucede en los discursos metafísicos, en que se pretende explicar la naturaleza de los espíritus, y calcular las leyes del comercio entre el alma y el cuerpo.
Las maravillas de Dios son para nosotros inescrutables; y por más que fijemos los caminos a los astros, analicemos los elementos, extraigamos la sustancia a las plantas, y formemos sistemas de sanidad y felicidad pública, el cielo cada día presenta a nuestra observación operaciones contrarias a las antiguas: los elementos desatados se burlan de nuestras precauciones, las plantas y demás sustancias de la tierra niegan a nuestros cuerpos el bálsamo de la inmortalidad que los químicos pretenden hallar en ellas; y por fin los males nos persiguen hoy por todas partes como en todos tiempos. Solamente sabemos algunas cosas que Dios se digna manifestarnos de cuando en cuando para el engrandecimiento de su gloria, y el cumplimiento de sus decretos. Todo lo demás es oscuridad y tinieblas para el hombre colocado en medio de este mundo de prestigios. Así se burla Dios desde lo alto de los Cielos, de nuestra vanidad e ignorancia, atrincherada entre los multiplicados instrumentos de matemática, y el fastuoso tren de las invenciones de la física.
Estudiemos pues las ciencias humanas, más sea con moderación, y sin ensoberbecernos, creyéndonos superiores a los otros hombres porque hablamos una jerga más sonora, aunque tan pobre y vana en el fondo como el idioma de los rústicos cuando discurren sobre la esencia de la materia primera. Por mucho que combinemos, y a pesar de los sublimes sueños de nuestra metafísica no llegaremos a conocer jamás la naturaleza de las cosas. Tan desconocida es para los sabios la esencia del alma racional, la del sol, del fuego, del agua, del aire, &c. como para el labrador más idiota. Y después de esta ignorancia ¿tendremos todavía la osadía de investigar la naturaleza de Dios, y examinar sus juicios?
¿Quién es capaz de averiguar, por más que se precie de saber las leyes del movimiento, las de los líquidos y su gravedad, el equilibrio que diariamente debe guardar el peso del aire atmosférico con la resistencia de nuestros humores, para que el cuerpo humano no perezca con el exceso o desfallezca con el defecto? O ¿qué médico, por mucho que se lisonjee de tener en sus manos las llaves de la vida, podrá determinar su propia muerte, o prever el grado de dolencia en que va a caer algún hombre por la oculta corrupción de una entraña? ¿No murieron sin recurso los Hipócrates, los Galenos, los Boerhaaves, los Sydenhaanes, &c., aquellos hombres divinos entre cuyas manos estaba la salud de los reyes, y que abrían y cerraban a su voluntad, las puertas de la vida y las entradas del sepulcro? Así lo creyó el mundo fascinado con los prestigiosos vaticinios de su ciencia. Pero ellos desaparecieron velozmente de sobre la faz de la tierra, y sus hediondos esqueletos están confundidos entre el pobre horror de una sepultura, sin que los bálsamos de la botánica, ni los elixires de la química los hayan preservado de la corrupción universal.
Solamente Dios es quien conserva la vida del sabio y la del ignorante, la del rico, y la del miserable. Todos estamos en sus manos, y dependemos de su voluntad, sin que podamos añadir un solo instante a nuestra vida. Por esta razón le debemos adorar como Señor de la vida y de la muerte, entregándonos en sus manos con la confianza de hijos, sin engreírnos por los dones que gratuitamente nos comunica, repartiéndolos a quien quiere, y como quiere, e iluminando a los párvulos. El estudio del filósofo cristiano debe ser principalmente la Sagrada Escritura, que es el origen de la verdad, cuya lectura nos deja más satisfechos, y con más contento interior que todos los libros de los filósofos. ¿Qué cosa más propia para sufrir las desgracias de la vida, y para aprender los preceptos de la sabiduría tranquila, que los libros Sapienciales, los de Job, los Evangelios, y las Epístolas de san Pablo?
Este es el estudio que nosotros debemos hacer, si queremos conservar la paz del alma. Nunca debemos estar ansiosos por ciertos libros escritos con novedad, superficiales y vanos, cuya lectura en lugar de tranquilizar nuestro espíritu le inducen en la turbación y la duda. Contentémonos con ser regulares en nuestra profesión, respetando a los hombres grandes sin meternos a censurarlos con liviandad: y procuremos por fin tener siempre más juicio que erudición. Seamos deferentes y dóciles en las disputas, si deseamos conservar la paz. Y por último, convenzámonos de que una gran parte de la sabiduría consiste en ignorar aquellas cosas que no se pueden saber naturalmente, y que Dios quiso ocultar a la comprensión humana.
Para lograr este fin es necesario no leer nunca los libros que la Religión prohíbe; y cuando tengamos duda acerca de su prohibición, debemos abstenernos de leerlos hasta salir de ella. Pero aun cuando no lo estén, si vemos que su lectura nos es perjudicial, y nos quita el sosiego de la conciencia, la debemos suspender inmediatamente. Esta práctica, sobre ser conforme a la ley de Dios, nos sirve por otra parte de mucho para conservar el sistema pacífico que nos propusimos en la carrera de las letras, y en la conducta de la vida cristiana.
También conviene a este fin evitar las altercaciones literarias, conferenciando solamente las materias científicas con un amigo filósofo, cuyo carácter moderado inspire la amistad y la confianza. Este es un gran secreto, de que pocos saben usar, para amenizar las ciencias más áridas, y percibir el gusto de la filosofía, que suele hacer tan amarga la vida de aquella casta de literatos que ponen toda su gloria en impugnar a otros, y en sacrificar su reposo a la contención y a la disputa. ¡Desgraciada ciencia que solo produce inquietudes; y feliz ignorancia la que inspirándonos la moderación nos granjea una vida amable y deleitosa!
Lección tercera
Sobre el modo de conducirse en la sociedad
Es la sociedad la congregación de los hombres con quienes nos estrechó íntimamente la naturaleza, imponiéndonos la necesidad de vivir en compañía, y en dependencia. Todos somos deudores unos a otros de los oficios y socorros de que tenemos mutua necesidad. Nadie puede vivir sin esta dependencia, y no hay un solo hombre, por más miserable que le consideremos, que no sea digno de nuestra atención. Los reyes y los poderosos tienen necesidad de los pobres, y los ignorantes igualmente que los sabios componen el mundo. Dios nos ha criado a todos para servirle, y repartió sus dones según su voluntad. Por lo mismo nunca debemos despreciar a otro, ni insultar la desgracia ajena. Debemos por el contrario adorar la providencia de Dios que nos conserva libres de los males con que aflige a tantos desgraciados. La locución o el arte de hablar le fue dada también al hombre para que, comunicándonos recíprocamente nuestras miserias, nos ayudásemos unos a otros a vivir felices, y a dulcificar, por medio de la conversación y las exhortaciones, las penalidades de esta vida. El hombre que en el trato humano intenta ser sobresaliente haciendo brillar su talento a costa del de sus hermanos, es muy desgraciado en la sociedad. Ningún filósofo nos ha enseñado a ser sociables mejor que el Evangelio. En él se nos manda sufrir con paciencia las flaquezas de los hombres, y amar cordialmente a nuestros prójimos. La misma razón nos dicta que es necesario sufrirlos; porque en la precisión en que estamos de vivir entre ellos, obrar de otro modo sería llevar una vida inquieta y de tormentos.
Es pues necesario que nos conformemos con la razón y el Evangelio, y que vivamos entre los hombres con tranquilidad, haciéndoles cuanto bien podamos, y sufriendo las ingratitudes con que nos correspondan. Seamos superiores a las injurias, acordándonos que el enfadarse a cada momento es muy propio de almas pequeñas y rastreras; y que teniendo a Dios por Juez de nuestras acciones, debemos esperar solamente de su mano el premio o el castigo. Hablemos con afabilidad a los ignorantes y a los sabios; y cuando sea necesario tratar con estos últimos acerca de las ciencias, lo deberemos hacer con modestia y deferencia, exponiendo sinceramente nuestro dictamen, evitando las contestaciones que alteran el espíritu, y rompen el lazo de la sociedad. Con los ignorantes nos debemos portar caritativamente, instruyéndolos con sencillez, y escuchándolos con amor; haciéndonos cargo que Dios ilumina a todo hombre que viene a este mundo, y que Jesucristo mismo hablaba y escuchaba indiferentemente a los justos y a los pecadores, a los sabios y a los ignorantes.
Con los necios y tercos en su parecer nunca debemos disputar, y solamente los trataremos cuando por su propio bien lo exigen las leyes de la sociedad. En este caso conviene desengañarlos con mucha dulzura, atrayéndolos por los modos suaves que dicta la prudencia. Mas si aun así se empeñasen en defender tenazmente su opinión, es menester abandonarlos. Sin embargo, cuando su modo de pensar sea contrario a la ley de Dios, nos obliga entonces la caridad del prójimo a no callar por respetos humanos. En este caso debemos seguir el partido de la verdad sin comprometer la sinceridad cristiana con un silencio criminal. Todo cuanto hablemos debe ser con miramiento a Dios, al bien de los hombres, y a la conservación de la propia tranquilidad.
Para esto conviene que, siempre que tengamos que hablar con otro, nos acordemos de que Dios le ha dotado a él de las mismas potencias que a nosotros, y que es nuestro hermano, destinado como nosotros a la felicidad eterna. De esta manera ni despreciaremos altivamente su conversación, ni romperemos el vínculo que debe estrechar a los individuos de la naturaleza humana entre sí. El hombre que con altivez desprecia los dictámenes ajenos, manifiesta un carácter bajo, y un espíritu superficial. La historia de los hombres grandes nos dice que fueron dóciles y sinceros, posponiendo casi siempre su opinión a la ajena.
Hablar poco es un gran secreto para vivir con sosiego. Y cuando nos veamos precisados a hablar, conviene meditar antes lo que vamos a decir, porque las palabras no alteren el reposo de la conciencia. Todos los hombres viven atormentados, y se dejan arrastrar de su propia manía, y suele suceder que se enfurecen contra los mismos que los tratan bien, empeñándose en comunicarles su locura, y en que adopten sus extravagancias. En este caso lo que debemos hacer por no perder la paz es tenerles compasión, callar y procurar evitarlos. Nunca debemos hablar mal de otro en su ausencia, y aun cuando no podamos disculpar por algún modo su delito, debemos acusar la flaqueza humana, compadecernos de su caída, y tratarle como si estuviera presente. Lo contrario es villanía, y no acordarse de que somos todos frágiles, y que acaso nosotros habremos cometido maldades mucho mayores que las que censuramos.
De esta manera cumpliremos con el Evangelio, y no nos granjearemos enemistades y discordias, que perturben la tranquilidad de nuestra vida. El que se considera y reputa inferior a todos, es generalmente estimado de cuantos le conocen.
Lección cuarta
Sobre un cierto método constante de vida
Para adelantar en las ciencias, y vivir tranquilamente, conviene que el hombre se fije un método de vida acomodado a su genio y temperamento. Para esto es preciso hacer ánimo firme de nunca separarse de él, aun cuando las pasiones le inciten, y los amigos le persuadan. Y si alguna casualidad le hace separarse de él por algún tiempo, debe volverle a tomar inmediatamente, para fijar la inconstancia natural de la fantasía humana, y vivir tranquila y pacíficamente. Todo lo demás es querer andar fluctuante entre propósitos, sin nunca ver logrado el fruto de sus deseos, expuesto a las inconsecuencias que resultan de la falta de arreglo en la vida, y sin tiempo para el cumplimiento de sus obligaciones.
Lección quinta
Sobre los placeres
Los placeres, tomados con moderación, y según las leyes de la unión entre el alma y el cuerpo, son los que hacen la vida amable. Pero cuando no se observan estas leyes, suele ser insoportable y dolorosa. Hay ciertos temperamentos que parece fueron hechos, más bien que otros, para gozar con viveza de los placeres; pero generalmente los gustos vivos alteran esta armonía. Como los hombres son finitos, llegan en el goce de los placeres hasta un cierto punto del cual no pueden pasar sin percibir amargura. Todo el arte consiste en saberlos usar con moderación. Para esto debe estudiar cada uno su propio temperamento. El hombre cuya organización no es a propósito para los placeres vivos y fuertes, y que percibe incomodidad y dolor cuando se entrega a ellos, debe abstenerse enteramente de tales gustos. Porque en este caso le resulta más placer de la abstinencia que del goce de ellos, y su temperamento está más apto y vigoroso para otros placeres de más dulce impresión. Por esta razón conviene huir de los gustos y placeres estrepitosos, y entregarse solamente a los que resultan de la vida particular pacífica y solitaria.
Lección sexta
Sobre el arte de agradar en la conversación
En la conversación debemos guardar una modestia y gravedad filosóficas, dignas del hombre y de su ocupación, sin usar de ademanes groseros y chocantes. Para conciliarnos el cariño de los oyentes debemos proponer siempre nuestro parecer con agrado y sumisión. Nunca deberemos hablar sino sobre cosas importantes o curiosas que impidan la murmuración y eleven el ánimo. Y cuando se hablare de algún asunto contrario a la ley de Dios, al amor del prójimo, o a la quietud propia, debemos o evitar absolutamente la conversación, o callar. ¡Qué felices serían los hombres si observasen en el trato común estos preceptos de la filosofía del Evangelio!
Lección séptima
Sobre la conservación de la salud
La conservación de la salud es el más vivo placer de la vida. Sin ella nuestra existencia es penosa, y las operaciones humanas se hacen todas sin gusto y con languidez. Conviene pues para conservar la salud huir de las sensaciones demasiado dolorosas, y también demasiado gratas. Si queremos vivir sanos, es necesario que procuremos conservar la paz del alma y la alegría, que es el bálsamo de la vida: que hagamos un ejercicio corporal suficiente para restablecer el equilibrio de los humores alterado por la meditación; y que guardemos inviolablemente una moderada dieta en la comida y en las pasiones del ánimo. El comer poco es una medicina universal que nos preserva de mil achaques para cuya curación no encuentran los médicos remedio. La naturaleza se contenta con poco; y solamente nuestra desordenada imaginación y gula nos hacen caer en excesos, inventando condimentos y salsas picantes que destruyen nuestro estómago. El hombre sensato nunca come a lo sumo más que de dos platos, y esto con tal frugalidad que está siempre dispuesto al salir de la mesa para meditar, rezar, o estudiar. También debemos usar con moderación escrupulosa del vino, sin darnos nunca al uso de los licores artificiales.
Lección octava
Sobre las enfermedades
Las enfermedades son la pensión del pecado, y las precursoras de la muerte. Es necesario morir, y todo hombre paga este tributo a la naturaleza. Por lo mismo, cuando nos veamos enfermos no nos debemos contristar, antes bien hemos de procurar mantener la tranquilidad del alma, sostenidos siempre con la agradable esperanza de la vida eterna, y los poderosos auxilios que la Religión ofrece en tales lances a los justos y a los pecadores. De esta manera haremos menos gravosa la enfermedad, si consideramos principalmente que acaso nosotros fuimos los autores de ella por nuestros desórdenes, y que debemos satisfacer a la Justicia divina por nuestros delitos, ofreciéndole en descuento los dolores con que prueba nuestra constancia. Después de esta disposición de animó que debe tener todo cristiano, y que con la gracia de Dios hace la enfermedad más ligera, hemos de procurar conservar la serenidad del espíritu, y no multiplicar atropelladamente, y con demasiada ansia de sanar, las medicinas.
Lección novena
Sobre la paciencia
La paciencia es una virtud que nos hace soportar con resignación las desgracias de esta vida. El verdadero filósofo conoce bien todo el precio de esta virtud; porque, considerando que en este mundo se ha de padecer necesariamente, por complexión de la misma naturaleza, se entrega con confianza a las disposiciones de Dios, besa el látigo que le castiga, y sufre con paciencia los males que sin la conformidad cristiana serían para él insoportables, y le conducirían a la desesperación más cruel.
Lección décima
Sobre el paseo
Así como el estudio es el mantenimiento del alma, el ejercicio y el paseo sustentan y mantienen la salud del cuerpo. Pero para que este paseo sea fructuoso es preciso que sea moderado, y que contribuya a la meditación. Para esto conviene tener un amigo del mismo genio y gusto, en cuya conversación, comunicándonos mutuamente nuestras ideas, hallemos siempre el lenguaje de la sinceridad. Las sombrías arboledas, las agradables márgenes de los ríos, y la silenciosa soledad de los montes inspiran al filósofo que se pasea, el amor de la virtud, y el respeto hacia su Criador. En el paseo se examinan sin tanta fatiga, y se disponen en el entendimiento las especies adquiridas en el gabinete, y amenizando con esta alternativa nuestra imaginación, sacamos del paseo toda la utilidad que podemos.
Lección undécima
Sobre la prudencia
La prudencia es una virtud que nos enseña a buscar la recta razón de todo aquello que debemos ejecutar. Esta virtud es muy necesaria para la vida humana; porque de poco nos sirve saber los preceptos de la justicia, si no ponemos en ejecución los medios de obrarla. Aquel que examina y compara antes de hacer alguna cosa, obra con prudencia, y rara vez errará. Esta virtud tan necesaria al hombre, es el precioso patrimonio del filósofo.
Lección duodécima
Sobre la sinceridad
La sinceridad es la más buena propiedad de un filósofo. La lengua debe ser siempre el intérprete fiel del corazón. Por lo mismo nunca debe el cristiano pronunciar ningún juicio contra el dictamen del sentimiento interior. Fingir y adular bajamente es ir contra la rectitud y la sinceridad. El hombre de bien, cuando en su interior no aprueba alguna acción, calla y manifiesta en el semblante su disgusto. Obrar de otro modo solo es propio de almas viles y sin probidad.
Lección décimatercia
Sobre la práctica de la virtud
La práctica de la virtud es el origen de la felicidad del hombre. El virtuoso pasa la vida tranquila, entregado todo al cuidado de sí mismo y a la práctica del bien. ¿Qué cosa habrá de más consolación para el hombre cristiano que el testimonio que su conciencia le da a todas horas, de haber cumplido con sus deberes, de no haber hecho mal a nadie, y de tener a Dios por amigo? Al contrario, el libertino y el pecador viven cruelmente atormentados de sus malas acciones. De modo que, buscando ansiosamente el reposo, solamente le encuentran cuando profesan a la letra el Evangelio. La experiencia que el hombre habrá hecho de este vacío que se encuentra en su corazón, cuando no sigue el camino de la virtud, apoya esta verdad; y el testimonio contrario de los virtuosos la confirma. Seamos pues virtuosos si queremos vivir felices en este mundo, y después en el otro. No hay que esperar que la Filosofía nos descubra otro sendero para la felicidad.
Reflexiones para traer al hombre al amor de su Criador
Los beneficios que Dios nos hizo y nos hace todos los días exigen de nosotros el reconocimiento más grande, y nos empeñan a exaltar su misericordia para con nosotros. Recorramos los días pasados de nuestra existencia, y veremos todos sus instantes llenos de favores. Nosotros salimos a este mundo sin saber cómo, ni quién nos hacía entrar en él; e inmediatamente después de nuestro nacimiento, fuimos lavados de la mancha original, que a otros infinitos priva eternamente de la vista de Dios, por no haber nacido entre nosotros. Nos criaron con gran cuidado nuestros padres, y cuando llegó el momento de nuestra razón, aprendimos una Religión toda divina, fuera de la cual no hay salvación, dándonos por otra parte tantos medios de ser felices eternamente. Entramos poco a poco en la edad de las pasiones, y al punto que nos reconocemos pecadores, tenemos en nuestra mano los medios de hacernos justos, recobrando los derechos a la gloria perdida por nuestra culpa, en virtud de los méritos del Justo de los justos. ¡Qué favores tan inefables! Nosotros fuimos además de esto preservados de la muerte eterna, por sola la clemencia de nuestro Dios, tantas cuantas veces nos separamos de su ley santa, y quebrantamos sus mandamientos. ¿Cuántos hombres se verán actualmente abismados en el fuego eterno por delitos menores que los nuestros? ¿Cuántas personas fueron ignominiosamente castigadas en esta vida, por desórdenes acaso inferiores a los nuestros, pero que la bondad de Dios ha querido ocultar y dejar impunes hasta aquí? ¿Cuántos cómplices de nuestros pecados habrán sido presentados ya en el tribunal de Dios a dar cuenta de los mismos delitos en que quizá les hicieron consentir nuestras persuasiones?
¿A cuántos pobres les habrá tocado en suerte un entendimiento grosero que los imposibilita para aprender la doctrina cristiana, y conocer los misterios de la Religión, mientras que nosotros estamos dotados de una razón despejada con cuyo auxilio estudiamos por nosotros mismos los fundamentos del Cristianismo, y aprendemos los preceptos de la vida eterna? ¿Cuántos nacieron miserables, y viven siempre en la indigencia, a costa del sudor de sus rostros, al mismo tiempo que nosotros somos de aquel número que nunca experimentó la necesidad, ni vio el semblante a la miseria? ¿Cuántos hombres se encuentran ciegos, cojos, fatuos, leprosos, y llenos de males, al mismo tiempo que nosotros gozamos de un entendimiento claro, de un temperamento robusto, y de una salud sin dolores? ¿Cuántos afligidos de enfermedades hereditarias, mientras que nosotros, habiendo hecho muchos excesos para adquirirlas más terribles, fuimos preservados de ellas por solo la bondad de Dios? Entremos en los hospitales, y en esas lóbregas habitaciones de los artesanos y labradores, y nos convenceremos plenamente de esta verdad, repasando todos los días el catálogo fúnebre de los desgraciados. Pues si Dios hizo al hombre tantos beneficios, ¿cómo tendrá valor para ofenderle, al mismo tiempo que le llena de favores, y le privilegia tanto en sus gracias? ¿Seremos tan osados que le insultemos con nuestros delitos al mismo tiempo que nos colma de sus dones?
No, Dios mío, ya no será mi extravagancia tan grande, que deje de amaros un solo momento en adelante, de bendeciros y vivir toda mi vida en vuestra Religión santa. Os alabaré, Señor, porque me habéis colocado en medio de vuestra Iglesia, dándome tantos medios de salud. Bendeciré vuestro nombre, y le ensalzaré entre las generaciones, que se suceden en vuestra presencia, como las corrientes de un precipitado río. Vuestra santa ley será la meditación continua de mis días y mis noches, y mezclaré en la amargura de mi alma el sustento de mi vida, con el llanto y la aflicción por mis anteriores maldades. Reconoceré, Dios mío, vuestros beneficios incomparables, y me mostraré en lo sucesivo más religioso, más caritativo y sociable que hasta ahora, y reduciré mi cuerpo a la estrechez para socorrer a mis hermanos. Reconoceré vuestra Omnipotencia y mi flaqueza, y viviré en el retiró y en la soledad, ocupado en el gobierno de mí mismo, y en la reparación de mis maldades. Imploraré por fin vuestro socorro en las tentaciones de la vida, y os consagraré un reverente homenaje de mis potencias, cumpliendo los mandamientos de vuestra ley con el auxilio de vuestra gracia.
FIN.
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{*} Entre otros puede verse la excelente obra titulada el Incrédulo desengañado y el Cristiano afirmado en la fe, por las pruebas de la Religión, expuestas de un modo perceptible, escrita en francés por el presbítero Mr. Pontbriand, y traducida al castellano por el P. misionero Fr. Paulo Alonso Carballo, que para provecho y economía de los fieles se ha impreso en un tomo en octavo, y se vende a 14 rs. en pasta en Madrid en la imprenta de Burgos, calle de Toledo frente a san Isidro el Real.
[ Versión íntegra del texto contenido en un opúsculo de 72 páginas impreso en Madrid en 1832. ]