XIV
El verano del 68.– En Guipúzcoa.– El Marqués de Roncali.– D. Martín Belda.– El grito en Cádiz.– Novaliches y el Duque de la Torre.– Alcolea.
El verano de 1868, cuando ya la revolución estaba hecha en la opinión y en los espíritus, la corte de España fue a pasar la estación estival a Lequeitio, y me parece recordar que fue el Ministro de jornada el Marqués de Roncali; quedándose en Madrid el resto del Ministerio, último de la Reina Isabel, y al que pertenecían González Brabo, Mayalde, Orovio, Belda, Catalina, Rodríguez Rubí y Coronado.
Era yo por aquella época entre fámulo y secretario de cierto Diputado joven –joven entonces,–propietario y director del periódico titulado El Noticiero de España, que redactaban Juan José Herranz, Manuel Ossorio, Federico Henares, Muñoz y algunos otros, y estas concomitancias con el Poder me daban facilidad para adquirir noticias, que hoy mi buena memoria me permite recordar.
Por cierto que El Noticiero de España, fundado por Rico y Amat, y a quien se lo compró mi amo, fue el único periódico español que el día 29 de Septiembre de 1868 tuvo la valentía de escribir un artículo diciendo que, a pesar de los sucesos ocurridos, lo legítimo era la dinastía de los Borbones; y entonces, hasta un respetabilísimo diario conservador, decía el mismo día 30 de Septiembre: «Los acontecimientos que el pueblo de Madrid ha presenciado con júbilo, no han producido el menor desorden», y un poco más adelante, por Enero del 69, abogaba por «la unión de los partidos revolucionarios para hacer algo sólido y duradero».
Y pruébase con esto la insensatez y la locura de aquellas antiguas escuelas que, en política, sostenían que la consecuencia era una virtud, gentes atrasadísimas que no se han percatado de que con los servicios políticos ocurre una cosa parecida a la que pasa con el pescado: «el más fresco es el mejor.»
Aunque estas croniquillas no tengan, como he dicho muchas veces, pretensión histórica de ninguna especie, bueno es hacer constar que, si de las personas que en mi calidad doméstica traté entonces, he de decir algo que no les sea grato, es porque tengo muy presente lo que decía Polibio: «Si no sabéis aplaudir a los enemigos y censurar a los amigos cuando lo merezcan, no escribáis.»
Me parece que esto de Polibio demuestra una vez más la erudición de que me voy poseyendo a medida que avanzo en estas crónicas, en las que recuerdo hechos y personas que seguramente no se acordarán de que me han tratado, y eso que, en épocas más modernas, el dar un sombrero, poner un gabán, abrir un coche y algunos otros servicios domésticos, han contribuido a hacer carreras, y muchos servidores han llegado a personajes y casi a ministrables.
Pero con estas reflexiones me aparto de mi principal objetivo, y volviendo a él diré a ustedes que el Gobierno de Madrid, por Septiembre del 68, estaba tan persuadido de su fuerza y de su habilidad, que muy pocos días antes del en que se verificó el movimiento de la Marina en Cádiz, D. Martín Belda, Ministro del ramo, recibió una carta del Sr. Belmonte, Gobernador de aquella provincia, en la que le anunciaba lo que iba a suceder, y el Ministro y el Consejo se rieron del aviso, por considerarse tan seguros, tan tranquilos y tan eternos, como generalmente se juzgan todos los Gobiernos españoles.
Y a pesar de estas seguridades, el 21 del mismo Septiembre, a consecuencia del estado de la opinión y de los acontecimientos de Andalucía, cayó aquel Gobierno, encargándose de la Presidencia del Consejo el Marqués de la Habana, que lo fue poquísimos días, y a quien acompañaron haciendo de Ministros, Bonafos y otros Subsecretarios, y algunos altos empleados del extinguido Gobierno moderado.
Del 20 al 30 de Septiembre de 1868 se verificó la revolución en toda España, y aunque el alzamiento principió en Cádiz dando los marinos vivas a la Reina, desde el momento en que los generales de Canarias –así se les llamaba entonces– llegaron a Cádiz en el vapor Buenaventura, y, sobre todo, desde que Montpensier se ocupó activamente del movimiento revolucionario, éste tendió a derrocar la Monarquía.
Mientras en Madrid se desarrollaban los sucesos de que ligeramente me ocuparé más adelante, permanecía en Lequeitio la Reina Isabel y era su consejero responsable Roncali, tan bien informado de lo que ocurría, que, encendida ya la máquina que había de conducir el tren real a Madrid, por el 25 o 26 de Septiembre, aconsejó al Jefe del Estado que no viniese a la Corte, porque Valladolid estaba pronunciado; y, con efecto, cuando dijo esto, no había pensado nadie de Valladolid en pronunciarse.
La batalla de Alcolea (28 de Septiembre) determinó el triunfo de la revolución. El Duque de la Torre quiso evitar la efusión de sangre, y D. Adelardo López de Ayala habló con Novaliches, Jefe del Ejército de la Reina, quien contestó al general Serrano una notable carta, en la cual decía: «Que habiéndole concedido S. M. el mando de aquel Ejército, sólo podría evitarse la lucha reconociendo las tropas sublevadas la legalidad de lo existente, y si aunque, lo que no esperaba, la suerte le fuera adversa en la batalla, la Historia, severa siempre con los que promueven una guerra civil, guardaría para él y su tropa una página gloriosa, por haber cumplido con su deber.»
Esta carta hizo perder al Duque de la Torre la esperanza de evitar el derramamiento de sangre, y en una reunión, a la que asistieron los generales de Canarias y los paisanos Leigonier, Pedro Antonio Alarcón, Merás, Rejano, Gómez Díaz, Ramón Correa, Ayala y algún otro, se pensó que no había más remedio que verter sangre, y en el puente de Alcolea, en la carretera de Madrid a Sevilla, a dos leguas de Córdoba y muy cerca del cortijo de Pan Jiménez, se libró el combate que costó la vida al pobre Pepe Meca, en el que salió herido Novaliches, y que derrocó una dinastía que llevaba ciento sesenta y ocho años en el trono.
Hubo en aquel combate rasgos de heroísmo de una y otra parte; hidalguías como la de Lacy, cuando decía viéndose cogido, «que comprendía su posición, pero que no podía cometer una felonía ni rendirse, y que sabría morir como su honor le mandaba». El general Serrano, con una caballerosidad digna de todo encomio, contestó a Lacy: «No quiero prevalerme de la situación en que está usted colocado; retire usted su fuerza si quiere, y sólo deseo que me dé su palabra de no romper el fuego sin hacerme avisar.»
Herido Novaliches, tomó el mando el general Paredes, y a pesar de todos sus esfuerzos, y aunque cada Ejército se retiró a sus posiciones, la batalla la ganó la revolución.
La Reina Isabel continuaba en San Sebastián; el general Concha en Madrid; la marina sublevada en Cádiz y en el Ferrol; Prim, que había salido el día 21 en la Zaragoza, frente a Cartagena, y en aquellos momentos, cuando Concha aconsejaba que la Reina viniese a Madrid, cuando D. José Salamanca fue a San Sebastián para indicar a S. M. que abdicase en su hijo, Roncali mandó un telegrama cifrado al general Concha, diciéndole: «Que en vista de lo que se agravaban las circunstancias, se había pensado en que la Reina y la Real familia se retirasen a Francia.»
Este telegrama, que no estaba de acuerdo con los deseos del general Concha; el que recibió del general Paredes, manifestándole que el Ejército de Novaliches se retiraba con el mayor orden hacia el Carpio, y el estado de la opinión, produjeron una Junta, presidida por el Marqués de la Habana, a la que asistieron los generales Puñonrostro, Campuzano, Lasala, San Román, el Conde de la Cañada, D. Manuel de la Concha y Mata y Alós, y el Sr. Bérriz, Gobernador civil de Madrid.
Se discutió mucho, y alguien dijo: «Si la Reina y la familia real se marchan de España, ¿en nombre de qué Gobierno se hace fuego al pueblo de Madrid?»
La situación, era cada minuto más tirante; aquellas arrogancias moderadas iban limitándose; los que ya no esperaban nada ni de la dinastía ni del Gobierno, descubrían en sí mismos grandes tendencias liberales y revolucionarias; la Prensa ministerial echaba agua al vino; el Ejército, que todavía permanecía leal al Gobierno de la Reina, estaba perplejo; las autoridades dislocadas; sólo un Capitán general, Calonge, riñó batalla por la dinastía; sólo un Gobernador, Jiménez Palacios, en Jaén, quiso sofocar la efervescencia; sólo otro Gobernador dirigió una alocución al pueblo; por cierto que decía –y lo cito como modelo de literatura–: «Algunos marinos, surtos en el puerto de Cádiz, han dado un grito indigno.» Y todo esto, y algunas cosas más, y lo que ya se hablaba a voces de acabar con sor Patrocinio y el padre Claret, y las noticias que se recibían y las que se abultaban, produjeron la realización en Madrid de la Gloriosa y los sucesos del 28 y 29 de Septiembre, que merecen capítulo aparte.
(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 165-173.)