
Santiago Ramírez, O. P.
Teología nueva y Teología
Opúsculo de 115×185 mm. 48 páginas + cubiertas. [Cubierta] “Santiago Ramírez, O. P. Teología nueva y Teología. [logo] O crece o muere”. [lomo] “124 · Santiago Ramírez, O. P. · Teología nueva y Teología”. [iii = anteportada] “Teología nueva y Teología”. [iv = colección] “Santiago Ramírez, O. P. Catedrático de Sagrada Teología en Friburgo y en San Esteban de Salamanca. [logo: O crece o muere] Colección “O crece o muere”. Director: Florentino Pérez Embid” [v = licencias] “Nihil Obstat: Fr. Armando Bandera, O. P. - Fr. Victorino Rodríguez, O. P. Imprimi potest: Fr. Aniceto Fernández, O. P. Provincial. Imprimatur: Fr. Franciscus, O. P., Episcopus Salmantinus. 4-V-1958.” [vii = portada] “Santiago Ramírez, O. P. Teología nueva y Teología. Ateneo. Madrid 1958” [viii = créditos] “Este trabajo fue dado a conocer por su autor en la conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid el día 21 de abril de 1958. Depósito Legal: M. 5177-1958. Esta colección la publica Editora Nacional. Talleres Gráficos de Ediciones Castilla, S. A. – Alcalá, 126 – Madrid.” [9-38] texto. [39] “Sumario” [41 = colofón] “Se terminó de imprimir este libro en los Talleres Gráficos de ‘Ediciones Castilla, S. A.’, el día 13 de noviembre de 1958.” [43-47] “Colección ‘O crece o muere’” [Contracubierta] “Ediciones Rialp - Quince pesetas”.
Sumario
Introducción, pág. 9.
La Nueva Teología, pág. 12.
La verdadera y auténtica Teología, página 35.
I
Introducción
Es propio de los errores o desviaciones doctrinales de los tiempos modernos en materia religiosa el ser fundamentales y de una cierta universalidad. En otras épocas el error se circunscribía a uno u otro dogma, por ejemplo, sobre la divinidad de Jesucristo, sobre la existencia del pecado original, sobre la presencia real de Cristo en el Sacramento del Altar, o sobre la admisión de los santos a la visión clara de Dios antes del fin del mundo y del juicio universal.
Pero en nuestros tiempos el error suele ser mucho más profundo y polifacético.
El hermesianismo y güntherianismo del siglo pasado atacaban las bases fundamentales de la fe católica y de todo el dogma, al falsear radicalmente la noción de aquélla y al reducir toda la revelación cristiana a un cuerpo de doctrina sustancialmente natural y filosófica. Todo quedaba esencialmente transformado y a merced de los vaivenes de la humana filosofía: desde la noción de Dios y de la Santísima Trinidad hasta la noción del hombre, pasando por la Encarnación, la Redención, la justificación, los Sacramentos, la vida eterna y las demás verdades del cristianismo.
Lo mismo pasó con la crisis modernista de principios de nuestro siglo, que S. Pío X calificó de compendio de todos los herejes: Omnium haereseon collectum (Encíclica Pascendi, Denz, número 2.105). Invadió toda la religión cristiana, sometiéndola a una transformación radical, según las leyes de la evolución vital, que consiste en puro cambio.
Fuera todo intelectualismo, porque el intelecto es radicalmente incapaz de percibir la realidad como es en sí. En su lugar hay que poner el agnosticismo total. La única vía de acceso a la verdad es la vida y el sentido de la misma en su fluir continuo, pero sin salirse nunca de ella, por ser esencialmente inmanente. La revelación, la fe, los dogmas todos no son más que vivencias más o menos conscientes y transfiguradas de nuestra experiencia religiosa. Las fórmulas llamadas dogmáticas carecen de todo valor y de toda verdad absoluta: son meros símbolos o imágenes de los objetos de nuestra fe, creados por nuestro sentido religioso y completamente relativos a él, a manera de intérpretes y de vehículos suyos. Son esencialmente provisionales y de un valor puramente relativo.
No existe ni puede existir una verdad absoluta. Todo es puro cambio, como la vida misma. Por eso cambia eso que llamamos verdad, a tenor de la vida. La religión cristiana con todos sus dogmas y creencias no puede vivir más que en nuestra vida y conforme a ella, es decir, en pura inmanencia, mero cambio y continua evolución transformante.
Concebirla de otra manera y empeñarse en abstraerla de esa condición consubstancial, inmovilizándola, como hace la Iglesia Católica, es una realidad llevarla al fracaso y a la muerte. O sea, adapta y acomoda al ritmo de la vida, o deja de vivir, de ser actual, de ser verdadera.
Por eso los modernistas abogaban por una Teología Nueva, conforme a estos postulados de la Nueva Filosofía, que reinaba por aquellas calendas, y que algunos de ellos llevaban enhiesta como bandera de enganche y de combate con ese mismo título: Philosophie Nouvelle.
S. Pío X en persona subrayó ese parentesco y anticipó el nombre de Teología Nueva: “ipsi vero, veteri ad hunc finem theologia sublata, novam invehere obsecundet” (Encícl. Pascendi, Denz, núm. 2086).
II
La Nueva Teología
A. Su contenido
Algo parecido ocurre con la llamada vulgarmente Nueva Teología. El primero que la llamó así, a lo que conozco, fue el P. Gillet, General de los dominicos, en una Carta circular sobre los Estudios dirigida a su Orden en 1943. “El malestar –dice– que pesa actualmente sobre la teología y que inquieta a muchos teólogos viene precisamente de ahí, es decir, de la imprudencia con que ciertos jóvenes hablan del contacto que debe establecerse en nuestros días entre la ciencia teológica y las ciencias modernas. Hablan de ello como si de ahí dependiese no solamente el porvenir de la teología, sino de la misma religión cristiana. Aunque no pronuncien todavía el nombre de Teología Nueva, no se cansan, sin embargo, de hablar de una nueva orientación de la Teología. Y en su nombre echan en cara amargamente a los teólogos tradicionales de inmovilizarse en el pasado, de encerrarse en su sistema teológico como en una torre de marfil sin ventanas al exterior y sin aire respirable al interior, de dar vueltas sin fin en el cilindro de sus silogismos, algo así como una ardilla en su jaula, de no preocuparse por los problemas de nuestro tiempo, de ignorar obstinadamente los progresos de la historia y de la crítica; en una palabra, de aferrarse a las fórmulas escolásticas como a tablas de salvación, ante el temor de ser arrastrados por las olas siempre crecientes de los hechos y de las ideas nuevas” (p. 52-53).
Pío XII la hizo suya en su Alocución del 17 deseptiembre de 1946 a los Padres jesuitas de la vigésimonona Congregación electiva. “Que nadie mueva lo que es inmutable. Se ha hablado mucho, y no siempre con justeza, de la Nueva Teología, que debe cambiarse siempre al tenor de las demás cosas en movimiento incesante: siempre en camino y nunca en destino; Semper itura, nunquam perventura. Si tal opinión prevaleciera, ¿qué sería de los dogmas católicos que no deben cambiarse nunca?; ¿qué de la unidad y de la perpetua estabilidad de nuestra fe?” (AAS. 38 (1946) 384-385).
Y desde esa fecha se conoce con este nombre el movimiento representado por ciertas nuevas tendencias y actitudes teológicas, que han tenido lugar particularmente en Francia. Pero se me excusará de señalar nombres o equipos concretos –cosa no siempre fácil ni suficientemente comprobada–, para no exponerme a faltar a la justicia y a la caridad.
En cambio, voy a ensanchar la perspectiva de esas nuevas tendencias, que caen en el ámbito de un movimiento innovador mucho más amplio dentro de la Iglesia Católica, con ramificaciones en Austria y Alemania, y que han provocado en diversas ocasiones la intervención del Magisterio Eclesiástico, además de la famosa Encíclica Humani generis. Todo ello cabe dentro de la denominación de Teología Nueva, tomada en un sentido algo más amplio, aunque lo vulgarmente llamado así sea lo más peligroso y característico.
Ese movimiento innovador parte de un hecho cierto y de un riguroso examen de conciencia.
El hecho cierto es el alejamiento –que en muchos casos llega hasta a la apostasía– de los intelectuales y de la masa obrera, de la fe y de las prácticas cristianas: el mundo se aleja de Cristo, se descristianiza, se paganiza.
¿Quién tiene la culpa de ello? ¿Cuál es la causa de ese fenómeno angustioso y deplorable? El mundo se mueve, se perfecciona, evoluciona en todos los sentidos: en la técnica, en la cultura, en el bienestar o nivel de vida, en el orden social y político. La Iglesia, por el contrario, con su fe, con sus dogmas y con su teología, permanece inmóvil y encerrada en sí misma, separada del mundo y alejada de la vida terrestre de los hombres. El mundo se escapa de la Iglesia, porque la Iglesia se aísla del mundo y no se adapta a él.
Ahí está la raíz del mal. Se impone, pues, una rectificación por parte de la Iglesia. Es necesario renovarsede arriba abajo, adaptarse a la marcha del mundo, actualizarse, modernizarse sustancialmente. Sólo a esa condición se logrará la presencia de la Iglesia en el mundo y su recristianización.
Las fórmulas dogmáticas no poseen más que un valor puramente relativo. No hay palabras ni conceptos humanos capaces de expresar adecuadamente las realidades divinas, que son el contenido de los dogmas. No son más que aproximaciones más o menos felices. Toda fórmula dogmática es meramente provisional. Incluso las palabras de la Escritura por las que se nos transmite la revelación. Y con mayor razón las empleadas por los Concilios y por los Papas. Valen para su tiempo, para la época en que fueron propuestas y promulgadas, no para épocas posteriores, ni mucho menos para siempre.
Así, por ejemplo, el dogma de la Trinidad fue expresado en términos de naturaleza y de persona, lo mismo que el dogma de la Encarnación del Verbo; o en términos de substancia, como el de la divinidad o consustancialidad del Hijo, y el de la presencia Eucarística por medio de la transubstanciación. Términos o nociones todos ellos anticuados, que hoy carecen de sentido y no son entendidos por nadie.
Lo mismo ocurre con las fórmulas o nociones de hábito y disposición, de forma y materia, de causa y efecto, de causa principal e instrumental y de otras similares, empleadas particularmente por el Concilio de Trento para expresar los dogmas de la justificación y de los Sacramentos. Nociones aristotélicas y escolásticas, que hoy han perdido todo su valor. Empeñarse en conservarlas a toda costa es hacer los dogmas por ellas expresados ininteligibles e inaceptables a los espíritus modernos.
Se impone, pues, una sustitución por otras modernas, tomadas de la filosofía de hoy, para que el hombre moderno las entienda y las acepte. Nada de cualidades y de formas, de sustancias ni de personas, sino vida y acción. La gracia es vida y movimiento del espíritu; y la Eucaristía un símbolo eficaz de la presencia espiritual de Cristo en nuestra vida. No hay tal cambio o conversión total de toda la sustancia del pan en toda la sustancia del vino en toda la sustancia de su sangre. La transubstanciación eucarística es inadmisible en la filosofía y en la ciencia moderna.
Tampoco Dios estaba personalmente presente en Palestina después de la Encarnación del Verbo: la Encarnación no es más que un símbolo eficaz de la presencia espiritual de Dios manifestada allí en el primer siglo de nuestra era.
La causalidad de los Sacramentos es un pseudo problema, porque no son sino puros símbolos de la gracia.
Las llamadas personas divinas son símbolos diferentes de la vida de Dios derramándose sobre la nuestra. La vida –movimiento, evolución–: he ahí lo esencial de la religión cristiana y de sus dogmas. Y como la vida en su vertiginoso moverse se integra de facetas contrarias, aunque complementarias, de la misma suerte los dogmas admiten fórmulas contrarias y opuestas, que en realidad se complementan. Por eso la teología puede y debe hoy utilizar todas las formas modernas del pensamiento para expresar las verdades de la fe, aunque parezcan las más opuestas, porque todas ellas son complementarias e igualmente valederas.
Particularmente aprovechable a este propósito es la idea de la evolución ascendente continua y universal, desde el átomo hasta Cristo y hasta Dios. En una de las series de Hojas volantes policopiadas, que algunos de estos teólogos hacían circular por seminarios y escolasticados franceses, se leía lo siguiente: “Si nosotros los cristianos queremos que Cristo conserve las cualidades que fundan su poder y nuestra adoración, el mejor camino, por no decir el único, es admitir hasta sus últimas consecuencias las ideas más modernas sobre la evolución.
Bajo la presión combinada de la ciencia y de la filosofía el mundo se impone cada vez más a nuestra experiencia y a nuestro pensamiento como un sistema ligado y coherente de actividades que se elevan gradualmente hacia la libertad y la conciencia.
La sola interpretación satisfactoria de este proceso es considerarlo como irreversible y convergente. De este modo se dibuja ante nuestra vista un Centro Cósmico Universal, a donde todo converge, en donde todo se siente y en el que todo se armoniza.
Pues bien; en ese polo físico de la evolución universal es en donde precisamente debe colocarse y reconocerse la plenitud de Cristo… Así, la evolución, descubriendo ante el mundo esta sublime altura, hace posible a Cristo, y éste a su vez, dando un sentido al mundo de todos los seres, hace posible la evolución.
Nos damos perfecta cuenta del vértigo que puede producir esta idea; pero, imaginando semejante maravilla, no hacemos otra cosa que traducir en términos de realidad física las fórmulas jurídicas en que la Iglesia depositó su fe... Nos hemos, pues, embarcado sin titubeos en la sola dirección capaz de hacer progresar nuestra fe, y, por consiguiente, de salvaguardarla.
El catolicismo nos había decepcionado al primer contacto por sus perspectivas estrechas sobre el mundo y por su incomprensión de la importancia capital de la materia. Pero ahora reconocemos que, dada la encarnación de Dios, no podemos salvarnos más que formando parte del universo. Y por lo mismo se encuentran satisfechas, aseguradas y guiadas nuestras aspiraciones panteístas más profundas. El mundo en torno nuestro se hace divino.
Una convergencia general de todas las religiones hacia un Cristo universal, que en el fondo da satisfacción a todas ellas: tal nos parece ser la sola vía posible para la conversión del mundo a Cristo, y la sola forma imaginable para una religión del porvenir (citado por R. Garrigou-Lagrange, O. P., La nouvelle théologie ou va-t-elle, en “Angelicum”, 23 (1946), p. 137-138).
La materia evoluciona y se transforma en vida orgánica, la vida orgánica en vida humana, la vida humana en vida cristiana, la vida cristiana en Cristo y Cristo en Dios. Todas estas etapas no son más que momentos de una evolución necesaria, ascendente y universal. Pero ni Cristo ni Dios son algo individual y personal, sino colectivo y universal: el Cristo universal, en quien converge la evolución del sentimiento religioso de toda la humanidad.
El mundo, por consiguiente, no tiene un comienzo absoluto. La creación de la nada es incompatible con la doctrina cierta y demostrada de la evolución universal. A lo sumo, pudiera concederse que Dios evoluciona en el mundo como en un efluvio necesario de su amor; pero sin providencia y sin presciencia.
De ahí resulta el poligenismo, en cuanto que la evolución necesaria de simple animal en hombre no se circunscribe a un individuo o a una pareja –Adán y Eva–, sino que por necesidad tiene que extenderse a muchos en todas las partes de la tierra, ya simultánea, ya sucesivamente, e independientemente unos de otros. Evolución que afecta a todo el hombre, en cuanto al cuerpo y en cuanto al alma.
Alma y cuerpo, espíritu y materia, no difieren esencialmente, sino que son momentos diferentes de un mismo movimiento evolutivo. Los llamados ángeles tampoco son algo individual y distinto de la materia, sino un nombre colectivo que damos a un momento de la evolución ascendente.
Consiguientemente, Adán y Eva, de que nos hablan la Sagrada Escritura y los Concilios de la Iglesia, no son dos personas particulares, sino un nombre colectivo de las primeras parejas que aparecieron por toda la faz de la tierra.
Concedido lo cual, se hace imprescindible un cambio radical de la noción de pecado original. No es un pecado personal de la primera pareja. Ni se transmite por generación a los demás hombres que descienden de ella. Es simplemente la falta de ciertos hombres que han influido particularmente sobre la humanidad. O bien significa únicamente el estado primitivo y rudimentario de los homínidos que primero aparecieron sobre la tierra. Pero niega toda relación de dependencia entre ese pecado y la muerte.
En la teoría de la evolución universal ascendente no tiene cabida ni sentido el pecado original, que sería una caída y un retroceso de toda la humanidad (Joseph Lefebvre, Rapport doctrinal presenté le 30 avril 1957 a l'Assemblée pléniére de l'Episcopat français, p. 20).
Es más: se niega la existencia de todo verdadero pecado personal. No se ofende a un Dios impersonal o improvidente. No se preocupa de nosotros, ni conoce el interior de nuestros corazones. Por otra parte, el psicoanálisis ha demostrado que el hombre no es dueño de sus propensiones ni de los actos correspondientes que llamamos pecados, sino que las sigue necesariamente. No hay, pues, verdadera responsabilidad individual ni verdadera culpa.
La noción del pecado personal debe sustituirse por la idea de pecado colectivo, es decir, del pecado del mundo, que consiste en la injusticia social de unos hombres contra otros o de unas clases contra otras. Y ese pecado se quita por la lucha de clases hasta el triunfo total del socialismoy del comunismo, no por la redención de Cristo ni por el Sacramento de la penitencia, que no tienen nada que ver aquí. Como tampoco tiene importancia ni valor alguno el bautismo, puesto que no se da verdadero pecado original ni personal (ibíd., p. 20-21, 47).
La misma suerte corren los dogmas de ultratumba. Lo que importa es la vida presente, no la vida futura. Particularmente debe suprimirse el dogma del infierno eterno, una vez negada la existencia de verdaderos pecados personales.
El gran misterio del cristianismo no es la Trinidad ni la Redención, sino la Encarnación, que no significa precisamente la asunción de la naturaleza humana de Cristo por la persona del Verbo a la que se une hipostáticamente, sino la mera presencia de los cristianos entre los demás hombres (ibíd., p. 20-21).
Lo que se llama gracia sobrenatural no difiere esencialmente de la naturaleza. La evolución universal ascendente de la naturaleza nos lleva necesariamente a ella. No es más que un humanismo superior, un momento del humanismo en pleno desarrollado y evolución. Por lo menos debe decirse que la gracia es necesariamente postulada y exigida por la naturaleza del ser intelectual. El estado de naturaleza pura es radicalmente imposible. Dios mismo no pudo crear al hombre o al ángel en ese estado, sino que tuvo necesariamente que destinarlo y elevarlo al orden sobrenatural y al derecho de gozar de la vida eterna.
Por otro lado, niega la necesidad de toda mortificación, porque nuestra naturaleza no está viciada ni decaída por ningún pecado verdaderamente tal, ni hace falta evitar los peligros de pecar, ni arrepentirse, ni confesarse. Hay que mirar a Dios cara a cara: nada de servilismo ni de arrodillarse delante de Él en nuestras oraciones; el hombre debe conservar su dignidad delante de Dios (ibíd., p. 19).
El hombre y el cristianismo han llegado a la edad adulta. No pueden ya considerarse como pupilos y minorennes delante de los hombres ni delante de Dios. ¿A qué pedir a Dios ningún favor, cuando lo que hoy nos parece inadsequible lo conquistará mañana la técnica? En ésta hay que poner nuestra confianza, no en la omnipotencia de Dios, que no nos hace ninguna falta (ibíd., p. 23).
La Iglesia jerárquica no tiene derecho a imponer dogmas ni preceptos contra la libertad del pensamiento y la autonomía de la conciencia. Debe dar razón de sus intervenciones y entablar antes diálogo con los fieles para llegar a un acuerdo. El objetivismo absoluto de las determinaciones vaticanas es radicalmente extraño y opuesto a nuestra época y a nuestros derechos más elementales (ibíd., p. 38).
Los simples fieles, los seglares, los laicos, deben ser escuchados en la Iglesia y tomar parte en su gobierno, lo mismo que en su culto sacrificial, por ser verdaderos y auténticos sacerdotes. Entre ellos y los llamados tales no se da una diferencia esencial, sino de puro matiz (ibíd., p. 50). Ha llegado el momento de crear una teología del laicado.
Y todos ellos deben ofrecer juntos y en equipo el sacrificio de la Misa, no aislados y separadamente, por ser la Misa un rito sacral esencialmente comunitario; y sin preocuparse para nada de la preparación ni de la acción de gracias, que serían una especie de insulto a la santidad sustancial y objetiva de dicho rito. Es lo que llaman la concelebración del Sacerdocio colegiado, no personal (ibíd., 149, Pío XII. Encíclica Mediator Dei, 20 de noviembre de 1947. AAS. 39 (1947) 553). Pero añaden algunos que el Cristo allí presente e inmolado no es el mismo que vivió entre nosotros y murió clavado en una cruz, es decir, el Cristo histórico, sino otro Cristo idealizado y espiritualizado o, como ellos dicen, “pneumático” (ibíd., 579).
Esos mismos que quieren llevar la reforma de la Liturgia hasta extremos inverosímiles, suprimen sin más y por cuenta propia el uso de todos los textos del Antiguo Testamento y de la lengua latina, sustituyéndola por la vulgar (ibíd., p. 545). Y piensan que no vale ese Sacrificio si no está refrendado por el pueblo fiel.
Pero, volviendo al tema de la Iglesia, distinguen y oponen entre sí dos Iglesias: una exterior, visible, jerárquica, jurídica, social; otra interior, invisible, espiritual, de la caridad (Pío XII. Encíclica Mystici corporis, 29 de junio de 1943. AAS. 35 (1943) 224-225). Esta es la verdadera Iglesia de Cristo, no aquélla, que suele estar llena de manchas y de defectos. Lo que menos importa para salvarse es el rito exterior del bautismo y el ser incorporados a esa Iglesia jurídica. Su mismo Magisterio está sujeto a caución. Las Encíclicas y demás documentos pontificios –a fortiori los de los Obispos– expresan simplemente la opinión o el punto de vista vaticanista, que no es necesariamente el más acertado ni se impone al asentimiento ni a las conciencias.
Unos piensan que la Iglesia debería meterse en todos los asuntos temporales de este mundo, seducidos por una especie de mesianismo temporal (Rapport, p. 32); otros abogan por una total inhibición, siendo opuestos a toda confesionalidad en los asuntos civiles y sociales.
Las virtudes teologales quedan substancialmente desfiguradas. La fe no se apoya en la palabra infalible de Dios, sino en la fuerza ineludible de la evolución universal ascendente. Es la fe en marcha incesante hacia nuevas conquistas y nuevos dogmas. Hace treinta años –1924– se defendió y propagó en la diócesis de Quimper( Francia) la siguiente proposición, condenada por la Iglesia y adoptada más tarde por los secuaces de la Teología Nueva: “Aun después de haber recibido y profesado la fe, no debe el hombre descansar en los dogmas de la religión ni asentir a ellos de una manera fija e inmóvil, sino que debe estar poseído de una ansiedad y angustia continuas de progresar siempre hacia otras verdades, es decir, evolucionando en nuevos sentidos, y hasta corrigiendo y enmendando lo que anteriormente creyó” (Proposición 12, de las condenadas por el Santo Oficio en 1 de diciembre de 1924, apud. Descoqs, S. J., Theodicea. t. I, página 150).
La esperanza no se orienta hacia la conquista de la vida eterna por el ejercicio continuo y ardiente de buenas obras hechas en gracia de Dios, venciendo y superando toda suerte de obstáculos de pecados y tentaciones, sino que se encierra en un puro humanismo con aspiraciones meramente terrenas, o por lo menos no despegado suficientemente de ellas, como si el reino de los cielos se debiese dar por añadidura a los que primordialmente buscan los bienes de este mundo (Rapport, p. 23).
No olvidaré nunca la impresión que me causó uno de estos señores cuando en el curso de la conversación salió el tema de esta virtud, y al subrayar yo su importancia capital como virtud propia de viadores y luchadores para conseguir la corona de la vida eterna, me interrumpió asombrado: “¿pero es que la esperanza sirve para algo?” Aquel pobre señor, cuyo despacho presidía un cuadro de Carlos Marx, apostató públicamente a los pocos meses de la religión cristiana.
Y la caridad teologal ha quedado convertida en un simple sentimiento de simpatía humana, de pura filantropía, de beneficencia material, llegándose a comparar la caridad de los cristianos con la caridad de los comunistas, para darla preferencia a la de estos últimos (ibíd., p. 15).
Esa misma caridad llega a tal indulgencia con los enemigos del cristianismo y a tal severidad con la Iglesia y sus fieles servidores, que todas las culpas y todas las responsabilidades del malestar presente se atribuyen a la Iglesia y a sus teólogos, mientras que las buenas cualidades y disposiciones están todas de parte de los disidentes. Hay que acortar las distancias –repiten sin cesar– prescindiendo de todo lo que divide, para hacer aceptable la religión cristiana. Es la táctica del irenismo al servicio del ecumenismo. Basta un mínimo de coincidencia, aunque sea de índole puramente material. Unión de todos y con todos: con los cismáticos, con los protestantes de cualquier matiz, con los mahometanos, con los socialistas y hasta con los sin-Dios o comunistas (p. 46).
Como se ve, este movimiento renovador y reformista dentro del cual se halla la llamada Teología Nueva, se extiende a todo: a la fe y a las costumbres, al dogma y a la moral, a lo esencialmente doctrinal y a lo puramente disciplinar. No es que todos coincidan en todo, ni que las afirmaciones o negaciones respondan a un plan orgánico. Antes bien, son con frecuencia antagónicas. Es un movimiento multiforme y polifacético.
Pero convienen todos en una aspiración común: vitalizar la religión cristiana, hacerla presente en todas partes y aceptable sin dificultad por todos, estar al día y, a ser posible, en las avanzadas, suprimir de una vez para siempre el maldito complejo de inferioridad que pesa sobre los católicos. Hay que asumir todo lo moderno y actual, después de haber echado por la borda todo lo anticuado e inservible, por muy venerable que parezca. Todo lo que sabe a escolástica debe desecharse sin compasión ni miramientos como cosa definitivamente pasada, ya sea en filosofía ya en teología. En su lugar deben asumirse sin temor alguno las ideas e inquietudes de las filosofías contemporáneas del evolucionismo, del relativismo, del vitalismo, del existencialismo, del historicismo. Y traducir en ellas nuestra fe y nuestra moral: en una palabra, nuestra vida de cristianos.
Poco importa que muchas de esas aportaciones parezcan antagónicas e incompatibles con la tradición de la Iglesia. Esos son escrúpulos escolásticos mandados retirar. En realidad, tanto más se integran y complementan cuanto más opuestas y contrarias parecen, porque todo ello se funde en la vida. Nada hay fijo e inmutable. La metafísica abstracta e intelectualista de las esencias ha pasado definitivamente. La verdad no es algo fijo y eterno. No es la adecuación especulativa del intelecto con la realidad. Eso es quimérico y sin fundamento alguno. La verdad es más bien la adecuación real de la mente y de la vida, que cambia esencialmente a tenor de la vida misma de cada cual. No habiendo, pues, verdad fija y definitivamente adquirida, mal pueden gozar de inmutabilidad y fijeza las fórmulas con que se expresan y traducen los dogmas de la fe.
Tal es en sustancia y a grandes rasgos el sentido y el contenido de la Nueva Teología, condenada por Pío XII en diversas ocasiones, especialmente en su Encíclica Humani generis, de 12 de agosto de 1950.
B. Su valoración
¿Qué pensar de esta Nueva Teología? ¿Qué valor tiene? Indudablemente que la intención de muchos de estos nuevos teólogos –no de todos, a lo que parece– era recta y buena. Conquistar el mundo para Cristo, hacer valer en todas partes la religión cristiana, revivir más profunda y auténticamente nuestra fe.
Pero la táctica y los procedimientos empleados han sido falsos e imprudentes.
En primer lugar, por la falta de preparación filosófica y teológica de los nuevos teólogos. Conocen poco y mal la teología auténtica y tradicional, lo mismo que la filosofía perenne. La idea que de ellas se han formado es una mala caricatura. Las juzgan a través del algún manual anodino, que han digerido mal. Desconocen los grandes autores. Conozco personalmente a varios de esos señores y he conversado con ellos. No saben más que burlarse de lo que ignoran y ridiculizar lo que no entienden.
No es cosa pasada ni detritus de la escolástica decir que quien conoce y filosofa es el intelecto, no la voluntad ni el mero sentimiento. Tampoco lo es pensar que el intelecto está hecho para la verdad, y que es capaz en muchos casos de emitir juicios conformes con la realidad, como ocurre, por ejemplo, en los llamados axiomas o primeros principios, de contradicción, de identidad, de razón suficiente, de causalidad eficiente y final, lo mismo que los dictámenes de la sindéresis. Todos esos juicios no solamente son ajustados a la realidad, sino que lo son necesariamente, de tal modo que el intelecto no puede, interior y sinceramente, dudar de ellos ni negarlos, porque se le imponen por la misma naturaleza; aunque verbalmente y por mero juego de la fantasía pueda el hombre impugnarlos y rechazarlos.
La verdad, como conformidad del juicio con la realidad, es inseparable de esos primeros principios y enunciados, y, por consiguiente, fija e inmutable y perfectamente asequible al hombre. Y lo mismo cabe decir de los demás juicios o enunciados necesariamente conexos con ellos y aprehendidos como tales. A pesar de nuestra ignorancia, son muchas las verdades que naturalmente conocemos, sin temor alguno de equivocarnos, si no con plena seguridad y certeza. Esto no es filosofía aristotélica ni escolástica específicamente tales: es simple naturaleza y buen sentido.
Y lo mismo cabe decir de las nociones de sustancia y accidente, de persona y naturaleza, de causa y efecto, de esencia y existencia, que, aunque perfiladas y explicadas por Aristóteles y por los escolásticos, son fundamentalmente prefilosóficas y naturalmente obvias al intelecto. En cambio, no lo son las ideas enrevesadas y retorcidas empleadas por la mayor parte de las filosofías contemporáneas relativistas e inmanentistas, idealistas y vitalistas, existencialistas e historicistas. ¿Por qué, pues, desconfiar de aquéllas, por desconfiar del intelecto, para echarse en brazos de éstas, sin garantía ninguna?
Pío XII, en su Encíclica Humani generis, ha subrayado el valor absoluto de aquellas nociones no sólo por lo que tienen de natural, sino por lo que tienen de visto bueno y aprobación del Magisterio Eclesiástico, que las ha asumido para formular los dogmas de la fe; mientras que las nociones de esas otras filosofías, que niegan toda verdad metafísica e inmutable, no son susceptibles de expresar la verdad fija e inconmovible de los mismos.
Tanto más cuanto que muchas de esas teorías que utilizan esos teólogos no son ciertas ni comprobadas, sino sumamente discutibles y, a las veces, mero fruto de imaginaciones desbordadas; por ejemplo, la teoría de la evolución universal ascendente desde la naturaleza a la gracia y desde el átomo hasta Jesucristo.
Por otra parte, consta por las Actas de los Concilios Ecuménicos que la Iglesia no se ha embarcado nunca en fórmulas dogmáticas de acuñamiento estrictamente filosófico. Y es extraño que los nuevos teólogos echen en cara, particularmente al Concilio de Trento, de haber escolastizado el dogma, cuando de sus Actas resulta cabalmente lo contrario.
Expresamente los Padres de ese Concilio, al discutir párrafo por párrafo y palabra por palabra los proyectos de decreto, borraron sin compasión las frases y vocablos de sabor escolástico, para sustituirlos por otros más vulgares y naturales, aunque perfectamente cincelados y sopesados por los mismos Padres. Y si alguna vez los admitieron dieron seguidamente su explicación en otros términos equivalentes de uso corriente: por ejemplo, sobre la palabra transustanciación, materia y forma de los Sacramentos, causalidad de los mismos, disposición y forma de la justificación y otros similares. Pero siempre con suma moderación y discreción. Por eso no admitieron los términos de cualidad y hábito, a pesar de ser muy aptos para expresar la gracia santificante y las virtudes, y de ser usados corrientemente por los teólogos de aquellos tiempos.
Y lo mismo ocurre con las fórmulas dogmáticas del Concilio Vaticano, discutidas, cinceladas y sopesadas meticulosamente hasta casi el escrúpulo. Esas fórmulas son humanamente de lo más cuidado y ponderado. Que la gracia y el carisma de la infalibilidad de que goza la Iglesia docente para conservar y expresar o formular las verdades reveladas por Dios no prescinde del trabajo humano ni lo anula, sino que lo exige y lo provoca, al mismo tiempo que lo dirige y perfecciona. El Magisterio vivo de la Iglesia infaliblemente asistido por el Espíritu Santo, que es el Espíritu de Verdad, conoce exacta e infaliblemente las verdades de la fe y su auténtico sentido. Por eso está en condiciones únicas e inmejorables de saber y poder expresar con términos apropiados e inequívocos esas mismas verdades. Quien percibe clara y certeramente una idea se expresa también con limpidez y precisión. Mas la santa Iglesia docente dispone de la asistencia especial del Espíritu Santo y del carisma consiguiente de infalibilidad no sólo para conocer las verdades del depósito de la fe, sino también para escoger los términos y las proposiciones con que formularlas y exponerlas a los hombres.
No todas las palabras son igualmente aptas para ese menester. Las hay positivamente ineptas e inaceptables, como son aquellas fórmulas de sentido técnico de ciertas filosofías ateas o radicalmente laicas, que niegan o excluyen toda divinidad y toda religión. Tal ocurre con el existencialismo y con el vitalismo ateo, con el materialismo histórico y con el evolucionismo materialista y panteísta. Verter las verdades de la fe en las fórmulas de esas filosofías es corromperlas y falsificarlas sustancialmente, además de hacerlas esencialmente volubles e inestables como una caña agitada por el viento.
Los nuevos teólogos no se han percatado de esa peligrosidad o, mejor dicho, de esa imposibilidad y radical ineptitud; y por eso se han equivocado de medio a medio.
No cabe la sustitución de las fórmulas definidas por la Iglesia por otras tomadas al azar de las filosofías contemporáneas y asumidas sin discreción ni competencia por estos nuevos teólogos. Eso no es vitalizar la fe ni hacerla prosperar, sino falsificarla y corromperla sustancialmente.
Como enseña el Concilio Vaticano contra los hermesianos y güntherianos, “la doctrina de la fe revelada por Dios no es un sistema filosófico inventado por los hombres y corregible o perfeccionable por ellos, sino en depósito divino entregado por Cristo a su Iglesia para que lo guarde fielmente, e infaliblemente lo declare. Por eso hace falta conservar siempre intacto el sentido de los dogmas que les dio la Iglesia al definirlos, no siendo nunca permitido separarse de él, aunque sea con el nombre y el pretexto de una más alta y perfecta inteligencia. Crezca, pues, y se desarrolle el conocimiento de todos y de cada uno de los fieles, pero siempre en su propio género, es decir, en el mismo dogma y en el mismo sentido” (Denz, número 1.800).
En segundo lugar, la táctica de atracción de las masas, de los intelectuales y de los pertenecientes a otras sectas o religiones, no puede ser más equivocada. So pretexto de caridad y de irenismo, se cae en el indiferentismo religioso y se mutila el credo católico hasta lo inverosímil. Un catolicismo sin dogmas y sin moral no es la religión fundada por Jesucristo. Querer atraerlos así es en realidad engañarlos. De hecho, el resultado ha sido contraproducente.
Los más sinceros y solventes que han intervenido en los coloquios ecumenistas han declarado que para ingresar en un catolicismo decapitado y falsificado preferían quedarse donde estaban. Suena, por lo menos, a candidez el dicho de uno de esos irenistas: la Iglesia católica adquiriría ciertas cualidades muy importantes de que carece. El luterano aportaría un sentido más profundo de la gratuidad de la gracia; el calvinista, un contacto más íntimo con la Biblia; los eslavos y musulmanes un sentimiento más vivo de la mística.
En tercer lugar, como observan muy bien los Obispos franceses en su última Relación doctrinal de las actuales corrientes de pensamiento y acción en ciertos sectores católicos de Francia, los que se dejan llevar por esas ideas revelan carecer del espíritu de Dios, del espíritu de fe, del espíritu de Cristo, del espíritu de la Iglesia: en una palabra, del espíritu sobrenatural, encerrándose en un pseudo humanismo naturalista y morboso.
Los cambios y adaptaciones a los nuevos tiempos que deben hacerse no son esos teólogos los que los deben exigir, dictar o imponer, sino la Jerarquía eclesiástica, que es la que debe gobernar la Iglesia. Y de hecho estamos asistiendo estos últimos años a muchísimas y trascendentales adaptaciones de la disciplina, de la liturgia y de la pastoral a las condiciones de la vida presente, aunque sin caer en las exageraciones de algunos apóstoles de la kerigmática y del Evangelio viviente.
III
La verdadera y auténtica Teología
La verdadera teología, como ciencia que es de la fe y de las costumbres cristianas, está sumergida en la fe y en la caridad teologales. Respira una atmósfera sobrenatural. Nunca pierde el contacto con la fe y con la caridad. No es una ciencia dividida en distintos géneros o especies, como la filosofía o las ciencias humanas. Es una irradiación y participación formal de la ciencia misma de Dios, que no se divide ni atomiza, sino que lo abarca toda en su unidad trascendente.
El dogma y la moral, la ascética y la mística, la patología y la pastoral, la exegesis y la simbólica, son una y única teología específica. La teología supera y transciende las categorías de las ciencias puramente humanas y naturales. No es propiamente especulativa ni práctica, sino más bien contemplativa y afectiva a la vez, per modum unius, fundiéndose en ella conocimiento y vida. La vitalidad de la teología, como la vitalidad de la fe teologal, es más bien hacia arriba, hacia Dios, hacia la vida eterna de que es un anticipo y un destello, que hacia abajo, hacia la vida terrestre y animal en que en realidad gemimos, a no ser para enseñarnos a sobrenaturalizarla y divinizarla.
Y lo mismo ocurre con el conocimiento. Usa como de instrumento y de trampolín de todas las ciencias humanas, aunque no tomadas en bruto, según salen de las canteras o de los surtidores de los filósofos y de los sabios, sino elaboradas y destiladas en sus propios talleres y refinerías, en donde se les da el sentido de Dios, de Cristo, de la fe. Por eso no se embarca en cualquier filosofía, antigua ni moderna, sino solamente en la filosofía cristiana, en la filosofía según Cristo, como hermosamente la llamaba Benedicto XV (Motu proprio Non multo post, de 31 de diciembre de 1914. AAS. 7 (1915), 6-7).
El verdadero teólogo, tal como lo describe el Concilio Vaticano, llevando siempre por delante la antorcha de la fe, busca la inteligencia y explicación de los misterios, que ella nos propone, con diligencia, con amor y con sobriedad –sedulo, pie et sobrie–. Para lo cual emplea fundamentalmente dos caminos: uno, la comparación de unos misterios con otros y con el fin último del hombre, en donde todos convergen; otro, la comparación de los mismos con las verdades de orden natural sólidamente establecidas, como de otras tantas analogías, que nos los hacen vislumbrar de alguna manera (Denz, núm. 1.796). Pero sin perder nunca el sentido del misterio, ni pretender comprenderlos perfectamente. Esa visión clara y plena no es de la teología de esta vida, sino de la que le suceda en el cielo.
La vitalidad de la teología, como la de todos los seres vivientes, no consiste en alejarse de sus fuentes y principios, sino en no separarse de ellos, en estar siempre en contacto con ellos, en beber y alimentarse de ellos a boca llena. Las ciencias no deben perder nunca el contacto con la experiencia, que es su fuente; la historia debe estar siempre con la vista puesta en el documento, que le da el ser; la filosofía necesita volver siempre al agua cristalina de sus principios para no ahogarse de sed. La teología igualmente ha menester alimentarse de sus principios y saturarse de ellos.
Y esos principios y fuentes de la auténtica teología son las verdades, los artículos de la fe, contenidos en las Sagradas Escrituras y en la tradición divina, y propuestos infalible y auténticamente por el Magisterio vivo de la Iglesia. El principio vital de la teología está en la revelación divina, en la fe; no en la razón humana ni en las ciencias o la filosofía, inventada por ella.
Por eso, la teología digna de tal nombre tiene más de divina que de humana, de fe que de razón, de iluminación o irradiación de la ciencia de Dios que de ilustración de la ciencia de los hombres, es decir, de la filosofía en su sentido más amplio. La misma teología escolástica, tan despreciada y calumniada por los nuevos teólogos, tiene marcadamente ese carácter divino y sobrenatural, sobre todo en sus principales representantes, como un San Alberto Magno, un Santo Tomás de Aquino y un San Buenaventura.
La Nueva Teología, por el contrario, ha invertido los valores, yendo al remolque de algunas modernas y fementidas filosofías, y descristianizándose con ellas, después de abandonar las verdaderas fuentes de la teología auténtica. Es una trágica ironía llamar teología viva y renovada a la que, separándose de su principio vital, camina por las sendas de la muerte.
Coleccion “O crece o muere”
1.– La unidad del mundo, por Carl Schmitt. (2.ª ed.)
2.– Situación actual de la cultura europea, por Christopher Dawson. (2.ª ed.)
3.– Sociología de la crisis, por Alois Dempf. (2.ª ed.)
4.– Problemas de la novela contemporánea, por Mariano Baquero Goyanes. (2.ª ed.)
5.– En torno al concepto de España, por Luis Sánchez Agesta. (2.ª ed.)
6.– Conciencia obrera y conciencia burguesa en la España contemporánea, por José María Jover. (2.ª ed.)
7.– Valor actual del humanismo español, por Alexander A. Parker. (2.ª ed.)
8.– Cajal y el problema del saber, por Pedro Laín Entralgo. (2.ª ed.)
9.– Los romanistas ante la actual crisis de la ley, por Álvaro d'Ors. (2.ª ed.)
10.– España y la contrarreforma en la obra de Burkhardt, por Werner Kaegi. (2.ª ed.)
11.– Estado medieval y antiguo régimen, por Ángel López-Amo Marín. (2.ª ed.)
12.– Cerebro interno y sociedad, por Juan Rof Carballo. (2.ª edición.)
13.– El Oriente Medio, encrucijada del mundo, por Pedro Gómez Aparicio. (2.ª ed.)
14.– Fernando el Católico, militar, por Jorge Vigón. (2.ª ed.)
15.– Cataluña entre Tradición y Revolución, por Ignacio Agustí. (2.ª ed.)
16.– Una nueva organización económica, por Eugène Schueller. (2.ª edición)
17.– Lección permanente del barroco español, por Emilio Orozco Díaz. (2.ª ed.)
18.– Teología de la Pasión, por José María Cirarda. (2.ª ed.)
19.– La atomización de la economía, por Hjalmar Schacht. (2.ª edición.)
20.– Austria, símbolo de una tragedia europea, por Antón Rothbauer. (2.ª ed.)
21.– La quiebra de la razón de Estado, por Gonzalo Fernández de la Mora. (2.ª ed.)
22.– Crítica de la Restauración liberal en España, por José María García Escudero. (2.ª ed.)
23.– El espíritu aragonés y don Fernando el Católico, por Emilio Alfaro. (2.ª ed.)
24.– Ideología pura y fenomenología pura, por Leopoldo Palacios. (2.ª ed.)
25.– La Prensa ante las masas, por Torcuato Luca de Tena. (2.ª edición).
26.– El Catolicismo contemporáneo en Inglaterra, por Thomas Burns.
27.– La arquitectura popular española y su valor ante la arquitectura del futuro, por Miguel Fisac.
28.– Donoso Cortés, ejemplo del pensamiento de la tradición, por Edmund Schramm.
29.– Paz y maquiavelismo, por Alfonso de Cossío.
30.– Ruralidad peninsular, por Antonio de Souza Cámara.
31.– La Tributación en el Presupuesto español, por José Luis Villar Palasí.
32.– El catolicismo liberal en Francia, por Jean Roger.
33.– Fin de la sociedad española del Antiguo Régimen, por Vicente Palacio Atard.
34.– Situación histórica del tiempo actual, por Bèla Menczer.
35.– Regiduría escénica, por Antón Giulio Bragaglia.
36.– Proceso de formación de las naciones eslavas, por Pablo Tijan.
37.– La divinización y la suma esclavitud del hombre, por Aurèle Kolnai.
38.– Complejos nacionales en la historia de Europa, por José Miguel de Azaola.
39.– Actualidad del tomismo, por Josef Pieper.
40.– Jacinto Verdaguer, poeta épico, por Lorenzo Riber.
41.– El integralismo portugués, por Alfonso Botelho.
42.– El pensamiento católico en Italia, por Michele Federico Sciacca.
43.– La Navidad en la poesía española, por Gerardo Diego.
44.– Charles Maurras, escritor político, por Pierre Hericourt.
45.– La O. N. U. y los territorios dependientes, por José Luis Bustamante y Rivero.
46.– La lucha por la industrialización de España, por José María Fontana.
47.– La obra de William Faulkner, por Francisco Yndurain.
48.– Sermón de las siete palabras, por Federico Sopeña.
49.– Jesús Leoz, por Antonio Fernández-Cid.
50.– Los tres lemas de la sociedad futura, por Rafael Gambra.
51.– Cristianismo y libertad, por Gustave Thibon.
52.– El novelista ante el mundo, por José María Gironella.
53.– Estilos de vivir y modos de enfermar, por Juan José López Ibor.
54.– El problema de la libertad en el Islam, por Juan M. Abd-el-Jalil.
55.– Orden y jerarquía en la estructura social, por Santiago Galindo Herrero.
56.– El cine y el espectador, por Miguel Siguán.
57.– La cultura en una democracia industrializada, por John T. Reid.
58.– Las ideas políticas en el reinado de Carlos IV, por Carlos Corona Baratech.
59.– Los orígenes del pensamiento conservador europeo, por Fritz Valjavec.
60.– Energía nuclear e industrialización de España, por Manuel de Torres Martínez.
61.– El arte, la poesía y la crítica desde el punto de vista cristiano, por Enrique Moreno Báez.
62.– La figura política del vizconde de Bonald, por Salvador Pons.
63.– Política de colaboración cultural, por Florentino Pérez Embid.
64.– Donoso Cortés en el pensamiento europeo del siglo XIX, por Federico Suárez Verdaguer.
65.– El sindicalismo alemán de la postguerra, por Vicente Marrero.
66.– El hombre como persona y como ser colectivo, por Michael Schmaus.
67.– La caída de los graves en Galileo, por Roberto Saumells.
68.– El hombre y su razón, por Alfonso Candau.
69.– Grandeza y servidumbre de la metafísica, por José Luis Pinillos.
70.– La arquitectura contemporánea en los Estados Unidos, por Stephen W. Jacobs.
71.– Discurso a la catolicidad española, por Eugenio Montes.
72.– Origen doctrinal y génesis del Romanticismo español, por Hans Juretschke.
73.– El intelectual católico, por Faustino G. Sánchez-Marín.
74.– El pensamiento político de Edmund Burke, por Esteban Pujols.
75.– Las tres edades de la política, por Rafael Sánchez Mazas.
76.– La música en los Estados Unidos, por Enrique Franco.
77.– Tendencias actuales de la política social, por Federico Rodríguez.
78.– Tiranía y negación de la Historia, por George Uscatescu.
79.– Poesía y técnica poética, por Vicente Gaos.
80.– El arte ante la crítica, por José Camón Aznar.
81.– El proceso intelectual de San Agustín, por Adolfo Muñoz Alonso.
82.– Dos católicos frente a frente: Lord Acton y Ramón Nocedal, por Rafael Olivar Bertrand.
83.– Vossler y la ciencia literaria, por José Luis Varela.
84.– Los motivos de las luchas intelectuales, por Rafael Calvo Serer.
85.– Leyes económicas, características sociales y sistemas de gobierno de nuestro tiempo, por Daniel-María de Vieira Barbosa.
86.– Libertad y progreso en los regímenes de autoridad, por Louis Salleron.
87.– La imagen activa y el expresionismo dramático, por Juan Guerrero Zamora.
88.– Inglaterra y el Mediterráneo: aspectos de la soledad británica, por Alan Pryce-Jones.
89.– Los cambios sociales y políticos en España e Hispanoamérica, por Vicente Rodríguez Casado.
90.– Revolución y renovación conservadora, por Frederick A. Voigt.
91.– Explicación histórica del aislacionismo norteamericano, por Octavio Gil Munilla.
92.– Actualidad del retorno a las Monarquías en Europa, por Roberto Cantalupo.
93.– La idea de gobierno en la Europa moderna, por Michael Oakeshott.
94.– El valor formativo del Derecho, por José María Desantes.
95.– Actitud del cristiano al comienzo de la era atómica, por Friedrich Herr.
96.– El agustinismo del pensamiento contemporáneo, por José María Pemán.
97.– Newman, Chesterton y los católicos ingleses de hoy, por Douglas Woodruff.
98.– Pensamientos y esperanzas de la Europa cautiva, por Casimir Smogorzewski.
99.– El nuevo conservatismo y el nuevo liberalismo en Europa y Norteamérica, por Erik Ritter von Kübnelt-Leddihn.
100.– La guitarra y su historia, por Regino Sainz de la Maza.
101.– Los reinos en la Historia moderna de España, por Ismael Sánchez Bella.
102.– Los fundamentos históricos de la Unidad europea, por George Studmüller.
103.– La aproximación de los neoliberales a la actitud tradicional, por Rafael Calvo Serer.
104.– Los tópicos y la opinión, por Antonio Fontán.
105.– Lealtad, discrepancia y traición, por Jorge Vigón.
106.– Historia negativa de España en América, por Francisco Morales Padrón.
107.– La encrucijada filosófica del presente, por Oswaldo Market.
108.– El futuro de las instituciones políticas inglesas, por Charles Petric.
109.– Reunificación de Alemania y coexistencia, por Joseph Baumgartner.
110.– La tensión actual en el bloque soviético, por Otto de Austria-Hungría.
111.– La música hispanoárabe, por Arcadio de Larrea Palacín.
112.– La ciencia militar, por Juan de Zavala.
113.– La acción de los cristianos y el futuro del proletariado, por Jesús Arellano.
114.– La armonía social en el pensamiento de Calvo Sotelo, por Amalio García-Arias.
115.– Ensayo sobre la obra de Calderón, por Ángel Balbuena Briones.
116.– La revolución industrial y técnica europea a la luz de los valores cristianos, por Michael de La Bedoyere.
117.– El pensamiento social de Donoso Cortés, por Miguel Fagoaga.
118.– Reflexiones sobre el futuro del Derecho civil, por Antonio Hernández-Gil.
119.– Lo sustantivo y lo adjetivo en el espectáculo dramático, por Manuel Dicenta.
120.– Experiencia británica sobre la economía dirigida, por Michael P. Fogarty.
121.– El patrimonio familiar rústico, por José Javier López Jacoiste.
122.– Crítica de las utopías políticas, por Aurele Kolnui.
123.– Existencialismo y picaresca, por Rafael Benítez Claros.
124.– Teología nueva y Teología, por Santiago Ramírez, O. P.
{Transcripción íntegra del texto contenido en un opúsculo de papel impreso de 48 páginas más cubiertas.}